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Se dirigieron directamente a la posada donde se alojó desde que don Manuel lo echó de su casa hasta que salió para Sevilla, en la calle de los Pasteleros, paralela a los arcos que comienzan en el Arquillo del Pan, el que comunica la Plaza Grande con la Plaza Chica. Los dueños, Virgilio y José Manuel, les recibieron con una caldereta y con las mejores habitaciones preparadas para ellos. Don Lorenzo les abrazó, en su abrazo se fundieron su infancia y su juventud, sus padres, sus hermanas y Diamantina, el oficial de Contaduría del alcaide Sepúlveda y su hijo Alonso, El Castellar, las viñas, los olivos y el olor del pan. Casi no podía articular sus palabras.
—No hay quien os dé una sorpresa.
—Todo Zafra sabía que estabais en Tentudía esta mañana. No podíais tardar en llegar.
—Gracias por el recibimiento.
—Nada de gracias, estás en tu casa.
Después de comer, dejó a los demás instalados y se dirigió al palacio de su hermano. Don Manuel le esperaba delante de la chimenea donde él solía charlar con Arabella y con su padre. No se levantó para saludarle.
—¡Vaya! ¿Vienes solo? ¿Dónde has dejado a esa familia tan particular que te has echado? Se ve que te gusta la sangre manchada. Aunque no es de extrañar, el galgo siempre sigue a los de su casta.
Don Lorenzo se situó de pie encarando a su hermano. Parecía todavía más bajo hundido en aquel sillón que siempre ocupaba don Miguel.
—Guárdate tus insultos, no me ofenden, pero yo que tú mostraría más respeto a nuestro padre.
—Nuestro padre nunca debió ser tu padre. Él mismo se perdió el respeto, y ya es difícil volverlo a encontrar.
—Tú no podrías encontrar el respeto ni para tu propia persona. Pero no he venido a hablar de eso, he venido a ver a Diamantina.
—Es una lástima, pensé que venías a pedirme algo.
—No necesito nada, gracias. ¿Dónde está?
El nuevo Señor de El Torno se levantó y se recostó contra la chimenea.
—Todavía no me has preguntado qué pasó. ¿Acaso no te interesa saber también dónde está mi primera esposa?
Los dos hermanos se taladraban con la mirada, el odio de uno chocaba con la indignación del otro. Don Lorenzo insistió en el motivo de su visita.
—¿Dónde está Diamantina? Quiero verla.
—La verás cuando yo lo crea oportuno.
Don Manuel lanzó una carcajada a la cara de su hermano.
—Me encantó verte en Monesterio, estabas tan sorprendido. Ya ves, no sirvió de mucho lo que hiciste. La llorona murió de llanto nada más irte tú. ¿O quizá debería decir de ausencia?
Don Lorenzo agarró a su hermano de la camisa y contuvo sus puños.
—¿Dónde está Diamantina?
El Señor de El Torno seguía sonriendo.
—¿Vas a pegarme hasta que te lo diga?
Le soltó antes de que sus manos dejaran de obedecerle y le vio dirigirse a la puerta del salón, desde donde llamó a los criados. Dos jóvenes a los que don Lorenzo no había visto nunca entraron en la habitación.
—El señor se marcha. Acompañadle hasta la salida.
Después se volvió hacia su hermano, en su cara brillaba el triunfo.
—Me ha encantado verte. No dudes en volver cuando quieras. Y ya sabes que si necesitas ayuda, no tienes más que pedirla.
Salió de la sala dejando al capitán con la ira contenida. Sus pasos se escuchaban subiendo la escalera mientras su voz estallaba contra los oídos de Lorenzo.
—¡Diamantina! ¡Querida! Mi hermano Lorenzo ha estado aquí, pero andaba con prisas y ha tenido que marcharse.
Una puerta del piso superior se abrió lentamente para cerrarse con un golpe. Don Lorenzo distinguió la habitación a la que pertenecía. Arabella fue feliz allí, intentando gobernar la casa que dominaba ahora el hombre que más la había odiado.
No regresó directamente a la posada. Se dirigió a la calle que discurría paralela a la muralla por intramuros, la ronda de vigilancia, y la recorrió una y otra vez, prometiéndose que al día siguiente vería a Diamantina. Su cara de niña asustada le acompañó por cada una de las puertas de la ciudad amurallada, por la de Badajoz, por la de Jerez, la de Sevilla, la de Los Santos. Si hubiera aceptado el matrimonio, si hubiera pensado que huyendo no hacía sino acercarla al lugar de donde la quiso apartar, si hubiera sabido que la muerte de la primera mujer de su hermano esperaba escondida en la plazuela del Pilar Redondo, si en lugar de abandonarla a su destino se la hubiera llevado a Sevilla, si hubiera informado a don Alonso, si hubiera luchado. Si hubiera…