43

En el cobertizo no hace frío. Anna-Karin acaba de ayudar al abuelo a ordeñar las vacas. Él ha vuelto a entrar en casa, pero ella se ha quedado un rato, observando a las vacas una a una mientras intenta contagiarse de su calma.

Le suena el móvil en el bolsillo, pero no hace caso. Sabe que son Julia y Felicia. No se rinden, aunque Anna-Karin les ha dicho que está enferma.

Es el último día de las vacaciones de Navidad y, por primera vez desde que terminó la guardería, no sabe qué le espera a la vuelta.

Antes, al menos, sabía quién era. Había algo limpio en eso. Conocía las condiciones. No tener nada que perder entrañaba cierta seguridad. Entonces las cosas solo podían ir a mejor; entonces podía soñar con verse libre un día del papel que le habían asignado en aquella ciudad odiosa. Ahora, en cambio, tiene más miedo que nunca. Miedo de volver a ser la de siempre, miedo de seguir siendo la persona en la que se ha convertido.

Después de la fiesta de Jonte, dejó de usar su poder con su madre y el cambio se notó enseguida. Era capaz de emprender el proyecto de hacer unos bollos a medianoche, pero luego no tenía fuerzas para sacar las bandejas del horno, sino que se sentaba a fumar en la cocina, mientras los dulces se carbonizaban lentamente. Tan pronto le daba a Anna-Karin un abrazo tan fuerte que le hacía daño, como le gritaba que ojalá no hubiera nacido nunca. Va alternando entre la madre nueva y la madre de siempre, solo que las dos son ahora mucho peores.

Anna-Karin no puede imaginar siquiera lo que ocurrirá con los cientos de personas del instituto en las que ha estado influyendo con su poder. ¿Qué harán Julia y Felicia? ¿Le besarán los pies para, al minuto, cogerla y meterle la cabeza en el váter?

Oye cómo un coche se acerca y se detiene en la explanada. Oye que cierran la puerta y al abuelo, que saluda alegre, como siempre. Anna-Karin se acerca a un ventanuco muy sucio y se asoma.

Es el padre de Jari. Ahora está hablando con el abuelo, que le da un destornillador.

Jari se ha quedado en el coche.

A Anna-Karin no le da tiempo de agacharse. La ha visto. Y tiene los ojos desorbitados de miedo. Como si Anna-Karin lo asustara más que ninguna otra cosa.

Se aparta de la ventana.

Si aún no estaba segura, ahora no le cabe la menor duda. Ha tomado la decisión correcta. Jamás volverá a usar la magia para cambiar su vida. No tiene miedo de no controlar su poder. Teme no poder controlarse a sí misma.

Minoo baja deslizándose por el terraplén y continúa avanzando con dificultad por la gruesa capa de nieve. El sol, que apenas ha tenido fuerzas para salir, envía rayos oblicuos que la obligan a entornar los ojos. Pronto se ocultará tras los abetos.

El aliento se queda como un ramillete de plumas delante de la boca cuando sale al camino de grava lleno de nieve y empieza a seguirlo.

Es el último día de vacaciones. Cada vez que empieza un semestre, siente la misma mezcla de temor y expectación.

Ahora, el esfuerzo ha de ser mucho mayor. Ahora se trata de un verdadero peligro de muerte. Si alguna esperanza abriga es la de sobrevivir. Y aunque logre sobrevivir desde un punto de vista puramente físico, está segura de que el corazón se le romperá en pedazos. De no haber dado un beso nunca, ha pasado, en el transcurso de unas semanas, a liarse con el profesor de matemáticas y con el novio de su amiga muerta, que puede que sea su asesino, que está claro que tiene un doble y que, probablemente, está confabulado con los demonios.

Apenas han pasado veinticuatro horas desde que Gustaf la besó, y no se lo ha contado a nadie. Le da vergüenza. Le da tanta vergüenza que no puede ni pensar en ello. ¿Cómo iba a poder explicarlo? En cuanto se lo plantea, ve ante sí la cara de Linnéa rezumando desprecio.

Supongo que Rebecka y tú no erais tan buenas amigas, después de todo.

Para colmo, Nicolaus le ha reñido esta mañana. Se niega a ofrecerles el piso mientras no inviten a Ida a las sesiones de entrenamiento.

