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No hay noche más triste que la que cubre de luto las vidas de los que despiden a sus muertos. Tenochtitlan lloraba a sus notables, mientras los extranjeros se refugiaban en el palacio donde se alojaban desde hacía siete meses. La ira de los guerreros se unía al llanto de las mujeres, que recuperaban los cadáveres en el último adoratorio del Templo Mayor. Ciento catorce escalones manchados con la sangre de los que no soportaron ver a su emperador cautivo en su propio palacio, a merced de los deseos de su carcelero. Centenares de cuerpos pasados a cuchillo por intentar cumplir con sus tradiciones celebrando una fiesta en honor del dios de la guerra.

Desde que don Lorenzo se marchó a Veracruz, los soldados que permanecieron en la ciudad parecían más nerviosos cada día. Los rumores sobre la conspiración que preparaban los notables de Moctezuma tras la ceremonia sagrada se acrecentaban a medida que se acercaba la fecha del festejo. Un festejo que habían aprobado los españoles a condición de que no se celebraran sacrificios humanos.

Pero todos sabían en palacio que dos jóvenes se paseaban por las calles de Tenochtitlan desde hacía semanas. Ocho ayudantes les rodeaban de flores ante la devoción de los que se concentraban a su paso para adorar a la reencarnación de la divinidad.

Doña Aurora sólo abandonaba la habitación que compartía con Valvanera y con los niños para pasear por el jardín. María y Miguel se entretenían jugando con la tierra mientras ellas fumaban bajo la sombra de los árboles. Con frecuencia veían movimientos de soldados, que se apostaban armados en el embarcadero.

Unos días antes de la fiesta, un grupo de soldados se precipitó hacia las canoas, y remaron a toda prisa. Doña Aurora y Valvanera continuaban en el jardín cuando regresaron con un joven mexica vestido lujosamente. La esclava reconoció en su atuendo las prendas de la realeza.

Momentos más tarde, los canales se llenaron de voces que gritaban desde las embarcaciones.

—¡Devolvednos a nuestro príncipe! ¿No os basta con el emperador?

Los españoles atravesaron el jardín con el joven, que se resistía intentando desprenderse de los brazos que le sujetaban.

Las mujeres recogieron a los niños y corrieron hacia su habitación. Desde ese momento, en el palacio tan sólo se escucharon las voces de la confusión y del caos. El príncipe fue liberado al día siguiente, pero regresó con sus guerreros reclamando la liberación de Moctezuma. Horas antes, los españoles habían irrumpido en el Templo Mayor para secuestrar a los dos jóvenes dispuestos para el sacrificio. Valvanera se recreó contándole a doña Aurora los detalles que a ella misma le contaron las criadas de las otras princesas, que compartían confidencias con los asaltantes.

—Cuando los cogieron, ya habían subido las escaleras del templo rompiendo sus flautas de cerámica. Los sacerdotes no supieron qué hacer, se quedaron parados cuando los españoles apresaron a las víctimas.

Doña Aurora conocía el ritual, los dos jóvenes eran elegidos por la perfección de sus cuerpos. Durante un año, se les enseñaba a cantar, a bailar y a tocar los instrumentos que no dominaran. Se les dejaba el cabello largo y una cohorte de servidores les cuidaban y adoraban como a la imagen viva de los dioses. Tres semanas antes de la fiesta, cuatro jóvenes expertas en el arte de amar calentaban sus esteras hasta el último día de sus vidas, en el que cinco oficiantes los tenderían sobre la piedra del sacrificio y les arrancarían el corazón partiéndoles el pecho con sus cuchillos de obsidiana, después les cortarían la cabeza, la clavarían en un poste y arrojarían sus restos despedazados por las escaleras.

Los españoles les salvaron del sacrificio, pero les torturaron hasta que confesaron que los notables pensaban lanzar a sus guerreros contra los invasores. Sus gritos se grabaron en los oídos de la princesa. Otra vez el dolor y la muerte marcaban su destino.

Al día siguiente, las amigas de Valvanera se refugiaron en la habitación de doña Aurora. Hablaban precipitadamente, el miedo entrecortaba sus voces. Sus ojos, abiertos hasta el espanto.

—¡Nos matarán a todos! ¡Los mexicas claman venganza!

—¡Dicen que han matado a todos los caciques y a los sacerdotes y que hay casi mil muertos!

—¡Yo he oído que eran seiscientos, y que les han robado las joyas que llevaban puestas!

—¡Seiscientos o mil, el caso es que han matado a todos los notables! Los mexicas han rodeado el palacio.

—¡Jamás saldremos vivas de aquí!