El sol se filtra por las persianas entreabiertas del salón de Nicolaus. Anna-Karin está sentada en una silla, mirándose los pies. Lleva calcetines rojos. El dedo gordo izquierdo asoma por el agujero.
Se lo ha contado todo, sin mirarlo a los ojos una sola vez. Le ha hablado de su madre. Del agua hirviendo. De Jari. Del «accidente». De que en realidad fue un ataque contra ella. Que intentó hacerse la heroína y que todo terminó en catástrofe. Acaba de contarle lo del abuelo. Y ya no hay más que decir. Se lo ha contado todo, y Nicolaus sigue guardando silencio.
Anna-Karin desliza el pie por el suelo y una sustancia pegajosa se le queda adherida al calcetín. Se agacha y retira una bola de algo blanco que parece chicle.
—Ectoplasma —dice Nicolaus—. El otro día ejecutaron un ritual. En fin, tú estabas involucrada, aunque indirectamente, por lo que me dijeron.
Anna-Karin levanta la vista. Nicolaus la mira con calidez. Ella se esperaba una reprimenda, pero ahora se esfuerza por contener el llanto. Y es que desde ayer, después de ver al abuelo en el hospital, ha sufrido ataques de llanto regulares. Es como si tantos años de dolor contenido salieran ahora con toda su fuerza.
—¿Me odias? —pregunta.
—Por supuesto que no.
—Pero las demás seguro que sí, ¿verdad? Seguro.
—Nadie te odia, Anna-Karin —responde Nicolaus con voz serena—. Pero, desde luego, deberías habérnoslo contado mucho antes.
Anna-Karin asiente.
—Me daba vergüenza.
—Todos hacemos cosas de las que nos avergonzamos —dice Nicolaus.
—Pero yo he hecho demasiadas.
Nicolaus ladea la cabeza de un modo que le recuerda un poco al abuelo.
—Considera mi destino por un instante. Yo solo tengo una misión: guiaros a vosotros siete. Y ya he perdido a dos. Si hay alguien que deba avergonzarse soy yo.
—¿Y sientes vergüenza?
—Sí —responde—. Pero me di cuenta de que la autocompasión era un lugar en el que esconderme del mundo. Una especie de consuelo envenenado.
Anna-Karin no dice nada. Sigue toqueteando el pegote blanco. Está caliente.
—Has cometido muchos errores. Pero igual que tienes que aprender a perdonar a tus semejantes, debes aprender a perdonarte a ti misma. Siempre hay perdón, Anna-Karin. Si te atreves a aceptarlo.
Anna-Karin permite que las palabras de Nicolaus lleguen a su conciencia. Piensa otra vez en el abuelo.
Y te querré sin importarme los errores que cometas. Aunque hicieras algo malo yo te seguiría queriendo, y si alguien quisiera hacerte daño, te defendería hasta la última gota de sangre.
—Tengo miedo de lo que vayan a decir las demás —dice casi en un susurro—. Sería más fácil si pudiera contárselo de una en una… O al menos no a todas a la vez.
—Empieza con la que te sientas más segura. Y luego convocamos al resto.
Anna-Karin asiente.
—He estado pensando en una cosa sobre aquella noche —dice—. La persona que me atacó… Gustaf o su copia o quienquiera que fuese. Tiene que ser alguien como yo.
—¿Qué quieres decir?
—La voz que me resonaba en la cabeza y cómo me controlaba… Es casi como lo que yo puedo hacer con los demás. Quien intenta matarnos tiene que ser una bruja de tierra.
La zona de casas donde vive la familia de Gustaf se encuentra a las afueras de la ciudad. El sol de la tarde le arranca destellos al manto de nieve. Las largas ramas desnudas de los abedules se ven cubiertas de una fina capa de hielo que las hace parecer rociadas de polvo de vidrio. Más allá del prado se arremolinan las aguas negras del canal que discurren lentamente. Minoo se pregunta cuántas veces recorrería Rebecka aquel trayecto con Gustaf.
