La mañana del lunes Minoo se levanta media hora antes de lo habitual.
El fin de semana se le antoja como un sueño largo y extraño. El fuego azul. Los seis elementos. El Libro de los paradigmas. Gato y la llave. Y Max. Sobre todo, Max.
Max la besó.
Eso es un hecho.
La besó y para él eso significó algo. Por mucho que dude de sí misma, pudo apreciarlo en su mirada.
Él quiere estar con ella. Le salta el corazón en el pecho cuando lo piensa. Max quiere estar con ella, y ella le hará comprender que está bien. No hay razón para luchar contra lo que sienten el uno por el otro.
Minoo se pone un top negro que se había comprado el año anterior, pero que no se había atrevido a usar. Es más entallado que los que suele llevar y tiene el escote un poco más bajo. En condiciones normales no se pone mucho maquillaje, salvo algo de corrector para tapar los granos, pero ahora coge el lápiz que apenas ha utilizado y se perfila con él los ojos. Se examina en el espejo y condena el resultado de inmediato. Le hace los ojos más pequeños.
Se quita toda la pintura y vuelve a empezar: se tapa los granos, se pone un poco de polvos en las ojeras para camuflar el cansancio y termina con un toque de rímel en las pestañas. Se tapa algunas rojeces que tiene debajo de la clavícula y la que tiene en el hombro. ¿Por qué conformarse con los granos de la cara cuando se pueden tener por todo el cuerpo?
Minoo deja la bolsa de maquillaje en la mesilla de noche y ve la llave. La ha lavado varias veces y la ha frotado con una solución de alcohol. Aun así, le cuesta tocarla.
Tiene una teoría sobre qué abre. Antes del fin de semana, Minoo se la habría enseñado enseguida a la directora. Pero ahora no piensa hacerlo, no después de lo que pasó en el parque. Adriana no se ha puesto en contacto con ella desde que se marchó, es obvio que ya no la considera una Elegida. Así que, ¿por qué habría de serle leal?
Se guarda la llave en el bolsillo y echa una última ojeada al espejo.
La verdad es que está más que pasable. Si entorna un poco los ojos, puede creerse incluso que es guapa.
Está nevando y una capa blanca de un centímetro de profundidad se ha extendido sobre el patio del instituto. Minoo llega temprano. Tan solo hay unas cuantas huellas solitarias que se dirigen hacia la entrada.
Al entrar en el edificio nota el olor intenso a detergente. Aún se ve el mensaje que alguien había garabateado en una de las paredes, aunque habían intentado limpiarlo.
IF U WANNA SAVE THE PLANET
KILL UR FUCKING SELF
Minoo no sabe si es el olor o el mensaje lo que le ha puesto tan mal cuerpo. Aparta la vista y continúa hacia la oficina de Nicolaus, al fondo del pasillo. Sus pasos resuenan solitarios. Los tubos fluorescentes del techo emiten un leve zumbido.
Se oye algo más. Un arrastrar a sus espaldas. Como de algo que se desliza pesadamente por el suelo.
Minoo se da la vuelta con rapidez.
El pasillo está desierto.
—¿Minoo? —se oye susurrar a alguien.
Ella se da la vuelta de nuevo. Nicolaus aparece en el umbral de la conserjería. Minoo echa una ojeada rápida por encima del hombro antes de entrar.
Nicolaus lleva un traje gris muy ajado. Todo él parece ajado y gris. Como si hubiera envejecido décadas desde que la directora lo descartó.
—Hola —dice Minoo—. Tengo que enseñarte una cosa.
—¿Ah, sí? —dice Nicolaus enarcando una ceja—. ¿Y la mujer esa te ha dado permiso?
—No —responde Minoo muy seria—. No le he dicho nada. Y no se lo diré si tú no quieres.
En la cara de Nicolaus se dibuja una sonrisita que cambia por una expresión más digna en cuanto se da cuenta.
—Bueno, pues enséñamela.
Gato aparece sigilosamente, se planta de un salto encima de la mesa y se sienta.
Minoo lo mira de reojo. Gato está observando la oficina y Minoo tiene la sensación de que trata de hacerse el indiferente. Saca la llave del bolsillo y se la pasa a Nicolaus, que le da vueltas y más vueltas mientras ella le cuenta de dónde ha salido.
—Vamos a ver, ¿quieres decir que ese animal infame ha vomitado este objeto? —pregunta Nicolaus con una expresión casi de orgullo, como si Gato fuera su hijo y hubiera hecho algo fantástico.
Gato suelta un maullido y se frota contra la mano de Nicolaus, que le da unas palmaditas distraídas en la cabeza, un poco demasiado fuertes, piensa Minoo. Pero Gato parece satisfecho. Cierra a medias su único ojo y empieza a ronronear.
