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El regreso de Veracruz a Tenochtitlan les llevó casi dos semanas. Cuando llegaron a la calzada, comprobaron que algunos puentes habían desaparecido. Entraron en el palacio sin grandes dificultades, los pífanos y los tambores ensordecieron sus alrededores acompañados por el sonido de la artillería, que disparaba sin tregua los arcabuces y los treinta cañones que traían de Veracruz.

Desde el interior del palacio, los soldados recibían con gritos de entusiasmo al batallón de refuerzo. El capitán De la Barreda y Juan de los Santos se dirigieron directamente a la habitación de doña Aurora y de Valvanera. La puerta estaba cerrada, atrancada desde dentro, pero antes de que tuvieran tiempo de llamar, don Lorenzo escuchó la voz de la princesa que repetía su nombre desde el otro lado; al mismo tiempo, percibió un ruido de sillas y mesas empujadas por el suelo.

Valvanera se abalanzó sobre Juan de los Santos, que continuaba llevando la venda, manchada de sangre y de polvo.

—Pensé que nunca volvería a verte.

El criado la abrazó mientras varias mujeres se precipitaban hacia la puerta empujándose unas a otras.

—Ya estoy aquí, no dejaré que te ocurra nada. No volveré a dejarte sola, te lo prometo.

Valvanera seguía abrazándole mientras le señalaba la frente.

—¿Qué te ha pasado? ¿Qué tienes ahí?

—No es nada, no te preocupes, son heridas de guerra.

Doña Aurora permanecía de pie, observando el abrazo. Miró al capitán con un gesto de sorpresa y le entregó al pequeño Miguel envuelto en la manta de peces de colores. Don Lorenzo no se atrevió a decirle que también él cuidaría de ella y que se encargaría de que nunca le pasara nada. Se acercó a la pareja recién descubierta y le susurró al oído a su mozo.

—¡Bribón! Nunca me dijiste una palabra.

Los días siguientes transcurrieron entre la confusión y los preparativos de huida. El palacio seguía rodeado por los guerreros que abanderaba el sobrino de Moctezuma, los cañones escupían bolas de fuego que impedían el asalto, pero los indios no se rendían. Moctezuma salió al balcón para mediar por la paz, pero su intento acabó por costarle la vida. Don Lorenzo nunca supo la causa real de su muerte, unos decían que una piedra lanzada desde el exterior le rompió el cráneo, otros, que la espada de un soldado atravesando sus riñones fue mucho más efectiva que la piedra.

Unos días después, el capitán caminaba con doña Aurora por la galería del palacio cuando vieron a Moctezuma tendido en el suelo, sus ayudantes preparaban su mortaja. A partir de ese momento, huir era la única salida. Sin rehén con el que amenazar a los indios y con un enemigo que les multiplicaba por cien, no había cañones, ni caballos, ni apariencia de dioses que pudieran salvarles. Don Lorenzo cogió a la princesa por el brazo y la introdujo en su habitación. Por primera vez no rechazaba su roce.

—No os mováis de aquí por ningún motivo.