Al lado de Minoo, por donde ella camina, van apareciendo huellas de pisadas. Ella y Vanessa han dicho que tenían gripe para librarse del entrenamiento en el parque. La directora se tragó la mentira sin más. Minoo no duda de su inteligencia, pero es sorprendentemente fácil engañarla.
Entran en la última calle antes de que empiece el bosque. Las casas son de dos plantas y tienen los mismos paneles de color rojo oscuro, los mismos marcos en las ventanas.
Se paran delante de la puerta de Gustaf.
Minoo casi habría preferido llevar a cabo aquella misión en solitario.
Porque, ¿qué va a decir Gustaf si cree que están solos? ¿La desvelará como alguien que se lía con los asesinos de sus amigas muertas? ¿Qué podrá decir ella? ¿Cómo reaccionará Vanessa?
Minoo llama al timbre. Respira hondo y siente que Vanessa le da un apretón rápido en la mano. No está segura de qué significa, «adelante», «todo irá bien» o «espabila, joder, parece que te estés haciendo caca en los pantalones».
Gustaf abre la puerta al cabo de tan solo unos segundos. Acaba de ducharse y todavía tiene el pelo mojado. Así parece que tiene la piel unos tonos más oscura, le enmarca la cara y los ojos parecen más claros todavía.
—¡Hola! —dice—. ¡Pasa!
Minoo se quita los zapatos y los deja en un periódico extendido.
—Estoy preparando algo de comer —dice Gustaf dirigiéndose a la cocina—. Te gusta el atún, ¿verdad?
Minoo detesta el atún. Es comida para gatos. Pero espera no tener que comer mucho.
—¡Sí, por supuesto! —le responde.
Mira de reojo hacia la puerta cerrada. Por ahí está Vanessa quitándose los zapatos y metiéndolos en una bolsa. De repente se le cae uno, retumba en el suelo y se hace visible.
—¿Qué pasa?
Minoo se da la vuelta. Gustaf está en el umbral.
—Nada, que se me ha caído el zapato —responde Minoo buscando en su cara algún indicio de sospecha.
No ve ninguno.
—Ya voy —dice, y Gustaf vuelve a la cocina.
Minoo se da la vuelta otra vez y ve desaparecer el zapato en la nada. Enarca una ceja mirando en dirección a Vanessa con gesto de advertencia y se dirige a la cocina.
Gustaf está poniendo la mesa. Y allí está su padre. Cuando ve entrar a Minoo dobla el periódico y se levanta.
Minoo suelta un taco para sus adentros. Todo habría sido mucho más sencillo si Gustaf hubiera estado solo en casa. Pero le sonríe, le estrecha la mano y se presenta.
—Yo soy Lage.
Es bastante mayor, pero es evidente que de joven era tan guapo como Gustaf. Tiene la espalda recta y un pelo abundante de color gris plateado. Le estrecha la mano con firmeza y calidez, y Minoo tiene la sensación de que su mano se pierde en la de él, a pesar de que ella las tiene bastante grandes.
—He oído hablar mucho de ti —dice el padre.
Minoo piensa febrilmente en busca de una respuesta. El miedo la bloquea, así que sonríe simplemente con la esperanza de parecer tímida en lugar de maleducada. Lage alisa unas arrugas del periódico —es el Engelsforsbladet de hoy— y se lo lleva a la frente como haciendo un saludo militar.
—Bueno, os voy a dejar tranquilos —dice—. Estoy en el sótano, con el nuevo tramo de vía, por si queréis algo.
—¿El nuevo tramo de vía? —pregunta Minoo una vez que el padre se ha marchado escaleras abajo.
—Tiene la maqueta de una estación de ferrocarril ahí abajo —explica Gustaf poniendo dos vasos en la mesa—. Es chulísima. Ha construido una maqueta del antiguo Engelsfors y está poniendo las vías exactamente con el mismo recorrido que tienen en la realidad. Por aquí hay montones de tramos de vía que no se han utilizado desde que funcionaban la mina y la fundición.
