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Desde que cayó herido en la batalla de Cholula, don Lorenzo no podía conciliar el sueño. Las imágenes de los sacrificios se cruzaban en sus duermevelas y le impedían dormir. Le costaba trabajo cerrar los párpados, a pesar de que una venda le tapaba los ojos, debía cubrírselos con la mano abierta para conseguir mantenerlos cerrados. Cada vez que conseguía adormilarse después de dar vueltas y más vueltas en la estera, esperando que el cansancio y el dolor le rindiesen, las pesadillas se colaban en sus sueños. Sus propios gritos le despertaban empapado en sudor.
Le extrañaba que doña Aurora no hubiera acudido a visitarle, temió por su vida y por la de su hijo. Nada más recobrar el conocimiento, envió a su mozo de espuela a las casas de la muralla para buscar noticias sobre ellos, pero las palabras del criado aumentaron su extrañeza.
—Están todos bien, capitán, doña Aurora acude todos los días al real con Valvanera para curar a los indios heridos.
No estaba muy seguro del tiempo que permaneció inconsciente, la fiebre le subía y le bajaba sin control mientras deliraba sin poder distinguir el sueño de la realidad. Una tarde, creyó escuchar la voz de la princesa desde el otro lado del patio y ordenó a su criado salir en su busca. Juan de los Santos regresó al poco tiempo con las manos vacías.
—Os visitará si termina las curas antes de que se haga de noche. Hay tantos quemados que no dan abasto con la manteca de cacao, deben prepararla todos los días cuando vuelven a casa.
Pero don Lorenzo esperó la visita que nunca recibió sin saber siquiera si la conversación había sido producto de su delirio.
La primera vez que se acercó a la casa de la muralla, encontró a doña Mencía dando de mamar a su hijo. La niña ya había comido, Francisca la bañaba entre toses y estornudos. Su cuerpo parecía pesado y torpe, su cara brillaba por la fiebre. Doña Aurora y Valvanera habían salido momentos antes de la vivienda, el capitán las esperó hasta que los niños volvieron a reclamar leche.
—Por favor, decidle a doña Aurora que mañana volveré, desearía hablar con ella.
Pero al día siguiente, el capitán tampoco pudo ver a la joven. Valvanera salió de su habitación con un recado de la princesa: estaba ocupada y no podría recibirle.
—Dile que mañana os buscaré en el campamento, si no consigo verla vendré al anochecer.
Ni en el campamento, ni al anochecer consiguió encontrarla, Valvanera acudió sola a cuidar de los heridos, y por la noche su señora se acostó temprano debido a un dolor de cabeza insoportable.
Los desencuentros se multiplicaron hasta que la princesa se dirigió al campamento para buscarlo. Llevaba el pelo dividido en dos trenzas que se anudaban en la nuca, sujetas por un peine, de una de las trenzas escapaba un pequeño mechón que ella se retiraba de la mejilla, mientras preguntaba al capitán la razón de su búsqueda. Don Lorenzo reprimió el deseo de llevar a su sitio el mechón, que insistía en abandonar la oreja donde la india lo colocaba. Nadie diría que aquellas manos no fueron educadas únicamente para realizar ese movimiento. En su dedo meñique brillaba un anillo en el que resaltaba una cabeza de águila. La princesa repitió su pregunta buscando la mirada del capitán, pero él bajó la cabeza como si hubiera perdido algo en el suelo.
—Sólo quería deciros que los caciques de Cempoal no vendrán con nosotros. Si queréis, podéis regresar con ellos.
Doña Aurora rechazó la invitación de la misma manera que lo hiciera en Tlaxcala, pero Francisca aceptó marcharse, padecía dolores musculares desde hacía tiempo, no se encontraba con fuerzas para continuar el camino. A la mañana siguiente partirían hacia Tenochtitlan.