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Cuando Minoo era pequeña siempre pensaba que el mes de diciembre se demoraba en una espera eterna hasta la llegada de la Nochebuena. Ahora, en cambio, los días pasan volando.

Minoo lleva todo el semestre con la creciente y horrenda sensación de ir atrasada en el instituto. No porque se haya notado en los resultados, sino porque podría notarse. Ahora trata de recuperar todo lo que puede. Se sumerge en los libros y se mantiene despierta con café, golosinas y coca-cola para tener tiempo de meterse en la cabeza toda la información. Ha empezado a llevarse al instituto un termo de café y a destacar en las clases de primera hora, en lugar de dormirse con la mejilla pegada a la superficie fresca y lisa del pupitre.

Es la fiesta de Navidad en el salón de actos. Ida canta un solo —Gläns över sjö och strand— y lo hace con una voz tan de quejido pastoso, de falso soul, que la reacción natural del público debería ser la de morirse de vergüenza ajena. Pero Ida recibe una salva de aplausos. Brilla como el sol mientras Ove Post, el profesor de biología, se enjuga discretamente una lágrima de la comisura del ojo.

La directora pronuncia un breve discurso y dice que la llegada del nuevo año significa que pueden seguir adelante. Todos comprenden que se refiere a Elías y a Rebecka, que hay que intentar dejar atrás lo ocurrido. Minoo busca automáticamente con la mirada a Linnéa, pero no la encuentra. Cae en la cuenta de que no la ha visto desde la noche de santa Lucía. Puede que no haya ido al instituto desde entonces.

Después, se reúnen en el aula y Max reparte las calificaciones y su valoración. Al entregarle el sobre a Minoo le dedica la misma sonrisa impersonal que siempre tiene para ella últimamente.

Esa complicidad secreta que antes había en sus miradas se ha esfumado por completo. ¿Existiría en realidad? ¿Y si solo fuera producto de su imaginación?

Pero me besó.

Se lo dice por enésima vez; es como un mantra que se ha repetido tantas veces que empieza a perder significado. En los momentos más sombríos llega a pensar que se inventó todo lo sucedido aquella noche en la casa de Max. Una psicosis propiciada por la ansiedad de las notas, amenazas de muerte sobrenaturales y demasiadas fantasías acerca del hecho de perder la virginidad con su profesor…

Minoo mira de reojo a Anna-Karin, que está a su lado, un poco más atrás, y acaba de abrir el sobre.

—¿Qué tal? —pregunta sin poder aguantar la curiosidad.

Anna-Karin duda un instante antes de responder.

La máxima nota en todas las asignaturas. Todas. Incluso en gimnasia.

¿Cuántas son merecidas?, siente deseos de preguntar Minoo, pero se calla y le responde con una sonrisa forzada.

—Enhorabuena —le dice.

—Gracias —musita Anna-Karin.

Minoo abre el sobre con el corazón bombeándole en el pecho. Pero todo está bien. Tan solo la valoración de gimnasia es peor que la de Anna-Karin. Pero eso no contará para la media.

Minoo es de las primeras en escapar del aula. Ni siquiera le desea a Max «Feliz Navidad». No soportaría otra sonrisa inútil. Cuando sale al patio ve el coche de su madre junto a la verja. Y siente un deseo incontenible de estar en casa. En cuanto llegue se sentará en su habitación, se pondrá a envolver regalos de Navidad y a inflarse de galletas de pimienta.

Gustaf se encuentra junto a la verja.

Está totalmente inmóvil y mira a Minoo fijamente.

Ella busca una salida. Su madre toca el claxon y Minoo la saluda con el brazo. Para llegar hasta el coche tiene que pasar por delante de Gustaf.

No puede enterarse de que lo sabes. Haz como si nada, se dice. Es solo Gustaf. El Gustaf Åhlander de siempre. Un chico muy agradable que juega al fútbol.

Que ha hecho un pacto con las fuerzas demoníacas.

Minoo se obliga a caminar con normalidad. Rápido, pero no demasiado. Pero el corazón se le desboca como si estuviera corriendo una maratón.

