Vanessa está en el vestíbulo del banco, apoyada en una mesa alta. Está llena de pequeños expositores con folletos publicitarios que le preguntan con entusiasmo si no ha pensado en agenciarse una nueva tarjeta de crédito o por qué no pedir dinero prestado para una nueva cortacésped o, directamente, para la casa de sus sueños.
Le ha prometido a Minoo ir con Nicolaus al banco sin que él lo sepa. Es tan terco que se niega a aceptar la ayuda que a todas luces necesita. Así que le ha tocado la tarea de hacerse invisible y vigilarlo.
¿Y se supone que él es nuestro guía?, se pregunta Vanessa observando a Nicolaus que aguarda su turno con el número en la mano.
Lleva un viejo abrigo muy grueso que parece comprado en una tienda de segunda mano.
Pero tiene que reconocer que es muy emocionante. Será la primera en saber lo que hay en la misteriosa caja fuerte. Y además le gusta la sensación de actuar a espaldas de la directora. Tuvieron clase con ella el domingo también y no fue en absoluto más entretenida que las clases del instituto. Podría pensarse que las clases de magia serían algo más apasionantes, pero se dedicaron a observar con la lupa el Libro de los paradigmas. Y eso solo les dio dolor de cabeza. A Vanessa le recordaba esos dibujos de puntos en los que se supone que se ven figuras en tres dimensiones. A ella tampoco le han funcionado nunca.
Vanessa observa al personal del banco, que escribe en silencio en sus ordenadores, o que habla con los clientes en voz baja para infundir confianza. Todos los que trabajan allí van pulcros y bien vestidos. Y sus pies emiten como un susurro al andar sobre la moqueta. Vanessa trata de imaginarse cómo será tener un trabajo así y le parece aburridísimo.
Lo cierto es que su madre salía con un tío que trabajaba allí. Tobías. Era tan soso como autosuficiente. Luego conoció a una joven rica de Gotemburgo y dejó a su madre en el acto, y Vanessa tuvo que consolarla y esconderle el vino de cartón.
En una ocasión en que su madre se había pasado la comida sorbiéndose la nariz, Vanessa se dio cuenta de que no podía seguir compadeciéndola por más tiempo, así que le dijo a gritos que por qué no conocía de una vez a un tío que la hiciera feliz. Su madre se la quedó mirando con los ojos enrojecidos y le dijo entre sollozos que no la entendía. «El amor duele», le dijo. «De lo contrario no es amor verdadero.»
Vanessa se niega a creer que eso sea verdad. De ser así, no tendría ningún sentido estar con alguien. Y podríamos dedicarnos a ir follando por ahí sin hacernos cargo de fregarle los platos a otro ni de lamentarnos de que no nos entienden.
Debe de ser esa la razón por la que no quiere que yo esté con Wille, piensa Vanessa. Siente envidia de que seamos tan felices.
La rabia la inunda una vez más al pensar en su madre. Siguen sin hablarse. Su madre ni siquiera le ha dejado un mensaje airado en el móvil. Está segura de que ha sido Nicke quien le ha dicho que es mejor que no la llame. Casi puede oírle decir que Vanessa tiene que «saborear las consecuencias de su forma de actuar».
Ella tampoco piensa llamar. No está dispuesta a permitir que ganen. El único al que echa de menos es a Melvin, al que dejó llorando cuando se marchó.
Se oye un pitido cuando el nuevo número de la cola aparece en la pantalla. Nicolaus mira a su alrededor un tanto desorientado. Parece que es su turno, pero es obvio que no sabe adónde dirigirse. Como si el número que parpadea acuciante encima de la única caja libre no fuese una pista. Examina el papelito, quizá creyendo que encontrará ahí la respuesta, y Vanessa deja escapar un suspiro. Debe reprimir el impulso de acercársele y darle un empujón en la dirección adecuada.
En la caja libre hay una chica de larga melena negra. Es guapa y lo sabe. A diferencia de los demás zombis del banco, ella parece tener capacidad de irritarse y, en opinión de Vanessa, eso la honra. Está haciéndole señales a Nicolaus con gesto impaciente.
—Es el número uno —dice Nicolaus ya delante de la ventanilla.
—¿Perdón?
—La caja fuerte que se abre con esta llave. Es el número uno. Me informaron de ello cuando telefoneé esta mañana.
—¿Quiere decir que tiene una caja fuerte aquí? —pregunta la joven.
—Eso me han dicho.
Ella le sonríe con una expresión profesional, ni un milímetro más de lo necesario, mientras Nicolaus firma unos documentos.
—Es por aquí.
Nicolaus bordea el mostrador y Vanessa lo sigue. Espera no dejar huellas de nieve con los zapatos.
