Minoo ha fantaseado muchas veces con tomar ese camino. Solo la conciencia de lo patético que sería la ha detenido. Pero esta noche le parece muy apropiado: se ve ya tan lamentable que no importa que se humille un poco más. No le queda ningún orgullo que perder.
La zona se compone de casas idénticas de una sola planta, alguno de cuyos habitantes ha tratado de contrarrestar la uniformidad colocando abanicos y lámparas multicolores en las ventanas. Va caminando por la acera de los números pares, observando la de los impares. Se detiene bajo una farola, enfrente de Uggelbovägen, número 37.
Minoo contempla el edificio amarillo. El tejado está cubierto de tejas y de él sobresale una chimenea negra. A cada lado de la puerta hay una ventana: a la izquierda, la ventana cuadrada de un cuarto de baño con el cristal esmerilado; y a la derecha, una más grande con las persianas echadas. La casa está a oscuras.
Intenta imaginarse el aspecto de Max cuando llega a casa por la noche, se acerca a la puerta, abre y entra… Pero es como si su imaginación hubiera dejado de funcionar. Como si no pudiera imaginarse que Max viva en esa casa. Es demasiado normal. Ahí puede vivir cualquiera.
A Minoo le viene a la cabeza lo que Rebecka dijo aquella noche de otoño.
Si crees que hay algo entre vosotros, seguro que es verdad.
En estos momentos necesitaría a Rebecka. Nunca se ha sentido tan sola.
Respira hondo y al instante acuden las lágrimas. Le corren por las mejillas y le mojan la bufanda. Se le escapa un sollozo, rescata un pañuelo arrugado del bolsillo del anorak y se suena.
—¿Minoo?
Se da la vuelta y ve a Max acercándose.
Eso era lo que ella esperaba en su fuero interno. Que ocurriera algo con Max esa noche, bueno o malo, no le importaba. Puede reírse de ella, compadecerse de ella, cualquier cosa con tal de que la vea.
—Hola —dice Minoo.
Max se queda como un pasmarote. Su respiración le envuelve la cara en una nube de vaho.
—¿Qué haces aquí?
Es imposible interpretar su expresión. La mira con curiosidad.
—Salí a dar un paseo —responde Minoo—. Me sentía encerrada.
Al menos eso no es mentira.
—¿Ha pasado algo?
Minoo se encoge de hombros.
—¿Es por Rebecka? —pregunta Max.
—Um.
No se atreve a decir más.
Max asiente reflexivo. Entonces echa una rápida ojeada a la casa de enfrente y dice:
—Yo vivo aquí.
—Ah.
Minoo baja la vista con la esperanza de que no haya notado que ha ido allí precisamente para fisgar como un merodeador.
—¿Quieres venir? —pregunta.
Minoo solo es capaz de asentir.
Cruzan juntos la calle. Intenta tomar conciencia de que está a punto de entrar en la casa de Max. Con él.
Max abre la puerta y enciende la luz de la entrada.
—¿Me das el anorak? —pregunta.
Se baja la cremallera y él le ayuda a quitarse la abultada prenda.
Eso casi debería hacerla sentirse como una dama. Pero, más bien, se siente como una niña de parvulario. Mientras él cuelga el anorak, ella se quita los zapatos y piensa que ojalá no se dé cuenta de que calza nada menos que un 41.
—¿Quieres un té?
—Sí, gracias.
Max se adentra por el pasillo. Minoo ve la puerta del baño y se cuela dentro.
Cuando enciende la luz, se encuentra con azulejos grises y un suelo de linóleo azul. Es un baño completamente normal y, a pesar de ello, es como encontrarse en un lugar embrujado, porque es el baño de Max. Está lleno de pistas acerca de quién es él. Es un hombre que se cepilla los dientes con un cepillo eléctrico, pero se afeita con cuchilla. Se lava las manos con un jabón sin perfume que tiene en un dispensador. Compra la pasta de dientes en un tubo enorme. Tiene la impresión de que podría descifrar un código fundamental solo con observar el tiempo suficiente. Pero entonces, lógicamente, él empezaría a preguntarse qué está haciendo allí dentro.