Gustaf tiene una pinta de lo más normal con el anorak negro y el gorro blanco. En cierto modo eso la asusta más aún, porque este es el chico en el que más confiaba Rebecka. El que la tiró desde el tejado del instituto. Ese era, ni más ni menos.

—Hola —dice Gustaf con una sonrisa cálida cuando ella pasa a su lado—. Feliz Navidad.

—Feliz Navidad —gruñe Minoo.

Tiene que recurrir a toda la disciplina de la que es capaz para no cubrir a la carrera los últimos pasos que la separan del coche.

Celebran la Navidad los tres solos, Minoo, su madre y su padre; una Navidad marcada por las mismas rutinas familiares de siempre. El día de Navidad se quedan durmiendo hasta tarde. Juegan al Trivial Pursuit, una edición de los años noventa y, como de costumbre, su padre se irrita por lo mal formuladas que están las preguntas. Luego Minoo se va a su habitación a ver sus regalos. El que más ilusión le ha hecho ha sido un libro enorme lujosamente encuadernado con ilustraciones de los prerrafaelitas.

Justo el que ella quería.

Se sienta en la cama medio tumbada sobre los cojines de vivos colores con el libro en el regazo. Se pone a hojear despacio las láminas con ilustraciones de mujeres pálidas y expresión grave, y de hombres con vestimenta de tiempos remotos. Se detiene en el cuadro de la Ofelia de Hamlet, la muchacha vestida de blanco que yace ahogándose en un riachuelo. La imagen la irrita. Ofelia tiene un aspecto encantador y hay algo casi erótico en el cuadro. Como si el hecho de que la novia de Hamlet se ahogase tuviera algo tierno o atractivo, cuando todas las personas en las que ella confiaba la traicionaron o murieron.

Minoo sigue pasando las páginas y al llegar a la Perséfone de Rossetti se queda mirándola como hipnotizada.

O sea, que así era. La chica a la que Max quería. La que se quitó la vida. Minoo sabe que la psique humana es un lugar complejo, donde ni las respuestas ni las soluciones son sencillas, pero una parte de ella no alcanza a comprender cómo era posible que una persona a la que Max quería pudiera ser tan desgraciada.

Deja el libro y cierra los ojos. Una vez más repasa los acontecimientos de la noche en casa de Max, pero les permite tomar otro curso. Max no interrumpe el beso sino que continúa, desliza una mano por debajo de su camiseta y continúa hasta el pecho…

Pero le cuesta relajarse y perderse en sus fantasías. Se siente observada, como si alguien pudiera leerle el cerebro y ver la película para adultos que está reproduciendo.

Minoo aguza el oído. Su madre está trajinando en la cocina. Vuelve a estar de mal humor, se nota en el modo en que saca los cacharros del lavavajillas. Sus padres han estado discutiendo porque los dos piensan que el otro está trabajando más de la cuenta. Su padre ha vuelto al periódico para revisar todo el material que enviarán a imprenta después de los días de fiesta.

Minoo se levanta y va al cuarto de baño. Observa el viejo plano de Engelsfors en el que Kärrgruvan está borrado desde la noche de la luna de sangre. Se recoge el pelo en una cola de caballo antes de inclinarse para enjabonarse la cara. Se la enjuaga y termina con agua muy fría antes de examinarla a fondo en el espejo.

Una sombra negra discurre silenciosa por el aire a su espalda y desaparece por la puerta del cuarto de baño. No tiene forma definida. Podría ser una nube de humo negro o una de esas manchas que vemos cuando nos frotamos los ojos con fuerza.

Se asoma por la puerta del baño al pasillo oscuro. Allí no hay nadie.

Figuraciones mías, se dice. Solo figuraciones.

—¡Feliz Navidad, zorras! —grita Vanessa.

Sube el volumen del amplificador que está conectado al ordenador y se planta de un salto en la mesa. Luego alarga el brazo y ayuda a subir a Evelina y a Michelle. Casi se caen una encima de la otra mientras bailan. Vanessa se sujeta con la palma de la mano en el techo. Se le sube la camiseta por encima del ombligo mientras se balancea al ritmo de la música. Los tacones se hunden en el tablero de pino blando y barato de la mesa de Jonte.

