Minoo tiene libre la penúltima clase. Sube a lo alto del edificio del instituto y recorre el pasillo que desemboca en la puerta del desván. Ya han vuelto a abrir los servicios. Durante las vacaciones de Navidad, cambiaron la puerta llena de pintadas, pero ya han empezado a llenarla de mensajes nuevos.
Algunos son por Elías, otros por Rebecka, pero hay varios que tratan de otras personas, de otras vidas.
Minoo empuja la manivela y entra. Para ser los servicios de un instituto, resultan antinaturales de lo limpios que están. Aunque la gente haga pintadas en la puerta, no suele utilizarlos. Algo los disuade.
Los azulejos blancos brillan alrededor de Minoo. Ha vuelto allí donde todo empezó.
Se acerca al baño en el que murió Elías. Como es natural, no hay el menor rastro. ¿Qué esperaba?
Minoo se vuelve hacia el lavabo. Han retirado los espejos. ¿Tendrán miedo de que a alguien se le ocurra imitar a Elías?
Pero Minoo se alegra de no poder ver su imagen reflejada en ellos. Lleva demasiado tiempo estudiándola, la ha examinado demasiado a menudo. Y siempre ha odiado lo que ha visto.
Cuando Anna-Karin le dijo que se parecía a esa mujer tan hermosa del cuadro, no la creyó, al principio. Pero cuando usó el término «reencarnación», todo encajó de pronto.
Tienes que despertarte ya. Tienes que ser valiente y verte a ti misma como te ven los demás.
«Reencarnación.» La misma palabra que utilizó Max.
Te quiero, Minoo. Te quiero desde el día en que te vi.
Aquella no fue la primera vez que la vio.
Minoo se parece a la mujer del cuadro. La mujer del cuadro se parece a Alice. Su gran amor. Por eso no pudo matar a Minoo. Sería como ver morir a Alice otra vez.
No pienso hacerlo. No pienso obedecer.
Max es el culpable. Él mató a Elías. Él mató a Rebecka. Él intentó matar a Minoo y a Anna-Karin.
Es terrible lo bien que encaja todo y, aun así, no puede creerlo.
Saca el pequeño frasco marrón del bolsillo de la chaqueta.
Tiene que cerciorarse.
—Si quieres mudarte a casa otra vez, tenemos que fijar unas reglas.
Vanessa y su madre son las únicas en el Café Monique. Fue Vanessa quien propuso que se vieran allí, en terreno neutral. Ahora empieza a arrepentirse. Le gustaría encontrarse en un lugar donde pudiera gritarle a su madre sin cortarse. Incluso dar un portazo.
—¿Reglas? —repite enarcando una ceja.
Su madre da vueltas en la mano a la cucharilla. Apenas ha probado el café y el pastelito de mazapán está intacto en el plato.
—Pues sí, porque no podemos estar como antes.
—En eso estoy de acuerdo —dice Vanessa, y toma un sorbo de café, segura de que están pensando en cosas totalmente distintas.
—No he sido lo bastante dura. Has podido salir de fiesta y andar con chicos demasiado pronto.
—De tal madre, tal hija, ¿no? —le suelta Vanessa.
La cucharilla se detiene en la mano. Su madre la mira a los ojos.
—Sí, supongo que sí.
—Pero ¿ha llegado el momento de cambiar? ¿Es hora de actuar como una madre de verdad, o qué?
¿Por qué le hablo así?, se pregunta. ¿Por qué lo estropeo todo desde el principio?
—Si vas a mantener esa actitud…
Su madre hace amago de ir a levantarse.
—Perdona —se disculpa Vanessa.
La palabra le deja en la boca un regusto repugnante, pero su madre vuelve a sentarse. Eso es lo que importa.
—Pero tienes que ver las cosas también desde mi punto de vista —continúa Vanessa.
—¿No crees que lo intento?
Vanessa vuelve a tomar un poco de café, para no responder que no a gritos.
—No lo sé —dice al fin—. A mí me parece que no te preocupa. No has llamado una sola vez. Ni siquiera en Navidad.
Lo dice rápidamente, para que no le tiemble la voz.
—¡Por supuesto que me preocupa! —responde su madre.
Vanessa no se atreve a confiar en su voz, así que se encoge de hombros.
—Le he pedido a Sirpa que no te diga nada, pero hemos hablado una vez a la semana, como mínimo —dice su madre—. Pensaba que lo mejor sería que tú te pusieras en contacto conmigo cuando estuvieras preparada.
Se inclina para acercarse a Vanessa, pero ella se echa hacia atrás en la silla.
—Dime la verdad, ¿por qué quieres volver a casa? —pregunta su madre, fingiendo que no ha pasado nada—. ¿Es que no van bien las cosas entre Wille y tú?
—Todo funciona de maravilla entre Wille y yo —contesta Vanessa con un tono de rebeldía, con un tono que evidencia que está mintiendo.
Mira por la ventana.
—No me parece que esté siendo justa con Sirpa —dice.
—¿Solo por eso? —pregunta su madre.
