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Todos los niños que iban en el barco miraban embobados los disfraces y los gestos de las criadas de los Vizcondes de la Isla de la Rosa, que representaban la historia de sus antepasados e impostaban la voz cada vez que hablaban como si fueran personajes legendarios.
—¡No se caiga usted!
Las Chiquillas se empujaban una a otra, exagerando los movimientos de los gigantes. Los niños reían a carcajadas y se admiraban de las plumas que representaban a Quetzalcoatl.
—¡Vengo en busca de los huesos preciosos que tú guardas!
—¿Y qué harás con ellos, Quetzalcoatl?
—¡Los dioses se preocupan porque alguien viva en la Tierra!
—Está bien, haz sonar mi caracol y da vueltas cuatro veces alrededor de mi círculo precioso.
Estaban a punto de terminar la representación, cuando Valvanera escuchó a un marinero que se dirigía a otro en presencia de un comerciante de paños vestido de negro.
—¡Estas indias son unas herejes! ¡Están enseñando sus rezos a los niños! Habría que hacer algo. Si estuviéramos en tierra, las denunciaría. Seguro que no cantaban cuando ardieran en la hoguera.
El segundo marinero le pidió silencio sin palabras y miró al puente de mando, donde se encontraban don Lorenzo y el capitán San Pedro.
—¡Calla! ¿Qué te va a ti en todo esto? ¿Acaso quieres quedarte en tierra en el siguiente viaje?
El comerciante miró a los marineros y, casi sin mover los labios, se dirigió a ellos bajando la voz.
—No hay por qué preocuparse. ¿Habéis visto algún cerdo al que no le quemen la piel el día de San Martín?
Las Chiquillas terminaron su función, pero Valvanera supo que a partir de entonces nadie debería oírlas hablar de sus teules, y alertó a su señora.
—¡Anda con tiento, mi niña! Allá adonde vamos no consentirán nuestras oraciones. Que nadie te escuche los salmos. Ni siquiera don Lorenzo.
La esclava acudía con doña Aurora a los oficios religiosos que se celebraban antes de los turnos de guardia de noche. Rezaban el Padrenuestro, el Credo, el Avemaría, y cantaban la Salve. Pero, cada mañana, se reunía con su señora en su camarote para recitar sus salmos junto a los niños.
A doña Aurora no le preocupaba que las escucharan, nadie entendía el nahuatl, y el capitán y Juan de los Santos jamás les prohibirían sus rezos. Sin embargo, Valvanera se mostraba recelosa.
—No les temo a ellos, sino a los que les rodean. Mejor será que nunca tengan que defendernos, pero si han de hacerlo, que puedan negar sin que la mentira se vuelva negra en sus bocas.
El miedo de la esclava se contagió a su señora. Las dos convinieron en que, para evitar nuevos enfrentamientos con los marineros, nadie debía conocer lo ocurrido.
Valvanera señaló el anillo de cabeza de águila que doña Aurora llevaba en el dedo meñique y le acercó el cofre de piedra donde guardaba la diosa de los besos.
—Deberías guardar también el anillo, por lo menos hasta que estemos seguras de que nadie sabe lo que representa. ¡Ojalá que las Chiquillas no te lo hayan visto! Ayer las vi hablando con el hombre de negro.