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Las paredes rugosas de la sala de espera tienen un color verde menta deprimente. A media altura han pintado una hilera de patos que picotean animosos en busca de grano. Por alguna razón, los patos hacen que el ambiente sea mil veces peor.

Anna-Karin está sentada en el sofá, con la mirada perdida. Fuera, por el pasillo, no paran de ir y venir los empleados del hospital. Algunos hablan demasiado alto, como si aquello fuera un lugar de trabajo cualquiera, no un sitio donde hay gente enferma y moribunda. Hay alarmas sonando y pitidos por todas partes.

Anna-Karin mira los patos otra vez. Se sonríen con los picos redondeados, parecen moverse al ritmo de una cancioncilla. De pronto cae en por qué son tan horribles: nadie quiere estar en esa sala. Solo están allí aquellos cuyos peores presagios se han cumplido. Pero alguien debió de pensar que la alegría de los patos se contagiaría a quienes esperen allí. Como si, no se sabe muy bien por qué, los patos compensaran la situación.

Un enfermero con los brazos llenos de tatuajes tribales se asoma a la habitación y le dice a Anna-Karin que lo acompañe. Ya han terminado las pruebas diarias que le hacen al abuelo.

Le da la impresión de que todos la miran de reojo mientras ella recorre el pasillo detrás del enfermero. Ahí va la que no ha venido a visitar a su pobre abuelo ni una sola vez. Vaya nieta.

El enfermero se coloca delante de la habitación del abuelo y la invita a entrar con un gesto.

Anna-Karin se queda mirando la puerta abierta. Lo que más le gustaría en ese momento es darse media vuelta y huir corriendo de allí. Cruzar a la carrera los largos pasillos y salir al aire libre, lejos del olor a hospital y a cuerpos enfermos. Lejos del abuelo.

El abuelo.

Pasa por delante del enfermero. Se lava las manos a conciencia en el lavabo y se las frota por encima de las muñecas con la solución desinfectante de un dispensador que hay en la pared.

La habitación resulta fantasmagórica a la luz débil de la tarde. Hay un anciano en la cama más próxima, con los dedos corvos como garras. Tiene los ojos fuertemente cerrados y la boca desdentada entreabierta para tomar aire. Anna-Karin se queda helada, hasta que se da cuenta de que no es el abuelo. Se apresura en dejar atrás la cama del desconocido y se adentra en la habitación.

Una cortina amarillo claro a medio descorrer delimita el espacio de la otra cama.

Primero solo ve las piernas que se perfilan bajo la manta celeste de la sanidad pública. Cuando se acerca unos pasos, ve que los brazos descansan sobre la manta. Tiene clavadas en el interior de las manos unas agujas enormes, que han sujetado con cinta adhesiva de un material parecido al papel. De ellas salen unos tubos largos. Además, tiene un tubo debajo de la manta. Anna-Karin lo sigue con la mirada y ve la bolsa de la orina, que cuelga de la cama, muy cerca del suelo.

Da unos pasos más. Ve la cara del abuelo.

Parece casi transparente a la luz pálida de la ventana. Otro tubo le sale de la nariz. Hay un gotero en el suelo, junto a la cama. Un pitido surge de un aparato lleno de cables que se pierden bajo el escote del pijama que lleva el abuelo. Es como una máquina que le inyecta diversos fluidos.

Anna-Karin da los últimos pasos y llega al borde de la cama.

—Abuelo —dice.

El hombre se vuelve hacia ella. Es como si las facciones se le hubieran encogido. La piel parece más lisa. La persona que está en la cama es el abuelo, pero al mismo tiempo no lo es. Todo aquello que es el abuelo, la fortaleza, ese aire despierto, vivo, inteligente… De todo eso no hay ni rastro en aquella cama.

Quiere abrazarlo, pero no se atreve. Tiene miedo de hacerle daño. Miedo de que no quiera aceptar su abrazo.

—Abuelo… Soy yo, Anna-Karin.

El abuelo la mira en silencio. Es imposible saber si la reconoce.

Entonces, Anna-Karin se da cuenta de que está llorando.

—Perdón, todo ha sido culpa mía —le susurra entre sollozos—. Perdón.

El abuelo parpadea. Parece que trata de fijar la mirada. Su madre le ha dicho que son tantas las medicinas que le administran, que está completamente aturdido.

—Me dijeron que era peligroso —prosigue—. Pero nunca pensé que pudiera serlo para otra persona que no fuera yo misma. Y mucho menos para ti. Pero ya lo he dejado.

Le coge la mano con cuidado de no tocar las agujas.

—No debería haber empezado. Debería haber hecho caso de las demás. Ahora lo sé, pero ya es demasiado tarde. Lo he estropeado todo. Abuelo, tienes que ponerte bien. Por favor, por favor.

