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Durante los días siguientes a la muerte del calafate, doña Aurora apenas salió del camarote. Doña Gracia y doña Soledad la visitaban al atardecer para jugar su partida diaria. Se esforzaban en aparentar normalidad, pero la princesa no perdía la expresión de desconcierto con que despidió al carpintero, envuelto en un serón que lo llevaría hasta el fondo del mar.
En cierta ocasión, don Lorenzo vio desde el puente de mando una ballena a estribor de la nave que expulsaba agua por el lomo. El capitán San Pedro señaló el chorro y respiró profundamente.
—Las primeras señales ciertas de tierra empiezan a aparecer.
Hacía días que don Ramiro sabía que se acercaban a Sanlúcar sin necesidad de consultar sus instrumentos. Las bandadas de pájaros marinos se recogían más tarde y volvían más temprano por la mañana; la Luna y las primeras estrellas se podían ver aunque reluciera el Sol; las aguas se tornaron verdosas, señal de que en los fondos ya había hierbas; y en la superficie aparecieron manchas de grasa y hojas de árboles.
Don Lorenzo se alegró de que terminara la travesía sin haber sufrido ninguna borrasca. Desde el episodio de la araña, temía el pánico de los marinos a los fuegos de San Telmo. Achacaban las llamas azules que resplandecían en los cabos y en los extremos de los mástiles después de las tormentas a la presencia de espíritus malignos. Don Ramiro se burló de sus temores, le divertían los fuegos de San Telmo, se aprovechaba del miedo de la tripulación para tenerlos controlados.
—Sólo son supersticiones. ¿No me digas que tú también crees en los espíritus?
—Claro que no, pero no me hubiera gustado que también los fuegos fatuos se los achacaran a doña Aurora.
El capitán San Pedro le dio una palmada en el hombro.
—No hay cuidado, muchacho, ya se han olvidado de la araña.
Sin embargo, no era así. Aunque al día siguiente un grumete encontró la araña en la batayola donde guardaba su hamaca, los marineros evitaban a doña Aurora desde la muerte del calafate.
Don Lorenzo se lamentaba del confinamiento de la princesa, pero sabía que el viaje le resultaría más penoso si subiera a cubierta y la tripulación le volviera la cara. Confiaba en que ninguna persona del barco hablara de brujería cuando llegaran a Sevilla. El Tribunal del Santo Oficio de Llerena solía actuar únicamente contra los moros y contra los judíos conversos. Pero, en otros distritos, varias mujeres acabaron en la hoguera denunciadas por brujas.
Unos días después de la muerte del calafate, doña Aurora se vistió su mejor traje español y subió a cubierta con un espejo en la mano. Ante el asombro de los marineros, se dirigió al capitán en nahuatl mirándole fijamente a los ojos. Después, repitió sus palabras mirando a Valvanera, a Juan de los Santos y al capitán San Pedro. Colocó al pequeño Miguel delante de su padre y volvió a decir las mismas palabras. Antes de volver al camarote, hizo una reverencia a la tripulación y se miró al espejo repitiendo sus versos nuevamente.
El capitán San Pedro soltó una carcajada, se volvió a don Lorenzo, y le habló con una voz muy ronca y exagerada. Era evidente que buscaba los oídos del resto del barco.
—¡Muchacho! Esta mujer es más lista que todos nosotros juntos.
Los marineros reconocieron la letanía que causó la muerte del calafate, se miraron perplejos unos a otros y preguntaron a Valvanera su significado. Juan de los Santos se adelantó y tradujo la frase que atemorizó al carpintero.
—Como esmeraldas y plumas finas, llueven tus palabras sobre mi rostro.
La confusión de los marineros aumentó con la traducción de la frase, buscaban su significado cuando el capitán San Pedro volvió a estallar en carcajadas y se dirigió a su tripulación.
—No le deis más vueltas. La dama dijo que cuando las palabras son necias, los oídos se vuelven sordos. ¡Volved al trabajo!
Los marineros rieron con su capitán, se abrazaron, se empujaron unos a otros entre bromas y regresaron a sus tareas. Repasaron los cabos y las redes, recogieron el cable del ancla, revisaron los aparejos, levaron las velas. Cada cual se afanaba en lo suyo, y todos recuperaron una tradición que hacía días no ponían en práctica. Mientras trabajaban, repetían a coro una canción que entonaba el grumete desde el castillo de proa.
