Anna-Karin está sentada al fondo contemplando el salón de actos abarrotado. Ida, Julia y Felicia forman parte del coro que está en el escenario. Están resplandecientes.
Jari no ha venido. Se graduó hace unos días y la mayoría de los de tercero no están hoy en el instituto. Anna-Karin aún se avergüenza cuando lo ve y, seguramente, seguirá pasándole lo mismo el resto de su vida. En cierto modo, le parece bien. Le parece justo.
En el centro de la sala están Erik, Kevin y Robin, uno al lado del otro. Se repantigan tanto como pueden y están hablando en voz alta, a pesar de que Ove Post los ha mandado callar siseándoles. Erik hace señas a Ida con la mano, trata de hacerle perder la concentración. Anna-Karin ha oído rumores de que están saliendo. Se le ponen los pelos de punta solo de pensar en los hijos que tendrían.
Anna-Karin piensa en lo que dijo el abuelo:
«Cuando aquellos niños perversos te hacían la vida imposible, Mia siempre me decía que no me involucrara, que también a ella la trataban igual de pequeña y que sobrevivió».
Su madre casi nunca le ha contado nada de cuando era pequeña. ¿A ella también la acosaban en la escuela? ¿Por eso es como es? ¿Fue ella otra Anna-Karin? ¿Romperían los acosadores algo que fue imposible reparar?
«A Mia le atraían esos hombres, los que no tenían mucho que dar.» Quizá pensaba que no merecía nada mejor.
Anna-Karin se pregunta lo maltrecha que estará ella. Si alguna vez llegará a sentirse libre de ese odio suyo. Y, si no lo consigue, ¿terminará como su madre?
Porque el odio sigue allí, en su interior. A veces emerge como si estuviera en ebullición, amenazando con desbordarse. Y entonces le cuesta contenerse y no usar la magia. Pero ha resistido. No por la comisión de investigación del Consejo, sea cual sea su resultado. No, ha resistido por las demás.
Lo hace por Vanessa, que pasa a escondidas una botella de refresco entre Michelle y Evelina. Anna-Karin puede oler el alcohol desde donde está.
Lo hace por Linnéa, que está sentada con los alternativos, se apoya en el hombro de una chica de pelo azul y, de vez en cuando, mira a Vanessa.
Lo hace por Minoo, que estaba sola hasta que Gustaf Åhlander llegó y se sentó a su lado. Anna-Karin ha tratado de hablar con ella. Sabe lo que es sentir miedo de tu propio poder, de lo que puedes llegar a hacer. Pero Minoo se niega a abrirse. Ha dejado fuera al mundo entero.
Lo hace incluso por Ida, que lleva enamorada de Gustaf desde cuarto. Ida, que adora a su caballo, Troja. Son dos pistas hacia otra Ida más humana, y a eso debe aferrarse Anna-Karin.
Exactamente igual que los hermanos no se eligen, tampoco las Elegidas han tenido esa posibilidad. Y exactamente igual que los hermanos, tienen que aprender a convivir.
Evelina y Michelle chillan borrachas en el oído de Vanessa, una a cada lado, como si formaran unos auriculares enormes.
—¡Vente! —le gritan.
—Pero si ni siquiera tengo ganas de hacer pis —ríe Vanessa.
—¡Bueno, tú ven! ¡Es nuestra noche! —insiste Evelina bebiendo directamente de la botella.
Vanessa vuelve a reír.
—Os espero aquí —dice empujándoles hacia los arbustos, más al pie de la colina de Olsson.
Ella se agacha y se tumba encima de Wille. Mehmet, Lucky, Jonte y algunos más también están allí. Suena la música de un altavoz portátil. Besa a Wille, y él le devuelve el beso, y todo lo que necesita saber existe en ese beso. Todo se arreglará.
—Mira, ahí está esa tía —dice Lucky.
Vanessa se aparta de Wille a disgusto y levanta la vista.
Mona Månstråle está fumando en el sendero. Lleva una chaqueta de ante marrón con flecos. Y calza un par de botas con espuelas. De verdad, con espuelas.
Y Mona Månstråle mira directamente a Vanessa, y dibuja una sonrisita. Es como una provocación. Vanessa se levanta tambaleándose con los tacones y se coloca bien la lazada del escote.
