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Don Lorenzo se dirigió directamente hacia las casas de la muralla. Antes de llegar a la que había ocupado doña Aurora con Valvanera y con doña Mencía hacía casi ocho meses, se bajó del caballo para recorrer los últimos metros a pie. Parecía que el corazón le iba a estallar, sentía los latidos en las sienes como pedradas lanzadas desde su interior. La garganta se le había secado y dudaba de poder pronunciar una palabra. La angustia. La desesperación. El rechazo a chocar con la casa vacía, a volver a perderla sin haberla encontrado. Sus manos sudaban. El miedo.
Las puertas de las casas de la muralla se llenaban de miradas curiosas, las mujeres salían a la calle esperando que se detuviera en la puerta donde tantas veces le vieron entrar. Una de ellas sujetó las bridas señalando con el mentón la casa de la princesa.
—¡Corred! Hace días que os espera. Yo me encargaré de la niña.
Si hubiera podido sentir el olor de la arena del mar, aquella espalda donde hundió su cara le habría impregnado, aquella cabeza estrellada contra su pecho le habría devuelto el recuerdo de otro aroma, suave y penetrante, íntimo, capaz de confundir sus sentidos hasta más allá de la cordura, un olor luminoso, desprendido y radiante, un olor que se derramaba exclusivamente para él.
No les dio tiempo a pensar. Permitieron que sus cuerpos se buscaran, los dejaron arrastrarse hasta la estera y se dijeron en nahuatl lo que cada uno esperaba del otro. El deseo.
Después, salieron de la casa cogidos del brazo. Recogieron a la pequeña y subieron los tres a la montura con el orgullo del que corona la cima de un monte. Las mujeres sonreían al verles pasar, camino de su encuentro con Valvanera y con el pequeño Miguel. Sus cabezas erguidas miraban al frente recibiendo las aclamaciones de algunos soldados, que flanquearon la cabalgadura hasta llegar a las puertas de la fortaleza.
Don Lorenzo dominaba al caballo para obligarle al paso. Cuando atravesaron las puertas de la muralla, escuchó la voz de Juan de los Santos, que se elevaba sobre las demás.
—¡Ya vienen! ¡Ya vienen!
Su mano izquierda sujetaba las riendas mientras que la derecha rodeaba la cintura de doña Aurora, la pequeña María reía sobre la falda de colores de la princesa. Don Lorenzo se apoyaba en el bocado del caballo, que cabalgaba sometido, contoneando la carga que montaba sobre sus lomos, como si supiera que todos los ojos del campamento estaban fijos en él. Valvanera les veía acercarse con los brazos abiertos. El mozo de espuela saltaba sin dejar de gritar.
—¡Son ellos! ¡Ya vienen!
A veces el tiempo debería pasar más despacio, recrearse en cada movimiento para poder saborearlo, grabarlo en la memoria, y volver a vivirlo cuando el sueño se resista. Don Lorenzo contempló la ilusión de su hijo cuando vio a doña Aurora, sus manos extendidas hacia el caballo, que avanzaba enseñoreándose, metiendo la cara. El niño les esperaba sonriendo, sus ojos achinados casi se perdían en su expresión de alegría. El tiempo detenido. Doña Aurora bajando lentamente de la cabalgadura y abrazando a Valvanera y al niño. Juan de los Santos sumándose al abrazo con la pequeña María. La cabeza de doña Aurora volviéndose hacia él, buscando el apoyo de su hombro. La mirada de Valvanera. Lágrimas. Saciarse de cada momento para no olvidar.
Se dirigieron a la casa de la muralla y se instalaron allí hasta que la Coalición emprendió camino a Tlaxcala al cabo de diez días. Don Lorenzo compartió la habitación con doña Aurora y con Miguel, Juan de los Santos con Valvanera y con la pequeña María. Antes de que llegara la noche, el capellán bendijo su unión hasta que la muerte los separase.
Las dos parejas celebraron sus matrimonios en la intimidad de una casa donde ya jugueteaban los niños. Doña Aurora y Valvanera prepararon el banquete de bodas, caracoles con chile y una botella de vino tinto que Juan de los Santos guardaba en secreto.
Don Lorenzo entró en la habitación desanudando las trenzas de su esposa. Su hijo dormía en la estera. A veces la vida reaparece dulce y feliz. Su esposa, su hijo, y la tranquilidad de una noche sin miedo al insomnio. La princesa no dejó de mirarle mientras le desataba los cordones de la blusa. Acarició su cuerpo desnudo lentamente, dibujando su amor en cada palmo de una piel que jamás conseguiría oler, deleitándose en una sonrisa de media luna que a veces se volvía carcajada. Sus vidas entregadas uno al otro. La locura.