48

Minoo se concentra en las cifras que tiene delante. Una ecuación de segundo grado que debería ser sencilla. Pero, en esos momentos, no es capaz de resolverla.

Suena el timbre, es la hora del almuerzo. Ruido de sillas, libros que se cierran, cremalleras de mochilas que se abren. Minoo mira a Max y le arranca una sonrisa. Max la oculta enseguida detrás de la taza de café. A Minoo le salta el corazón en el pecho al verlo. Han recuperado la complicidad secreta que había entre ellos.

Pronto cumplirá diecisiete. Y al cabo de un año será mayor de edad. Será adulta a los ojos de la sociedad. Un año no es nada, le dijo él. Está dispuesto a esperar.

Es casi insufrible tener que verlo todos los días ahora que sabe que él la quiere. Un buen día no podrá aguantarse más, saldrá corriendo hacia la tarima y lo tirará de la silla comiéndoselo a besos delante de todos. Así que es mejor que se vaya del instituto para el verano.

Minoo sigue a la corriente de alumnos hacia el rellano de la escalera. Ha estado mirando el horario de Gustaf. Tienen el almuerzo a la misma hora. ¿Qué hará? ¿Se parará a hablar con él si lo ve en el comedor o será mejor esperar a hacerlo después de clase?

Ha podido evitarlo desde aquel encuentro junto al viaducto. Él se le ha acercado varias veces en el instituto, pero ella siempre ha conseguido escabullirse. A estas alturas le ha dado mil vueltas a lo que podría decirle pero sabe que es imposible planificar un diálogo, así que tendrá que improvisar.

Ve a Linnéa cuando llega a la planta baja y gira por el pasillo que conduce a la escalera del comedor.

Tiene la espalda apoyada en una hilera de taquillas. Erik Forslund y Robin Zetterqvist están delante. Linnéa trata de irse de allí pero Erik extiende el brazo como un rayo y lo apoya de un golpe en la puerta de la taquilla. Linnéa está atrapada.

Los demás alumnos hacen como si nada cuando pasan a su lado. Ya nadie parece acordarse de cuando Erik se meó en el patio ni de cuando Robin mendigaba unas migajas ante la mesa de Anna-Karin. Vuelven a ser los reyes.

Minoo se ajusta bien la mochila y se les acerca.

—Y entonces, ¿cuánto quieres? —oye que pregunta Erik.

—Apártate —dice Linnéa tratando de apartarlo.

—¿O es que has empezado a hacerlo gratis?

De repente Minoo siente miedo. Todos los demás han entrado ya en el comedor. Se acerca tratando de que sus pasos suenen resueltos.

—¡Contesta de una vez! —dice Robin.

—¡Ya vale! —grita Minoo.

Sus palabras resuenan en el pasillo desierto. Erik se vuelve y la mira con desprecio.

—No sabía que tuvieras novia —le dice Robin a Linnéa.

—¿Te da envidia? —pregunta Linnéa—. Tú no llegarás nunca a ver un coño en la realidad.

Linnéa le sonríe. Por un instante Minoo cree que Robin le va a pegar. Es obvio que quiere borrarle la sonrisa de un puñetazo.

Pero lo que hace es quitarle la mochila a Linnéa y vaciar el contenido. Todo queda esparcido por el suelo: maquillaje, tabaco, el móvil, bolígrafos, los libros y su cuaderno negro.

Ella trata de agacharse a coger sus cosas pero Erik la sujeta mientras Robin empieza a dar patadas. Le pisa el móvil y le rompe la pantalla.

—Suéltala —dice Minoo.

Robin coge el cuaderno negro en el que Linnéa lo anota todo y empieza a hojearlo. Minoo entrevé las páginas repletas de la escritura de Linnéa. Tinta roja, azul, verde y negra. Bocetos y dibujos.

—¿Esto qué es? —pregunta Robin—. ¿Tu diario?

Linnéa intenta librarse de la mano de Erik. Como no lo consigue, echa la cabeza hacia atrás en un intento fallido de darle un cabezazo. Robin se va encendiendo cada vez más.

—Vamos a ver… —comienza.

Minoo se acerca a Robin y trata de quitarle el cuaderno, pero él se ríe de ella y la mantiene a distancia sin el menor esfuerzo, simplemente estirando el brazo. Con la otra mano sujeta el cuaderno y empieza a leer: «Todas las demás se quedan sentadas poniendo ojitos como si fueran niños perfectos en Nochebuena y como si AL fuera Papá Noel. No lo soporto más. M es la peor, siempre con esa puta gana de ser la primera de la clase, me da dolor de cabeza».

