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La señora Diamantina tardó algún tiempo en advertir que sus dibujos tenían un significado. Su madre se los enseñó cuando era pequeña, era el único recuerdo que le quedaba de la vida anterior al accidente. Pero cuando su señora comprendió que podrían comunicarse a través del cristal, a Olvido se le abrió el firmamento con todas sus estrellas. Aprendió a leer y a escribir colocando al lado de cada símbolo el término que le correspondía. Los peces, el fuego, los leones, las gacelas, los chozos, las serpientes. Sus dibujos dejaron de ser garabatos sin sentido para convertirse en palabras que salían de sus dedos. En pocos días, consiguió memorizar todas las letras, construir sílabas y representar sonidos, aunque no tuviera un dibujo para compararlos. Por mucho que se lo hubieran dicho, nunca habría creído que la prisión que compartía con su señora pudiera convertirse en una puerta abierta. Todos los días aprendía alguna palabra. Diamantina le explicaba el significado y leía en voz alta para ella las frases que poco a poco comenzó a hilvanar sobre el cristal.
Siempre que la encontraba alicaída, se acercaba a la ventana y le contaba algún chisme de los que circulaban por el palacete. Los amores de la cocinera con el mayordomo, las peleas de los mozos de soldada, los despistes del administrador. Diamantina recibía las noticias como si cada una fuera un regalo. En el momento en que veía que su disgusto iba desapareciendo, le pedía que le contara el motivo de su tristeza como si se tratara de la vida de otra persona. Siempre terminaba llorando y preguntándole qué podría hacer para evitar su sufrimiento, y ella siempre le escribía en el cristal la misma respuesta.
—Haz tú misma lo que le aconsejarías a otras que hicieran.
—Debería huir de este palacio, ¿verdad?
Olvido se encogía de hombros. La decisión sólo podía ser suya. La mayor parte de las veces acababan riéndose, imaginando cómo se librarían de aquella cárcel que les había servido para conocerse después de haber vivido bajo el mismo techo durante años. Olvido le contaba historias de otras mujeres a las que había pertenecido, de sus peleas con sus esposos y de sus reconciliaciones, de cómo se amaban o se odiaban. De cómo había conocido algunos amores como pájaros que enseñan a volar a sus polluelos, y otros como hachas que les cortan las alas. Diamantina le rogaba que continuara con sus historias, se sorprendía con cada una de ellas.
—No entiendo cómo sabes tantas cosas de los demás.
Y el cristal volvía a llenarse de palabras.
—La gente habla sin reparos delante de una muda. No se plantean si soy sorda o no. No podría contar nada.
Por las noches, cuando escuchaban el chirrido de la cerradura, pasaban un paño por los cristales y recibían al carcelero en silencio. Olvido se retiraba sabiendo que a la mañana siguiente debía volver con novedades para su señora. Le traía noticias de la princesa y de Valvanera, de los niños, de las lluvias que anegaron la parte baja de la ronda. De la muerte del alcaide Bigotes.
Sin embargo, llegó un momento en que hubiera preferido no saber escribir las noticias que tenía que contarle. Uno de los comerciantes de la feria se había empeñado en hacer creer a toda la villa que su hijo no se había concebido como manda la ley de Dios. Diamantina leyó el mensaje mientras ella lo escribía. Su cara iba palideciendo con cada palabra.
—Todos los hijos se conciben de la misma manera. ¿Qué quiere decir como manda la ley de Dios?
Antes de que hubiera terminado su pregunta, Olvido ya había escrito otra frase en el cristal.
—Dice que estás enterrada en la cripta del palacio. Por eso nadie te ve desde hace un mes.
—¿Y mi esposo? ¿Qué dice mi esposo?
Los dedos de Olvido recorrían el cristal con dificultad. Tenía que secarlo y volverlo a empañar después de cada frase.
—Él sólo ríe. Dice que te mató porque no quería un hijo endemoniado, y se ríe a carcajadas.
—¡Dios mío del amor hermoso! ¡Tengo que salir de aquí! Habla con mi nodriza, tenemos que conseguir una llave de la cerradura.
Olvido le pidió por señas que repitiera lo que acababa de decir. Diamantina la miró con cara de extrañeza.
—He dicho que tengo que salir de aquí. No consentiré que manchen ni mi nombre ni el de mi hijo. Si el padre no es capaz de defenderlo, tendrá que hacerlo la madre.
La esclava se dirigió al cristal y escribió a toda prisa.
—¿Estás segura?
La señora asintió. Ella señaló la frase otra vez. Movía la cabeza arriba y abajo como si con cada movimiento volviera a preguntarle lo mismo.
—¿Estás segura?
—Sí, sí. Estoy segura. No puedo consentir que nadie pisotee mi nombre. Ni a mí.
Olvido buscó en su faltriquera y sacó una vela derretida. Cogió el dedo de la señora y lo presionó sobre la cera. Después, se dirigió hacia la puerta y simuló abrir y cerrar la cerradura, colocó la llave imaginaria sobre el hueco que dejó el dedo de Diamantina y apretó.
Su señora no salía de su asombro.
—¡No puedo creerlo! ¡Has llevado siempre la vela en la bolsa! ¡Sólo estabas esperando el momento para dármela!
La esclava cogió sus manos, las apretó contra las suyas y dejó la cera en la palma de Diamantina.
—¿Sabías que ocurriría?
Ella se encogió de hombros. Volvió al cristal y dibujó la cara de una mujer amordazada. Debajo del dibujo escribió su nombre.
—Diamantina.