—¿Qué haces? —pregunta Wille.
Ella se ríe, la cabeza le da vueltas.
—Ahora mismo vuelvo —responde.
Se acerca tanto a Mona que esta se incomoda. Mona retrocede un paso.
—¿Me invitas a un cigarro? —dice Vanessa.
Mona le enciende uno y se lo da. Se miran mientras dan una calada. El tabaco de Mona es fuerte. Sabe como a picadura de calcetín viejo.
—¿Querías algo o qué? —pregunta Vanessa.
Oye a Evelina y a Michelle reír como locas entre los arbustos.
—Hace mucho que no se te ve el pelo —responde Mona irritada.
—Puede que ya no necesitemos tus mejunjes.
—Los necesitaréis. No tenéis ni idea de lo poderosos que son vuestros enemigos.
Pero no consigue asustar a Vanessa que, precisamente hoy, ha decidido pasar de todo eso. Pasar de la responsabilidad, de pensar en el Apocalipsis y en Nicke y en todo el mal que hay en el mundo. Es verano y están de vacaciones.
—¿No me vas a decir que voy a moriiiir? —pregunta Vanessa.
Le disgusta oír cómo tartamudea, porque le resta parte del efecto a sus palabras.
—Pues quizá deberías ir otra vez a la escuela de adivinas porque, como puedes ver, estoy viva, y mucho —añade.
Mona suelta una carcajada.
—No puedo ver toda la verdad acerca del signo —dice.
—Vaya, no me digas. ¿Por qué no me sorprende que reinterpretes tus predicciones cuando ves que no se han cumplido?
—El nGetal significa la muerte, desde luego —dice Mona—. Pero la muerte también puede simbolizar subversión, cambio. Dejar tras de sí algo y empezar otra cosa nueva. Volver a nacer, por así decirlo. Toda tu vida se vuelve del revés y tienes que reconsiderarlo todo.
Mona se acerca un poco más y le pone los labios en el oído. A Vanessa el olor a tabaco y a incienso casi le da náuseas.
—En tu caso, el nGetal estaba muy próximo al muin. El amor.
Mona se retira y le echa en la cara una nube de humo.
—Que lo pases bien —se despide, antes de alejarse.
Vanessa se queda pasmada en medio de la nube de humo.
—¿De qué coño hablabais? —grita Wille.
Vanessa se queda viendo cómo se aleja Mona.
Se siente casi sobria. Tira el cigarro de calcetín de Mona, pisa la colilla y se da media vuelta.
El sol arranca destellos al agua del canal. Al otro lado está la iglesia. El cementerio. Sabe lo que tiene que hacer.
—¡Nessa! —le grita Michelle desde los arbustos.
Pero ella ya está en camino.
Minoo cruza el cementerio. Lleva el sobre con las notas doblado dos veces. La máxima calificación en todo, salvo en gimnasia, como siempre. Pero no sintió el alivio habitual, sino más bien el recuerdo del alivio.
Cuando todos se abrazaron y se desearon lo mejor para el verano, ella se escabulló del aula. Luego se dirigió al riachuelo con el que había soñado la noche anterior. Aunque sabía que era imposible, esperaba que Rebecka estuviera allí, esperándola.
No fue así.
Desde que Minoo sintió el alma de Rebecka, ha abrigado la esperanza pueril de que vuelva. Desde el lugar en el que ahora se encuentra…
Cuando atisba la tumba de Rebecka, Minoo ve que ya hay alguien allí. No, no junto a la tumba de Rebecka, sino junto a la de Elías.
Es Linnéa.
Minoo se detiene y sopesa la posibilidad de marcharse. Pero Linnéa se da la vuelta en ese momento.
—Hola.
—Hola —responde Minoo, y se acerca.
Linnéa tiene un ramo enorme de rosas rojas. Aún lleva el plástico puesto.
—Las he robado —dice—. Es algo así como una tradición. Elías siempre robaba flores para mí. Un día llegó a mi casa con un macetero, del Café Monique.
Minoo sonríe. Le resulta extraño, como si hubiera olvidado cómo se hace.