A Minoo no le cabe la menor duda de que M es ella. Le duele, pero lo único que importa ahora es quitarle el cuaderno a Robin antes de que las descubra a todas. Hace un nuevo intento y esta vez consigue rozarlo. Casi arranca una hoja, pero Robin vuelve a empujarla.

—¿No dice nada de cuando folla por heroína? —pregunta Erik.

—Espera un poco, espera un poco… —dice Robin pasando las páginas.

Linnéa se esfuerza por deshacerse de Erik. Se retuerce, tironea, da empujones, pero Erik se ríe sin más y la sujeta muy cerca de sí.

—A ti te va este rollo, ¿verdad? —pregunta jadeándole al oído.

—Suéltame —masculla Linnéa.

Robin sigue rebuscando en el diario.

«Tengo que contárselo a las demás», lee en voz alta. «Todo es tan terriblemente complicado.»

Mira a Linnéa y le sonríe con sorna.

—Mira, aquí me dan ganas de llorar —dice antes de volver al cuaderno—. «Debería haber dicho algo desde el principio. Ahora lo estropearía todo. Si lo supieran me odiarían.»

Linnéa grita enfurecida. Su voz resuena en el pasillo. Por un instante se congela la imagen. Ya está bien. Linnéa le da una patada en la entrepierna con la puntera de acero de la bota. Duro contra blando. Robin aúlla de dolor y cae de rodillas. El cuaderno se le escapa de las manos y se desliza por el suelo.

Minoo se agacha a recogerlo.

—Hija-de-puta-te-voy-a-matar —dice Erik como si fuera una sola palabra, le retuerce el brazo y se lo pone a la espalda.

Minoo nunca se ha visto involucrada en una pelea, ni siquiera de niña. No tenía hermanos con los que pelearse, y en la guardería siempre fue una niña buena. Pero ahora se quita la mochila. Pesa mucho. Está llena de libros.

Linnéa suelta un grito cuando Erik le retuerce el brazo un poco más. Minoo bloquea su cerebro y deja que actúe el instinto.

Gira la mochila describiendo un amplio arco. Le da a Erik en la cabeza, con la fuerza suficiente como para hacer que se tambalee y se caiga contra las taquillas.

Linnéa consigue zafarse de él y se tira al suelo a recoger sus cosas. Se le rompe la polvera y se forma una nubecilla blanca.

—¡El cuaderno! —le grita a Minoo.

Minoo siente la adrenalina bombeándole por todo el cuerpo cuando ve que Erik se levanta detrás de Linnéa. Casi no entiende lo que le dice.

Linnéa se incorpora con la mochila en la mano. Le arranca el cuaderno a Minoo y sale corriendo.

Minoo echa a correr también. Linnéa es mucho más rápida y no tarda en salir por la puerta del instituto. Minoo baja la escalera del comedor a toda prisa.

—¡Bolleras de mierda! —grita Erik a su espalda desde el fondo del pasillo.

Vanessa está sentada en el coche de Wille contemplando la guardería «El huertecito de arándanos» con sus columpios y el arenero cubierto de nieve. Delante del edificio de una sola planta, que tan familiar le resulta, se alza una fila de cinco muñecos de nieve regordetes.

Vanessa mira el reloj del salpicadero. Tiene tiempo. Siempre que a Nicke o a su madre no les haya dado hoy por ir a buscar a Melvin un poco antes.

—Estoy tan nerviosa —dice.

Wille se le acerca y le da un beso en la mejilla.

—¿Quieres que te espere?

—No hace falta.

—¿Seguro?

—Sí. Me pondré más nerviosa si sé que estás aquí esperándome.

Eso es solo parte de la verdad. La otra parte es que luego quiere estar sola.

—Vale, pues yo me voy a casa de Jonte —dice—. Nos vemos esta noche.

Vanessa se traga un comentario sobre las miles de cosas que Wille debería hacer en lugar de ir a casa de Jonte, pero le entran ganas de vomitar solo de pensar en lo pesada que es.

Últimamente, cuando está con Wille, se siente como una adulta, pero de la peor manera. Nunca había suspirado tanto en toda su vida como lo ha hecho desde que se fue a vivir con él. Es como si se hubiera convertido en su propia madre.

