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Era más de medianoche. Se puso una capa sobre su túnica de algodón y esperó en el patio a que la llamaran del palacio de enfrente. Los gritos que deberían oírse desde el otro lado de la plaza no acababan de llegar. El silencio se le hacía interminable. Valvanera, sentada a su lado, sostenía dos cestos, uno repleto de hierbas curativas y otro de paños de algodón. Miraba al zaguán, deseando como ella que llamara la nodriza después de escucharse el alboroto de la casa de los Señores de El Torno.
—¿Has oído eso? ¡Parece que ya se oye algo! ¡Escucha! ¡Sí, sí, es un chillido! ¡Es Diamantina!
Los chillidos de Diamantina se oyeron en toda la plaza, pero la nodriza no llegaba. Quizá se equivocó al pensar que don Manuel la llamaría en cuanto viera que el niño volvía a poner en peligro la vida de su esposa.
Se asomaron a la portezuela del zaguán. En el palacio de Diamantina, los candiles comenzaron a prenderse en todas las habitaciones. El moro que vigilaba en la plazuela salió corriendo en la dirección de la posada, seguramente se disponía a informar al comerciante de que algo extraño sucedía.
Antes de que se abriera la puerta del palacete y apareciera la figura de Olvido envuelta en una toquilla, el hombre de negro ya se había presentado en el Pilar Redondo. Acudía todas las mañanas y todas las tardes desde que don Lorenzo se marchó, hablaba durante un rato con sus criados apoyado sobre el pilar, y observaba los balcones con la clara intención de que todos en el palacete supiesen que les vigilaba. La princesa sabía que al principio no se extrañó de la ausencia del capitán. Había preguntado a Virgilio y a José Manuel si era lógico concertar la venta de la uva mes y medio después de que terminara la vendimia. Pero la respuesta de los posaderos pareció convencerle.
—Este año todo el mundo la está vendiendo tarde. Ha habido mucha cosecha en todos lados. Además, él tendrá que buscar compradores nuevos, no puede pisarle las bodegas a su hermano.
Sin embargo, a medida que pasaban los días y el capitán no regresaba, se le veía con más frecuencia en la plazuela. Poco después de la conversación con Virgilio y con José Manuel, reforzó la vigilancia sobre todos los habitantes del palacete, nadie salía a la calle sin llevar detrás a uno de sus criados.
La princesa sólo abandonaba su casa para acudir a la misa de doce con Valvanera. No faltaban ni una sola mañana, especialmente desde que apareció el comerciante. Necesitaban demostrar que cumplían con los ritos cristianos, siempre sería mejor pecar por exceso que por defecto. Doña Aurora lo aprendió de los judíos de la calle del Pozo, que construyeron una capilla diminuta aprovechando un hueco entre dos casas para que todo el pueblo supiera que habían abandonado su credo. Cuando se extendió el rumor de que el Santo Tribunal preparaba una visita de distrito, el Cristo del Pozo se convirtió en el lugar más visitado de toda la judería.
Normalmente, Mamata se quedaba cuidando de los niños hasta que ellas regresaban, sólo asistía a los oficios sagrados los domingos y las fiestas de guardar. Ella no necesitaba alardear de su fe, al igual que su marido y sus hijos era cristiana vieja.
Uno de los moriscos permanecía vigilando el palacete mientras las moras seguían a la princesa y a Valvanera a la misa. Todos los días se producía el mismo movimiento en la plazuela, el relevo de los vigilantes. El moro que había pasado la noche sentado en el brocal del pilar era sustituido por las dos moras cuando las campanas de la iglesia daban las siete y media. A la hora de la misa, llegaba el otro para que ellas pudieran seguir a doña Aurora y a Valvanera hasta la iglesia.
La princesa soportaba el asedio del palacio pensando que, finalmente, acabaría por beneficiarles; el comerciante se sentía seguro controlándoles cada paso, creería la artimaña de las capas. Sin embargo, el hecho de sentir cómo las moras le pisaban los talones hasta el interior de la colegiata le producía un profundo malestar. No le agradaba tener que fingir una fe que no era la suya, y sabía que las jóvenes no las seguían para testificar sobre sus buenos hábitos religiosos, seguramente ellas mismas tampoco profesaban la fe que simulaban. Pero sentía como si aquellas muchachas las condujeran todos los días a un lugar equivocado. En aquel templo, ni siquiera le quedaba el consuelo de rezar a los dioses que reposaban debajo del altar, como ocurría en los que levantaron los españoles en su tierra, donde los sacerdotes ocultaban bajo los cimientos los ídolos que les obligaban a destruir.
La presencia de las moras al final de la iglesia le resultaba insoportable. Desmentía la ilusión que se había forjado al pensar que ella misma eligió voluntariamente acudir a misa diaria. Era verdad que nadie la forzaba, pero también era cierto que aquella vigilancia convertía su asistencia a la misa en una obligación. Lo importante no era que las moras sabían cuándo asistían, sino que podrían informar a todo el que se lo preguntase en caso de que no lo hicieran.
Participaba en el oficio religioso como cualquiera de las mujeres que abarrotaban la iglesia. Contestaba al sacerdote en latín, un idioma que no entendía, se arrepentía de los pecados que llevaron a la cruz al dios de aquellas tierras, confesaba los suyos propios, y comulgaba con el mismo fervor que el resto de las feligresas. Al regresar al palacete, invocaba junto a Valvanera y a los niños a su diosa del agua, a la Serpiente Emplumada y al Señor del Cerca y del Junto, y les pedía perdón por haberles traicionado.
La criada se lamentaba con ella de su cobardía. Con la desaparición del besador, no podían sino pensar que sus dioses las estaban castigando.
Muchas veces le planteó a Valvanera si deberían interrumpir las enseñanzas que impartían a los pequeños, su futuro sería más fácil si sólo conocieran a los dioses del nuevo mundo. Pero sería tanto como renegar de la sabiduría de sus antepasados, de lo que les transmitieron en los libros de tinta roja y negra, de todo en lo que habían creído desde que les alcanzaba la memoria. Si no compartieran con los niños los conocimientos que sus mayores compartieron con ellas, el olvido se llevaría la historia de su pueblo, y el secreto de los sabios que guardaban los códices se quedaría en un recuerdo que moriría con ellas.
La esclava la miraba con ojos de aceptar lo que ella decidiera.
—No sufras más, mi niña, nuestros dioses sabrán perdonar cualquier cosa que hagamos, ellos tienen que saber mejor que nadie que a veces pesa más la memoria que el olvido.