Don Lorenzo bajó a los camarotes y encontró a doña Aurora con Valvanera. En aquel momento, deseó que la princesa hubiera sustituido sus ropas por la túnica con que solía vestirse cuando no estaba en cubierta. Pero le esperaba con el espejo en la mano, vestida como una condesa a punto de ser recibida por el rey, y con una sonrisa de media luna que los tres convirtieron en carcajada.
De momento, parecía que la tripulación les había perdido el miedo, pero don Lorenzo no estaba tranquilo, temía por doña Aurora y por su criada. Su capacidad para aplicar ungüentos y plantas medicinales era conocida por todos los soldados de la Coalición. Incluso en Cuba se hablaba de sus poderes.
Su fama se fue extendiendo a medida que las fuerzas aliadas invadían nuevos territorios. Asistían a los partos, preparaban emplastos con plantas y piedras curativas, averiguaban el horóscopo de los recién nacidos, y consultaban el oráculo de cualquiera que se lo solicitase. En todas las ciudades que recorrieron en su camino hacia Tenochtitlan se esforzaron en curar a los enfermos y a los heridos, sobre todo en Cholula, donde consiguieron aliviar de sus quemaduras a cientos de guerreros de la resistencia. La batalla de Cholula les marcaría el resto de sus vidas.
Antes de abandonar Tlaxcala, los caciques de Cempoal solicitaron permiso para volver a su provincia. Doña Aurora se planteó la posibilidad de acompañarles con el pequeño Miguel y con Valvanera, pero el capitán don Lorenzo de la Barreda no quería separarse de su hijo.
—Vuelve con los tuyos y deja al pequeño con doña Mencía, Francisca le ayudará en sus cuidados.
Sin embargo, la princesa prefería continuar con los extranjeros antes que dejar al niño. Don Lorenzo de la Barreda visitaba a su hijo todas las mañanas. La primera vez lo reconoció por la manta de peces de colores. El pequeño Miguel dormía al lado de la hija de doña Mencía. Doña Aurora y Valvanera se encontraban fuera de la vivienda, atendiendo a los heridos y a los enfermos. Cuando la princesa supo que don Lorenzo había estado en la casa, decidió retrasar en adelante sus salidas hasta que el capitán volviera junto a su tropa. Argumentaba que debían dejar al niño bañado para descargar de trabajo a doña Mencía y a Francisca. Sin embargo, la esclava se impacientaba cuando el capitán se demoraba en la visita.
—Vámonos, mi niña, el pequeño está bien, ¿no lo ves?
La princesa se mantenía de pie junto al padre y al hijo escuchando el ronroneo de la canción con que siempre lo acunaba, hasta que la voz de Valvanera rompía su ensimismamiento.
—¿Nos vamos ya? Los heridos nos esperan.
El capitán dejaba entonces al niño en la cuna y se dirigía a doña Aurora con el gesto fruncido.
—No os preocupéis, ya me voy. Os dejo para que podáis bañarle. Aunque Francisca también podría hacerlo.
Desde que las tropas llegaron a las puertas de Cholula, el capitán había espaciado las visitas. Dos días antes de la matanza se acercó a la casa donde se alojaban las mujeres y los pequeños. Llevaba puesta la coraza pintada de betún y ni siquiera cruzó el umbral, pidió a Valvanera que saliese y le habló en el zaguán sin quitarse el yelmo.
—No debéis salir bajo ningún pretexto. Mis hombres han descubierto en las calles pozos rellenos de estacas puntiagudas. Todas las azoteas están repletas de piedras dispuestas para ser arrojadas sobre nosotros.
Valvanera se llevó las manos a la cabeza y salió a la calle para señalar las terrazas de las viviendas cercanas.
—¿Entonces? ¿El recibimiento con flores?
—Un engaño para distraernos. Moctezuma ha enviado veinte mil hombres para evitar que lleguemos a Tenochtitlan, están acampados al otro lado de la fortaleza, sólo esperan la orden de los de Cholula para entrar en combate.
—¿Y los de Tlaxcala?
Don Lorenzo la empujó suavemente hacia la puerta y la obligó a entrar de nuevo en el zaguán.
—Se quedaron fuera de las murallas. Ahora entra en la casa y cuida de que nadie salga hasta nueva orden.