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Coincidiendo con la entrada de la primavera, todos los años se celebraba en el barrio judío la Velá del Pozo. Pero ante la llegada del Santo Oficio, los conversos decidieron adelantar la fiesta a mediados de noviembre, para dejar constancia de su devoción cristiana ante el Tribunal. Diamantina le dio permiso a su nodriza para que ayudara a sus hermanas en los preparativos. Todos los sábados se reunía a comer con su familia, pero aquél era un día especial: después del almuerzo, en los alrededores de la pequeña iglesia, comenzaba a sentirse el bullicio que presagiaba la fiesta de la noche, cuando los bailes y la música se mezclarían con las oraciones con que velarían al Cristo.
Cuando don Manuel se lo aprobaba, Diamantina acompañaba a su aya el día de la fiesta. Se acercaban hasta la calle del Pozo después de la misa y ayudaban a colocar los farolillos con que adornaban el barrio. Le encantaba sentirse útil. Sin embargo, en aquella ocasión, su nodriza no tuvo otro remedio que acudir sola. La princesa le había prohibido delante de su esposo moverse de la cama.
Nunca pensó que pudiera ser tan fácil engañar a don Manuel. Su alcoba se encontraba al otro lado del corredor, junto a la sala donde solía recibir a los aparceros en el invierno. En los meses de verano, se trasladaban a vivir a la planta baja del palacio, mucho más fresca que la de arriba. Pero en invierno la humedad se colaba hasta las sábanas y se mudaban a la planta superior, donde se reproducían todas las estancias de la de abajo, el comedor, las salitas, los salones, las alcobas, las cocinas, todo se había construido por igual en las dos plantas de la vivienda.
Hasta la llegada del invierno, solían vivir a caballo entre los dos pisos, alternándose en los dormitorios de uno y de otro en función de los coletazos de calor con que se presentara el otoño, aunque la vida cotidiana seguía manteniéndose en el de abajo. Excepto Fermín, el mayordomo, que dormía en una habitación contigua a la de don Manuel, la servidumbre se acostaba en los cuartos que daban a la leñera y al patio de las cuadras. Cuando llegaba el invierno, se trasladaban al altillo.
Habían golpeado la puerta de su habitación, Diamantina sabía que no podía ser nadie más que su aya o su esclava. Abrió con su propia llave, muy despacio, para no romper el silencio que invadía toda la casa. Olvido y la nodriza esperaban al otro lado de la puerta, con instrucciones de doña Aurora.
Antes de comenzar a gritar, como le habían indicado, Diamantina hizo tiempo para que Olvido y su nodriza bajaran a las cocinas. Su esposo tenía que ser el primero en acudir en su auxilio. Su niñera y su esclava debían aparecer con el resto de la servidumbre, que todavía dormía en la planta inferior. De lo contrario, don Manuel podría sospechar.
Escondió la llave en el lugar habitual, miró por el balcón, se sentó y se levantó, dio varias vueltas a la alcoba, volvió a mirar hacia el patio trasero, y a sentarse, y a levantarse, y a mirar por el balcón. Y se tumbó en la cama.
Se levantó, se acercó a la puerta, y lanzó el primer alarido. Gritó como le había dicho su nodriza, como si le estuvieran arrancando al bebé de las entrañas. Entre chillido y chillido, escuchaba la voz de Fermín que alertaba a su esposo.
—¡Señor! ¡Señor! ¡Despertaos!
Pero don Manuel no se despertaba. Como siempre que llegaba agotado, se habría tomado sus hierbas, unas que le daban en el campo y le provocaban un sueño tan profundo que a veces se dormía durante más de catorce horas.
El mayordomo se acercó a su habitación.
—¿Qué os sucede, señora? ¡Tranquilizaos! ¡Enseguida viene don Manuel!
Escuchó las escaleras. Los criados del piso de abajo comenzaban a subir y a arremolinarse alrededor del mayordomo. Ella gritaba. Fermín corría de un lado al otro del corredor, aporreaba la puerta de don Manuel y volvía a la suya.
—¿Qué os pasa? ¡Por el amor de Dios, decidme qué os pasa!
Pero ella sólo gritaba y repetía el nombre de su esposo y el de la princesa. Gritó hasta que don Manuel acabó por oírla y salió de su cuarto. Cuando escuchó su voz al otro lado del corredor, se acercó a la cerradura.
—¡Me desangro! ¡Llamad a doña Aurora! ¡Llamadla, por favor! ¡Me estoy desangrando!
Su esposo la encontró arrodillada sobre un charco de sangre. Le levantó el camisón y tocó sus muslos empapados. Sus brazos se mancharon de rojo cuando la llevó a la cama. Se volvió al mayordomo y gritó.
—¡Que alguien traiga a la princesa! ¡Corred!
La nodriza se acercó con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué ha pasado?
Don Manuel le pasaba la mano por la frente.
—¡Tranquila! Doña Aurora te curará.
Ella se quejaba.
—¡Me duele mucho!
Los criados no se atrevieron a entrar, esperaban todos en el corredor asomando las cabezas por la puerta abierta. Sus voces se escuchaban como una letanía, probablemente horrorizados a la vista de la sangre.
—¡Virgen de los Desamparados!
—¡Santa Madre de Dios!
—¡Jesús!
Olvido no se encontraba entre ellos, quizá fuera la encargada de acudir al palacete de enfrente. Una voz gritó desde el pasillo.
—¡Ya están aquí!
Cuando Valvanera y doña Aurora alcanzaron la cabecera de su cama, la princesa ordenó que salieran todos de la habitación. Su esposo no dejaba de besarle las manos. Antes de salir, se dirigió a las recién llegadas con un hilo de voz, reprimiéndose para no llorar.
—¡Salvadla a ella!
Valvanera permanecía de pie al lado de doña Aurora, llevaba un cesto colgado de cada brazo.
—No os preocupéis, los salvaremos a los dos.
Su esposo cruzó la puerta que nunca más volvería a cerrar con llave. Envió a la servidumbre de vuelta a sus habitaciones, esperó una hora hasta que le dejaron pasar, y les rogó que permanecieran a su lado el resto de la noche para cuidarla. La princesa le tranquilizó. No era necesario, el niño estaba creciendo bien, y Diamantina sólo necesitaba reposo. No debía moverse de la cama en un par de meses. Pero si él se quedaba más tranquilo, ella no se movería del lado de Diamantina. Valvanera sí, tenía que amamantar a su bebé.
Su nodriza esperaba fuera, miró a don Manuel pidiéndole permiso para entrar y él apuntó con la mano abierta hacia la cama en señal de que se lo estaba concediendo. Después, su esposo acompañó a Valvanera hasta el corredor. Aunque hablaban en voz baja, pudo escuchar lo que se decían. A don Manuel se le notaba la preocupación.
—Entonces, ¿está bien?
Era la primera vez que Valvanera hablaba directamente con él.
—No tengáis cuidado. Está bien, pero no consintáis que salga de esa cama. La sangre podría volver a removerse dentro de su cuerpo.
—No se moverá.
—Pues entonces no temáis. Quedaos tranquilo, todo irá bien. Ahora debéis descansar.
—Gracias.
¿Gracias? ¿Había dicho gracias? ¿Su marido dando las gracias a una criada? ¿Tanto podía cambiar cuando sentía que podría perderla? ¿Tanto la amaba? ¿Sería verdad que sin ella no podría vivir? ¿Se desesperaría cuando le abandonase? ¿Sufriría? ¿Cuánto? ¿Merecía alguien tanto sufrimiento?