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A principios de octubre, el día anterior al comienzo de la feria de San Miguel, Valvanera dio a luz a una niña en la casa-palacio de don Lorenzo de la Barreda. Ese mismo día, un carruaje los había trasladado desde la posada de la calle de los Pasteleros.
Diamantina fue a ver al bebé contraviniendo las órdenes de su marido. Sabía que podría enfadarse, pero no pudo resistir la tentación de acunar a la niña en sus brazos.
Hacía casi tres semanas que la casa estaba lista para recibir a sus dueños. Diamantina había visto cómo llegaban a la plazuela los carromatos de los tenderos, que comenzaron a vaciar sus almacenes mientras el palacete se llenaba de candiles, braseros, mesas, alfombras, candelabros, tafetanes, sábanas de Holanda, vajillas y todos los demás productos adquiridos por doña Aurora.
El forjado de las ventanas y de los balcones contrastaba con el blanco de la fachada recién encalada. Los matacanes de granito que el capitán añadió al diseño original, a semejanza de los palacios que admiró en Cuba, protegían todos los saledizos del palacete. Doña Aurora y Valvanera se encargaron de adornar el enrejado con flores. Todo Zafra comentaba la belleza de la casa. Se había convertido en una de las mejores de la ciudad.
A mediados de septiembre, el traslado parecía inminente. Desde el palacio del Señor de El Torno, Diamantina admiraba con su esposo el resultado de la reforma.
—Jamás habría pensado que esa ruina pudiera convertirse en un palacio tan hermoso.
Diamantina contemplaba el edificio que habría compartido con don Lorenzo si el tiempo no se hubiera vuelto contra ella. Le amó desde que tuvo uso de razón, desde que le veía cabalgar con don Alonso por la sierra de El Castellar. Le amó hasta que rechazó su mano y se embarcó hacia las Indias, hasta que su amor se convirtió en amargura, hasta que comprendió que nunca sería para ella.
También él la habría amado si le hubiera dado tiempo a verla como una mujer. Pero, incluso cuando alcanzó la edad de contraer matrimonio, ella siempre fue para él la pequeña Diamantina, la hija de su hermana de padre, su medio sobrina, una niña.
Su esposo quiso besarla en la frente, pero retiró la cabeza antes de que pudiera rozarla.
—¿Todavía no me has perdonado? ¿Quieres que vuelva a confesarme? Escucharé otra vez todas las misas que tú quieras.
La sujetó por la cintura y la atrajo hacia sí.
—Ven, no seas arisca. Deja que te abrace.
Paseó sus manos por su pelo ondulado y la besó en el cuello.
—Sabes que te adoro más de lo que cualquier hombre debería adorar a una mujer. Más de lo que cualquiera podría soportar sin volverse loco.
Diamantina aceptó el abrazo pensando en don Lorenzo. En cuando su padre le comunicó que se casaría con él un viernes, delante del Cristo del Rosario, en la iglesia de la Encarnación y Mina. En los días y en los meses siguientes, llorando en su alcoba, recibiendo el consuelo del hermano que provocó su marcha.
La peste se llevó a la Señora de El Torno una semana después de que se llevara a su padre y a su hermano. La soledad y el luto la oprimían, y don Manuel estaba allí.
Al principio se entregó por venganza pero, poco a poco, sus encuentros se convirtieron en necesidad, y la necesidad en deseo. Se casó enamorada, en la misma iglesia donde meses antes le habría dicho «¡Sí!» al hombre con el que soñó desde niña.
Su esposo la trató como a una reina hasta que llegaron los celos y las preguntas que no buscaban respuesta.
«¿Dónde has estado? La misa terminó hace rato».
«¿Por qué dejas que los criados te miren así?»
«¿No vas a ponerte la toca?»
Y los golpes, y el remordimiento.
«Lo siento, mi amor, no volverá a pasar».
«Yo también sufro. Prométeme que no volverás a obligarme a ponerme así. Sabes que te adoro más de lo que nadie debería adorar».
Don Manuel la abrazaba arrepentido, ella perdonaba sus arrebatos y se consolaban mutuamente. Nunca más volverían a hacerse daño.
Pero los propósitos duraban lo que tardaban las preguntas en surgir otra vez. Acabó por taparse la cara con el manto cuando salía a la calle, se alargó la toca hasta que le cubrió todo el cabello, y decidió permanecer en su habitación la mayor parte del día, a salvo de las miradas de los criados. Don Manuel la amaba, no deseaba contrariarle, pero las noticias sobre la posible vuelta de su hermano reavivaron la furia donde se rompían sus celos.
Diamantina seguía mirando el palacio de enfrente cuando las manos de su esposo comenzaron a desabotonarle el traje. Se dejó hacer escondiendo su cara contra el cristal. La besó y la acarició hasta que sus cuerpos fueron uno, y luego dos, y ella volvió a mirar por el balcón, y él se metió en la cama y se quedó dormido.