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Suelas de goma que rechinan contra el suelo, gritos de alegría y de irritación, golpes amortiguados de la zapatilla al impactar contra la pelota. El gimnasio del instituto, que tan bien conoce, resulta totalmente distinto cuando el equipo del EIK entrena en él. Está lleno de otro tipo de energía, más concentrada. Pero los olores son los mismos. Sudor, suelas de goma y aire viciado.

Vanessa está sentada en las gradas, se ha hecho invisible e intenta concentrarse en el entrenamiento para que el tiempo pase más rápido. No lo consigue. Jamás ha comprendido que la gente aguante algo tan terriblemente absurdo como correr detrás de una pelota, y mucho menos mirar mientras otros lo hacen. Habrá algo así como un millón de cosas que le gustaría hacer antes que seguir a Gustaf.

Si es un asesino aliado con las fuerzas demoníacas, la verdad es que lo disimula de maravilla. Vanessa se pregunta si ha desperdiciado la mitad de sus vacaciones de Navidad dedicándose a esa tarea.

El entrenador del EIK es el padre de Kevin Månsson, un hombre musculoso que ahora no para de tocar el silbato. Vanessa mira el gran reloj que cuelga de la pared por encima de los asientos. Por fin. Los chicos que están en la pista se reúnen en un grupo. Se reparten las palmaditas de rigor en la espalda, beben agua de botellas de plástico, se dan puñetazos de broma y vociferan. Vanessa suspira de impaciencia. En momentos así se recuerda a sí misma por qué jamás en la vida se le ocurriría estar con un chico de su edad.

Baja sigilosamente de la grada y se une al grupo. A aquellas alturas ha aprendido que no debe usar perfume ni ir con el pelo recién lavado cuando espía a Gustaf. La primera vez que asistió a uno de los entrenamientos cometió ese error. Kevin Månsson saltó enseguida entre aullidos, diciendo que olía a maricón, y empezó a olisquear a su alrededor como un sabueso inquieto, ansioso por encontrar al culpable.

Lo sigue hasta los vestuarios. Los chicos empiezan a quitarse las zapatillas y las camisetas sudadas. Rebuscan en las bolsas la toalla y el gel.

Es como entrar en el universo paralelo y secreto de los chicos. Ha visto a varios de los más guapos del instituto enjabonarse en la ducha pero también ha visto que Kevin, sentado a solas en el vestuario, se descubría un grano enorme en el brazo, chupaba el contenido y lo escupía en la papelera. Hay cosas de los demás que uno no quiere saber. Hay cosas que una vez vistas no se pueden olvidar por mucho que uno quiera.

Gustaf no es como los demás. Más discreto. Como si no tuviera tanto que demostrar. Seguramente por eso todas las chicas se enamoran siempre de él.

Ahora está en la sauna. Le brilla la piel por el sudor. Está sentado entre los demás y, sin embargo, no está del todo con ellos. Vanessa ve por el ventanuco de la puerta que está fingiendo que le hacen gracia sus bromas. Ninguno de los chicos parece notarlo y Vanessa se pregunta si Gustaf era así antes de que Rebecka muriera.

Antes de que él la matara.

Si es que fue él. ¿Es posible que fuera Gustaf?

Esta mañana, muy temprano, se vieron todas salvo Ida en la casa de Nicolaus. Desde que atacaron a Minoo han quedado allí todas las mañanas para practicar cómo vencer a la magia.

Las sesiones consisten, por lo general, en que Anna-Karin trata de obligarlas una a una a que hagan algo, mientras ellas intentan bloquearla. Anna-Karin se mostró sorprendentemente reacia, pero al final se dejó convencer.

—Bueno, pero solo pienso hacer cosas inofensivas —dice.

Un segundo después dirigió todo su poder hacia Minoo, que sintió un deseo irrefrenable de ponerse a cantar una canción pastelosa. Una estrofa entera, además del estribillo, surgieron de su garganta antes de que Minoo lograra detener el resto.

—Eso no es inofensivo —dijo Minoo, roja como un tomate.

