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Desde que el comerciante de paños la abordó días atrás para averiguar el destino de su viaje, doña Aurora procuró mantenerse en todo momento cerca de su esposo o de Juan de los Santos. El nerviosismo que mostró el criado cuando se quedaron a solas la inquietó; a pesar de que aparentaba no darle excesiva importancia a lo sucedido, el tono de su voz le delataba.
—No habléis nunca con él, mi señora. No es de fiar. Si vuelve a preguntaros adónde vamos, decidle que hable con vuestro esposo.
El comerciante no volvió a buscar su conversación, pero ella percibía su presencia en cualquier parte del barco, a pesar de que se escondía para mirarla.
Las partidas con doña Soledad y doña Gracia se mantuvieron a lo largo de toda la travesía. Generalmente, jugaban en cubierta hasta que los últimos rayos de Sol les permitían distinguir las cartas. Por las mañanas utilizaban el camarote de la princesa, más amplio y luminoso que los que ocupaban sus compañeras de viaje.
Una tarde en que terminaron de jugar mucho antes que de costumbre, la princesa bajó a su camarote para buscar una capa. Comenzaba a condensarse el relente y hacía frío. Cuando abrió el compartimiento, encontró la espalda del hombre de negro, que se giraba instintivamente hacia el ruido de la puerta. Sus manos sujetaban el cofre que le regaló su madre. La princesa tomó aire para iniciar un grito que el comerciante interrumpió sacando la caja por el ojo de buey.
—¡No se te ocurra gritar! O acabará en el fondo del océano.
La princesa se reprimió tapándose la boca. Sus ojos no perdían de vista la mano que sujetaba en el aire su caja de piedra. La sonrisa amarilla del comerciante se abría cada vez más mientras bamboleaba el joyero. Sus órdenes se deslizaban entre sus dientes.
—¡Cierra la puerta!
Doña Aurora obedeció. Cerró la puerta y se quedó de espaldas a ella, mirando fijamente hacia la escotilla.
—¡Echa la llave!
Echó la llave rezando a su diosa de los besos para que Valvanera pensara que tardaba demasiado en encontrar su capa.
—¡Siéntate!
Se sentó en el camastro. El comerciante recorrió su cuerpo con una mirada que le devolvió a la memoria los ojos de don Gonzalo de Maimona. Sus oídos buscaban el crujido de la escalera que bajaba a los camarotes.
—Voy a acercarme. Si gritas, los peces estarán encantados de comerse cualquier día la cara de ese mestizo que tienes por hijo. Tengo muchos amigos que disfrutarían ayudándome. La pequeña indita podría hacerle compañía.
Si el miedo pudiera adquirir forma de hombre, la princesa estaría sentada con él en el catre, respirando la acidez de una boca que recorría su cuello, con su diosa de los besos en la mano.
—El niño es guapo para ser indio. Se llama Miguel, ¿verdad? ¿Estás segura de que tú también eres india? Tu cara no lo parece.
Sus labios abiertos llegaron a los suyos. Nadie la echaba de menos en cubierta.
—Quítate la ropa. Veamos si tu cuerpo tampoco parece indio.
El vestido cayó sobre su cintura. El comerciante se levantó y comenzó a desabrocharse las calzas. Señaló sus enaguas pegadas al cuerpo, e hizo un gesto de retirarle los tirantes.
—Todo.
Sus dedos ásperos recorrieron sus hombros y se dirigieron hacia el final de su columna, al tiempo que sus susurros penetraban en sus oídos mientras ella intentaba apartarse.
—Chisss. Quieta. No te muevas.
Sus manos rodeaban su pecho cuando Valvanera encontró la puerta cerrada y comenzó a aporrearla entre gritos.
—¿Estás ahí? ¡Abre! ¿Estás bien, niña? ¡Abre!
El comerciante entregó el colgante a doña Aurora y se levantó.
—¡Vístete! Seguiremos en otro momento. Recuerda que los peces tienen predilección por los niños indios. ¡Ni una palabra a nadie!
Él mismo abrió la puerta y dejó pasar a la criada haciéndole una reverencia. Una vez fuera del camarote, se volvió hacia la princesa, que sujetaba el vestido tapándose su desnudez, la señaló con el dedo índice y se marchó sin decir nada.
Valvanera cerró el camarote y la abrazó.
—¿Qué ha pasado? ¡Maldito reptil! Voy a llamar a don Lorenzo, hará que lo ahorquen.
Doña Aurora se acurrucó en los brazos de su esclava. Imaginó a María y a Miguel correteando entre las viñas que les esperaban en la tierra de su esposo, lejos de la crueldad del comerciante y de los amigos que estarían dispuestos a vengarle si recibiera el castigo con que se haría justicia. No. Nadie sabría lo que acababa de pasar. Nadie.