Ella y Evelina bailan muy pegadas, y Michelle se agacha y se levanta mientras menea el trasero. Los chicos las miran cachondos, pero Vanessa pasa de ellos. Se concentra en sus amigas, sus dos mejores amigas en el mundo entero.

Empieza a sonar una vieja canción de Beyoncé y Jay Z, y las tres gritan de alegría. Solían bailarla en el salón de Vanessa cuando eran pequeñas —solo en su casa se podía poner música a tanto volumen—, y a su madre le gustaba tanto que siempre entraba a bailarla con ellas. Evelina y Michelle pensaban que la madre de Vanessa era la más guay del mundo y, en aquella época, también Vanessa lo pensaba. Naturalmente eso era la EAN. La Época Antes de Nicke.

Se le muere un poco la alegría cuando piensa en su madre. Es la primera Navidad que no celebran juntas.

—¡Nessa! —grita Evelina para hacerse oír por encima de la música—. ¿Cómo va eso?

Vanessa levanta la vista y se encuentra con la mirada de Evelina embriagada por el alcohol. Si alguien es capaz de comprenderla, esa es Evelina. Desde que sus padres se separaron, su madre se ha liado con todos y cada uno de los idiotas de Engelsfors. Hubo unos meses, cuando estaban en séptimo, en que Evelina prácticamente vivía en casa de Vanessa. Porque el último hombre de los sueños de su madre se había ofrecido para ayudar a Evelina a enjabonarse los lugares más inaccesibles del cuerpo mientras se duchaba. Es un nivel tan bajo al que ni siquiera Nicke llegaría.

Sí, Evelina la comprendería. Michelle también, por otra parte. Pero quién tiene ganas de hablar del tema.

—¡Pues de puta madre! —grita Vanessa a su vez con una sonrisa radiante.

Piensa olvidar toda la mierda y celebrar la fiesta como si el mañana no existiera. Verdaderamente puede que sea así, que no haya ningún mañana. Más vale aprovechar. Michelle le alarga una lata de cerveza, que ella apura hasta el fondo. Luego la lanza al otro extremo de la habitación y le da a Lucky en la espalda.

La luz le arranca un destello al anillo que lleva en la mano izquierda.

Todo se arreglará, piensa. Todo se arreglará.

Wille se aparta del grupo y se coloca delante de ella. Se le cierran los ojos y le sonríe con expresión bobalicona. Vanessa se pone en cuclillas, pierde un poco el equilibrio, le coge la cara entre las manos y lo besa con fuerza. Wille sabe a tabaco y alcohol, y ella nota en la boca su lengua caliente y húmeda. Se sienta en el borde de la mesa, rodea con las piernas la cintura de Wille y lo atrae con ellas hacia sí. Luego, le rodea el cuello con los brazos. Una canción lenta que Vanessa no había oído antes empieza a sonar por los altavoces.

—Joder qué buena estás —le susurra.

El calor de su aliento se difunde desde la oreja por todo su cuerpo. Vanessa le da un mordisco en el labio. Él se ríe.

—Ten cuidado —le susurra mientras desliza las manos hacia sus nalgas.

—¿Nos vamos a algún sitio? —pregunta ella.

Wille no contesta. La baja de la mesa. Se abrazan. La canción cobra cada vez más protagonismo, llena la habitación mientras ellos se abrazan.

La música es como una burbuja que los envuelve a los dos, que difumina a los demás. Lo único que significa algo en el mundo es el aquí y el ahora, el calor de sus cuerpos abrazados.

—Deberíamos largarnos de aquí —le susurra Wille al oído—. Pasa del instituto. Nos vamos a Tailandia. Allí apenas hace falta dinero. Nos pasaremos los días tumbados en la playa. Las noches follando y fumando. Tú y yo solos. Es lo único que necesitamos.

Vanessa no ha estado nunca en Tailandia, pero se lo imagina perfectamente: playas blancas, el mar de un azul reluciente, el cuerpo de Wille tostado por el sol y no tener que pasar frío nunca más. Largarse simplemente y dejarlo todo atrás, a su madre, el miedo, los libros de magia y esa responsabilidad pesada como el plomo. En realidad, ¿por qué no?

La canción cesa de repente y alguien vuelve a poner hip-hop.