El abuelo vuelve a parpadear. Abre la boca y consigue articular unas palabras. Anna-Karin no entiende lo que dice, pero sí oye que es finés. La lengua que tanto ha oído hablar en casa, pero que nunca llegó a aprender.

—¿Podrías hablar en sueco, abuelo?

—Han dicho por la radio que pronto estallará la guerra. Todos deben elegir bando.

—Todo irá bien, abuelo —lo tranquiliza Anna-Karin—. No debes preocuparte, tú procura ponerte bueno.

El abuelo cierra los ojos y hace un leve gesto de asentimiento.

—Mi padre decía: «si no hacemos nada ahora, sufriremos esa vergüenza para el resto de nuestras vidas».

Anna-Karin le acaricia la cabeza mientras él va cayendo en el sueño más profundo. Tiene el pelo fino y plateado. Y la frente fresca, casi fría.

—Es tu abuelo, ¿verdad? —pregunta la enfermera que acaba de entrar.

Anna-Karin asiente y se seca las lágrimas con el reverso de la mano.

—Sé que tiene un aspecto horrendo —dice, y empieza a explicarle para qué son todos los cables, las bombas y las agujas. Siente cierto alivio al saber qué hacen con el abuelo. Estas personas saben lo que se traen entre manos. Tienen un plan para mantener al abuelo con vida, para conseguir que se recupere.

»Está mejorando mucho —continúa la enfermera—. Puede que no lo parezca, pero así es.

Anna-Karin la mira a los ojos por primera vez.

Aunque no hubiera visto la foto en el periódico, la habría reconocido. La madre de Rebecka es una copia de su hija, solo que con más edad. La enfermera le sonríe, con una sonrisa también igual a la de Rebecka.

La mujer ha perdido a su hija y, aun así, va al trabajo y trata de consolar a Anna-Karin. Figúrate si supiera que es una de las personas que pueden contribuir a atrapar al asesino de Rebecka, pero que, precisamente ella, ha decidido no hacer nada de nada. Esconderse. Sentir pena de sí misma. Si no hacemos nada ahora, tendremos que vivir con esa vergüenza el resto de nuestras vidas.

Minoo casi ha logrado conciliar el sueño cuando oye un ruido misterioso en su habitación. Un zumbido rítmico cuyo origen no es capaz de localizar.

El miedo la despeja por completo, y se incorpora en la cama, segura de que verá el humo negro anillándose y recorriendo las paredes, el suelo, la cama…

Pero el dormitorio está como siempre. Y de pronto se da cuenta de dónde procede el ruido. Es el móvil, que está vibrando en la mesilla de noche.

—Hola —le dice Linnéa cuando responde.

Minoo enciende la lamparita verde que tiene al lado.

—Hola —responde.

—Gracias por ayudarme hoy —dice Linnéa.

—De nada.

—Robin y Erik son unos cerdos. Eso era lo único bueno de cuando Anna-Karin usaba su poder en el instituto: que todo el mundo los odiaba tanto como se merecen. Siento que leyeran precisamente aquello… En realidad, no hablaba de ti. Bueno, sí, pero fue porque cuando lo escribí tuve un mal día.

Linnéa habla rápido, como si sintiera que debía pedir disculpas, y que quiere hacerlo tan rápido como sea posible. ¿Y eso es una disculpa? A Minoo se le encoge el estómago cuando recuerda lo que decía de M: Me da dolor de cabeza.

—Olvídalo —responde, deseando que fuera tan fácil.

—Vale, bueno. Te llamaba porque tengo que contarte una cosa —dice Linnéa—. Ya puedo leer el Libro de los paradigmas.

—Vaya, ¿desde cuándo?

—Desde hace un momento. Y he encontrado una cosa. Estoy viéndolo ahora con el localizador. Y ahora que lo he encontrado, no me explico cómo no lo había visto antes.

Estupendo, piensa Minoo. Dentro de nada, ese maldito libro emitirá mensajes para todo el mundo, salvo para mí.

—¿Y qué dice?

—Es difícil de explicar. Ni siquiera estoy segura de comprenderlo bien. Por eso quería hablar contigo. Creo que eres la única capaz de comprender lo que significa.

—Bueno, puedo intentarlo.

—Vale… Pues se trata de… Algo. No sé explicarlo. Y ese algo es en realidad para una persona. Si se reparte entre varias, la cosa va mal.

Minoo experimenta la misma sensación de cosquilleo que cuando está a punto de resolver un problema matemático de los difíciles. Lo que le está contando Linnéa le resulta familiar.

—Continúa —le dice mientras abre el cajón de la mesilla de noche y saca un cuaderno.

Linnéa lanza un suspiro de frustración.

