Capítulo IX

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Doña Aurora y Valvanera esperaban en el carruaje disfrazadas de ellas mismas. En el asiento de enfrente, Mamata escondía a los niños debajo de su manto. No estaban seguras de que el comerciante las hubiera denunciado aún, pero si fuera así, en cuanto el hijo de la niñera le diera la señal al cochero, se convertirían en prófugas de los inquisidores. Si el comerciante no había caído en la trampa que habían urdido para él, las perseguiría hasta detenerlas y entregarlas al Santo Tribunal. Las criadas habían salido para el palacio de Diamantina media hora antes, ocultas bajo la indumentaria que Valvanera y doña Aurora habían bordado durante la última semana, idéntica a la que llevaban puesta en el carruaje. La suerte ya estaba echada.

No tenían noticias de don Lorenzo y del hijo mayor de Mamata. El marido de Mamata les esperaba desde el amanecer en el cruce de los caminos de Sevilla y Los Santos de Maimona para explicarles que debían dirigirse a El Castellar y esperar allí al comerciante. En ese momento ya debían de estar con don Diego Sepúlveda.

Los nervios de Valvanera y de la niñera le exigieron mantener la calma, alguien debía hacerlo, pero doña Aurora sentía como si le estuvieran mordiendo el estómago. Recordó el desastre de la huida de Tenochtitlan. El incendio del palacio de los capitanes. Su salida en canoa. Los cuerpos de los españoles hundiéndose en el lago por el peso del oro. Su estancia en Cholula, y la angustia de la espera sin la certeza de que los suyos hubieran logrado salir de aquel infierno.

El destino volvía a separarla de su esposo en el momento en que más le necesitaba. Hacía ya diez días que se marchó, y diez noches en las que repasó cada detalle de lo que estaba a punto de comenzar. Esta vez no pasaría como en la capital de los aztecas, había diseñado la solución a cualquier imprevisto.

Cuando salieron de la ronda, después de dejar a la nodriza con sus hermanos, comprendió que las moras caerían en la trampa. Seguirían a sus capas hasta la misa de doce convencidas de que debajo se encontraban sus verdaderas dueñas. Lo supo cuando bajaron los ojos mientras las saludaba desde el umbral del palacio. Nadie mantiene la mirada del que entregará a la muerte segura al día siguiente.

Una hora después del regreso de la judería, el comerciante se encontraba apostado en el pilón junto a los cuatro moriscos. Los había colocado en dirección a cada una de las calles que confluían en el Pilar Redondo. Las que daban a la iglesia y a su trasera, la del palacio de Diamantina, y la que terminaba en la ronda de la muralla. Cada cual vigilaba su calle, él miraba directamente al balcón de doña Aurora, sonriéndole cada vez que ella se asomaba.

Parecía claro que el comerciante reforzaba su vigilancia para no perder la oportunidad de detenerlas mientras huían. La cuestión estaba en si se guiaría por los planes que le contó Mamata, si pensaría que las criadas escaparían hacia Los Santos y ellas a El Castellar, como había planeado su esposo, o contemplaría otras alternativas en previsión de que fueran ellas las que huyeran en el carruaje. No lo sabría hasta que no llegara el momento, pero confiaba en su intuición. Tenía que salir bien.

Juan de los Santos parecía enfadado cuando volvieron de la judería, pero aquel paseo no hizo sino mejorar sus planes. Al día siguiente, las moras no perderían de vista sus ropas desde que salieran del palacio hasta que el ecónomo las condujera al pasadizo.

La tarde transcurría más rápido de lo que había imaginado. Entre el nerviosismo de unos y de otros, no tuvo tiempo de pensar en el suyo. Los jueces del Santo Tribunal habían llegado a Zafra el día anterior. Leyeron su Edicto de Fe en la misa de doce y empapelaron la villa con la lista de los actos que la Inquisición consideraba merecedores de castigo. Judaísmo, islamismo, hechicería, lectura y tenencia de libros prohibidos, bigamia, brujería, predicciones del horóscopo, sortilegios para buscar agua y objetos perdidos, blasfemia, sodomía, invocaciones a la lluvia, astrología, falso testimonio, solicitar el acto sexual siendo clérigo, herejía, renegado, predicciones del futuro, filtros amorosos, pintar y componer a la novia a la morisca, no comer tocino, amasar pan sin levadura, y un sinfín de ejemplos que merecerían la cárcel, la humillación o la muerte, y provocaron la angustia de toda la población, incluidos los habitantes del palacio. Cualquiera podía ser denunciado y recluido en una cárcel secreta sin conocer ni su delito ni a su acusador. Pasarían meses desaparecidos, incluso años, hasta que se celebrara el juicio público y sus familiares supieran algo de ellos.

A excepción de los cambios que habían introducido para liberar a Diamantina, que las mujeres mantenían en riguroso secreto, el marido y los hijos de Mamata eran los únicos que conocían los planes de huida. El resto de la servidumbre debía seguir ignorándolos hasta que la fuga hubiera terminado. Para evitar sus sospechas, los preparativos se limitaron a tener listo el tiro del carruaje y a guardar en una bolsa algunas ropas para los niños. Nada de arcones ni de baúles, llevarían dinero para comprar lo que necesitasen si la fuga se prolongaba.

Valvanera y Mamata subieron a su habitación después del almuerzo. María y Miguel jugaban en el patio, la pequeña Inés dormía. La niñera se mostraba inquieta.

—¿Y si el comerciante nos sigue a nosotras? Don Lorenzo no estará en el cruce de Sevilla y Los Santos para detenerle. ¿Qué haremos?

Valvanera intentó calmarla.

—Las seguirá a ellas. No te preocupes. Es muy listo, y los listos piensan en todo, menos en las cosas más simples. Si tú le has dicho que el carruaje lo usaremos para despistarle mientras nosotras huimos por el pasadizo, seguro que no se plantea que lo más sensato era trasladarnos lo más lejos posible.

Valvanera tenía razón, los listos piensan en todo, lo terrible sería que pensara que la trampa estaba en la historia que le había contado Mamata. No quiso preocuparlas más, no tenía respuesta a su pregunta, confiaba en que el comerciante no se diera cuenta de que también ellas sabían pensar.