—Creo que sé adónde conduce —dice Minoo—. Mis padres tienen una caja fuerte con objetos de valor. Fui a compararla y esta llave es igual que la suya. Se me ocurrió porque vi a Gato delante de la puerta del banco de Storvallstorget el día que murió Rebecka. Sospecho que en ese banco hay una caja fuerte a tu nombre y que esta es la llave.
—¿Por qué a mi nombre?
—Es lo único que me parece lógico. La primera vez que Gato apareció fue contigo, ¿no?
—Sí, eso es verdad —responde Nicolaus meditabundo—. Debo reconocer que he empezado a sentir cierto afecto por esa bestia plagada de pulgas.
Gato emite un maullido de aprobación.
—Tienes razón —afirma Nicolaus—. Debería ir al banco a preguntar.
—Bien —dice Minoo.
—Solo tengo una duda —confiesa Nicolaus—. ¿Qué es una caja fuerte?
Minoo se muerde el labio.
—Voy contigo —dice Minoo.
—No te lo permitiré. No pueden vernos juntos. Las fuerzas del mal…
—Vale, vale —lo interrumpe Minoo—. Pero no sabemos lo que hay en la caja. No deberías ir solo.
—Precisamente por eso debo ir solo. No pienso exponer a nadie a ningún peligro —dice Nicolaus.
Minoo deja escapar un suspiro. No puede permitir que Nicolaus vaya solo. Todavía no saben nada de Gato y de lo que pretende en realidad.
Comprende que debe pedir ayuda a Vanessa, a pesar de que no tiene la menor gana de ver a ninguna de las demás Elegidas después de aquella salida suya tan vergonzosa del parque.
Cuando se va de la oficina de Nicolaus, los alumnos han empezado a llenar los pasillos. Minoo ve a Linnéa, que está hablando con una chica con el pelo azul. Por suerte no ve a Minoo mientras esta coge los libros de su taquilla y se pierde por el pasillo.
Minoo está a punto de subir las escaleras cuando oye que Gustaf la llama.
Se da la vuelta. Allí está él, con su grueso anorak y las mejillas rosadas por el frío.
—Hola —saluda Gustaf.
—Hola —responde Minoo.
Minoo nota que la gente que sube apresurada la escalera los mira. ¿Qué iba a tener que decirle Gustaf Åhlander a alguien como Minoo? Después de la muerte de Rebecka y de la entrevista en el periódico de la tarde es más popular que nunca. Naturalmente, tiene a su alrededor un enjambre de chicas deseosas de consolarlo.
Gustaf se quita el gorro y se lo guarda en el bolsillo del anorak.
—Solo quería darte las gracias —dice.
—¿Por qué?
—Por escucharme en la iglesia. Y por decirme que hablara con los padres de Rebecka. Si no, no me habría atrevido nunca. Me sentí como…, bueno, que si tú pudiste comprenderme, quizá ellos también pudieran.
Minoo se da cuenta de que tiene los ojos empañados.
—¿Qué te dijeron? —pregunta.
—Se alegraron de que fuera a verlos y no estaban enfadados conmigo. Lo entendían. Los periódicos también los habían acosado a ellos. La madre de Rebecka también se arrepiente de haber hablado con Cissi. Fue… bonito. Estuvimos llorando juntos.
Minoo comprende ahora perfectamente lo que Rebecka vio en Gustaf. Es una persona increíblemente abierta. Minoo se pregunta cómo ha podido convertirse en un ser así en una ciudad donde, a poco que un chico exprese mínimamente sus sentimientos, se lo tilda de maricón, lo que significa la muerte social.
—Qué bien —dice—. Quiero decir que me alegro de que fuera bien.
Gustaf asiente. Luego le da un abrazo. De repente Minoo piensa que le gustaría conocerlo mejor. Se termina el abrazo y Gustaf desaparece por el pasillo.
Ella se da la vuelta y está a punto de subir la escalera cuando ve a Max en el rellano superior con una taza de café en la mano. Sonríe a Minoo y continúa hacia el aula.
Minoo se queda inmóvil.
No había en aquella sonrisa el menor rastro de calidez ni el menor indicio de que compartan un secreto. No era más que la sonrisa del profesor a un alumno. A un alumno cualquiera.
Anna-Karin se baja del autobús y empieza a caminar hacia su casa.
Ha dejado de nevar y un manto blanco se extiende sobre el paisaje. No ha tenido fuerzas para quedarse en el instituto después del almuerzo, así que, por una vez, aún es de día cuando vuelve. Para Anna-Karin eso es lo peor de esta época del año: es de noche cuando va al instituto, y es de noche cuando vuelve a casa.