—Merece las mismas oportunidades que vosotras. Una cadena es tan fuerte como su eslabón más débil. Si no se lo contáis, lo haré yo.

Se lo contaré. Se lo pienso contar hoy mismo, piensa Minoo. Digan lo que digan las demás.

Llega al terraplén helado cuando, de repente, intuye algo negro que se mueve por el suelo.

Minoo sabe que es Gato incluso antes de bajar la vista.

Gato maúlla descontento y Minoo lo observa con una sensación de calidez que la sorprende. Nicolaus no quería venir personalmente, pero ha enviado a su familiaris. Una parte de él.

—Bueno, pues vamos —dice Minoo.

Son un grupo tan raro, piensa Minoo mientras cruza la verja del parque.

Vanessa, que parece estar helada con ese anorak tan fino. Anna-Karin, que tiene el aspecto de una niña que ha crecido demasiado, con ese gorro puntiagudo de colores encajado hasta las orejas. Linnéa, que se esconde debajo de una piel falsa de leopardo. E Ida, con el anorak blanco.

Minoo deja la mochila en el suelo y saca unos papeles que ha impreso en internet. Está nerviosa. Pero entonces ve a Gato, que se tumba a su lado de un salto, y se siente un poco más fuerte. Levanta la vista y se encuentra con la mirada de Ida.

—Ida —dice—. ¿Has encontrado algo en el Libro?

Ida niega con un gesto mientras mastica ruidosamente un chicle. El hálito de sandía sintética llega hasta Minoo.

—Nada sobre Gustaf y un posible gemelo misterioso —dice con una sonrisa enigmática, como queriendo dar a entender que sí ha encontrado otras cosas que no piensa contarle a Minoo.

Esta se traga la irritación y pasea la mirada por sus papeles.

—Pues yo quizá haya encontrado algo —dice.

Los demás esperan. Todo está en silencio salvo por el chapoteo del chicle en la boca de Ida.

—La cuestión es cómo pudo Gustaf estar en dos sitios al mismo tiempo —comienza Minoo.

El chapoteo cesa.

—No —responde Ida—. La cuestión es por qué no vamos a la directora.

—Ya sabes por qué no podemos ir a la directora —dice Linnéa—. No piensa hacer una mierda, salvo impedir que nosotras hagamos algo.

—Puede que tenga algún medio de ayudarnos si se lo pe…

—Tenemos que ayudarnos a nosotras mismas —ataja Linnéa.

Le dedica a Ida una mirada tan asesina que Minoo queda impresionada. Pero Ida resopla sin más y sigue masticando el chicle.

—Imagínate lo que haría la directora si se enterara de esto —dice.

—Pero no se va a enterar —añade Linnéa—. ¿Verdad que no?

Ida no responde. Chuing, chuing, chuing, eso es todo.

—¿Verdad que no? —repite Linnéa.

Ida se encoge de hombros.

—Ya veremos.

Minoo pasa los dedos por sus papeles. La situación ya se le ha escapado de las manos. Carraspea un poco.

—Ida —dice—. Tenemos que poder confiar en ti.

Aunque te estamos engañando, piensa, y siente náuseas.

—No tengo ninguna razón para ser leal a ninguna de vosotras.

—Nos lo prometimos. Nos prometimos que íbamos a colaborar y que nos mantendríamos unidas.

—Estoy aquí, ¿no? —dice Ida poniendo las palmas de las manos hacia arriba—. Pero si no empiezas ya, me voy.

—Por Dios, cómo te íbamos a echar de menos —murmura Linnéa.

—Como os decía… —interrumpe Minoo antes de que se enzarcen otra vez en una discusión—. Como os decía, estuve intentando averiguar cómo es posible que Vanessa y yo viéramos a Gustaf al mismo tiempo en dos lugares diferentes. Empecé a buscar la palabra «doble» en la red y resulta que la figura existe en casi todas las mitologías.

Levanta la vista para comprobar que la están escuchando.

—Yo creía que la censura soviética de la directora eliminaba toda la información verdadera de la red —dice Linnéa.

—Pero también dijo que hay rastros de verdad en lo que queda —objeta Anna-Karin.

Minoo la mira sorprendida.

—Lo dijo, ¿no? —insiste Anna-Karin con un hilo de voz.