Wille todavía no le ha mencionado el correo que le envió antes de ayer con enlaces a anuncios de la página de la oficina de empleo, con los escasos puestos de trabajo que hay en Engelsfors. Ya sabe que no puede ser muy divertido ponerse a trabajar en la serrería o limpiar las oficinas municipales por las noches. Pero solo sería provisional. En cuanto ella termine el instituto podrán mudarse a otra ciudad. Hacer lo que quieran. Juntos.

Sale del coche y él se despide por la ventanilla cuando cierra la puerta. Vanessa lo quiere. Pero ya no sabe si eso es suficiente.

—¡Vanessa! ¡Cuánto tiempo! ¿Así que hoy vienes tú a recoger a Melvin?

Amira trabaja en la guardería desde que Vanessa era pequeña, y era su seño favorita. Lleva las mismas faldas de tirantes que entonces, y cada vez que la ve le vienen a la memoria la lectura de cuentos, la sopa de escaramujo y aquella vez en que la sorprendió con Kevin en la caseta de juegos.

—No, solo venía a verlo —responde Vanessa—. ¿Puedo darle un regalo? Por si tenéis alguna norma o algo…

Amira se fija en la bolsa que Vanessa lleva en la mano. Se pregunta si sabe que ya no vive en casa.

—Vale —dice—. Por una vez podemos hacer una excepción. Pero podéis apartaros un poco para que los demás niños no lo vean, ¿te parece? Si no, se arma un jaleo terrible.

—Por supuesto —responde Vanessa—. Gracias.

—Pasa al comedor mientras voy a buscarlo.

La mesa baja en la que almuerzan y meriendan los niños está recogida. Los estores azul oscuro con estampado de animales de circo en vivos colores están echados hasta la mitad y la habitación está en penumbra. Huele a plástico y a detergente. Todo está adaptado al tamaño de esas personitas, y le cuesta comprender que ella misma fue un día así de pequeña.

—Mira, Melvin. Ha venido Vanessa —le oye decir a Amira y se da media vuelta.

Ve en la puerta a Melvin, que la mira expectante. Lleva una camiseta de rayas azules y blancas, unos vaqueros con goma en la cintura y unos zuecos de goma roja. Tiene el pelo más largo y rizado por los laterales. Vanessa deja la bolsa y consigue no gritar: «¡Cómo has crecido!», que es lo que suelen decir las tías lejanas.

—¡Feliz cumpleaños! —le dice agachándose y extendiendo los brazos.

Melvin la mira. Se da media vuelta y esconde la cara entre las piernas de Amira.

Es como si le clavaran mil agujas en el corazón. Porque eso es exactamente lo que Melvin hace siempre que viene de visita gente a la que no conoce. Vanessa baja los brazos.

—¿Te da vergüenza? —pregunta Amira dulcemente.

—Llevamos bastante tiempo sin vernos. No sé si…

Se le quiebra la voz. Está a punto de echarse a llorar. Pero no puede permitirlo. No puede ponerse a lloriquear en el cumpleaños de su hermano pequeño y traumatizarlo para toda la vida.

Ya lo has traumatizado, le dice una voz interior. Yéndote de casa y desapareciendo. Normal que no confíe en ti. Puede que ni te recuerde.

Respira por la nariz e intenta tragarse el nudo que tiene en la garganta.

—Te he traído un regalo —dice sacando el paquete de la bolsa y dejándolo en el suelo—. Aquí tienes.

Melvin la mira un tanto escéptico. Luego da unos pasos. Se detiene.

Doz —dice estirando el brazo y mostrando dos dedos.

—Sí, eso es. Cumples dos años —dice Vanessa parpadeando para contener las lágrimas—. Qué listo eres.

Melvin sonríe tímidamente. Ella empuja un poco el paquete hacia él. Muy despacio, el pequeño empieza a darle vueltas entre sus dedos gordezuelos. Empieza a romper el papel torpemente mientras Vanessa le quita con disimulo la cinta adhesiva.

Por fin saca un pingüino de peluche, con unos ojos enormes. Vanessa pensó que era ideal para Melvin en cuanto lo vio. Ahora, de pronto, no está tan segura de haber elegido bien.

—¡Anda, qué pingüino tan bonito! —exclama Amira.