Vanessa se mira las manos. Hasta ahora no se había dado cuenta de que también ella está dándole vueltas a la cucharilla.
Sabe lo que quiere decir, así que, ¿por qué le cuesta tanto trabajo?
—Os echo de menos. A Melvin y a ti.
—Y nosotros a ti. Muchísimo.
La voz de su madre está a punto de quebrarse, y Vanessa no se atreve a mirarla a la cara. Teme echarse a llorar.
—Yo lo único que quiero es que la cosa funcione —dice su madre, y deja escapar un hondo suspiro—. Lo único que quiero es que seamos una familia.
—Lo mismo que yo —dice Vanessa—. Pero tienes que decirme una cosa: ¿no te parece que, de alguna manera, aunque sea un poquito, tampoco Nicke se comporta bien todas las veces? Puede que no sea solo culpa mía que no funcione, ¿no?
—Yo nunca he dicho que solo sea culpa tuya —responde su madre con ese tono de mártir que Vanessa odia por encima de todo.
Cierra el puño, se clava las uñas, que forman pequeñas medias lunas rojas en la palma.
—Bueno, ¿qué decías de unas reglas? —pregunta Vanessa con serenidad.
—Solo podrás salir los fines de semana.
Vanessa no protesta. De todos modos, es experta en entrar y salir sin hacer ruido, sin que su madre se entere de nada.
—No pienso impedir que te veas con Wille —dice su madre—. Solo quiero pedirte una cosa. Por favor, Vanessa, ten cuidado. No te metas en nada raro. ¿Puedes hacerme esa promesa?
—No sé de qué hablas, pero sí, claro.
—Y además, puede que no sea una buena idea que Wille venga a casa en lo sucesivo.
Su madre dice estas palabras sin mirarla a los ojos. Vanessa comprende de inmediato que es Nicke quien ha impuesto esa condición.
—Tampoco creo que a él le apetezca —dice Vanessa con acritud—. Después del trato que recibió la última vez.
—Lo comprendo.
Puede que no sea mucho, pero su madre nunca ha estado tan cerca de reconocer que Nicke ha hecho algo mal.
—Por cierto, hemos arreglado la tubería de la ducha —continúa con un atisbo de sonrisa—. Así que ahora no se despelleja uno por las mañanas.
—¿Ha conseguido Nicke…?
—No —responde su madre—. Al final, tuvimos que llamar a un par de fontaneros. No les quedó más remedio que deshacer todo lo que había hecho Nicke y empezar desde el principio. Ha resultado el doble de caro que si los hubiéramos llamado desde el primer momento.
Ahora sí, lo que Vanessa ve en la boca de su madre es, definitivamente, una sonrisa. Puede que, después de todo, haya algo de esperanza.
Tienen física a última hora y trabajan por parejas. Minoo deja que Levan, su compañero, construya una rampa por la que debe deslizarse un vagón minúsculo para… no sabe qué. No es capaz de concentrarse en el problema. No puede pensar. Evita mirar a Max. Evita mirar a Anna-Karin. Tiene que esforzarse por no empezar a hiperventilar. Levan trabaja, toma medidas. Minoo va anotando como un autómata.
Tiene la otra mano en el bolsillo, acariciando el frasco. Mira de reojo la taza de café de Max, que está en la mesa. Quedan cinco minutos de clase. Max está al fondo del aula, de espaldas a ella, explicándole algo a Kevin Månsson.
—Voy a sonarme la nariz —le dice a Levan.
Se acerca despacio al otro lado del aula. El dispensador de papel de cocina está a un lado, detrás de la mesa del profesor.
Mira de reojo en dirección a Max. Sigue inclinado sobre Kevin, explicándole. Le gustaría oír lo que están diciendo, para saber si están en medio de una conversación o a punto de terminarla. Por irónico que parezca, la supervivencia de las Elegidas y el futuro del mundo dependen de Kevin: de que sea lo bastante torpe para necesitar la ayuda de Max el tiempo suficiente como para que Minoo pueda hacer lo que tiene que hacer.
Minoo saca el frasco del bolsillo. Tiene los dedos resbaladizos y se le escurre, pero no llega a caérsele al suelo.
Desenrosca el tapón con el cuentagotas. La taza está en la mesa, a tan solo unos centímetros. Queda más o menos la mitad de café.
Y él siempre lo apura antes de que acabe la clase.
Minoo echa una ojeada nerviosa por encima del hombro. Todos están concentrados en las rampas. Max sigue con Kevin. Es ahora o nunca.
Hazlo ya, se dice.
Estira el brazo, aprieta la goma del cuentagotas y lo saca, insegura de que haya caído dentro. En el frasco solo quedan unas gotas. Levanta la vista con el corazón desbocado.
Max ha terminado con Kevin y se pasea por el aula con las manos a la espalda.
¿Lo habrá visto? No lo sabe. No tiene ni idea.
Tiene la cara inexpresiva. Normal.
Minoo hace como que se suena y vuelve a su sitio. Ha concluido la primera parte.
Entonces se oye el sonido vibrante del timbre. Levan ya ha recogido todo el material y la mira enfadado. Ha tenido que hacer todo el trabajo él solo.