—Exacto —responde Minoo, que se siente como un maestro que alaba a una alumna—. En Alemania se llaman Doppelgänger. En las viejas sagas irlandesas se habla de un ser llamado fetch. Hay antiguos cuentos noruegos sobre el vardøgern, una especie de presencia fantasmagórica de una persona que aún no ha llegado al sitio. En el extremo norte de Finlandia se llama etiäinen. Todas las mitologías coinciden en que los dobles son un mal presagio. Ver a tu propio doble significa, por lo general, que te vas a morir.

Minoo hojea el montón de documentos.

—Pero tengo la sensación de que no es eso exactamente lo que buscamos. Me topé por casualidad con un montón de referencias de fenómenos similares que se llaman «bilocación». Está documentado en todo el mundo. Lo mencionan en los orígenes de la filosofía griega, en el hinduismo, el budismo, el chamanismo, el misticismo judío…

—¿Y qué es? —pregunta Vanessa impaciente.

—La capacidad de encontrarse en dos lugares al mismo tiempo —responde Minoo—. Se crea una copia que puede recabar información en un lugar mientras uno se encuentra en otro. No he comprendido muy bien si el doble tiene voluntad propia o si simplemente se lo controla a distancia. Pero es la mejor explicación que he encontrado.

—Así que solo uno de los dos Gustafs que vimos es el auténtico —dice Vanessa—. ¿Cómo era el tuyo?

—Desde luego, había algo que no encajaba —se apresura a explicar Minoo—. El que tú viste debía de ser el original.

—Y el que mató a Rebecka tuvo que ser la copia —añade Anna-Karin—. Porque como que no era él.

Minoo experimenta de nuevo la sensación de querer enjuagarse la boca con lejía. Ya no cabe la menor duda. El Gustaf al que vio, y que la besó, fue el mismo que mató a Rebecka.

—Todo encaja —dice Linnéa, que llevaba un rato absorta en sus pensamientos—. Si Gustaf es un chico tan bueno como decís, no sería capaz de mancharse las manos con un asesinato. ¿Por qué no crear una copia que pueda hacer el trabajo sucio?

Minoo nota el calor en las orejas. ¿Qué pretendería Gustaf con aquel beso?

—Minoo —dice Linnéa levantando la vista—. Tú oíste dos voces cuando intentaban matarte. ¿Podrían ser Gustaf y su copia hablando entre sí?

—Uno de los dos quería matarte y el otro no —explica Anna pensativa.

—Eso querría decir que el doble tiene voluntad propia —constata Vanessa.

Todas quedan en silencio unos instantes.

—O sea, que el peligroso no es Gustaf sino la copia —dice Anna-Karin.

—Ya, la copia que él ha creado —aclara Linnéa—. Vamos, que no es del todo inocente.

—¿Y cómo sabemos que la ha creado él? —pregunta Anna-Karin—. Quiero decir, ¿no puede haber surgido sola?

—La única que puede averiguar cómo funciona todo esto es Ida —se oye a Minoo decir con amargura.

—Sí, bueno, bueno. Lo intentaré otra vez —dice Ida—. Pero ¿qué creéis que diría la directora sobre que Vanessa se pase los días espiando a Ge?

—Podríais preguntarle a ella —se oye decir a una voz familiar.

Todas se vuelven con un movimiento perfectamente sincronizado y ven a la directora, que se acerca a la pista de baile. Su largo abrigo negro aletea acariciando la nieve.

Gato le bufa iracundo al cuervo de la directora, que responde desde el aire con un graznido.

—¡Yo he tratado de explicárselo! —grita Ida—. Me has oído, ¿verdad?

—Me habéis decepcionado muchísimo —dice la directora sin hacer caso a Ida. Dirige una mirada acusadora a Minoo—. Sobre todo tú. ¿No te dije expresamente que no hicieras nada por tu cuenta?

Minoo no puede articular palabra.

—Y tú, Vanessa —continúa la directora—. ¿No comprendes el peligro mortal al que te expones espiando a Gustaf? El Consejo lo considera una amenaza potencial y ha instituido…

Una risotada la interrumpe. Minoo no ha oído nunca nada semejante, y le lleva un rato comprender que es Linnéa. Se ríe de tal modo que casi le da hipo.

Todas se la quedan mirando.

—Perdón… —se disculpa Linnéa—. Pero… es que es… tan trágico.