Luego simplifican lo más posible los ejercicios. Por ejemplo, Anna-Karin les ordena que recojan un bolígrafo del suelo mientras ellas intentan resistir el impulso.

Para que Anna-Karin también tuviera oportunidad de practicar su defensa, Nicolaus propuso esa mañana que Vanessa se hiciera invisible con la idea de que Anna-Karin tratara de verla. Al final lo consiguió, sudorosa por el esfuerzo. Vanessa se quedó visiblemente preocupada.

—Pues es un consuelo, ahora que me dedico a seguir a un colega demonio —dijo antes de marcharse, precisamente a vigilar a Gustaf.

Minoo y Anna-Karin se fueron de la casa de Nicolaus a Kärrgruvan, donde tenían clase con la directora.

A Minoo le retumba la cabeza. Solo tiene ganas de echarse a dormir allí mismo, en medio de la pista de baile. La directora habla sin parar sobre el Libro de los paradigmas mientras Minoo, Anna-Karin e Ida ajustan los localizadores y hojean aquel volumen incomprensible.

—¿Minoo?

Por un instante, Minoo duda de no haberse quedado dormida. Levanta la cabeza y se encuentra con la mirada de la directora.

—¿Qué tal va eso? ¿Ves algo?

La directora muestra un entusiasmo inagotable. Minoo gira el localizador y niega con la cabeza.

—Es de capital importancia que os esforcéis —dice la directora—. De verdad que me gustaría comprender por qué Vanessa y Linnéa no se lo toman en serio. ¿Tú sabes por qué no han venido?

—No —responde Minoo meneando la cabeza.

No debería ser necesario explicar por qué Linnéa no está allí: la directora es la causa; pero luego está a punto de iniciar una retahíla histérica para explicar que Vanessa parecía estar enferma la última vez que se vieron, muy enferma de hecho, y por lo demás, en Navidad siempre se va a casa de unos familiares que viven en el sur, sí, en España, creía ella.

Una vez vio un programa de televisión sobre cómo descubrir a los mentirosos. Uno de los indicios más claros es que cuentan historias demasiado enrevesadas y que muestran demasiado interés en explicarlo absolutamente todo. Así que Minoo se esfuerza por tragarse cada una de las palabras que le acuden a la boca.

Por suerte, la interrumpen.

—Me parece que veo algo —se oye decir a una de las chicas.

Minoo levanta la vista. Ida está sentada con las piernas cruzadas, mirando con el localizador de paradigmas el Libro, que tiene abierto sobre las rodillas.

—Al principio no eran más que un montón de signos, pero ahora… ya lo entiendo.

—¿Qué ves? —pregunta Minoo—. O sea, son imágenes o palabras…

Pero nadie le presta atención. La directora se planta de un salto al lado de Ida y le cierra el Libro.

—¿Qué haces? —le grita Ida.

—Ábrelo otra vez —le ordena la directora—. Ábrelo y concéntrate en lo que estás buscando. Una vez que has distinguido algo del contenido del Libro de los paradigmas, no te será difícil localizarlo otra vez.

Ida hace un mohín, pero obedece. Frunce el ceño en un gesto de concentración caricaturesca y echa un vistazo al Libro con el localizador pegado al ojo. Va ajustándolo y hojeando, ajustándolo y hojeando…

—¡Aquí! —exclama de pronto—. ¡Lo veo!

La directora la mira con tal veneración que Minoo siente bullir la envidia hasta en lo más hondo de su alma.

—Bueno, pero siguen siendo signos. No veo ningún texto que pueda leer. Y aun así, entiendo lo que dice —explica Ida.

—Sí, es lo que suele ocurrir —responde la directora pacientemente—. ¿Qué te dice?

Minoo saca a toda prisa el cuaderno y escucha con expectación.

—Vale. Pues dice más o menos esto: «Eso está como hecho para una persona. Entonces funciona de maravilla. Pero si son varias las que van a entrar, siempre habrá una que se quede fuera. Y si la que se queda fuera desaparece, entonces quedará fuera otra. Y otra. Y otra. Y otra. Hasta que hayan desaparecido todas».

