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La princesa había escuchado muchas historias sobre el palacio del Señor de Turquesa, el único que podía vestir ropajes de ese color, pero nunca imaginó que las maravillas que le habían contado se reducían a espuma frente a la grandeza que rodeaba al soberano. Era verdad que tenía tres esposas legítimas, la emperatriz y dos reinas, y más de ciento cincuenta concubinas, pero también tenía más de dos mil sirvientes y cientos de cortesanos. Le preparaban cada día más de trescientos platos calientes y toda clase de frutas que adornaban enormes bandejas. Decían que en los jardines de sus palacios cualquiera se perdería rodeado de las más extrañas flores y árboles frutales, pero también tenía un jardín zoológico donde se criaban quetzales, guacamayos, colibríes, águilas, guajolotes y toda clase de pájaros. Nadie podía mirarle a la cara, ni atravesar la habitación del trono sin rodearla pegando la espalda a las paredes, todo el que entrara a su presencia debía cambiar sus ropajes por túnicas modestas y limpias, aunque se tratase de un señor principal. Se bañaba tres veces al día. Le servían cacao en cincuenta copas de oro, de donde elegía una para dar unos sorbos antes de yacer con sus concubinas. Algunos aseguraban que las ciento cincuenta habían quedado embarazadas a la vez gracias a las virtudes de la infusión.
A doña Aurora le agradaba acudir al palacio. Paseaba por los jardines, recorría las habitaciones admirándose con las pinturas que cubrían sus paredes y esperaba a don Lorenzo de la Barreda para regresar juntos a su alojamiento. Casi siempre salía el primero de todos y buscaba a la princesa en el jardín. No hacía falta que la llamara cuando se acercaba, reconocía el sonido de sus pasos. Cualquiera que les hubiera visto habría dicho que se trataba de un matrimonio caminando por los muelles y por los puentes que separaban los dos edificios. A veces se acercaban al mercado para contemplar los puestos de cerámica, las filigranas de los orfebres y los adornos de plumas preciosas. Valvanera protestaba frecuentemente ante su comportamiento indecoroso.
—¡Qué vergüenza! ¡Pasear sola con un hombre! Si tu madre te viera, te encerraría para toda la vida. Y a mí me vendería a los mercaderes.
Pero la princesa restaba importancia a los comentarios de su esclava, al fin y al cabo, lo único que le gustaba de aquellas salidas era la sensación de que todavía quedaban personas que disfrutaban de una vida cotidiana. Miraba a las vendedoras de frutas y de mantas de algodón y las imaginaba antes de salir hacia el mercado, haciendo tortillas de maíz para el desayuno de su marido y de sus hijos pequeños. Prácticamente no hablaba con don Lorenzo, caminaban uno al lado del otro en silencio hasta que regresaban a casa.
Los paseos al mercado se convirtieron en costumbre. Al principio de cada semana el capitán recogía a la princesa y se encaminaban los dos hacia los puentes, sin necesidad de que don Lorenzo dijera adónde se dirigían. En una de las visitas a los puestos de los alfareros, el capitán levantó dos piezas de cerámica y se las mostró como si hubieran hablado de ellas anteriormente.
—¿En cuál crees que el alfarero ha mentido más?
La princesa le miró desconcertada, no comprendía cómo podía conocer la creencia de su pueblo de que los alfareros enseñaban a mentir al barro.
—Doña Beatriz me contó muchas cosas sobre vuestras tradiciones. Pero yo no creo que sea el barro el que miente, sino el alfarero. El barro no tiene capacidad de mentir, se entrega al alfarero y se deja moldear por sus manos. Sin embargo, el alfarero esconde su alma detrás de sus piezas, pero si no consigue la forma que busca, rompe la vasija para no revelar sus defectos. No mostrar los defectos es una forma de mentir, ¿no crees?
Doña Aurora no se atrevió a contestar, no deseaba decirle que el buen alfarero no necesita romper ninguna pieza, y que la mentira del barro no se encuentra en su forma, sino en su fragilidad, convertida aparentemente en dureza después de la cocción. La princesa encogió los hombros y miró al capitán sin decir una palabra. Don Lorenzo devolvió la cerámica a su sitio y se colocó junto a ella.
—Vayámonos, se está haciendo tarde.
De regreso al palacio, volvió a tener la sensación de que la vida cotidiana todavía era posible. Hacía ya varios meses que vivían en Tenochtitlan, quizás algún día dejarían el palacio y se instalarían en una casa propia, donde viviría con los niños y con Valvanera, protegidas por el hombre que se había convertido en su dueño poco a poco, sin habérselo propuesto. Quizá todavía era posible la rutina. Volver a casa para bañar a los niños, preparar tamales rellenos de pavo o caracoles con chile amarillo, y frutas hervidas en caldo de ave. Recuperar las tareas cotidianas y recrearse en los actos que se repiten cada día, aquellos que aseguran la continuidad de la vida, frente a la incertidumbre y al desequilibrio de lo desconocido. Servirse un vaso de cacao después de la cena y fumar una pipa, no sin antes haberse lavado las manos y la boca. Conservar las costumbres y las buenas maneras que visten de dignidad a los hombres. La cortesía. Hablar sin alzar la voz, mostrarse humilde, no hacer ostentación de los sentimientos. No mentir. Y saber llorar cuando se haga necesario.
Caminaba procurando mantenerse un paso atrás del capitán. Quizá las tradiciones la rescataran de la inestabilidad y de la muerte que la acompañaban desde el día de su nacimiento.