Adriana se cruza de brazos.

—Puede que quieras contarnos qué es lo que te parece tan divertido.

La risa de Linnéa se extingue y una sonrisa burlona se le congela en la cara.

—¿Cuánto tiempo piensas seguir con este juego?

—No sé de qué hablas —responde Adriana—. Tenéis que contarme todo lo que habéis averiguado sobre Gustaf…

—No —la interrumpe Linnéa sin apartar la vista de la directora—. Ahora te toca hablar a ti. Contarnos lo que hacéis en realidad el Consejo y tú. Fingís ser tan poderosos como dioses, pero lo único que sabéis hacer es prender hogueras insignificantes. Solo podéis controlarnos haciéndonos creer que dependemos de vosotros, pero en realidad no sabéis nada. No podéis protegernos ni aunque queráis.

—Eso no es verdad —asegura la directora.

—Te contamos lo de los círculos en la casa de Adriana —le dice Minoo a Linnéa con impaciencia—. Con ellos podía teletransportarse desde Estocolmo. Eso debe de ser magia de la más potente.

Pero Linnéa no le hace caso. Concentra toda su atención, afilada como un láser, en la persona de Adriana.

—Ya tienes dos vidas sobre tu conciencia. Pero lo que quieres es que muramos todas. Quizá sea eso lo que pretendes.

—¡No!

La voz de la directora le recuerda a Minoo el grito de un pájaro. La directora aprieta los labios. Minoo puede ver el esfuerzo que está haciendo por serenarse. Pero es demasiado tarde. Se le ha caído la máscara. Ya no puede ocultar su miedo por más tiempo.

La directora respira hondo y exhala un largo suspiro.

—No sé por dónde empezar.

—Empieza por los círculos que había en tu casa —sugiere Linnéa—. Explícale a Minoo por qué no son tan impresionantes después de todo.

Linnéa mira triunfal a la directora y, de repente, Minoo siente un miedo atroz. No quiere oír lo que la directora tenga que decir. Si todo es mentira, si la directora y el Consejo no se revelan tan sabios y tan poderosos como ha dado a entender, prefiere vivir en el engaño. La directora ha sido la única autoridad con la que han contado hasta el momento: la única que tenía alguna respuesta. Verse totalmente solas, sin guía… Sencillamente, le parece una idea espantosa.

—Los círculos… —comienza la directora, y hace una larga pausa—. Nos llevó medio año y el poder de cinco brujas, hasta que pudimos hacer el sortilegio. Fue como el equivalente al sistema de alarma más caro del mundo. Con la diferencia de que hay que repetir todo el procedimiento cada vez que se usan. Linnéa tiene razón. La magia que me habéis visto poner en práctica con el fuego es lo único que puedo hacer sin dificultad. Todo lo demás requiere días, a veces semanas de preparativos y, casi siempre, ayuda de otras brujas.

Vuelve a hacer una pausa más breve, como para tomar aliento. Se diría que le doliera cada palabra que pronuncia, pero las va diciendo, una tras otra:

—A diferencia de vosotras, yo no nací con ningún poder. Crecí en una familia de brujas con formación y me educaron en la creencia de que el Consejo siempre hace lo correcto.

Guarda silencio un instante.

—Me siento terriblemente culpable por lo que les sucedió a Elías y a Rebecka —prosigue—. Deberíamos haber hecho más por evitar… Deberíamos haber confiado más en vosotras desde el principio.

Baja la vista en silencio. El cuervo se acerca aleteando ruidosamente, se le posa en el hombro y esconde la cabeza debajo del ala.

—¿Y el todopoderoso Consejo? —pregunta Linnéa con una sonrisa rayana en la autosuficiencia.

Se comporta como un policía sádico en pleno interrogatorio, piensa Minoo.

—Sus miembros os tienen miedo —confiesa la directora—. Las consecuencias serían terribles para mí si supieran lo sincera que estoy siendo con vosotras. Quieren que os controle; que os obligue a hallar en el Libro de los paradigmas las respuestas que ellos no son capaces de ver. Y que utilice ese conocimiento para fortalecer al Consejo.

—O sea, que el Consejo es tan inútil como tú, ¿no? —pregunta Linnéa.