—Lo malo es que siempre habrá una persona que quede fuera del sistema. Y si esa persona muere, otra ocupará su lugar fuera del sistema. Y luego la siguiente. Y la siguiente…

—Espera —dice Minoo.

Va pasando las hojas del cuaderno nerviosamente.

—¿Qué pasa? —pregunta Linnéa.

—Que eso mismo ya lo dijo Ida. Cuando descubrió que podía leer el Libro de los paradigmas —responde, y encuentra por fin la página que buscaba—. Dijo exactamente: «Eso está como hecho para una persona. Entonces funciona fenomenal. Pero si son varias las que van a entrar, siempre habrá una que se quede fuera. Y si la que se queda fuera desaparece, entonces quedará fuera otra. Y otra. Y otra. Y otra. Hasta que hayan desaparecido todas». Dijo que era una especie de atmósfera.

En ese preciso momento todo encaja. Ahí está la respuesta. Naturalmente. Perfecto. Minoo no necesita ninguna plantilla de soluciones para saber que es correcta.

—Ya sé lo que trata de decirnos el Libro —asegura—. Está hablando de la protección mágica. Lo que nos comentaba la directora al principio. Lo que ella y el Consejo pensaban que nos protegía. ¿Por qué no consultas el Libro otra vez, ahora que lo sabes? Quizá se produzca algún cambio en lo que has leído.

—Espera un poco —responde Linnéa.

Mientras ella busca, Minoo oye que su madre sube la escalera y entra en el cuarto de baño. Seguramente, acaba de llegar del hospital. Se oye el agua del grifo.

—Vale —continúa Linnéa—. Desde luego, esto va de protección mágica. Se ha creado para una Elegida. El Libro trata de explicarnos cuáles son los efectos secundarios que se producen cuando debe distribuirse entre siete personas. No puede protegerlas a todas al mismo tiempo. Una de nosotras quedará siempre fuera. Es como una especie de válvula de seguridad. Esta magia no puede abarcar varias psiques, sentimientos, voluntades y pensamientos. Dice algo así como que implosionaría si nos abarcara estrechamente a todas.

—O sea, que siempre hay alguien que queda fuera de la protección —concluye Minoo—. Y mientras esa persona siga viva, las demás estamos ocultas. Pero si esa persona muere…

—… le toca el turno a otra quedar sin protección —remata Linnéa.

Minoo tantea el siguiente paso lógico del razonamiento.

—Elías debió de ser el primero que quedó sin protección —dice—. Y cuando él murió, le tocó el turno a Rebecka. Y luego a mí. Ahora soy yo la que está desprotegida.

Las dos guardan silencio un buen rato.

—Pero ¿por qué fracasó el ataque que emprendieron contra ti? —pregunta Linnéa—. No sabemos qué poder tenía Elías, pero joder, Rebecka era capaz de lanzar por los aires objetos muy pesados solo con su voluntad. ¿Tú sabes o tienes algo que ellos no tenían?

—No lo sé —confiesa Minoo.

Pero piensa en el humo negro. En cómo logró hacer que se dispersara, aunque solo fuera un instante. Le gustaría poder contárselo a Linnéa, pero sigue teniendo la sensación de que está prohibido hablar de ello.

—Supongo que nos enteraremos de todo mañana —dice Linnéa—. Cuando hayas hablado con Gustaf.

—Espero que sí.

—¿Tienes miedo?

Linnéa es la única persona en el mundo que no debería hacer tal pregunta.

—No, va a ser de lo más agradable —responde Minoo.

Linnéa suelta una carcajada. Luego añade, con voz seria:

—Suerte.

Terminan la conversación y Minoo se tumba de nuevo en la cama.

Cierra los ojos. Las ideas acuden como un alud, hasta que cree que terminarán asfixiándola.

¿Por qué tuvieron que morir Elías y Rebecka, pero no ella?

Elías murió en el instituto. Y Rebecka también.

El instituto es el lugar del mal.

¿Será que quien los persigue no es lo bastante fuerte fuera de ese escenario?

Piensa en la grieta que se abrió en el suelo de asfalto del patio.

Piensa en la luna de sangre, cuya pesadez pendía sobre los bosques susurrantes de Engelsfors.

Piensa en Gato, en la carta que Nicolaus se escribió a sí mismo. En las últimas palabras. Memento mori. Recuerda que vas a morir.

Piensa en la lista de preguntas que tiene preparada para Gustaf, la que ha escrito esa misma tarde. Piensa en el Gustaf de la puerta de la biblioteca y en el del viaducto. En el Gustaf al que Rebecka quería. En el Gustaf que tal vez la mató.

No puedo. No puedo hacerlo. No pienso obedecer.

Aquellas palabras acompañan a Minoo al mundo del sueño.