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A unas varas de la Puerta de Jerez, el cabildo ordenó abrir en la muralla otro arco por donde pudieran desaguar las calles de la villa. Muy pronto, el nuevo arco sería conocido por los habitantes de la ciudad como la Puerta del Agua. No era la primera vez que los regatos producidos por la lluvia se acumulaban en aquella zona baja del pueblo, taponados por el muro. La ronda de vigilancia se había convertido en un embalse donde se amontonaba toda clase de objetos llevados por la corriente. Las casas que discurrían en paralelo con la muralla, constituyendo la ronda, se encontraban anegadas hasta las escaleras que conducían al piso superior.
Todas las casas grandes de la ciudad aportaron sirvientes para ayudar a construir la nueva salida y reparar los estragos de la inundación. Los trabajos comenzaron a realizarse desde el barrio extramuros. Juan de los Santos acudió con el marido y los hijos de Catalina; en cuanto llegó, reconoció a los moros de Sevilla entre los criados de las otras casas principales. El hombre de negro observaba los trabajos junto a los señores, desde el camino de Jerez. Nada más verle, se le acercó y le habló tan alto como si quisiera que le escucharan hasta en la otra punta de la ciudad.
—Pregúntale a tu señora qué tiene ella que ver con todo esto.
Juan de los Santos apretó los puños para contener su indignación y le gritó:
—¡Todo el mundo sabe que fue una gitana!
La atención de los señores dejó de centrarse en los trabajos de la muralla y se desvió hacia ellos. El comerciante sonreía.
—Pero lo que no sabe todo el mundo es que tu señora le pagó con reales de plata. ¿Sabes tú qué era lo que le estaba pagando? ¡No me extrañaría que fuera ella quien le enseñó la maldición!
El hombre de negro se volvió hacia los señores que les rodeaban.
—Será cuestión de averiguarlo, ¿no creen? Las esmeraldas y las plumas finas que lanza suelen tener consecuencias desagradables. No sería la primera vez que sus conjuros envían a alguien a la muerte.
Juan de los Santos dejó de morderse la lengua y sujetó al comerciante de paños por la pechera de la camisa.
—¡Retira ahora mismo tus palabras si no quieres tragártelas!
Los señores de Zafra se miraban unos a otros desconcertados. El hombre de negro esperaba impasible el puño en alto de Juan de los Santos. Seguía con la media sonrisa en la boca. Antes de que el criado descargara su rabia contra aquella cara de piedra, don Lorenzo apareció detrás de él y le sujetó el brazo.
—¿Qué ocurre aquí?
Juan de los Santos soltó a su presa entre el murmullo y la agitación de los presentes. El comerciante recompuso su camisa y se dirigió al capitán como si se estuviera despidiendo.
—Con mucho gusto se lo contaría. Pero debo partir hacia Llerena. Me esperan en el Santo Tribunal.
Después, se acercó a sus criados y les habló señalando ostensiblemente a Juan de los Santos y a don Lorenzo. Uno de los moros desató dos yeguas de la reja donde se encontraban amarradas, ayudó al comerciante a montar en una de ellas y subió después a la otra. Desaparecieron al galope en dirección a la Puerta de Sevilla. Todas las miradas les siguieron hasta que desaparecieron en la primera curva.
El alcaide Sepúlveda, que se encontraba entre el grupo de señores que contribuía con sus sirvientes a la limpieza de la ronda, tomó la palabra.
—Ese hombre tiene la lengua partida como las serpientes. No te preocupes, le conocemos desde hace años. Utiliza la feria de San Miguel como excusa, pero siempre acaba en Llerena para solicitar una visita del Santo Oficio. Allí también le conocen, no entiendo cómo se arriesga a denunciar a nadie. Con los rumores que corren sobre él, se podría encarcelar a media villa. Ven mañana a verme, te contaré lo que se dice en Granada.
El alcaide se volvió a los otros señores y les animó a que continuaran observando los trabajos de albañilería. La Puerta del Agua ya se vislumbraba entre el muro de piedra, rodeada de cascotes cubiertos de lodo.
Don Lorenzo se despidió de don Diego Sepúlveda con la promesa de ir a visitarle al día siguiente.
Juan de los Santos confiaba en que el comerciante no tuviera éxito en Llerena. Volvió a la plazuela del Pilar Redondo con el corazón encogido, sintiendo a su lado la preocupación del capitán, y pensando que la felicidad pendía siempre de un hilo tan delgado que apenas podía disfrutarse sin la angustia de verla desaparecer.
Acababa de ser padre. El comerciante de paños aún no había logrado el objetivo que se había marcado en el galeón, pero consiguió sembrar de tristeza la casa donde su hija debería crecer.
Cuando llegaron al palacio, sintió que los problemas no habían hecho más que empezar. Una de las criadas lloraba desconsoladamente. Sus gritos se escuchaban desde la plazuela.
—¡Juro por lo más sagrado que no he sido yo! ¡Lo juro!
Atravesaron el patio en dirección a las voces. Catalina intentaba calmar a la criada mientras Valvanera interrogaba al resto de la servidumbre. Doña Aurora revisaba llorando el contenido de las faltriqueras y de los bolsillos de los jubones, dispuestos sobre un banco al lado de cada uno de los sirvientes. Su cofre de piedra había desaparecido.