El abuelo está delante del cobertizo hablando con el padre de Jari, que ha estado en la finca arreglando el tejado de la cabaña del abuelo. Resulta difícil pensar que Jari y su padre sean familia. El padre es bajito y ancho de espaldas, casi como un cubo.
Anna-Karin aguarda un poco apartada hasta que el hombre se sienta al volante de su furgoneta y se marcha, y ella se queda sola con el abuelo.
—Hombre, hola —le dice al verla.
—Hola —saluda Anna-Karin acercándosele.
El hombre levanta la vista al cielo.
—Si estuviéramos en verano, pensaría que se avecina una tormenta —dice.
Anna-Karin sigue la mirada del abuelo. El cielo es como una nada interminable, de un gris blancuzco homogéneo, sin fin.
—¿Qué quieres decir?
—¿No notas que el aire está cargado de electricidad? —pregunta el abuelo—. Desde luego, se avecina algún tipo de precipitación, de eso puedes estar segura.
El abuelo gira la cabeza y la mira fijamente.
—¿No lo notas?
Ella niega en silencio. En realidad, Anna-Karin nunca ha reflexionado demasiado sobre el hecho de que el abuelo es como un barómetro viviente. Y no solo sabe interpretar el tiempo. Siempre tiene una idea clara de cómo se encuentran los animales de la finca. Es como si se lo contaran en una especie de lengua misteriosa y sin palabras. Y en la comarca ya ha ayudado a varias personas a encontrar agua con su varilla. El abuelo no le da mucha importancia a esas cosas. Sencillamente lo hace. Pero en esta ocasión parece desconcertado por lo que le cuenta la naturaleza.
—Nunca he visto nada igual, de eso puedes estar segura —murmura entre dientes, gira la cabeza y escupe en la nieve. Luego trata de esbozar una sonrisa—. Puede que esté empezando a chochear.
—Déjalo ya, abuelo —dice Anna-Karin. No soporta que el abuelo diga esas cosas.
Tiene un destello de lejanía en la mirada.
—Te digo que casi prefiero que sean figuraciones de un viejo —insiste—. Me despierto por las noches porque oigo susurros entre los árboles y, cada mañana, cuando miro por la ventana, tengo la sensación de que el bosque se ha espesado cercándonos un poco más. Como si los árboles se estuvieran reuniendo.
—¿Para qué? —pregunta Anna-Karin.
Él la mira. Se diría que los separa una distancia inaudita. Se diría que estuvieran cada uno en una orilla y que el abuelo intentara averiguar cómo cruzar hasta aquella en la que se encuentra Anna-Karin.
—Bonita mía —comienza el abuelo y luego vacila.
Todo aquello que no se han dicho se interpone entre los dos. Y son tantas cosas… Un mar de silencio que lleva existiendo toda su vida.
—Ya sé que no se me da muy bien hablar de… ciertos temas —continúa el abuelo—. Pero a los hombres de mi época no se nos enseñaban esas cosas. De todos modos, espero que sepas que yo… Que yo te quiero.
Anna-Karin se siente avergonzada. Tiene deseos de decir que ella también lo quiere, pero no puede articular palabra.
—Y te querré sin importarme los errores que cometas. Aunque hicieras algo malo yo te seguiría queriendo, y si alguien quisiera hacerte daño, te defendería hasta la última gota de sangre.
Anna-Karin asiente y nota el calor en las mejillas.
—Quiero decir que yo siempre estaré de tu parte, aunque no comprenda de qué se trata. Y bien saben los dioses que hay muchas cosas que no comprendo. Son tiempos muy extraños.
Y en ese momento Anna-Karin podría contárselo todo.
Si supieras cuánta gente ha querido hacerme daño durante todo este tiempo, querría decirle Anna-Karin. Si supieras lo que me está ocurriendo ahora.
Es mi deber informarte de que el Consejo ha iniciado una investigación.
Las palabras de la directora le resuenan en la cabeza. No quiere ni imaginarse los castigos que un consejo de brujas puede imponerle a nadie.
Una bandada de chovas alza el vuelo desde el bosque que se extiende en la linde opuesta del prado. Sobrevuelan el aire describiendo círculos, profiriendo quejidos airados, como si algo las hubiese asustado. Anna-Karin puede oír el batir de las alas desde donde está. Se reúnen arracimadas bajo el cielo blanco, antes de proseguir el vuelo hacia las copas de los árboles.
El abuelo susurra algo en finés con la mirada fija en la dirección de las aves.
Anna-Karin lo mira. Él la mira a ella. Y los dos saben que ha pasado el momento. Ese mar sigue extendiéndose entre los dos, imposible de vadear.