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Desde que llegaron a la posada, Catalina, la criada que trajeron de Sevilla, ayudaba a doña Aurora en el cuidado de los niños. Miguel y María se habituaron pronto a que ella se encargara de las comidas y a que ayudara a la princesa con los baños. Valvanera sufría mareos de tierra desde que salieron del galeón, no se acostumbraba a la quietud del suelo bajo sus pies. La princesa insistió en cuidarla y casi no le permitía salir de la fonda.
—No exageres, mi niña, estoy embarazada, no enferma.
Pero a pesar de sus protestas, Catalina asumió sus funciones hasta la fecha del parto. Por la mañana, se dirigía con doña Aurora a la plaza del mercado y buscaban alimentos que no resultaran extraños a los niños. Patatas, tomates, caracoles, ciruelas, miel, cualquier cosa que les recordara las comidas con las que estaban familiarizados. No siempre encontraban productos de las Indias, pero los sustituían por otros que se les parecieran, Valvanera enseñó a la nueva criada a cocinarlos utilizando condimentos que pudieran recordarles el sabor de su tierra. Pimienta picante, pimentón, vainilla, cebollas. Catalina aprendió enseguida, e incluso animaba a su marido y a sus hijos a probar sus nuevos platos.
Virgilio y José Manuel les permitían preparar su propia comida en su cocina antes de que su cocinera empezara con la de sus huéspedes. Casi todas las mañanas, doña Aurora les traía alguna cosa del mercado. Medio cordero, un costillar, alubias, embutidos. Otras veces, antes de entrar en la fonda, se pasaba por la dulcería de la calle de los Pasteleros y compraba magdalenas para todos.
Unas semanas después de su llegada a Zafra, doña Aurora advirtió que la piel de los niños se estaba volviendo blanca y se cubría con una especie de escamas. Ella misma lo había notado también, sobre todo en los brazos y en las piernas. La princesa estaba asustada, pensaba que la alimentación podría tener algo que ver, o quizá los aires de alguna enfermedad desconocida, como las que mataron a los guerreros en Tenochtitlan, los estaban atrapando.
También Valvanera perdía el color; al principio lo achacó al embarazo, pero a medida que pasaban los días, y veía que la piel de todos los que vinieron en el galeón, incluidos su marido y el capitán, estaba clareando, comprendió que la razón no debía buscarse dentro de ellos, sino en el cielo del nuevo mundo.
—¡Mi niña! No te asustes, no pasa nada. El Sol de esta tierra no calienta como el nuestro, eso es todo.
La princesa se tranquilizó, y bromeó con Valvanera. Habría que vigilar hasta dónde se aclaraban, podría ser que se volvieran blancos y llegaran a tener el pelo dorado como Diamantina, a su marido parecía gustarle.
Valvanera frunció el ceño y le recriminó.
—Es una mujer casada, tu marido nunca cometería un delito como ése. Pero si no lo fuera, y decidiera llevarla a su cama, no te atrevas a mirarle de reojo. ¿Es que te has olvidado del número de concubinas que tenía tu padre?
Doña Aurora protestó por la comparación, en aquella tierra no se permitían las concubinas.
—Pero sí las barraganas. No tienes más que mirar los reclinatorios de la iglesia, se arrodillan tan cerca de las esposas que a veces ni siquiera pueden distinguirse.
La princesa negó con la cabeza, no era lo mismo. Las barraganas no estaban bendecidas ni por sus padres ni por sus sacerdotes, eran amantes que consentían las esposas que fueron prometidas en matrimonio desde niñas. ¿Acaso Valvanera ignoraba que aquellas mujeres no podían amar a sus maridos? ¿Que aún jugaban con otros niños cuando sus padres las casaban sin consultarlas?
Valvanera estaba a punto de rebatirle cuando Catalina y los niños entraron en el cuarto. Venían de la Plaza Chica con dos melones enormes. La nueva criada se los mostró a la princesa ayudando a los niños a sujetarlos con los brazos extendidos.
—Señora, el melonero ha dicho que si no son de su agrado no tenga ningún reparo en devolverlos.
Doña Aurora olió los melones y felicitó a los niños por su compra. Desde que los portales de la plaza comenzaron a inundarse de aquel olor amarillo, la princesa les encargaba todos los días que compraran uno cada uno. Los niños disfrutaban apretando su maravedí en la mano, no debían soltarlo hasta que el melonero se lo cambiara por un melón. Después debían turnarse para que uno de ellos bajara cada día a la cocina y le regalara el suyo a Virgilio y a José Manuel.
A media mañana, Catalina bajaba a preparar la comida y Valvanera se levantaba para salir a comprar a la calle Sevilla con doña Aurora y con los pequeños. Al principio les acompañaba el capitán, pero al poco tiempo dejó de hacerlo para dedicarse a su hacienda. Había adquirido varios olivares y viñedos colindantes a los que heredó del primer Señor de El Torno. Casi toda la jornada la pasaba subido al caballo inspeccionando las aparcerías.
Sus paseos por la calle comercial del pueblo se convirtieron pronto en una romería de compras. Candiles, velas, sábanas, mantas, tafetanes, terciopelos, almohadas de seda, sillas, camas, mesas, alfombras, braseros, colchones con sus hinchamientos, sartenes, platos, artesas, fuentes, calentadores, y toda clase de enseres para acondicionar la casa donde iban a vivir. Los vecinos les miraban pasar como ellas habían mirado a los nuevos teules cuando entraron en Cempoal, con una mezcla de admiración y de recelo.
Nunca pagaban las mercancías ni preguntaban el precio, el capitán enviaba a Juan de los Santos al día siguiente para ajustarlo. Tampoco se las llevaban a la posada, no hubieran tenido sitio donde guardarlas, los comerciantes las dejaban en sus trastiendas hasta que la casa estuviera lista.
Volvían rendidas a la fonda, los pies reventados por los botines y por el empedrado de las calles, el cuerpo deseando liberarse de los vestidos apretados y de las tocas, y la cabeza repleta de voces que resonaban tan fuerte como las que las habían recibido en cada tienda que visitaban.
—¡Señora princesa y compañía! ¡Cuánto honor recibirlas otra vez en mi establecimiento!
—¡Princesa doña Aurora! ¡Señora Valvanera! ¡Las atenderé enseguida!
—¡Pasen, señoras! ¡Vean lo que tengo hoy!
Valvanera nunca había escuchado tantas veces la palabra princesa, ni la de señora unida a su nombre. El nuevo mundo las trataba con tanto ceremonial que, en lugar de la de un notable, la princesa parecía la hija del propio emperador.