Minoo se vuelve hacia el espejo y contempla su cara sin maquillar. Los granos brillan compitiendo con los ojos enrojecidos por el llanto. Si su aspecto no fuera tan grotesco, quizá pudiera pensar que Max quería que estuviera allí; que no es solamente compasión por lo patética que es.
—Eres una víctima de mierda —se susurra mirándose al espejo—. ¡Lárgate de aquí!
Abre la puerta y sale al recibidor. Se oye la música en el interior de la casa. Un segundo después aparece Max con dos tazas de té. Tiene un aspecto infinitamente amable. Por no hablar de lo guapo que está. Tanto que Minoo se sonroja hasta las orejas. Se pregunta cómo sería besarlo. Besar a alguien, punto.
Le cosquillean las muñecas y los brazos se le quedan sin fuerza.
Tengo que irme, piensa. Tengo que irme antes de hacer un ridículo espantoso.
—¿Vienes? —pregunta él.
Ella lo sigue hasta el salón. La decoración es sobria pero acogedora. En la pared del fondo hay un sofá. A la derecha hay una estantería atestada de libros, películas y elepés antiguos. En la pared de enfrente se ve un póster enmarcado. Una mujer de cabello oscuro y rizado posa medio de perfil. Lleva un vestido de seda azul drapeado. Tiene la cabeza ligeramente inclinada y la mirada grave e introvertida, atormentada. Lleva una granada en una mano y con la otra se sujeta la muñeca. La pose tiene cierta carga de angustia. A Minoo le gusta el cuadro enseguida. Es como si comprendiera a aquella mujer.
Echa una ojeada a los libros de la estantería. Una mezcla de títulos suecos e ingleses. Se alegra de que no sean las mismas novelas de siempre, que todo el mundo tiene en las estanterías y de las que, dentro de diez años, habrá miles de ejemplares en las librerías de viejo.
—¿Ves alguno que te guste?
Minoo se fija en El amante y se pone colorada.
—Sí, este es muy bueno —responde pasando el dedo por el lomo de El lobo estepario.
Muy bueno. Le dan ganas de darse una torta. Interesante, fascinante, fantástico. Cualquier adjetivo habría sonado mejor. Pero Max se muestra agradablemente sorprendido.
—Es uno de mis favoritos —dice él.
—Y estos me gustaron muchísimo —continúa Minoo señalando con la esperanza de que no se note mucho su esfuerzo por impresionarlo.
Sí, bueno, se ha leído todos esos libros y le gustan. Pero también lee otras cosas. Fantasía y ciencia ficción. Y a Max eso le parecería inmaduro, ¿no?
—El extranjero y Memorias del subsuelo —dice Max al ver los libros que está señalando. Se ríe—. No te van mucho los libros alegres, ¿no?
—Los libros alegres me deprimen —responde, lo cual es completamente cierto. Pero al oír cómo suena, sonríe avergonzada—. Y no quería ser pretenciosa.
—Vale. No está mal —dice Max correspondiendo a su sonrisa—. Sobre todo para una chica de dieciséis años.
El comentario sobre la edad le escuece un poco, pero de todas formas se siente totalmente embriagada por tanta atención. Se sienta en el sofá de color negro. Max pone las tazas en la mesa y se acomoda a su lado. Solo los separa un metro. Podría extender el brazo y tocarlo. Por lo menos, si ella fuera otra persona, mucho más valiente y guapa. Por ejemplo, Vanessa.
—Qué casa más bonita —dice ella.
—Gracias.
Luego, él no dice nada más. Simplemente se la queda mirando con esos ojos entre verdes y caramelo. Minoo desvía la mirada hacia las tazas de té que humean en la mesa.
—¿Te gusta vivir aquí? —pregunta Minoo—. En Engelsfors, quiero decir.
—No.
Minoo ve que está sonriendo y no puede evitar sonreír ella también.
—¿Tanto trabajo te damos?
