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—Me preocupa doña Aurora. Hace días que no soporta que me separe de ella y del niño, ni de noche ni de día. ¿Crees que le habrá pasado algo?

—No te preocupes, estará en esos días en que las mujeres se vuelven raras. Valvanera también está igual.

Juan de los Santos mintió a su capitán para evitarle el tormento que le mordía desde que Valvanera habló con él. Don Lorenzo miró a su esposa, sujetaba al niño en sus brazos sentada junto a su criada y a María. Hacía días que no jugaban a las cartas con las demás pasajeras.

—No sé, la encuentro triste. Ella no suele ponerse así.

La tristeza se confunde a veces con la angustia y con la desazón. Doña Aurora estaba aterrada, como Valvanera y como Juan de los Santos. Él mismo fue quien aconsejó a su esposa que no se separaran de ellos hasta el final del viaje, ni de noche ni de día. Ella se retorcía las manos intentando comprender lo que había pasado. Deseando que su mente pudiera negar lo que sus ojos acababan de ver.

—No ha consentido en contarme nada. Es la primera vez que se guarda la rabia sólo para ella. ¿Qué podemos hacer? Mi pequeña. ¡Mi niña! ¿Se lo contamos a don Lorenzo? ¡No, no! No se lo podemos contar. ¡Mi niña! Si se entera don Lorenzo, la muerte volverá a encontrarse en su destino. ¡Mi niña! ¡Mi niña!

—Cálmate, don Lorenzo no sabrá nada. Tampoco nosotros sabemos lo que ha pasado.

Valvanera caminaba de un lado a otro del camarote, apretando una mano contra la otra, tocándose la frente, sentándose y levantándose de la cama en cada frase, mezclando su cólera con el miedo y con la impotencia.

—Yo sólo sé que la vi con los ojos abiertos como bocas hambrientas, sujetándose la rabia para no contagiarme. ¿Qué podemos hacer? Ese hombre tiene las entrañas oscuras como pozos. Mi niña. Mi niña.

Juan de los Santos sujetó a su esposa y la atrajo hacia el catre. La abrazó con toda la fuerza que supo para no hacerle daño, hasta que sus nervios se aflojaron contra su cuerpo.

—Tranquilízate. Así no la ayudarás. Vuelve con ella y dile que no se separe de don Lorenzo. Yo me encargaré del comerciante, no dejaré que se acerque a ninguno de vosotros.

Vigiló al comerciante sin disimulo durante el resto de la travesía. Deseaba que se sintiera observado, que supiera que no volvería a presentarse la oportunidad para acercarse a la princesa. A don Lorenzo no le extrañó que no despegara sus ojos de él. Conocía su animadversión por el hombre de negro. Sin embargo, le advirtió de que su falta de cautela podría avivar el interés del comerciante por ellos.

—No deberías exponerte así. Si se siente acosado se puede revolver contra nosotros.

No quiso contestarle que el comerciante ya había rebasado el umbral de la curiosidad que él mismo habría permitido. Que mantenerlo alejado sería la mejor forma de amortiguar su interés por ellos. Se sentó en uno de los cois que los marineros habían dejado sin enrollar y continuó observando al comerciante procurando que su señor no lo notara.

—Tenéis razón, tendré más cuidado.

Don Lorenzo asintió con la cabeza y se tendió en otro coy.

—¡Qué buen invento éste de los indios! No comprendo cómo podían dormir antes los marineros sin hamacas.