—Suena… Muy chulo —dice Minoo.
Gustaf se ríe y sirve refresco de cola para los dos.
—Vale, no era eso lo que quería decir —responde—. Siéntate.
Minoo obedece y Gustaf empieza a comer enseguida con mucho apetito. Minoo escarba un poco en el atún sin dejar de observarlo. Se pregunta en qué lugar de la cocina se encuentra Vanessa. ¿Le habrá puesto ya el suero a Gustaf en la comida? ¿Notará el sabor? ¿Qué le pasará? ¿Habrá una parte no humana de él que lo note y reaccione? ¿Sabrá ya lo que piensan hacer?
Minoo apunta a una gran hoja de lechuga. La dobla concienzudamente con los cubiertos y clava el tenedor en el centro del pequeño envoltorio verde. Se lleva el tenedor a la boca, la abre y entonces ocurre lo que ella sabía que iba a ocurrir: la hoja de lechuga se despliega justo cuando se la va a meter en la boca. Se le queda toda la barbilla pringosa de vinagreta.
Tiene la sensación de haber oído la risita de Vanessa. Gustaf le sonríe.
—No sé cómo lo hago —dice Minoo.
—A mí me pasa igual —dice Gustaf—. Tendrías que verme comer tacos.
Se pregunta si está mintiendo solo para que ella se sienta mejor. Nunca ha visto a Gustaf hacer nada con torpeza.
—Pero los tacos no valen —dice Minoo—. Es un plato que lleva la humillación incorporada.
Gustaf suelta una carcajada.
—Rebecka decía que eras graciosa.
Y entonces advierte un movimiento levísimo en la superficie del vaso de Gustaf, que se quiebra levemente.
Vanessa le acaba de poner el suero.
—Me alegró mucho que propusieras que nos viéramos —continúa Gustaf—. Tú y yo somos los que mejor conocíamos a Rebecka. No sé por qué me parece importante que nos mantengamos en contacto. ¿Sabes lo que quiero decir?
—Sí —responde Minoo.
Tiene que hacer un esfuerzo para no quedarse mirando el vaso de Gustaf.
—Hablaba mucho de ti —continúa.
Se lleva el vaso a la boca y da un par de tragos. Minoo se obliga a beber un poco del suyo.
No mires, piensa. No lo descubras todo mirándolo.
—¿Le has notado algún sabor extraño a este refresco? —pregunta Gustaf.
Ya está. Ya está.
—No.
Minoo niega resueltamente con la cabeza y toma unos tragos más por si acaso.
—Acabo de abrirlo —dice pensativo.
Luego se encoge de hombros.
—Espero que no sea porque esté cogiendo la gripe. Cuando voy a caer enfermo todo me sabe raro.
Y entonces apura el vaso.
Mierda, está a punto de soltar Minoo.
Se queda como paralizada unos segundos. Casi espera que Gustaf se caiga de la silla agarrándose la garganta con las dos manos.
—Estoy un poco mareado —dice.
Minoo traga saliva.
—¿Y si nos vamos a tu habitación? —propone.
Gustaf parece desconcertado.
—Para que puedas descansar un rato.
—Sí, quizá sea lo mejor.
Habla con voz monótona, pero se levanta de la silla.
Por Dios, piensa Minoo. Ida no reaccionó así. ¿Y si le hemos puesto demasiado?
Minoo oye pasos en la escalera. Pesados y rápidos. Las ideas se precipitan en su cabeza porque, ¿dónde se pasa escondido los días enteros el doble de Gustaf? ¿Qué mejor lugar para ocultar a un doble que el sótano? Y Lage, su padre, puede que sea parte del plan, o incluso el que lo haya planeado todo, o que todo sea un error terrible y que tanto Lage como Gustaf sean inocentes, pero ahora, por desgracia, Minoo le ha administrado a Gustaf una dosis letal de un suero mágico, así que puede que dentro de poco esté muerto.
Minoo se levanta de un salto y sujeta con el brazo a Gustaf, que parece que está a punto de desmayarse.