Linnéa se sienta entre la tumba de Elías y la de Rebecka.
—La directora lo sabe —dice—. Sabe que fue Max, y sabe que nosotras hicimos que ahora esté donde está. También sabía que estábamos practicando en casa de Nicolaus.
A Minoo le lleva unos instantes comprender lo que acaba de decir Linnéa. Es tan típico de ella soltar afirmaciones capaces de revolucionar el mundo así, sin avisar.
Minoo está a punto de protestar cuando, de pronto, comprende que eso lo explica todo.
La mirada tan extraña que le dirigió la directora en el parque el invierno pasado. Ahora comprende que trataba de animarla. La directora tenía que transmitir las órdenes del Consejo. Por eso les dijo que no persiguieran a Gustaf. Pero sabía en todo momento lo que estaban haciendo, y las dejó que siguieran. Se tragó sus evasivas, sus mentiras. Debió de comprender muy pronto que estaban entrenando por su cuenta. Y cuando Max cayó en coma, no debió de costarle mucho adivinar lo que había pasado.
—¿Cuándo lo supiste? —pregunta Minoo.
—Lo sé desde hace un tiempo —dice Linnéa, mientras escarba con el pie en el césped—. Me alegro de que hayas venido. Llevo tiempo queriendo hablar contigo de una cosa, pero no sabía cómo decírtelo… Lo que ocurrió en el comedor. No puedes seguir ignorándolo. Acabará matándote. Ya te está matando.
—¿A qué te refieres? —susurra Minoo.
—Tú querías a Max. Era un asesino, pero tú lo querías. No es algo que se supere así, sin más.
—En cuanto supe que era él…
—Ya, ya lo sé —la interrumpe Linnéa—. Pero antes, te inspiraba tantos sentimientos… Y te debió de resultar repugnante cuando supiste lo que había hecho. Yo me odiaría a mí misma si supiera que había estado colgada por el asesino de Elías.
—Ya lo he superado —asegura Minoo.
—Vale, ya lo has superado. Quedamos en eso —concluye Linnéa—. Pero no has superado lo del humo negro.
Minoo se la queda mirando. Linnéa sabe cosas que no le ha contado a nadie.
—Comprendo que te cagaste de miedo —dice Linnéa—. Pero la cosa no mejorará porque no lo cuentes. Puede que juntas averigüemos por qué tu magia y la de Max eran tan parecidas, y por qué nadie podía verla.
—¿Y tú cómo sabes eso? —la interrumpe Minoo.
Tiene la sensación de que debería saberlo. De que debería haber sumado dos y dos hace tiempo.
—¿Recuerdas que Vanessa dijo que, aquella noche, podía oírme en su cabeza? Pues era algo nuevo. Ni siquiera me di cuenta de que lo estaba haciendo. Pero…
Duda un instante. Se retuerce las manos, como si estuvieran luchando.
—Empezó el verano pasado.
—Vale —dice Minoo con el tono más neutral posible.
—Al principio no comprendía qué era. O sea, es que era tan… imposible. Al principio solo pasaba de vez en cuando. Simplemente, pillaba cosas.
No es capaz de decirlo, comprende Minoo de pronto. Y quiere que lo diga yo.
Y, de repente, todo encaja. De repente, halla la explicación de miles de momentos raros.
—Puedes leer el pensamiento —dice Minoo—. Ese es tu poder. Y lo has tenido todo el tiempo.
Al principio, parece que Linnéa vaya a negarlo. A retractarse de todo. Pero al final se relaja y asiente.
—La primera vez que nos vimos, era muy reciente —explica—. Poco antes de que encontráramos a Elías. Sabía que fuiste a los servicios porque tenías la costumbre de refugiarte allí en el recreo. Simplemente, esa información apareció en mi cabeza.
Minoo no sabe qué decir. Recuerda todo lo que ha pensado de Linnéa desde entonces, y en todo lo que ha pensado estando con Linnéa. Y luego, empieza a pensar que está pensando en todo eso y que puede que Linnéa le esté leyendo el pensamiento ahora mismo.
—¿Por qué no nos lo dijiste? —pregunta Minoo.