Recorren un pasillo que desemboca en unas rejas de seguridad de acero; la de la melena negra las abre con una llave.
—Solo hay que bajar una planta —dice—. Tengo que cerrar con llave mientras esté usted dentro.
Nicolaus parece aterrado.
—Llame por teléfono cuando haya terminado —dice.
Nicolaus asiente y empieza a bajar la escalera con pasos sigilosos. Vanessa tiene el tiempo justo de colarse detrás de él antes de que la empleada del banco cierre las rejas con un golpe tan fuerte que resuena el tintineo del metal.
Las paredes de la cámara están cubiertas de cajas metálicas rectangulares y numeradas de color gris oscuro mate. Vanessa se pregunta cuánto dinero, joyas y sucios secretos se esconden en aquellos cubos. Testamentos que desvelan la existencia de hermanos desconocidos y de hijos ilegítimos. Fotos de escenas de sexo y cartas de amor.
Allí abajo reina un silencio absoluto. En el centro de la habitación hay una mesa y una silla.
Nicolaus recorre las portezuelas con la vista. En una esquina de la fila superior está la caja número uno. Se acerca con expresión resuelta y la abre.
Vanessa retrocede cuando él se acerca con la caja y la pone encima de la mesa. Al ver el cubo reluciente de metal se pone un poco nerviosa. Nicolaus da un paso atrás y se lo queda mirando. Es evidente que él también tiene miedo de lo que pueda contener la caja. En el mundo en el que Vanessa vive en estos momentos podría muy bien tratarse de un gran agujero negro que engullese todo el universo y lo volviera del revés. O un pequeño unicornio malvado que escupiese un ácido corrosivo.
Nicolaus extiende la mano para abrir la caja pero se detiene a medio camino. Se da la vuelta muy despacio y mira a su alrededor.
—¿Vanessa?
Ella contiene la respiración.
—Sé que estás aquí.
Vanessa no se atreve a hacerse visible puesto que tiene que haber cámaras de vigilancia allí dentro. Pero da un paso atrás y roza el abrigo de Nicolaus para confirmarle su presencia.
—¿Cómo lo has sabido? —pregunta.
—No lo sabía —responde—. Lo he adivinado. Hubo algo en el comportamiento de la señorita Minoo que me llevó a sospecharlo.
—Tenía miedo de que hubiera algo peligroso en la caja —susurra Vanessa.
—Y si es así, ¿cómo vas a ayudarme tú?
—Por lo menos somos dos. Y a mí no me ve nadie.
—El mal ve más de lo que creemos —susurra Nicolaus—. Tienes que salir de aquí.
—De todas formas no puedo salir. Estamos encerrados, así que ya puedes ir abriendo la caja, a ver si acabamos cuanto antes.
—¡Pues, por Dios bendito, por lo menos retírate unos pasos!
—Ya me había apartado.
Nicolaus asiente y respira hondo, como si fuera a sumergirse en el agua. Alarga la mano hacia la caja pero vuelve a detenerse.
—¿Qué pasa? —pregunta Vanessa.
—Me llena de espanto pensar en lo que habrá ahí dentro —dice.
—No eres el único.
—Tú no lo entiendes. Desde que me despertaron voy vagando por una especie de niebla. Y puede que haya llegado el momento de que se disipe. Temo las respuestas que pueda encontrar. Si es que encuentro alguna.
De repente Vanessa siente por Nicolaus una compasión inmensa. Debe de ser horrible vivir siempre como él, en la oscuridad. Aun así se ha mantenido fiel y al lado de todas ellas. Siempre ha intentado ayudarles a encontrar respuestas. A diferencia de la directora, que ya las tiene pero no las comparte.
—Puedo abrirla yo —sugiere Vanessa.
—No —dice Nicolaus respirando hondo una vez más—. Es mi destino.
—Como quieras —responde Vanessa acercándose un poco más.
Nicolaus abre la caja.
Contiene un libro negro con dos círculos perforados en la portada. Y, al lado, la consabida lupa de plata.
—El Libro de los paradigmas —dice Vanessa—. Y un localizador de paradigmas. Como los que utilizan las brujas.
Nicolaus saca el libro.
Debajo hay un sobre blanco. En la parte delantera se lee escrito en caracteres antiguos y sinuosos:
«A la atención de Nicolaus Elingius.»
El conserje mira de reojo hacia el punto en el que cree que se encuentra Vanessa. Se equivoca en un metro más o menos. Luego le da la vuelta al sobre. Tiene un sello lacrado en rojo. Nicolaus lo rompe despacio, abre el sobre y saca una cuartilla de papel fino. Vanessa lee por encima de su hombro.
