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El hijo de la primera Señora de El Torno disimulaba delante de su padre el rechazo que le producía su esposa, sobre todo desde que nació el pequeño Lorenzo. En cambio, cuando su padre se ausentaba, se valía de cualquier excusa para evitar el trato con Arabella. Sus hermanas, doña Clara y doña Blanca, visitaban con frecuencia sus habitaciones. Con el tiempo, se encariñaron con la mujer de su padre, la ayudaban en el cuidado de Lorenzo y comentaban sus cambios entusiasmadas.

—Cada día se parece más a su madre. Aunque también tiene cosas de nuestro padre, ¿has visto el hoyito que tiene en la barbilla?

—No lo va a creer cuando vuelva. Ayer atravesó el cuarto de Arabella sin sujetarse de su mano.

El joven Manuel, incapaz de ocultar su animadversión ante sus hermanas, se acaloraba siempre que se hablaba del pequeño.

—No comprendo qué le veis al bastardo de la Mora. ¿Acaso le preferiríais a él como futuro Señor de El Torno?

Doña Blanca calmaba sus inquietudes poniéndose continuamente de su lado. No se atrevía a contradecirle, temía sus rabietas desde que era niña y don Manuel estuvo a punto de clavarle una flecha tras una discusión.

—No seas tonto, un bastardo no podría heredar el título de nuestro padre.

Sin embargo, doña Clara se permitía recriminar la actitud recelosa de Manuel. Los cinco años que les separaban le valieron siempre para ejercer la autoridad de la madre que les faltaba.

—Lorenzo no es un bastardo, es tan hijo de nuestro padre como tú. Deberías mostrarle más respeto. Tus celos te perderán algún día si no te controlas.

El joven Manuel enrojeció mientras dirigía su dedo índice hacia su hermana.

—El hijo de una mora nunca podrá ser igual que yo.

Don Lorenzo creció protegido por su madre y por doña Clara, que acostumbraba a llevárselo a la alcazaba de El Castellar desde que contrajo matrimonio con el oficial de Contaduría del alcaide Sepúlveda. Su propio hijo sería con los años el mejor amigo de don Lorenzo.

Mientras tanto, en el palacio de la plazuela del Pilar Redondo, el futuro Señor de El Torno se preparaba para asumir el control de su hacienda. Acompañaba a su padre a visitar los olivos y las viñas, le ayudaba con el peso de la uva y de la aceituna que debían entregarle los aparceros, y le sustituía en sus tareas cuando se ausentaba.

La fortuna de don Miguel se incrementaba en la misma proporción que los prejuicios del joven hacia su hermano. Desde que el rey Fernando confirmó los antiguos privilegios de la villa, la feria del ganado consolidó a la ciudad como centro de comercio de la comarca. La creciente demanda de los productos de la vid y del olivo obligó a don Miguel a establecer rutas comerciales en toda la zona de Badajoz. Juan de los Santos, su criado de confianza, era el encargado del transporte de la uva y de las aceitunas hasta los lagares y las almazaras donde le compraban su mercancía. El joven Lorenzo le acompañaba en todos los viajes.

Don Miguel se mostraba orgulloso cada vez que su hijo pequeño volvía con las bolsas llenas. Bromeaba con él sin darse cuenta de que sus palabras marcarían su futuro.

—Aprendes deprisa, muchacho, pronto nos quitarás el puesto a tu hermano y a mí.

Los celos del primogénito no pasaban inadvertidos para Arabella, que tachaba a su esposo de imprudente cuando se quedaban a solas.

—¿No te das cuenta de que provocas a Manuel con esos comentarios? Conseguirás enfrentar a tus hijos.

Sin embargo, el enfrentamiento entre los hermanos se produciría únicamente cuando los esposos faltaran. La desazón de la envidia acorralaba al joven Manuel, pero se cuidaba de que su padre no lo notara y pensara en desheredarle, alababa los progresos de su hermano dejándole creer en su admiración.

—Yo creo que este chico está preparado para tratar con los aparceros. Podríamos enviarlo al campo, así vigilaría que no se queden con más olivas de las que les corresponden.

Don Miguel reía a carcajadas las ocurrencias de su hijo, Lorenzo era demasiado joven para recaudar las rentas de sus campesinos.

—Dejémosle que crezca un poco, después lo convertiremos en el virrey de Badajoz y de Sevilla.

Don Miguel nunca supo que sus palabras aumentaron la rivalidad entre sus hijos. Don Lorenzo creció más de lo que nunca crecería el joven Manuel, y se convirtió en un joven al que nadie habría confundido con mestizo. Los celos de su hermano aumentaban con cada pulgada en que le superaba en estatura.

El matrimonio del joven Manuel, tras la toma del castillo de Salvatierra por las tropas del Conde de Feria, convirtió su angustia en pesadilla. Elvira, la futura Señora de El Torno, no dejaba de llorar recordando los estragos que el conde causó en su ciudad. El castillo donde había vivido desde niña convertido en ruinas, sus padres obligados a recuperar su patrimonio concertando su casamiento, sus deseos de convertirse en una monja clarisa, como su querida amiga doña Blanca, desvanecidos para siempre.

El mismo día de la boda, el rostro del joven Manuel enrojeció hasta la ira cuando su hermano presentó sus respetos a la nueva señora. La primera sonrisa de doña Elvira desde que llegó a la plazuela del Pilar Redondo había sido para el bastardo.