—¿Y tú me lo preguntas? Me callé porque sabía que todas reaccionarían como tú acabas de reaccionar ahora. No tengo que leerte el pensamiento para saber que te aterra pensar qué pensamientos te habré leído.
Linnéa parece al borde del llanto.
—No tienes ni idea de cómo era al principio —continúa—. A veces era como si todas las personas con las que me cruzaba me gritaran directamente en la cabeza al mismo tiempo. Por eso escribí en el diario que me dabas dolor de cabeza. Porque piensas tanto... Pero la peor era Anna-Karin. Sus planes de controlar a los demás eran como el grito de un primate en el oído.
Linnéa la mira suplicante.
—Pero ahora he aprendido a controlarlo. Casi siempre. Solo a veces oigo cosas sin querer. Pero cada vez lo hago mejor.
—Pero tú fuiste la que más duramente trató a la directora por no decirnos la verdad. Cuando tú misma…
—¡Eso es, precisamente! —la interrumpe Linnéa—. Trataba de deciros que la directora sabía mucho menos de lo que daba a entender.
—Pero ¡podíamos haber utilizado tu poder todo ese tiempo! ¡Quizá habríamos podido encontrar a Max mucho antes!
—Lo intenté —confiesa Linnéa—. Intenté leer los pensamientos de todos los sospechosos. Se los leí a Gustaf, y cada vez que pensaba en Rebecka, se sentía tan culpable… Creía de verdad que había sido él. A Max ni se me ocurrió comprobarlo, porque apenas sabía quién era hasta que tú nos hablaste de él.
—¿Lo sabe alguien más?
—Sí, la directora.
Minoo ya no puede sorprenderse de nada.
—¿Y cómo lo sabe?
—Le leí el pensamiento cuando nos enseñó las cicatrices. Pensaba en el hombre al que quería y en lo que hizo con él el Consejo. Me quedé sobrecogida. Y ella se percató de mi reacción. Entonces lo comprendió. O quizá lo supiera de antes. Leer el pensamiento es un poder típico de las brujas de agua. O, al menos, eso es lo que dice el Libro.
Minoo guarda silencio un buen rato. Debería estar enfadada con Linnéa. Iracunda. Pero Linnéa tiene razón. Ella también guarda un gran secreto. Un secreto que aún no sabe si está lista para compartir con las demás.
Pero tendré que hacerlo algún día, se dice. Linnéa tiene razón.
—¿Me odias? —pregunta Linnéa.
—No. Pero tienes que contárselo a las demás.
Linnéa asiente y deja escapar un largo suspiro.
—Yo no pienso decir nada —continúa Minoo—. Pero no puedes esperar más de la cuenta.
—Tú tampoco —dice Linnéa y, en ese momento, ve algo.
Se levanta muy despacio. Minoo se da la vuelta.
Vanessa aparece caminando hacia ellas con el vestido rosa entallado. Se le hunde uno de los tacones en el césped y se tambalea. Suelta una retahíla de tacos que llegan hasta donde están las dos amigas.
Linnéa le tira a Minoo del brazo y señala. Ahí viene Anna-Karin, caminando con las manos en los bolsillos y el largo cabello agitándose delante de la cara.
Minoo nota que las lágrimas le queman los ojos.
Mira a su alrededor por el cementerio y, efectivamente. Por el otro lado viene Ida. Empuja la bicicleta por entre las tumbas.
Minoo siente enseguida una serenidad total.
Todas se reúnen en torno a las tumbas de Elías y de Rebecka. Se miran, pero ninguna dice una palabra. Nadie tiene que explicar su presencia allí.
Ellas son el Círculo. Han luchado juntas para salvar sus vidas. Y volverán a hacerlo otra vez.
Linnéa coge el ramo y lo divide en dos. Coloca uno sobre la tumba de Elías. Y el otro, en la de Rebecka.
Minoo piensa en las almas de Rebecka y de Elías. En lo vivas que las sintió en el instante en que las dejó en libertad.
—¿Creéis que están aquí ahora? —pregunta Anna-Karin.
Minoo niega con un gesto. No sabe explicar el porqué pero, de repente, tiene una certeza absoluta.
—No —dice—. Están donde tienen que estar.
Le coge la mano a Linnéa y añade:
—Igual que nosotras.