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La ciudad no era la misma que abandonaron hacía ya casi dos años. El templo que sustituyó a la gran pirámide se alzaba entre las casas, culminado por una enorme cruz. Cuando salieron de Cempoal, todavía era un proyecto a medio construir; ahora, su campanario parecía presidir la vida del pueblo con su majestuosa altura. Las casas que destruyeron los cañones habían sido reemplazadas por pequeños palacios, los quicios de sus puertas se adornaban de piedras, también el de las ventanas, algunas de ellas sobresalían hacia el exterior como pequeñas terrazas protegidas por barrotes de hierro. Los nuevos nombres de las calles se leían en las paredes sobre losetas grabadas en la lengua de los extranjeros. En la gran avenida, el suelo de arena había sido sustituido por una calzada.
Valvanera se despidió de Chimalpopoca y de Espiga Turquesa con la sensación de que el tiempo había transcurrido para ellos más deprisa de lo que sus cuerpos pudieron soportar. El cacique parecía un anciano, las manos de su señora se habían teñido de manchas y sus dedos aparecían torcidos y rígidos entre las mangas de la blusa. Juan de los Santos esperaba unos pasos más atrás montado en su mula.
—Es hora de partir. El barco nos espera.
No se había separado de él desde que huyeron de Tenochtitlan. Valvanera subió a la grupa y dirigió una mirada a la casa donde había pasado los últimos cuatro meses, y treinta años de su vida. Después, se abrazó a la cintura de su esposo y no volvió a mirar atrás.
Cabalgaban hacia el final de la avenida, por donde un día aparecieron aquellos seres que todos acogieron como dioses, cuando la mula hizo un extraño, asustada por un lagarto que cruzaba la calle. Nunca le gustaron los lagartos. Recordó su brazo en cabestrillo poco antes de llegar a Cholula, los mimos con que la cuidó Juan de los Santos, la tristeza de don Lorenzo hasta que llegaron a las murallas, y el encuentro con su señora. En la vida la había visto tan feliz. Vivieron en la casa de la muralla una existencia que no parecía para ellas, cada una con su hombre y con un hijo que les había regalado el destino. Vivieron felices diez días en Cholula y después, en Tlaxcala, cuatro meses de respiro en los que se hubieran instalado para siempre. Hasta que, una tarde, Juan de los Santos irrumpió muy nervioso en la casa después de visitar el real.
—¡Las fuerzas de la Coalición se están reagrupando! ¡Pretenden volver a Tenochtitlan para intentar de nuevo la conquista!
Valvanera miró a doña Aurora, su cara palideció tanto que parecía una mujer blanca, sus ojos buscaron los del capitán. Don Lorenzo se dirigió a su mozo de espuela con la mirada fija en la princesa.
—Lo sé, pero hubiera preferido decírselo yo a mi esposa. Vosotros iréis a Cempoal, volveré a buscaros cuando todo haya terminado. Tú cuidarás de ellos hasta que yo regrese.
Las manos de Valvanera tiraron del mozo hasta sacarlo de la habitación. Apretaba los labios al hablar, dejando la dentadura prácticamente cerrada.
—Tu boca te llevará un día al borde del infierno. Te iría más bonito si a veces la cerraras.
Juan de los Santos contempló la puerta que se cerró tras ellos.
—El Señor don Lorenzo debería solicitar su licencia. Seguro que se la darían. Podríamos volver a nuestra tierra.
Valvanera clavó sus ojos en los de su esposo, levantó la barbilla desafiante y apretó los labios de nuevo.
—¿No te atreverás a pedirle que sea un cobarde?
Juan de los Santos la besó en la mueca que arrugaba su boca. Tensó sus labios hasta simular una sonrisa y fingió enfadarse señalándola con el dedo.
—No es cobarde el que no da la estocada, sino el que la provoca sin razones.
La criada se deshizo del abrazo que intentaba darle el mozo y endureció el gesto.
—Dime que no se lo pedirás.
—Por supuesto que le pediré que se licencie.
Pero don Lorenzo no consintió que sus tropas se marcharan sin él. La Coalición consiguió reunir a veinticuatro mil guerreros en Tlaxcala, además de numerosos soldados y jinetes que llegaban a Veracruz atraídos por el oro de la tierra firme. En menos de una semana, partirían hacia Tenochtitlan.