Me dispongo a escribir estas líneas cuando llevo cinco semanas en Engelsfors. Cinco semanas de clarividencia. En cuanto regresé se retiró el velo de mis ojos y recordé mi objetivo y mi meta. Aun así me atormenta el presentimiento de que ese estado no perdurará.
Mi primera intención era escribir un informe completo de mi historia y de lo que le espera a este lugar maldito. Pero caí en la cuenta de que la carta, ¡Dios no lo quiera!, corre el riesgo de acabar en las manos equivocadas. Ese riesgo me impulsa a elegir mis palabras con cuidado. No me atrevo a desvelar tanto como habría deseado.
Aunque el yo que lee esta carta ha vuelto a sumirse en las brumas, cuento al menos con algo de ayuda. Si puedo leer esto en un futuro ignoto, será porque mi fiel familiaris me ha conducido hasta aquí.
Ten consuelo, mi yo perdido. Volverá la clarividencia. La cruz de plata os protegerá a ti y a los Elegidos. Teniéndola cerca estáis tan seguros como en el lugar sagrado.
Como una última guía me doy aquí esta máxima, cuyo significado profundo he tratado de grabarme en la memoria:
MEMENTO MORI.
Minoo lee otra vez los últimos renglones antes de dejar la carta en la mesa de Nicolaus. La cruz de plata que cuelga en la pared frente a ella debe de ser la misma a la que alude la carta. Hacía tan solo unos minutos la consideraba un objeto extraño. Ahora, de repente, ha adquirido un aura de misterio.
Nicolaus tiene el Libro de los paradigmas abierto y está ajustando el localizador. El gato ronronea a sus pies.
Naturalmente, Gato es el familiaris de Nicolaus. Minoo no se explica cómo se le escapó ese detalle cuando la directora les contó lo de las brujas y su capacidad de vincularse con animales.
Brujas.
Como Nicolaus.
Coge la carta, la lee otra vez e intenta comprender.
Hasta Nicolaus es un brujo. Todos menos ella son brujos a aquellas alturas.
Vanessa sale de la cocina y da un salto cuando Gato trata de frotarse contra su pantorrilla.
—¿No podrías haber elegido a un familiaris con mejor pinta? —pregunta.
—Memento mori —murmura Nicolaus—. «Recuerda que vas a morir.» Si por lo menos recordara por qué puse esa frase…
—Pero te has acordado de que escribiste la carta —dice Minoo tratando de alentarlo—. Así que al final lo recordarás, ¿no? Y también recuperarás los poderes.
—Espero por Dios que tengas razón —exclama sin dejar de ajustar el localizador—. ¿Cómo funcionaba esto?
—Como una radio —responde Vanessa—. Más o menos.
—Al menos, ahora tenemos conocimiento de un dato importante —añade Minoo señalando la cruz—. Kärrgruvan no es el único lugar seguro donde reunirnos.
—Qué alivio —dice Vanessa poniéndose el anorak que había dejado en el suelo—. Un sitio donde no hay cuarto de baño es un asco. Y aquí podemos vernos sin que se entere la bruja mayor.
Vanessa se sube la cremallera del anorak, con la clara intención de irse. Minoo tiene la impresión de que va demasiado deprisa. Ahora todo es diferente, y necesitan sentarse a reflexionar sobre lo que eso implica.
—¿No creéis que deberíamos contárselo a la directora? Esto significa que tú también eres brujo, Nicolaus. Ahora tiene que aceptarte, ¿verdad?
—Ojalá sea así, ojalá que no sea amiga de los demonios —dice Nicolaus—. Pero tengo la sensación de que no podemos confiar en ella ni en lo que llama el Consejo.
—Por mí, bien —acepta Vanessa encogiéndose de hombros.
—¿Y las demás? —pregunta Minoo.
—Yo se lo cuento a Linnéa —dice Vanessa—. Y tú díselo a Anna-Karin.
—¿Y la señorita Ida? —pregunta Nicolaus.
Vanessa y Minoo intercambian una mirada. No les parece correcto excluir a Ida. Va contra todo lo que decía Rebecka, aquello a lo que Minoo ha intentado mantenerse fiel: que tienen que trabajar todas juntas. Pero ¿de verdad pueden confiar en Ida?
—No —contesta Minoo—. A ella no le diremos nada.
—Estoy de acuerdo —dice Vanessa.
—Ella también es una de los Elegidos —objeta Nicolaus.
—En cuanto sepamos un poco más se lo contamos —dice Minoo—. Lo prometemos.
Nicolaus la mira escéptico.
—No podemos estar seguros de que no le vaya con el cuento a la directora —dice.
La cosa funciona. Nicolaus parece contrariado, pero al final asiente.