—Ven —susurra Vanessa, cogiendo a Wille de la mano, y suben al piso de arriba. Echa una ojeada por encima del hombro y ve que Evelina y Michelle siguen en lo alto de la mesa. Están bailando medio en broma un baile muy feo, pero consiguen parecer sexy. Lucky se está enrollando con una chica que tiene el pelo teñido de azul, una de las amigas de Linnéa. Pero Linnéa no está por allí.

—Te quiero —dice Wille cuando se tumban en la cama de Jonte.

Ella se quita la camiseta sudada mientras él le desabotona los vaqueros, se los baja hasta los muslos, luego hasta las pantorrillas, tironea un rato hasta que consigue sacar los pies. Después él también se quita la camiseta y se tumba a su lado.

—¿Lo dices en serio? —susurra Vanessa.

—¿Que te quiero?

—Que te largarías conmigo así, sin más.

—Nos vamos mañana mismo —le susurra Wille con voz pastosa—. No tenemos ni que hacer las maletas, no nos hace falta ropa.

Intenta quitarse los vaqueros y se cae al suelo. Vanessa se ríe y le ayuda a volver a subirse a la cama. Lo besa y le pasa la mano por los calzoncillos. Wille deja escapar un gemido y le quita las bragas, le besa el pecho, la barriga, y continúa hacia abajo.

Vanessa pasa de lo que ha ocurrido, pasa del futuro. Lo único que importa es Wille y el modo en que consigue que lo olvide todo.

Después Wille baja a buscar una cerveza. Vanessa se pone la ropa y nota que la camiseta huele a tabaco. Entra en el cuarto de baño para hacer pis y repasar un poco el maquillaje. Encuentra una botella de vino medio llena debajo del lavabo y da unos cuantos tragos mientras se arregla. Le tira unos besos al espejo con un gesto exagerado, hace una pose, se descubre el pecho y suelta una risita. Empieza a tener un buen pedo.

Cuando abre la puerta se encuentra con Linnéa, que está fumándose un cigarro apoyada en la pared. Lleva un vestido negro corto cuya parte de arriba parece un corsé, medias de rejilla y botas negras. Tiene los ojos muy maquillados bajo el largo flequillo negro. Se miran un instante.

—Pareces hecha polvo —dice Linnéa al cabo de un rato con una sonrisa.

—Pues muchas gracias —responde Vanessa devolviéndole la sonrisa.

Siente una alegría inesperada por ver a Linnéa. Esta noche parece un largo viaje en el que todo es amor. Se pregunta vagamente si no habrán echado éxtasis en el vino que acaba de beber.

—Hecha polvo pero guapa —añade Linnéa.

—Tú también estás muy guapa —responde Vanessa—. Aunque no hecha polvo.

—Solo por dentro —dice Linnéa sonriendo.

Vanessa se pregunta si Linnéa estará borracha. Seguramente es una de esas personas a las que no se les nota mucho.

—La última vez fue… Muy intenso —dice Linnéa, y Vanessa se pregunta si es su forma de decir «perdona que me comportara como una chiflada asesina».

Linnéa se echa a reír dejando al descubierto unos dientes perfectos.

Joder, qué guapa es, piensa Vanessa.

—Pero lo decía en serio —continúa Linnéa—. No podemos confiar en la directora. Ella no puede protegernos.

Vanessa le coge el brazo a Linnéa y clava la mirada en sus ojos oscuros. Nota que se pone un poco bizca. Mierda, no tendría que haberse bebido ese vino. Pero no puede permitir que Linnéa vea lo borracha que está porque, entonces, nunca la tomará en serio, y lo que piensa decirle ahora es muy importante.

—Aunque sea verdad no importa. De todos modos tenemos que seguir unidas. Nos lo prometimos.

Siente el frescor del brazo de Linnéa y, de repente, teme tener la mano sudorosa. La retira y casi pierde el equilibrio.

—Por cierto —dice Linnéa—, nosotras no somos las únicas que estamos aquí esta noche.

Vanessa no sabe a qué se refiere.

—Hay una bruja más en esta casa —susurra Linnéa con exagerado dramatismo. Y luego añade en un tono algo más serio—: Y creo que deberíamos comprobar lo que está haciendo.