Se abre la puerta del sótano y sale Lage.
—Pensaba preguntar si hay comida suficiente para mí también… —comienza, pero entonces repara en Gustaf.
—¿Cómo estás, Gurra? Te veo muy pálido.
—Pues estaba bien, luego me he mareado un poco, pero ya me encuentro bien otra vez.
Lage se acerca y le pone a Gustaf la mano en la frente.
—Por lo menos no tienes fiebre —confirma un tanto inquieto.
—Minoo dice que debería echarme un rato, y me parece una buena idea —dice Gustaf.
—Puede que se haya pasado un poco con el entrenamiento —dice Minoo, y se dirige a Gustaf—. Ven, vamos a tu habitación.
Lage mira a Gustaf preocupado.
—Avísame si se pone peor. Estoy ahí abajo.
—Sí, sí —responde Gustaf.
—Mi madre es médico —dice Minoo—. La gripe que corre por ahí es bastante traicionera. De repente, te contagias y te pones malísimo.
Minoo coge a Gustaf del brazo y se deja guiar por él hasta el dormitorio de la segunda planta.
—¿Puedes encender la luz? —pregunta Minoo una vez dentro de la habitación a oscuras.
—Sí —responde, y se desploma pesadamente en la cama.
A Minoo le lleva un rato comprender que es como cuando los niños quieren hacerse los graciosos y te dicen que sí a todo.
—¿Dónde está el interruptor? —pregunta Minoo.
—A la derecha de la puerta.
Minoo enciende la luz y la oscuridad desaparece instantáneamente. Gustaf tiene la cama sin hacer. Por lo demás, la habitación está bastante ordenada.
En la pared que hay junto a la cama se ve una fotografía de Rebecka y de Gustaf. Sus caras llenan toda la imagen y es imposible saber dónde están, solo se deduce por la luz que es al aire libre. Se los ve felices. En aquella centésima de segundo, cuando la cámara congeló el instante, no tenían la menor idea de lo que les esperaba.
O quizá Gustaf sí lo supiera, se dice Minoo. Puede que la imagen represente algo completamente distinto de una pareja feliz. Puede que en realidad se trate de un asesino y su víctima.
Nota un débil empujón en la espalda. No es difícil de interpretar. Vanessa piensa que Minoo debería darse prisa, y tiene razón. No saben cuánto dura el efecto del suero. Una gota duró más o menos un minuto en el caso de Ida. Minoo ha calculado que deberían contar con diez minutos por lo menos. Pero ya han perdido parte del tiempo. Y Gustaf es más grande que Ida. Minoo se sienta en el borde de la cama. Lleva la lista de las preguntas que ha preparado en el bolsillo del vaquero. La deja donde está.
—¿Querías a Rebecka?
—Sí —responde Gustaf sin dudarlo—. Más que a nadie en el mundo.
—¿Le pediste perdón cuando fuiste a visitar su tumba?
Gustaf asiente y una lágrima le rueda por la sien desde la comisura del ojo hasta que desaparece en su melena rubia. Está tumbado, totalmente inmóvil, y mira a Minoo asustado.
—¿Tuviste algo que ver con su muerte?
—Sí —responde.
Minoo se queda helada.
—Cuéntamelo —se obliga a decir.
—Fue culpa mía. Todos decían que Rebecka tenía trastornos alimentarios, pero yo fui demasiado cobarde para preguntarle abiertamente. No quería que se pusiera triste, ni que pensara que era un pesado. No llegué a darme cuenta de que fuese tan grave. Tendría que haber intentado hablar con ella.
Sigue mirando a Minoo con los ojos muy abiertos y el miedo en la mirada.
—Tú crees que Rebecka se suicidó, ¿verdad?
La pregunta parece desconcertarlo.
—Sí —dice—. Saltó del tejado del instituto. Fue culpa mía. Si hubiera sido mejor novio eso jamás habría ocurrido.
