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La nodriza se asustó cuando leyó lo que le escribía la esclava. El señor no podía terminar con el encierro antes del domingo, si se la llevaba a la casa del campo fallaría todo lo que habían tramado. Tenía que averiguar qué había ocurrido en la batida para provocar su cambio de actitud. Buscó en las caballerizas a los mozos que acompañaron a don Manuel. Afortunadamente, todavía no se habían marchado. Les conocía poco, sólo de verlos en el cortijo cuando pasaban algunas temporadas en los meses de calor, pero llevaban toda la vida al servicio de don Manuel, no les extrañaría que les invitara a un trozo de queso de Castuera y a una copa de vino.
—Tenéis que reponer fuerzas. Creo que ha sido un día muy duro, ¿no?
Los muchachos aceptaron la invitación, no podían desaprovechar la oportunidad de comer al abrigo del fogón de la casa grande. Pocas veces disfrutaban de ese privilegio. Acompañaban a don Manuel en todas sus cacerías, pero siempre regresaban al campo al terminar la jornada. Vivían en el cortijo de la Gavilla Verde durante todo el año. Sus padres, sus abuelos y sus bisabuelos habían sido los guardeses hasta que les llegó su última hora.
Entre los dos, se comieron una hogaza de pan untada en el queso. La nodriza les contemplaba sin decir una palabra. Les preparó un solomillo de retinto que don Manuel no se había comido y se lo sirvió. Tarde o temprano acabarían hablando de sus hazañas del día, todos los hombres lo hacen. Después de comerse la carne, el mayor de ellos se levantó y tiró del otro.
—La noche se está cerrando mucho. Deberíamos marcharnos si queremos ver algo por el camino.
El aya señaló el cuarto de detrás de la leñera y se dirigió al mozo que acababa de hablar.
—Podéis dormir aquí si queréis, tenemos mucho sitio. Así mañana no tenéis que volver si hay batida otra vez.
Los mozos dudaron como si les agradara la idea, pero el mayor tomó la palabra de inmediato.
—Me extrañaría mucho que don Manuel quisiera repetir. De todos modos, no podemos quedarnos, los perros no han comido hoy.
La nodriza cogió la olla que había en el fuego y se la enseñó.
—Pues a nosotros nos ha sobrado todo esto. ¿Queréis que os lo prepare? Seguro que ellos también se merecen una recompensa.
El menor se levantó para ver el contenido del puchero.
—¡Ya lo creo que se lo merecen! ¡Nunca he visto una suelta más rara!
La nodriza sacó una bandeja con mazapanes y confituras y les hizo un gesto para que volvieran a sentarse.
—Pues esperaos mientras busco dónde os lo pongo. Tomad un poco de postre. ¿Así que la suelta ha sido rara?
—¡Y tanto!
—¡Ya lo creo! Los pobres lebreles no sabían adónde acudir. Había tanta gente cuando les quitamos las traíllas que cualquiera hubiera dicho que estábamos en la feria. En vez de salir corriendo en busca de la sierpe, se quedaron olisqueando las correas como si quisieran que los volviéramos a atar.
Los dos mozos soltaban por fin la lengua. La nodriza sacó una botella de aguardiente y les sirvió. Mientras oía la conversación, revolvía entre las cacerolas y rellenaba los vasos cada vez que los vaciaban.
—Por primera vez en mi vida no me he guiado por el latido de la jauría, sino por las voces de los ojeadores que llevábamos delante. ¡Madre mía del amor hermoso! ¡Si no nos quedó otro remedio que atar a los perros otra vez!
—¿Y qué me dices de la aparición?
Los dos mozos soltaron una carcajada. El mayor miró a la puerta de la cocina y bajó la voz.
—No te rías, al señor no le hizo ninguna gracia.
—¿Y cómo iba a hacerle gracia? Si aquel hombre parecía salido del mismísimo infierno.
—¡Menudo susto cuando lo vimos detrás del zarzal! Eso sí es aparecerse, y no lo de la serpiente, que no hay quien la vea ni viva ni muerta.
—¿Te diste cuenta de cómo le mudó la cara a don Manuel?
—¡Pues claro!
Los mozos volvieron a reírse y a llenarse las copas.
—¡Pues no va y le dice que la señora Diamantina tendrá que dar cuentas de lo que está pasando!
—¿Y qué tendrá que ver la señora? Si la pobre no sale de su habitación desde hace mes y medio.
La nodriza no supo quedarse callada por más tiempo.
—¿Qué decís de la señora?
—Que por si no tuviera suficiente con lo que tiene, ahora la acusan de liarse con las indias para invocar a Satanás.
—¿Y el señor? ¿Qué ha dicho?
—Casi le parte la cara. Si no llega a ser por los moros que iban con él, mañana íbamos de entierro.
—¿Creéis que hará algo?
—Por lo pronto, mañana nos llevamos a la señora a la Gavilla Verde. Después, él sabrá lo que tiene pensado, no nos ha dicho gran cosa.
Los cuellos de los muchachos no podían sujetar sus cabezas, se les caían como a los muñecos de trapo. La nodriza llamó a Olvido y, a pesar de su resistencia, los llevaron a la habitación y los metieron en la cama.
La esclava lo había escuchado todo desde el cuarto de al lado, la nodriza se puso una toquilla y se dirigió a la puerta falsa.
—Me voy a ver a Mamata. Tenemos que pensar cómo retener a la señora hasta el domingo. Espérame aquí para abrirme cuando regrese.
Se dirigió al palacio de enfrente y dio unos golpes en la puerta falsa. Al momento, el hijo menor de Mamata le abrió y la condujo hasta las cocinas. Mamata apareció enseguida envuelta en una colcha. Se sentó, escuchó lo que la nodriza acababa de descubrir y se puso de pie.
—¡Vamos! Hay que contárselo a la princesa.
Momentos más tarde, doña Aurora llamó a Valvanera a su dormitorio, Juan de los Santos no había regresado todavía de la fonda. Las cuatro mujeres se afanaban en encontrar una solución al problema que se les planteaba sobre lo previsto para la fuga. La nodriza no sabía qué hacer.
—¿Y si le contamos al señor don Manuel lo que habíamos pensado? Seguro que ahora no tendrá inconveniente en dejar que la señora Diamantina se marche.
Mamata la miró como si hubiera perdido la razón.
—¿Te has vuelto loca? Él no la dejará marcharse de su lado, a menos que vaya con los pies por delante.
—A lo mejor con esto cambia. No consentirá que el comerciante le haga daño.
—Las serpientes no cambian, sólo mudan la piel.
Valvanera y doña Aurora hablaban entre ellas. Cuando las criadas se callaron, la princesa planteó el modo en que podrían retener a Diamantina en la casa. La nodriza regresaría al palacio, llamaría a la puerta de Diamantina, y le contaría cómo tenía que proceder. Esa misma noche, fingiría encontrarse al borde de la muerte y llamaría a gritos a su marido y a la princesa. Cuando don Manuel la viera retorciéndose de dolor, las llamaría a ella y a Valvanera para que la auxiliaran. Ellas acudirían para prohibirle a la joven que se levantara de la cama en un par de meses.
La nodriza regresó al palacete con las instrucciones. Mamata se quedó en la habitación de los niños para calmarlos si se despertaban con los gritos de Diamantina. Valvanera y la princesa prepararon los cestos de las hierbas y los paños de algodón, y bajaron al patio para esperar a que las llamaran.