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El capitán De la Barreda huyó de los ojos de su esposa y la abrazó por la espalda.

—Pensaba decírtelo esta noche.

Sus manos retiraron el mechón que le escapaba de la trenza y lo colocó detrás de su oreja. No soportaba verla llorar. La levantó del taburete y la atrajo hacia su pecho.

—Volveré antes de que hayas podido echarme en falta.

Doña Aurora asentía con la cabeza mientras intentaba controlarse. María y Miguel dormían, el llanto de la princesa les despertó y aparecieron gateando desde la habitación de al lado. Como si se hubieran puesto de acuerdo, cada uno cogió a un niño y se acostó con él en la estera. Nunca más hablaron de la vuelta a Tenochtitlan.

El resto de la semana, la princesa vivió pendiente de las labores de la casa, preparaba tortillas de maíz para desayunar, bañaba a los niños, hacía la comida, calentaba cacao para todos después de la cena, y fumaba en pipa con Valvanera después de haberse lavado la cara y las manos. Don Lorenzo disfrutaba viéndola ejercer como ama de la casa. Una mañana, doña Aurora le pidió que la acompañara al palacio de uno de los caciques de la ciudad, necesitaba ver al anciano que hacía tiempo la trató como un padre. El capitán compartió con ella el orgullo con que le presentaba como su marido, el respeto con que le pedía al anciano la bendición para el pequeño Miguel, y la ilusión con que le regalaba varios espejos que hicieron las delicias del montón de mujeres que le rodeaban. Parecía feliz.

Don Lorenzo se lamentaba de cada día que pasaba, y lo despedía aferrándose a cada momento, para que no llegara su fin. Los preparativos para la marcha hacia Tenochtitlan se aceleraban con la misma rapidez con que se le escapaban las horas. Los cañones y los serpentines listos para el disparo; las lombardas y los arcabuces limpios y con la pólvora y la mecha a punto; las espadas pulidas; las ballestas con sus saetas de punta de cobre y sus astiles; las lanzas, las rodelas; y los hombres y los caballos, recuperados del cansancio y de las heridas.

Juan de los Santos le insistía en que solicitara la licencia, le hablaba de Zafra, de la bondad de las tierras que heredó de su padre, del vino que les esperaba en las tinajas, del jamón y del chorizo que compraban en Monesterio, de la feria y de los melones de la Plaza Chica, de los dulces que las monjas clarisas regalaban a los señores de El Torno cada Navidad. Pero su deber estaba con sus hombres, aunque la querencia le atrajera hacia las raíces que dejó por no aceptar una boda envenenada.

El día antes de la marcha hacia la capital de los mexicas, las mujeres partieron a Cempoal. Don Lorenzo llamó a su mozo de espuela y le dio instrucciones para el camino.

—Un pelotón irá con vosotros. Que nadie se separe de ti hasta que lleguéis a Cempoal. Allí esperaréis mi regreso. Cuida de ellos. Después, volveremos a casa.

Don Lorenzo cabalgó junto a la comitiva hasta que atravesaron el río donde vio a la princesa por primera vez, se bañaba junto a un guerrero que después sería condenado a la horca por asesinar a un capitán. En aquellos días, doña Beatriz llevaba en su vientre al hijo que ahora se aferraba a su espalda. Jamás hubiera pensado que, algún día, aquella joven que reía a carcajadas se convertiría en su esposa. Le llamó la atención el color de su piel, apenas parecía una india, más bien se diría que se trataba de una mora nacida de un cristiano, una morena clara que se mantenía en el agua como los peces.

El potro de la princesa seguía a la mula de Juan de los Santos. Miguel y María viajaban en las espaldas de sus madres, enrollados en sus mantas. El mozo sujetó las riendas cuando su señor hizo un ademán de pararse, pero Valvanera le habló al oído y continuó caminando hasta detenerse unos pasos más allá. El capitán bajó del caballo y se dirigió hacia doña Aurora.

—Ven, quiero enseñarte algo.

Hacia unas horas que había amanecido, la Luna todavía se distinguía como una mancha redonda y grisácea. Don Lorenzo señaló al cielo.

—Todos los días la miraré cuando suene la primera caracola, hazlo tú también, así estaremos juntos.

La princesa le prometió que buscaría su mirada todos los días en la Luna. Después, siguió a Juan de los Santos. Cabalgaba con la cabeza girada hacia atrás. El capitán De la Barreda no se movió hasta que perdió de vista los ojos de su esposa.