4
En la alcazaba de El Castellar, la amistad entre Alonso y Lorenzo de la Barreda desmentía los temores de Arabella sobre el rechazo de toda la población hacia su hijo. Sospechaba que más de uno se sentiría aliviado si decidieran abandonar la villa junto a los conversos que partían hacia el sur, huyendo de la intransigencia de algunos cristianos viejos. Sobre todo, después de la toma de Granada y de la expulsión de los judíos de los territorios de la reina Isabel.
Los dos muchachos crecieron jugando a moros y cristianos, sin importarles el papel que les correspondía en cada combate. Cabalgaban con Juan de los Santos entre los olivos y las viñas, escalaban las rocas sobre las que se cimentaba el recinto amurallado de El Castellar y se entretenían buscando el pasadizo que, según la leyenda, unía la fortaleza con el convento de la Encarnación y Mina. Años después, se aficionarían al ajedrez y pasarían tardes enteras participando en los torneos que se organizaban en la familia de los Ruy López de Segura.
En realidad, hasta la muerte de su madre, don Lorenzo prácticamente no se dio cuenta de las diferencias que le separaban de su hermano. Don Miguel se encontraba en la corte del rey Carlos, jurándole obediencia como gobernante de Castilla y Aragón, cuando Arabella contrajo la enfermedad que la llevaría a la tumba en menos de una semana. En el momento de llevarla a enterrar, el futuro Señor de El Torno se negó a que compartiera con su madre la capilla donde reposaban sus restos.
—Se trata de una mora. No consentiré que profane la sepultura de mi madre. No puede enterrarse como cristiana.
Don Lorenzo se enfrentó por primera vez a su hermano delante del cuerpo sin vida de su madre.
—Nuestro padre jamás te perdonará esta afrenta. Te lo advierto, quiero ver el nombre de mi madre en el panteón de la familia. De lo contrario, no descansaré hasta que te vea privado de tu ansiado título.
No era la primera vez que el joven Manuel se oponía a que la madre de su hermano compartiera algo con su propia madre. En aquella ocasión, don Lorenzo pensó que se trataba de una rabieta, don Manuel se negó a que Arabella utilizara en público un rosario que había pertenecido a la primera Señora, y que sus hermanas le habían regalado después de que comulgara por primera vez.
Arabella no le dio importancia al rosario, rezaba con los suyos propios. Noventa y nueve cuentas que representaban los noventa y nueve nombres de Dios. Manuel jamás se preocupó por conocerla, no sabía que abrazó la fe de los cristianos por amor a su esposo, pero conservó sus tradiciones en la sombra, como muchos conversos que escondían sus credos a los ojos de los que nunca entenderían que la ley de Dios se puede escribir de distintas maneras.
Don Lorenzo consiguió igualar en la muerte a su madre con la primera Señora de El Torno, pero la cólera de su hermano se mantendría a la espera, hasta que se enfriara el plato donde serviría su venganza.
Cuando don Miguel regresó a la plazuela del Pilar Redondo, el joven Manuel le acompañó a la cripta y lloró con él ante la sepultura de Arabella. No volvió a la capilla hasta el día en que enterró a su padre y se convirtió en el Segundo Señor de El Torno.
Desde la muerte de su madre, don Lorenzo procuraba no hablar con su hermano a menos que su padre estuviera presente, sabía que no se arriesgaría a perder su mayorazgo con un enfrentamiento, pero no deseaba causarle a don Miguel más tristezas de las que le consumían tras la pérdida de Arabella. Una vez desaparecido el padre, el heredero descubrió sus cartas con la misma naturalidad con que las había ocultado hasta entonces. A nadie le extrañó el llanto de la nueva Señora de El Torno por cada rincón del palacio, ni las idas y venidas de los aparceros quejándose de las subidas del diezmo, ni los embutidos que guardaba la cocinera en su cesto después de salir de las habitaciones de don Manuel. Don Lorenzo procuraba mantenerse lejos del palacio, cerrando los ojos a las tropelías de su hermano, hasta que Juan de los Santos le contó un rumor que circulaba por todo Zafra.
—Don Manuel anda detrás de Diamantina. La sigue allá donde va. Si se entera don Alonso, incluso al río llegará la sangre.
Don Lorenzo se paró en seco cuando escuchó a su mozo.
—No es posible, pero si es hija de su hermana.
Doña Clara había muerto de fiebres de parto como su madre; la pequeña Diamantina se crio al cuidado de su hermano y de su padre, que siempre la trataron como si los años no transcurrieran para ella. A pesar de que ya estaba en edad de casarse, para los dos hombres Diamantina tan sólo era una niña de dieciséis años. Don Lorenzo la quería como a una hermana, se dirigió a la plazuela del Pilar Redondo con la determinación de acabar con aquellos rumores.
Don Manuel le abordó nada más cruzar el umbral; antes de que pudiera pronunciar una palabra le comunicó los planes que había urdido para él.
—¡Bienvenido al hogar, hermano mío! Te gustarán las noticias que tengo que darte. He concertado tu matrimonio con la joven Diamantina, don Alonso está encantado de emparentar de nuevo con nosotros. Viviréis en el palacio, la casa que te dejó nuestro padre no reúne condiciones para una dama.
No pudo decir una palabra, aún no había digerido lo que acababa de oír cuando le disparaba con otra sorpresa.
—Ya sé, ya sé, me dirás que sois parientes de sangre, pero no es así, doña Clara y tú tan sólo erais medio hermanos. Ni siquiera tendremos que solicitar la dispensa del Papa, la boda puede celebrarse este mismo viernes, ya está hablado con el prior de la Encarnación y Mina.
La sorpresa de don Lorenzo se transformó en indignación.
—¡No te atrevas a utilizarme! ¡Diamantina nunca entrará en este palacio! ¡No le pondrás las manos encima!
La cara de don Manuel se encendió mientras hablaba.
—Si no entra Diamantina, tú tampoco. Ya puedes ir buscando un sitio donde vivir. ¡Aquí no eres bien recibido!
Don Lorenzo quiso alejar a la joven Diamantina de las garras de su hermano. En aquel momento, no podía imaginar que su negativa a casarse con ella la condenaría a una tragedia mayor que la que trataba de evitarle.
Se embarcó hacia las Indias Occidentales escapando de la ruindad y de la codicia. Sin embargo, la experiencia le había demostrado que escapar no garantiza encontrar la salida. En la cubierta del galeón que le devolvía a su tierra, don Lorenzo pensó que por segunda vez huía de los mismos males. Pero ahora volvía para presentar batalla, para conseguir para su familia lo que su madre no pudo lograr: el respeto de los que algún día tendrían que olvidarse del color de su piel.