—Perdón, hoy estoy tan cansada…
—Ya —replica él brevemente, mientras mete las cosas en la mochila.
Ella guarda los libros en la suya tan despacio como puede, mientras van saliendo los últimos alumnos. ¿Por qué tardan tanto hoy, precisamente? Tiene ganas de gritarles que salgan corriendo, como hacen siempre.
Pero al final solo quedan ella y Max. Tiene la taza en la mano. ¿Se habrá tomado el café? Trata de interpretar la expresión de su cara.
—¿Todo en orden? —pregunta Max.
Ella se obliga a esbozar una sonrisa, le tiemblan las comisuras de los labios.
—Sí, claro. ¿Por qué?
—Está claro que te pasa algo —insiste él.
Ella se acerca a la mesa. Lo mira a los ojos. A esos ojos preciosos entre verde y caramelo. Los ojos de un asesino.
La mira mientras se toma hasta la última gota de café. Se le mueve la nuez mientras traga.
Max carraspea. Traga una vez más.
—¿No está muy… cargado esto? —pregunta.
Y Minoo comprende que ha funcionado.
—¿Fuiste tú? —le susurra—. ¿Fuiste tú quien mató a Elías y a Rebecka?
Aguardar la respuesta le parece una caída en el vacío, más rápido cada milésima de segundo.
—Sí —responde Max.
Y esa es la respuesta. Que lo cambia todo.
El amor que ha sentido por él, el mismo que tan grande y tan eterno le parecía, ha dejado de existir. Jamás pensó que uno pudiera dejar de querer a alguien de forma tan repentina. Pero el Max al que ella quería tampoco existe. No ha existido nunca.
—¿Fuiste tú quien suplantó a Gustaf en el viaducto? —pregunta Minoo.
—Sí, quería estar contigo.
—¿Y por qué Gustaf, precisamente?
—Porque parece que te gusta. A todo el mundo le gusta. Rebecka confiaba en él.
—¿Sabes quiénes son las demás Elegidas?
—Solo tú y Anna-Karin. Me faltan tres.
Minoo siente una gratitud inmensa al saber que Vanessa, Linnéa e Ida no corren peligro.
Un segundo después, la asalta un pensamiento terrible. Lo que Anna-Karin sugirió ayer, algo sobre lo que no ha reflexionado.
…el asesino podía adoptar el aspecto de cualquiera…
—¿Te has hecho pasar por alguna otra persona? ¿Por mí, o por Anna-Karin?
—Lo he intentado —responde Max—. Pero, por alguna razón, solo puedo hacerme pasar por otros hombres. Me dijeron que algunos tenemos esa limitación, que solo podemos adoptar la apariencia de personas del mismo sexo.
—¿Te dijeron? ¿Quiénes?
—Los que me han bendecido —responde Max sin pestañear—. Ellos me hablaron de vosotras. Y me dijeron lo que tenía que hacer.
—¿Los has visto? ¿Los conoces?
—No. Al principio no eran más que voces que resonaban en mis sueños. Pero ahora también se presentan cuando estoy despierto. Siempre están conmigo. En estos momentos, me están pidiendo que guarde silencio, pero no puedo.
—¿Por qué? —pregunta Minoo—. ¿Por qué quieres matarnos?
—Cerré un trato con ellos. Pero ahora ha cambiado.
Mira a Minoo con ojos llorosos, y sonríe.
—No tienes de qué preocuparte, Minoo. Hay un nuevo plan para ti.
A Minoo se le eriza el pelo de la nuca.
—¿Un plan? —pregunta.
—Aún no me han contado los detalles. Lo que cuenta es que han accedido a dejarte vivir. Es lo único que me importa.
—Ya, pero no tienes el menor problema en matar a las personas que no te importan, ¿no?
—No es que me guste, pero es necesario.
—¿Necesario?
Max parpadea. El suero ha dejado de surtir efecto. Centra en ella la mirada, como si acabara de tomar conciencia de que está ahí.
—¿De qué estábamos hablando? —pregunta.
Minoo abre la boca, pero no puede articular una sola palabra. Es como si se le hubieran agotado las mentiras.
Y Max lo comprende.
¿O será que los demonios se lo han contado? A ellos no les ha afectado el suero. A Max se le enfría la mirada.
Minoo trata de ir hacia la puerta, pero él le coge la muñeca, con fuerza. Y tira de ella.
—Suéltame.
Lo dice con voz débil, como en uno de esos sueños en que no puedes gritar, solo susurrar.
—¿Qué has hecho?
—Nada.
—¿Qué has hecho? —repite Max.
—No sé de qué me estás hablando —responde Minoo en un murmullo—. Tengo que irme.
Max la suelta por fin.
—No te haré daño, Minoo —asegura Max en tono suplicante.
Minoo siente náuseas al recordar que lo ha besado.
¿Cómo pudo besarlo dos veces sin comprender que era el asesino? ¿Y cómo podrá contárselo a las demás?
—No sé de qué me hablas —insiste Minoo, y sale corriendo del aula, escaleras abajo.