—Oye, no tienes por qué hacer leña del árbol caído —la reprende Minoo—. La has descubierto, con eso basta.

—Comprendo que estés decepcionada, Minoo. No es una profesora a la que hacerle la pelota, ¿verdad? —dice Linnéa.

—No, eso no es verdad, el Consejo no es impotente —la interrumpe la directora con voz enérgica—. No debéis menospreciarlo ni considerarlo inofensivo. El Consejo es una institución bien organizada y tiene infinidad de súbditos en todo el mundo, capaces de hacer juntos una magia extremadamente poderosa. Podrían recurrir a métodos drásticos para someteros.

Al decir estas palabras, mira a Anna-Karin.

—¿Métodos drásticos? —repite Linnéa con tono burlón—. Pues a mí me parece que lo que han demostrado es que no tienen ningún método en absoluto.

La directora duda un instante. Luego se desabrocha el largo abrigo. Debajo lleva, como de costumbre, uno de sus trajes elegantes y discretos, con camisa blanca. Se desabrocha los tres primeros botones.

Minoo no puede evitarlo. Aparta la vista abiertamente, con una falta de discreción reprobable. Debajo de la clavícula de la directora se ve grabado en la piel el signo del fuego. A su alrededor se extiende una red de piel requemada y deformada.

—Una vez tuve planes de abandonar la comunidad de las brujas —dice la directora con una sonrisa tristona—. Había un hombre de por medio. Puede que os parezca que esto tiene mala pinta…

Mantiene la mirada fija en Linnéa.

—Pero esto no es nada comparado con lo que le hicieron a él.

Linnéa tiene la cara tensa y la boca entreabierta. Da unos pasos vacilantes hacia atrás.

La directora se abrocha la camisa y se cierra el abrigo.

—Propongo que os vayáis todas a casa. Mañana empieza el instituto. Ida puede seguir buscando en el Libro —dice—. Pero eso es lo único que debéis hacer.

Se vuelve y mira a Minoo. Solo medio segundo de más. Hay algún tipo de mensaje en esa mirada. Un mensaje que Minoo no es capaz de interpretar.

—Eso y nada más —repite Adriana.

—¡Ida! —grita Minoo—. ¡Espera!

Ida se detiene pero no se da la vuelta.

—Tengo que hablar contigo —dice Minoo cuando le da alcance.

Ida se vuelve a regañadientes. Tiene los ojos de un azul antinatural, en contraste con el anorak blanco y con toda la nieve que las rodea. En realidad, Ida es muy bonita, como una muñeca. Una muñeca maligna, sí…

No, no debe pensar así. Ya es hora de pasar página.

—Sé lo que me vas a decir —comienza Ida—. Os habéis estado viendo en secreto. En casa de Nicolaus. Allí estamos seguras porque tiene en la pared una cruz de plata con poder mágico. Lo decía en una carta que había en una caja fuerte a la que os llevó Gato. Gato es el familiaris de Nicolaus. Nicolaus también es brujo. Su elemento es la madera, pero eso vosotras no lo sabíais.

Minoo se la queda mirando mientras trata frenéticamente de dar con una explicación. ¿Quién se lo habrá contado?

—Me lo ha revelado el Libro —dice Ida triunfal—. Me contó que habéis estado practicando magia sin mí.

Se quita un poco de agüilla de la punta de la nariz.

—Me tenéis excluida.

—No…

—Ya —continúa Ida—. Ah, será que no dijiste que querías que me muriera, ¿verdad?

—Lo siento muchísimo, estoy muy arrepentida —dice Minoo—. Mucho. Y ha sido un error ocultarte que nos estábamos viendo en secreto. Pero eso era lo que quería contarte.

—Pero es solo porque yo puedo leer el Libro. Me necesitáis.

A Minoo casi se le desgarra la garganta al pronunciar estas palabras:

—Sí. Te necesitamos. Y te pido perdón de verdad. ¿Piensas ayudarnos? ¿Sin que la directora lo sepa?

Ida resopla y mira para otro lado.

—El Libro dice que tengo que ayudaros. De lo contrario, no me mostrará nada más.

La situación con ese libro tan chivato resulta cada vez más rara.

—¿Podrías buscar algo que nos ayude a encontrar la verdad? —pregunta Minoo.

—Bueno. Pero no lo hago por vosotras. Lo hago por Ge.