Minoo deja el bolígrafo. No entiende nada.

—Pero… ¿qué es eso exactamente? —pregunta Anna-Karin.

—Pues es… una cosa, o algo. Tiene que ver con nosotras.

—Pero ¿qué cosa? —pregunta Minoo irritada.

—Como un… Joder, ¡no lo puedo explicar! ¡Una especie de atmósfera, maldita sea!

Minoo está a punto de fallecer de frustración.

—¿Una atmósfera? Vamos, Ida, tienes que explicarlo mejor.

—¡Pues léelo tú! —dice Ida, antes de añadir con esa sonrisa suya envenenada—: Ah, perdona, se me olvidaba que no puedes.

Minoo se muerde la lengua y se acerca el localizador de paradigmas.

El Libro es emisor y receptor.

Quién sabe, igual ahora está dispuesto a emitir algún mensaje para ella también.

Con el corazón acelerado, Minoo abre el Libro y ve con el rabillo del ojo que Anna-Karin hace lo mismo.

Minoo se queda mirando los signos: observa y hojea y ajusta. Pero nada sucede.

—Yo no veo nada —confiesa Anna-Karin.

La directora contempla a Ida con admiración, como si fuera una niña prodigio. A Minoo le parece terriblemente injusto, pero, además, se pregunta hasta qué punto es fiable un libro que decide comunicarse con Ida, precisamente.

El negro cielo invernal se comba como una cúpula sobre el camposanto. Hace tanto frío que se pegan los pelillos de la nariz al respirar. En días así, Vanessa duda de que vaya a ver de nuevo la luz del sol. Le resulta irreal pensar que siga ahí, en algún lugar del espacio.

Llegan a una de las zonas más nuevas del cementerio. La mayoría de las tumbas tienen lápidas discretas que se hunden levemente en el suelo. Como si no quisieran llamar demasiado la atención, a diferencia de los bloques de piedra colosales que ostentan las tumbas más antiguas.

Gustaf lleva al hombro la gran bolsa de deporte, que va balanceándose al ritmo de sus pasos. Camina rápido, como si tuviera prisa, y Vanessa casi tiene que correr para no perderlo.

Gustaf gira y toma un sendero perpendicular, cubierto de nieve. Se ve que algunas de las tumbas las cuidan los familiares, mientras que otras están ocultas bajo la capa blanca. Vanessa empieza a preocuparse de que Gustaf oiga el crujir de sus pasos en la nieve, se vuelva y vea sus huellas. Trata de poner los pies en las pisadas que él va dejando y de caminar tan en silencio como puede.

Gustaf deja la bolsa de deporte. Se hunde en la nieve. Recorre despacio los últimos pasos y se acuclilla delante de una lápida rectangular de mármol negro con el nombre de Rebecka grabado. A su lado hay una piedra similar con el nombre de Elías Malmgren. Vanessa se queda helada y siente un escalofrío que nada tiene que ver con la temperatura.

Gustaf se quita un guante y pasa los dedos por el nombre de Rebecka, que está tallado en la piedra y relleno de pan de oro.

—Hola —susurra.

Luego se queda en silencio. Vanessa no se mueve lo más mínimo. Tiene las manos bien metidas en los bolsillos para calentarlas.

—Perdona que no haya venido hasta ahora —dice Gustaf—. Estaba pensando que, después de todo, la que está ahí enterrada no eres tú… Quiero decir que no estás ahí. Pero tampoco te encuentro en otro sitio. Así que aquí me tienes. Y no sé si puedes oírme, pero espero que, de un modo u otro, puedas sentir que estoy aquí, y espero que sepas que pienso en ti todos los días. Te echo de menos. Hablo contigo todas las noches, antes de dormirme. ¿Lo sabes?

Le cuesta hablar. Respira entrecortadamente y le caen unas lágrimas por las mejillas.

—No sé qué voy a hacer sin ti —continúa—. Estoy totalmente desorientado. Te echo tanto de menos que tengo la impresión de que voy a enfermar. Y no sé si podrás perdonarme algún día. Por favor, tienes que perdonarme.