Melvin sostiene el pingüino. Vanessa contiene la respiración. Si su hermano desecha el regalo ahora, se tira al suelo y se pone a llorar hasta que Amira la coja en brazos para consolarla.

—¿Te gusta el pingüino? —pregunta Vanessa.

—Pingu —responde Melvin agitando encantado el juguete.

Vanessa se siente patéticamente feliz y, por eso, empieza a llorar.

—Y ahora, ¿me das un abrazo? —dice.

Ya no puede aguantar más. Tiene tantas ganas de cogerlo en brazos… De sentir su cuerpecito caliente.

Melvin la mira con los ojos desorbitados. Parece asustado.

—No —dice.

Luego coge el pingüino del ala y sale dando saltitos de la habitación. Amira se compadece de ella.

—Le ha dado un ataque de timidez. Ya hace tiempo que no os veis —explica Amira. Naturalmente su madre no ha podido mantener la boca cerrada. Seguro que Nicke le ha contado que la pesada de la hija de Jannike se ha ido a vivir con el rey de la droga de la ciudad y que se le ha ido la cabeza por completo. Vanessa querría quedarse un rato y explicárselo todo a Amira, ganársela, pero tiene que irse de allí antes de echarse a llorar desconsoladamente.

Así que se despide sin más y se apresura hacia la salida.

La guardería está en la cima de una colina. Desde allí se ve prácticamente todo Engelsfors. Ese pueblucho de mierda lleno de gente que cree que vive en el lugar más importante del mundo. Dios, cómo los odia. Dios, qué ganas de irse de allí.

Ahora que puede llorar es como si las lágrimas se hubieran evaporado.

No hay ningún lugar al que quiera ir. Ni a casa de Wille y Sirpa. Ni a casa de su madre y de Nicke. Ya no se siente en casa en ninguna parte.

Minoo está en la puerta de la biblioteca, tratando de aparentar que está relajada, cuando suena el timbre de la última clase. Mira la puerta del aula de Gustaf. Pero sigue cerrada. Puede que Ove Post esté dándoles largas con una disección.

Aparece la directora, que encamina sus pasos directamente hacia Minoo.

—¿Qué haces aquí? —pregunta como si hubiera algo sospechoso en el hecho de estar esperando delante de la biblioteca del instituto.

Minoo tiene la sensación de que la directora mira de reojo hacia el aula de Gustaf.

—Esperando a una amiga.

La directora se la queda mirando unos instantes. Al final asiente y se marcha.

Por fin los compañeros de Gustaf empiezan a salir al pasillo. Minoo comienza a teclear en el móvil, con la esperanza de que parezca que está ocupadísima escribiendo un mensaje muy importante.

No ve a Gustaf hasta que no lo tiene delante.

—Hola —dice Gustaf.

—¡Hola! Te estaba esperando —lo saluda tan normal como puede.

Gustaf parece alegrarse.

—¿No me digas?

Minoo trata de centrarse en un punto de la base de su nariz, entre las cejas, para que crea que lo está mirando a los ojos, como una persona totalmente normal que no tiene nada que ocultar.

—Estaba pensando que podríamos hacer algo este fin de semana —le propone deseando que no lo interprete como que quiere quedar con él. Se le encienden tanto las orejas que se le van a encoger como dos tomates secos.

—Estupendo, ¿qué quieres hacer? —pregunta él.

—Nada, vernos. Pero tenemos familia en casa —miente—. Igual podemos vernos en la tuya, ¿no?

Superespontáneo.

—Claro. Tengo entrenamiento, pero puedes pasarte sobre las cuatro.

—¿Estás solo en casa? —Enseguida oye cómo suena y la sensación de tomate seco de las orejas se extiende a toda la cara—. Lo digo por si queremos estar tranquilos. Hablar de Rebecka o algo. No porque tengamos que hablar de ella, pero ya sabes…

—Lo sé —dice.

—Bueno, pues nos vemos mañana —dice Minoo.

De pronto, Gustaf se adelanta y le da un abrazo, y Minoo tiene que contenerse para no retroceder. Recuerda cómo la atrajo hacia sí en la oscuridad junto al viaducto. Esta vez es totalmente distinto.

—Me alegro mucho de que quieras que nos veamos —dice soltándola—. Llevo tiempo con la sensación de que me estabas evitando.

Minoo vuelve a concentrar la mirada entre las cejas.

—¡Para nada! —asegura—. ¿Por qué iba a hacer una cosa así?