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Juan de los Santos encontró al Señor de El Torno en casa de los López de Segura. Le contrarió que interrumpiera su partida de ajedrez, pero al escuchar las palabras del criado, le mudó la cara y salió corriendo sin esperarle. A pesar de que sus zancadas eran mucho más cortas que las de él, al mozo de espuela le costó trabajo alcanzarle.

Llegaron juntos a la posada de la calle de los Pasteleros, le dejó que pasara primero y después se colocó delante de él para indicarle el camino. Cuando entró en la habitación, se arrojó sobre la cama de su esposa sin reparar en nadie más. Lloró como un niño abrazando su vientre, le acarició la cabeza y la besó en los labios. Después recorrió con la mirada los ojos de todos los que había a su alrededor y se dirigió a doña Aurora.

—¿Está muy grave?

Don Lorenzo se adelantó a la respuesta de su esposa con un puñetazo contra su estómago.

—Mucho más de lo que tú deberías haber permitido. ¿Cómo has podido obligarla a esto? ¡Eres un miserable!

Don Manuel se abalanzó sobre él, le devolvió el golpe y cayó a los pies de la cama. Juan de los Santos nunca había visto tanto odio retenido, sus ojos y su boca destilaban todo el que había guardado durante décadas contra su hermano.

—¿Que por qué? ¡Dímelo tú! ¡Dime quién era el padre! ¿Dónde os veíais? ¿En esta habitación?

El capitán le cogió por el jubón y le levantó del suelo.

—¡Estás loco! ¿Y qué me dices de los otros? ¿También era yo el padre?

Diamantina abrió los ojos e intentó incorporarse en la cama. El capitán estaba a punto de propinar a su esposo otro puñetazo cuando lanzó un alarido que consiguió detenerles.

—¡Basta!

La habitación retumbó como si un regimiento le hubiera acompañado en el grito. Doña Aurora le sujetó la cabeza y la devolvió a la almohada lentamente. Diamantina respiraba con dificultad.

—Diles que se vayan. Por favor, que se vayan los dos.

Valvanera se acercó a Juan de los Santos y le tomó del brazo.

—¡Haz algo! ¡Llévatelos de aquí! Éste no es sitio para riñas. Necesita descansar.

El mozo de espuela consiguió llevarse a los dos hermanos a la taberna. La nodriza bajaba de vez en cuando para informarles del estado de su señora. Los dos hombres se sentaron a la misma mesa, frente a las jarras de vino que Virgilio les servía una tras otra. Bebían sin dejar de mirarse, midiéndose el uno al otro, como si estuvieran leyéndose la mente.

Juan de los Santos les observaba esperando que volvieran a enzarzarse en cualquier momento. Permanecieron así hasta el atardecer. Apretando los puños contra el tablero, escupiendo en silencio todo el odio con que podían mirarse.

Antes de que llegara la noche, el aya de Diamantina bajó a la taberna y se dirigió a su señor.

—La señora os ruega que subáis.

El capitán se levantó al mismo tiempo que su hermano, pero la criada le miró y volvió a dirigirse a don Manuel.

—Desea veros a solas.

El Señor de El Torno subió los escalones de dos en dos dejando a don Lorenzo delante de la jarra de vino, con las palmas abiertas sobre la mesa y la cabeza echada hacia atrás, mirando hacia el piso de arriba.

Juan de los Santos se sentó frente a él.

—No te preocupes, se pondrá bien. Ya verás, con sopitas y buen jamón de Monesterio, todo se quedará en un susto.

El capitán se levantó y comenzó a dar vueltas alrededor de las mesas. De vez en cuando, se paraba y miraba hacia el techo, como si tratara de escuchar lo que sucedía en la habitación de Diamantina. Virgilio le reponía el vino de la jarra, que apuraba de un solo trago.

Ni siquiera se dio cuenta de que su esposa y Valvanera habían entrado hacía rato en la taberna. La princesa le miraba conteniendo las lágrimas, Valvanera conteniendo su furia.

—No es nada, mi niña, sólo está borracho. Y no hagas caso de lo que diga don Manuel, los celos abrasan a los que no los saben domar.

Doña Aurora no contestó, pero bajó la cabeza con las mejillas mojadas. Valvanera miró a don Lorenzo y después a su esposo.

—Aunque el fuego se extiende a los que tienen al lado.

El capitán continuaba dando vueltas entre las mesas, mirando hacia arriba como si el techo le hablara. Se diría que estaba enjaulado dentro de sí mismo.

Con un vaso en la mano, y la mirada perdida entre las palabras que no conseguía escuchar, don Lorenzo no se parecía en nada al joven con el que había compartido la mayor parte de su existencia. Juan de los Santos lo observaba mientras giraba con la cabeza levantada hacia el techo. En una de las mesas que acababa de rodear, sentada con Valvanera y con el aya de Diamantina, la princesa contemplaba fijamente una jarra vacía.