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En Veracruz, la victoria sobre los soldados del gobernador fue mucho más fácil de lo que don Lorenzo había imaginado. La codicia de los recién llegados les llevó a unirse a las tropas de la Coalición sin oponer apenas resistencia. Volverían a Tenochtitlan con soldados de refresco, caballos, cañones y suficiente artillería como para derrotar a los mexicas en caso de que se sublevaran. Pero, sobre todo, su fama de invencibles seguiría creciendo y provocando el miedo de los aztecas, su arma más poderosa. Dos mensajeros salieron de inmediato para informar a Moctezuma de la victoria. Pero su alegría duraría poco tiempo.
Don Lorenzo se encontraba inspeccionando la cubierta de uno de los bergantines, cuando su mozo de espuela apareció gritando sobre una canoa.
—¡Señor don Lorenzo! ¡Os esperan en el real!
La voz de Juan de los Santos sonaba entrecortada, sus manos sujetaban los remos como si quisieran contagiarles su prisa. Don Lorenzo bajó la escala intentando entenderle.
—¿Qué pasa? ¿Por qué gritas así?
—Los mensajeros indios han vuelto, traen malas noticias. La mala fortuna nos ha traído su rueda.
—¿Qué ha pasado? ¡Habla ya de una vez!
El mozo de espuela comenzó a remar cuando el capitán estuvo en la canoa.
—Nuestros soldados están cercados en el palacio. Volvemos mañana.
El camino de vuelta hacia Tenochtitlan se convirtió en un campo de batalla. Don Lorenzo se desesperaba cada vez que entraban en una ciudad conquistada anteriormente y les recibían con ropas de guerra. La sometían de nuevo sin dificultades, pero retrasaban su llegada a Tenochtitlan. Juan de los Santos no se movía de su lado. En uno de los combates, justo en el momento en que los indios se estaban rindiendo, una piedra le dio en la frente y comenzó a gritar llevándose las manos a la cabeza.
—¡Me han matado! ¡Me han matado!
La sangre le salía entre los dedos y le cubría los ojos. Don Lorenzo se bajó del caballo y le inspeccionó la herida.
—De ésta no te mueres. Pero el barbero tendrá que darte unas puntadas.
La herida no era demasiado profunda, pero obligó al mozo a continuar el viaje con una venda que casi le tapaba los ojos; don Lorenzo le cedió el caballo y continuó a pie. La distancia que les separaba de Tenochtitlan parecía alargarse mientras avanzaban. Pensaba en su hijo y en doña Aurora. Si hubiera insistido en que le acompañaran hasta Cempoal, estarían a salvo. Pero no insistió, acató su decisión, Miguel la necesitaba. No podía apartarla de su mente cuando le decía adiós en la mañana en que partieron hacia Veracruz. Dos días antes, la visitó en su habitación para comunicarle su marcha, había teñido sus ropas de negro tras la muerte de doña Mencía. La princesa abrió la puerta cuando él se disponía a dar unos golpes con los nudillos. Valvanera jugaba con Miguel y con María al fondo del cuarto.
—¿Vais a algún sitio? Permitidme que os acompañe. Desearía hablaros.
Pero la princesa volvió a la estera, señaló uno de sus extremos y le invitó a sentarse. Parecía cansada. Desde la muerte de doña Mencía, sus ojos habían perdido la dureza con que solían mirarle, se habían convertido en dos ranuras oscuras que sólo transmitían vacío. Con frecuencia la encontraba llorando e intentaba consolarla, pero rechazaba su abrazo sistemáticamente. Nunca permitió que la tocara.
Sentada frente a él, envuelta en una túnica que le cubría de los pies a la cabeza, esperó a que el capitán comenzara la conversación con la mirada clavada en el suelo.
—Deberías volver a casa y olvidar. Es terrible verte tan triste.
Doña Aurora levantó la vista, don Lorenzo comprobó cómo fruncía el ceño extrañada, sus ojos volvían a cargarse de una expresión que paralizaba cualquier intención de acercamiento. Sin darse cuenta, comenzó a hablar en español, en lugar del nahuatl con el que había iniciado la conversación.
—Parto hacia Veracruz pasado mañana. Pasaremos por Cempoal, si queréis regresar podría llevaros con Valvanera y con María.
La princesa se levantó de la estera, llamó al pequeño Miguel, que acudió gateando desde el otro lado de la habitación, lo cogió y lo abrazó mientras preguntaba qué pasaría con el niño. Don Lorenzo se incorporó y volvió a hablarle en nahuatl.
—No te preocupes, él estará más seguro que vosotras.
El niño se acurrucó en los brazos de doña Aurora. Hasta ese momento, don Lorenzo no se había dado cuenta de que siempre le hablaba en su lengua materna.
—No hace falta que te decidas ahora, mañana me respondes.
Era la tercera vez que le ofrecía la vuelta a casa, sin embargo, no deseaba separarse de ella. Don Lorenzo besó al niño en la frente y abandonó la habitación. Al día siguiente, la princesa le comunicó su decisión de continuar en Tenochtitlan. Antes de partir hacia Veracruz, doña Aurora le pidió que besara una joya que llevaba en el cuello, una princesa con pendientes y corona de plata, después lo acercó a la cara del niño simulando un beso. Había sustituido su túnica negra por una falda bordada y una camisa de algodón, llevaba el pelo recogido y calzaba unas sandalias con adornos de oro. Miguel le despedía en sus brazos mientras jugaba con el colgante que le dio a besar. Doña Aurora movía la mano al compás de la del pequeño, el anillo de la cabeza de águila lucía en su dedo meñique. Sonreía.