Gustaf se inclina de modo que Vanessa ya no le ve la cara. Las palabras se pierden en un puro sollozo. Es tristísimo. Es demasiado íntimo. Pero no se atreve a moverse sobre la nieve crujiente.

—Tienes que perdonarme, tienes que perdonarme…

Gustaf repite esas palabras en un lamento largo, prolongado.

Vanessa baja la vista y siente las lágrimas corriendo por sus mejillas. Cuando alza la vista de nuevo, ve que Gustaf se ha levantado. Antes de marcharse, deja algo en la lápida. Se queda esperando hasta que se ha alejado un trecho. Luego, se acerca a la tumba. Sobre el mármol negro hay un collar de piedrecitas rojas como la sangre.

La verdad, es estupendo para todas que Ida haya encontrado un paradigma en el Libro, se dice Minoo. Y claro que yo también tengo un poder. Linnéa tiene asociado un elemento y no parece que tenga ningún poder, para ella debe de ser peor aún.

Está tan oscuro que podría ser de madrugada. Trata de evitar los charcos de hielo resbaladizo mientras camina. En el suelo hay restos de cohetes de la celebración de Fin de Año. En las casas que deja atrás brillan, encendidas en las ventanas, estrellas navideñas y candelabros eléctricos.

No se ha cruzado con nadie desde que se marchó del parque. En esta ciudad es fácil creer que eres el último habitante de la tierra.

Se detiene y aguza el oído. Silencio absoluto. Solo oscuridad, nieve y edificios aburridos.

Aun así, no se siente del todo sola.

Se da la vuelta y cree intuir una figura, negro sobre negro, al final de la calle.

Apremia el paso. Trata de parecer natural. No quiere que se note que tiene miedo.

Cuando pasa bajo el viaducto de la estación de ferrocarril, oye otros pasos además de los suyos. Resuenan en las paredes de piedra del túnel.

Un coche solitario pasa despacio. Cuando desaparece, el mundo se le antoja aún más desierto. Al otro lado del viaducto no hay casas habitadas, solo una hilera de estaciones de servicio que Minoo apenas puede distinguir en la oscuridad. Hay mucha distancia entre una farola y otra, y piensa en el humo negro, en que podría acudir flotando como parte de la noche.

Empieza a caminar más rápido, va casi corriendo.

Los otros pasos se oyen más cerca.

Más cerca.

—Minoo, ¡espera!

Es Gustaf. Se detiene y se da la vuelta.

—Perdona, ¿te he asustado? —pregunta.

No tiene sentido intentar huir. Minoo se obliga a sonreír, como si habérselo encontrado fuera una agradable sorpresa. Siente que debería decir algo pero, cuando lo intenta, se queda en un extraño carraspeo.

—No —consigue articular cuando lo tiene a poco más de un metro.

Es Gustaf. Y, a pesar de todo, no es Gustaf de verdad. Hay algo en el modo que tiene de mirar a Minoo, como si hubiera en ella algo infinitamente fascinante.

—¿Qué haces por aquí? —pregunta tratando de que suene como una pregunta inocente, como si no sospechara nada en absoluto.

Le parece que ha fracasado.

—Nada, había salido a dar una vuelta —responde Gustaf.

La mira intensamente. Como si ella fuera un corderito tierno y él, un lobo hambriento.

—He estado pensando en ti —le dice—. Cuando hablamos en la escalera… Fue como si todo encajara de pronto.

—¿Qué quieres decir?

Es como encontrarse en un sueño extraño. Uno de esos en los que todo resulta familiar y, aun así, todo está mal. Gustaf se acerca un poco más, hasta que sus anoraks se rozan.

—No dejo de pensar en ti —dice—. Al principio pensé que era porque me recuerdas tanto a ella… pero ahora por fin lo he comprendido. Por fin.

Lo que está ocurriendo no es real, Minoo está cada vez más segura, cada segundo que pasa. Ha debido de ir a parar a uno de esos mundos paralelos de los que hablaba la directora.