Minoo echa un vistazo a la foto preguntándose si Rebecka puede verlos desde algún sitio. Espera que no, porque se avergüenza muchísimo de lo que está haciendo.
—¿Tú estabas con ella en el tejado? —pregunta.
—No. Estaba esperándola abajo. Fue a la reunión con la directora.
Gustaf le pone la mano en el brazo. Tiene los dedos fríos.
—Esperaba que la directora sacara el tema del trastorno alimentario. De que la obligara a abrirse, y así no tendría que hacerlo yo. Fui un cobarde.
—¿Has hecho algo especial este otoño? ¿Te has puesto en contacto con algo?
—No entiendo la pregunta.
Minoo vuelve a notar en el hombro el empujón de impaciencia, como un recuerdo de que se les acaba el tiempo.
—¿Te has puesto en contacto con algún demonio?
Gustaf vuelve a mirarla con desconcierto. Como un niño al que le hacen una pregunta de adulto.
—¿Te has estado dedicando a algún tipo de actividad sobrenatural? —continúa Minoo.
—No.
Está claro que no tiene ni idea de lo que le habla.
—Puede que ni tú mismo lo sepas. Piénsalo bien. ¿Ha ocurrido algo extraordinario?
Él niega con la cabeza.
—¿Oyes a veces una voz en la cabeza que te dice que hagas cosas?
Él vuelve a negar.
—Si yo digo «la luna de sangre», ¿qué me dices tú?
—¿Naranja sanguina?
—¿Tienes un doble?
—No —responde débilmente—. No creo.
—No puedo más —dice Vanessa de repente.
Minoo comprende perfectamente cómo se siente. Ver a Gustaf tan asustado y tan indefenso es más de lo que ella misma puede soportar. Se siente como alguien de la Inquisición. Pero tiene una pregunta más y espera de verdad que Gustaf no diga nada del beso porque, a diferencia de él, Vanessa no olvidará nada después.
—¿Me seguiste por el centro el otro día? ¿Y luego nos vimos en el viaducto?
—No.
—Nos vimos allí y… estuvimos hablando. ¿No lo recuerdas?
—No.
—Y a pesar de todo estuviste en el cementerio al mismo tiempo. Fue el día en que acudiste a la tumba de Rebecka por primera vez. Te encontrabas en dos lugares al mismo tiempo. ¿Cómo lo hiciste?
Gustaf menea la cabeza.
—¡No entiendo nada! —dice—. Me estás haciendo unas preguntas rarísimas.
Minoo no puede más. Trata de despegarse del brazo los dedos de Gustaf pero él la sujeta con mucha fuerza. Minoo le acaricia delicadamente los dedos con la esperanza de que así se tranquilice.
Y funciona. Él afloja la mano y ella se suelta y se levanta.
—Perdona.
—No sé por qué me pides perdón.
—Por todo esto.
—Yo te aprecio, Minoo —confiesa él sorprendido.
—Y yo también te aprecio —dice y de pronto se da cuenta de que lo dice de verdad—. Me gustaría poder contarte cómo murió Rebecka. Pero no fue culpa tuya.
—¿Pero qué haces, Minoo? —le susurra Vanessa.
Pero Minoo no le hace caso. Es facilísimo no hacerle caso a una persona invisible.
—¿Puedes intentar acordarte de una cosa? —pregunta Minoo—. Trata de conservarla en algún lugar de tu cabeza. ¿Me prometes que lo intentarás?
—Te lo prometo —responde Gustaf.
—No fue culpa tuya. Rebecka te quería.
Las lágrimas vuelven a aflorar a los ojos de Gustaf y Minoo hace un gesto de asentimiento, tratando de grabar aquel mensaje en su subconsciente.
—Ella nunca te habría abandonado voluntariamente —dice.
Gustaf esboza una sonrisa, pero no la termina de dibujar.
—Me siento muy cansado —dice.
—Pues creo que deberías dormir un rato.
Gustaf cierra los ojos, y Minoo y Vanessa se quedan hasta que se ha dormido. Luego salen muy despacio para no despertarlo.