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Entre Monesterio y Santa Olalla, se encontraba la posada del Culebrín, donde solían hacer noche los viajeros de la Ruta de la Plata, entre Zafra y Sevilla. Desde la posada hasta Zafra, se tardaba poco menos de un día a caballo. Don Lorenzo calculó su viaje de regreso de Granada teniendo en cuenta que debía llegar a la Media Fanega el viernes por la noche a más tardar. El sábado saldría en dirección a Los Santos, llegaría al anochecer y dormiría allí. En la mañana del domingo, interceptaría al comerciante en el cruce donde había convenido con la princesa.
En la fecha y la hora calculadas, entraba en la taberna de la fonda para pedir alojamiento para él y para otras cuatro personas que esperaban en un carruaje.
De espaldas a la entrada, recogiendo la llave de una de las habitaciones, se encontró con la última persona que hubiera podido imaginar. Su hermano Manuel. El primer impulso que sintió fue alejarse, pero se acercó hasta tenerlo a dos pasos y saludó.
—¡Buenas noches!
Manuel levantó la cabeza y esperó unos instantes para girarse.
—¡Esto sí que se llama una casualidad! ¿Tú no estabas vendiendo tu uva en la ruta de Almendralejo?
Don Lorenzo no tenía interés en mantener una conversación. Su propósito era terminar cuanto antes con aquel desagradable encuentro, y avisar a las personas que esperaban en el coche de que podían entrar.
—Parece que no.
Se acercó al mostrador y se dirigió al posadero.
—¿Qué hay, Luciano? ¿Tienes cuatro habitaciones?
Antes de que Luciano pudiera contestar, don Manuel le cogió del brazo y le retiró del mostrador.
—Tengo algo importante que decirte.
—¿Y qué te hace pensar que lo que es importante para ti puede ser importante para mí?
Su hermano le clavó los dedos en el brazo y lo llevó hasta una mesa, la más retirada que encontró. Su aspecto no era el que presentaba la última vez que se vieron, parecía avejentado.
—Me encantaría pelear contigo, pero he cabalgado doce horas seguidas, estoy agotado. Lo que tengo que decirte es mucho más importante que nuestras diferencias. Escúchame y no me interrumpas hasta que termine. Las vidas de tu esposa y de la mía dependen de lo que tú y yo seamos capaces de hacer. Voy a Sevilla a buscar ayuda.
Don Manuel le contó los últimos acontecimientos ocurridos en Zafra. Por supuesto, desconocía la existencia del joyero, pero sabía las acusaciones que el comerciante había vertido sobre doña Aurora y sobre Valvanera en relación con Diamantina y con la fonda.
—Al principio no le di importancia. Pensé que nadie creería las patrañas de ese hijo de Satanás. Pero cuando se me acercó en la batida, comprendí que su perversión no tiene límites. Ahora resulta que la Serpiente de El Castellar también es obra de ellas.
—Pero es absurdo, ésa es una historia antigua. Los abuelos de nuestros abuelos ya hablaban de la serpiente.
—Precisamente por eso, no hay animal que viva tantos años. ¿No adoran los indios a un dios en forma de serpiente?
—Quetzalcoatl, la Serpiente Emplumada.
—¡Pues ahí la tienes! Según el comerciante, doña Aurora y Valvanera invocaron a su dios para que Diamantina siguiera embarazada a pesar de haber perdido al niño. Eso es lo que le va a decir al Santo Tribunal. Tenemos que conseguir un testimonio a favor de tu mujer y de tu criada, gente de prestigio que pueda callarle la boca a ese embustero.
Don Lorenzo todavía no le había contado su historia. La muerte del calafate, la inundación de la ronda y el entierro del Bigotes, las amenazas, el joyero. El comerciante odiaba a cualquiera que no demostrara su pureza de sangre.
—Acusó a su propia esposa de mantener sus ritos judíos y la mandó a la hoguera. Parece que no le encuentra sentido a la vida si no es odiando a los que somos diferentes. En nosotros encontró las víctimas perfectas, el hijo de una mora y su familia india.
La reacción de su hermano ante lo que acababa de narrar le desconcertó. Jamás hubiera creído que de sus labios pudieran salir alabanzas sobre nadie que no fuera cristiano viejo, y mucho menos sobre doña Aurora.
—Tu mujer no merece ese trato, es una de las damas más dulces que han pasado por Zafra. Ese hombre debería lavarse la boca con jabón para hablar de ella. No podemos consentir que se salga con la suya.
Don Lorenzo hizo un gesto de admiración. No podía ser cierto lo que acababa de escuchar.
—Sí, hombre, sí. Ya sé que a veces soy un burro, pero sé diferenciar una corneja de una paloma.
De pronto, los dos hermanos se encontraron como no lo habían hecho en todos los años de su vida, sonriéndose el uno al otro. Don Lorenzo le miró como si se tratara de un desconocido. Aquel hombre no podía ser el mismo que no consintió que su madre reposara en la cripta familiar hasta que no vio peligrar su herencia. El que le echó de su propia casa porque deseaba a la mujer que él no aceptó como esposa. No podía ser. No había vuelto a verle desde el nacimiento de la hija de Valvanera, cuando apareció en su palacete y se llevó a Diamantina para encerrarla bajo llave hasta no se sabía cuándo. No podía ser el mismo. Sin embargo, allí estaba, hablando de doña Aurora como si la apreciara de verdad, dispuesto a cabalgar hasta Sevilla en busca de ayuda.
—¿Y qué piensas hacer en Sevilla?
—Pedirle al Conde de Feria un juicio público.
—Los condes no están en Sevilla.
—¿Estás seguro?
—Completamente.
Don Manuel se quedó pensativo.
—Pero si me han dicho en palacio que han ido a pasar unos días allí.
Don Lorenzo se acercó a la ventana y le hizo un gesto para que echara un vistazo. Las figuras de dos hombres y dos mujeres se perfilaban en las ventanillas de un coche que esperaba en la puerta. Don Manuel sonrió.
—¡Así es que ésta era tu ruta de la uva!
—Mañana viajarán directos al Castellar. Allí les espera Sepúlveda. Traen una sorpresa para el comerciante de paños.
—¿Quiénes son los otros?
—El hombre es don Hernando, el hijo de don Hernando de Zafra. Y la mujer es la esposa del comerciante.
—Pero ¿no me has dicho que murió en la hoguera?
—Es una historia muy larga. Mañana te la contaré por el camino.
A primera hora del sábado, los dos hermanos se despidieron de los ocupantes del carruaje hasta el día siguiente en El Castellar. Montaron cada uno su caballo y se dirigieron hacia Los Santos de Maimona. Era la primera vez que cabalgaban juntos.