—Es que me gustas —prosigue—. Me gustas mucho.

Gustaf se inclina y la besa, pero ella no comprende lo que está pasando. Tiene el tiempo justo de notar que tiene los labios suaves y cálidos y que casi se le derriten en la boca. Que, aunque es una boca nueva para ella, no la siente como extraña. Y una parte pequeñísima de sí misma la echa de menos cuando lo aparta de un empujón.

—Pero ¿qué haces? —pregunta.

Él sisea, le agarra el anorak y la atrae hacia sí.

Minoo se suelta y Gustaf pierde el equilibrio, resbala en el hielo de la acera y aterriza de rodillas. La mira con desesperación.

—¿No comprendes que Rebecka está muerta? ¡Nosotros debemos seguir adelante!

A Minoo le repugnan sus palabras. La despiertan de esa sensación onírica y se seca la boca en un intento por borrar cualquier huella de aquel beso.

—Perdona —dice Gustaf—. No comprendo cómo he podido decir eso.

—Yo tampoco —responde Minoo retrocediendo un poco.

—Minoo…

—Déjame en paz —dice, y se da la vuelta y se marcha por la acera cubierta de hielo, aterrada ante la idea de resbalar justo en ese momento.

Quiere lavarse la boca con estropajo y enjuagársela con lejía. Lo oye gritar a su espalda.

Qué asqueroso, qué asqueroso, qué asqueroso, piensa.

No está segura de si se refiere a Gustaf o a sí misma.

Y entonces recuerda a Vanessa. La acechadora invisible de Gustaf. Ella lo habrá visto todo.

Vanessa casi ha llegado a la verja del cementerio cuando aparece Gato. La mira iracundo con su único ojo verde. Es obvio que tanto los perros como los gatos pueden verla cuando es invisible. Ni siquiera les hacen falta los dos ojos.

—Y tú, ¿qué quieres? —pregunta airada.

Gato maúlla y entra en un sendero muy estrecho, casi impracticable por la nieve, que se pierde por entre las lápidas más antiguas. El animal se da la vuelta y se la queda mirando como si quisiera asegurarse de que irá detrás.

Vanessa mira a Gustaf, que está esperando el autobús en la calle, un buen tramo más allá. Delibera consigo misma sobre qué hacer.

El rato que ha pasado junto a la tumba de Rebecka la hace sentirse mal. Gustaf no es culpable. Está segura de ello. Ya está bien de tanta tontería. Solo quiere irse a casa y olvidarlo todo. Entrar en calor dándose un baño, leer los libros de Harlequin que tiene Sirpa y comerse los dulces que sobraron de la Nochebuena, aunque ya solo quedan los que están asquerosos.

Gato maúlla muy fuerte y muy seguido, al tiempo que a Vanessa empieza a vibrarle el móvil en el bolsillo. Consigue sacarlo y pulsar el botón de responder, a pesar del guante.

—¿Hola? —dice.

—Solo quería que supieras que no es lo que tú crees.

Es Minoo. La oye jadear y parece nerviosa.

—¿A qué te refieres?

—A Gustaf.

—Ya, ya lo sé —dice Vanessa—. O, bueno, ¿a qué te refieres?

Minoo se queda en silencio un instante.

—¿A qué te refieres ? —pregunta al fin.

—Lo he seguido hasta el cementerio.

—¿Cuándo?

—Hace un momento. Apenas unos minutos.

Minoo calla.

—No es posible. Eso no puede ser.

—¿Es que crees que estoy mintiendo o qué?

—Yo también acabo de ver a Gustaf hace un momento. Junto al viaducto.

A Vanessa le lleva un rato comprenderlo. Es como si el cerebro se le hubiera congelado en medio de tanto frío. Mira hacia la carretera: Gustaf está subiendo al autobús en ese momento.

—Pero si eso está en la otra punta de la ciudad —dice Vanessa con voz apagada—. ¿Estás segura de que era él?

—Créeme, era él.

—Pues es imposible —dice Vanessa, como si no fuera evidente.