Capítulo VI

1

Las horas pasaban en el palacio de Diamantina sin que se diferenciaran unas de otras. Pero aquella mañana se presentaba distinta, tenía la llave que le devolvería su libertad. De momento, se conformaría con poco, sólo saldría a respirar aire puro en el patio trasero mientras su esposo estuviera en el campo. Pero se trataba del principio. El próximo domingo abriría la puerta con su propia llave, y saldría del infierno en que se había convertido su vida. No volvería a permitir que otros ojos mirasen por los suyos.

Desde que su esposo instaló una cerradura para entrar y salir de su dormitorio, únicamente la visitaba una esclava que compró su padre en Almendralejo poco antes de morir, y que formó parte de su dote. Todos la llamaban Olvido, porque perdió la memoria al mismo tiempo que el habla tras golpearse la sien en una caída. No era capaz de recordar ni siquiera su propio nombre.

Su nodriza tenía prohibida la entrada en su habitación, salvo cuando la acompañaba don Manuel. Era el único que disponía de la llave. De vez en cuando, le permitía entrar con un barreño de agua caliente, la lavaba y le cambiaba las enaguas, pero bajo promesa de no pronunciar una sola palabra. Ambas pensaron que su esposo les levantaría el castigo en cuanto hubieran comprobado su dureza, pero se alargaba ya un mes, nueve días, la mitad de una tarde y una noche entera, y don Manuel no daba muestras de dar marcha atrás. Si alguna vez le preguntaba cuándo podría salir o le decía cualquier cosa que pudiera interpretarse como una queja, la forma en que le contestaba no hacía sino aumentar su desesperación.

—Ni siquiera la reina Juana puede andar a su antojo por el castillo de Tordesillas. No quieras ser tú más que ella. ¿Acaso te falta algo?

Prefería no responder. Asumió su cautiverio pensando que, en algún momento, a su esposo se le pasaría el disgusto y las cosas volverían a ser como antes. Sin embargo, después de permanecer encerrada durante treinta y nueve días y cuarenta noches, ya no deseaba traer a su hijo a una vida como la de antes, en la que su suerte únicamente dependía del estado de ánimo de don Manuel. Había dejado de pensar que su esposo tenía más derechos sobre ella que su propia persona.

Las voces dormidas sólo benefician al que las obliga al silencio. Pero, afortunadamente, su voz estaba a punto de oírse. La paradoja quiso que fuera su esclava muda quien la despertara.

Las primeras semanas se sometió a don Manuel con el convencimiento de que tenía razón. No debió desobedecerle. Todas las mañanas le pedía que la perdonara, pero comprendía que la ofensa fue demasiado grande, el perdón tenía que hacerse esperar. Le retó acudiendo a conocer a la niña de Valvanera, sabiendo que a él no le gustaría. Le humilló delante de don Lorenzo y de la servidumbre. Le avergonzó forzándole a ir a recogerla él mismo al palacete como si le faltara autoridad para gobernar a los suyos. Se merecía el castigo.

Pasaba casi todo el día mirando por la balconada. Pero lo que podría haber supuesto un entretenimiento para ella, pronto se convirtió en una rutina que no le aportaba ningún aliciente. Para evitarle la tentación de comunicarse con la casa de su hermano, don Manuel había hecho trasladar su dormitorio a la fachada posterior de la vivienda. La única vista que divisaba era el patio trasero y la tapia que lo separaba del palacete contiguo.

Albergaba la esperanza de que cada noche fuera la última de su encierro. Recibía el peso de su marido intentando volver a quererle, procurando satisfacer sus caricias como cuando el deseo se parecía al amor. Le agradecía su ternura y sus cuidados, le devolvía sus besos, y nunca le pedía nada. A él le gustaba así. La quería, aunque a veces tuviese que demostrarlo de una forma que algunos no podrían entender. Pero la quería. Y le dolía tanto el castigo como a ella. Él también necesitaba suavizarlo, no sólo por ella, sino por él mismo. Él sufría viéndola sufrir.

Don Manuel deseaba recuperar su confianza, pero se le hacía difícil, sólo lo conseguiría si ella lograba devolverle la tranquilidad que le había quitado. Si conseguía que no tuviera que preocuparse por su reposo, si le demostraba que era capaz de cuidar de sí misma y no volvía a defraudarle.

Horas antes de que la lluvia empezara a caer sobre Zafra como un diluvio, su esposo le hizo un gesto para que se aproximara a la puerta. Estaba a punto de cerrarla, tras haber dejado pasar a Olvido, y la miraba desde la rendija que quedaba entre el quicio y la hoja. Tenía las llaves en la mano.

—Si te portas bien durante varios días seguidos, dejaré que tu niñera sustituya a la muda alguna tarde. Estoy deseándolo. Después, ya veremos; si te lo propones, a lo mejor conseguimos que puedas salir al patio alguna mañana. Pero tienes que hacer un esfuerzo. Me harías tan feliz si consiguieras que pudiera dejarte cuidar de tus macetas otra vez.

Iba a darle un beso de despedida, pero Diamantina le cogió las manos y se acarició la cara con ellas.

—¿Cuándo? ¿Cuándo podré salir al patio? Por favor, deja que salga hoy, sólo un ratito. Por favor, un ratito. Iré yo sola, te lo prometo. Por favor. No hablaré con nadie.

Su esposo la dejó suplicar rodeándole la nuca con sus manos. Diamantina contemplaba la rendija de la puerta.

—¡Anda! ¡Deja que vaya! ¡Por favor! Aunque sólo sea bajar y subir. ¡Anda! ¡Déjame! Me portaré bien, ya lo verás. Llevo más de veinte días sin salir de esta habitación. Me siento como si estuviera en una jaula. ¡Por favor!

Don Manuel volvió a entrar en la habitación, ordenó a Olvido que saliera, cerró la puerta y volvió a echar la llave. La cogió por la cintura y la llevó a la cama.

—Ven aquí, pajarito. ¿No te gusta tu jaula?

Se metió bajo las sábanas mientras él se quitaba la ropa que acababa de ponerse. Acopló su cuerpo al de su esposo pensando en el aire que respiraría en el patio. Cuando don Manuel volvió a vestirse, se levantó y le acompañó hasta la puerta.

—¿Entonces? ¿Puedo salir hoy un poquito al patio?

Él la besó en la frente y le habló como si se tratara de una niña.

—Todavía no, mi amor. Este pajarito necesita reposo, y esperar tranquilito en su jaula hasta que su marido venga para cuidarlo. Ya sabes lo que pasa cuando te dejo sola. No querrás que tenga que enfadarme otra vez, ¿verdad?

—Pero podría bajar contigo. Por favor.

Diamantina empezó a llorar.

—Por favor, sólo un ratito.

Hasta que escuchó a don Manuel, y comprobó la expresión de su cara, no temió que estuviera tirando demasiado de la cuerda.

—¡Vamos, vamos! No vuelvas a estropearlo todo con tus lloriqueos. Me estás haciendo perder mucho tiempo esta mañana. Tengo que irme.

Abrió la puerta de la habitación, dejó pasar a la esclava, que esperaba al otro lado del corredor, y se marchó después de echar la llave.

Diamantina volvió a la cama, la rabia le había cortado el llanto.

A excepción de la criatura que aún crecía en su vientre, los sentimientos más hermosos se los arrancaba Olvido, con los dibujos que le pintaba sobre el vaho de los cristales.

—Píntame algo bonito, por favor.