—No son los alumnos, sino los demás profesores. Quieren que todo sea como siempre. Al principio pensé que tal vez se irían abriendo a ciertos cambios. Pero ya casi ha pasado un semestre…
Minoo siempre había pensado que todos los profesores formaban un frente común. Que siempre estaban de acuerdo en todo.
Me habla como a un adulto, se dice.
—¿Y qué piensas hacer? —pregunta.
—No lo sé. Por lo menos me quedaré hasta el verano y luego ya veremos.
Minoo alarga el brazo para coger la taza de té con la esperanza de tragarse el grito de «¡No te vayas!» que se le abre paso por la garganta. Al coger la taza salpica un poco de té ardiendo que le cae en la mano.
—Ten cuidado —dice Max cogiendo la taza.
Sus manos se rozan y Minoo se alegra de que sea él quien tiene la taza en ese momento, de lo contrario la habría derramado encima de los dos.
—Gracias —contesta en un susurro.
Max limpia la taza con una servilleta antes de devolvérsela. Minoo tiene los dedos húmedos y el asa de la taza se le resbala. Se la lleva despacio a los labios y da un sorbito del líquido caliente.
—¿Y tú? —pregunta él.
—¿Yo, qué?
Max se gira un poco para verla de frente. Pone el brazo en el respaldo del sofá. Si Minoo se acercara un poquito más, solo un poco, podría rodearla con el brazo, como cuando estuvieron sentados en la escalera. Podría acurrucarse junto a él, apoyar la cabeza en su pecho.
—Sospecho que Engelsfors y tú no combináis bien —dice él.
Minoo suelta una risita, una risa boba y un poco nerviosa, y deja la taza en la mesa. La mano le tiembla demasiado.
—Odio esta ciudad —dice ella.
—Lo entiendo —responde Max—. Es que tú no encajas aquí.
Debe de haber advertido su preocupación en la mirada, porque alarga la mano y la pone sobre la de ella.
—Era un cumplido —le dice con amabilidad.
Tiene la mano tan caliente y tan suave. Y no la retira.
—Yo me crie en un pueblucho de por aquí, exactamente igual que Engelsfors —explica Max—. Sé lo atrapado que uno puede sentirse. Lo solitario y claustrofóbico que es. Pero después, llegas a comprender que no hay nada de malo en el hecho de no encajar. Puede que incluso todo lo contrario.
—Rebecka encajaba —dice Minoo—. Bueno, quiero decir que nadie la consideraba una persona rara, pero sí era especial.
—Rebecka significaba mucho para ti —observa Max con dulzura.
Es como una posibilidad, como un modo de decir «podemos hablar si tú quieres».
—Y no lo era solo para mí —añade nerviosa—. O sea, todo el mundo la quería. Sobre todo Gustaf, claro, su novio. Hacían una pareja estupenda.
Minoo consigue dejar de hablar y se echa hacia atrás nerviosa en el sofá. La mano de Max sigue sobre la suya. Minoo se pregunta si el reverso de la mano puede sudar. Dirige la vista hacia la mujer de la pared.
—¿Quién lo ha pintado? Me refiero al original.
Qué bien que he dejado claro que sé que es un póster y no un original, se dice.
Max retira la mano.
—Dante Gabriel Rossetti —responde con el tonillo de profesor—. Pertenecía a un movimiento artístico inglés, los prerrafaelitas. La modelo se llamaba Jane Morris. Era la musa de Rossetti. Aquí la ha retratado como Perséfone, que fue raptada por Hades, dios del inframundo. Se convirtió en la triste reina del dios de la muerte.
Minoo contempla la piel lechosa de la mujer y piensa que ella, en comparación, debe de parecer un monstruo.
—Es precioso —dice volviéndose hacia Max—. Ella es preciosa.
—¿Te acuerdas de la amiga de la que te hablé? ¿La que se suicidó? —pregunta Max con un hilo de voz.
Minoo asiente.
—Se llamaba Alice. Fue ella la que me enseñó este cuadro… Se parecía muchísimo a la modelo. Tanto que da grima. Siempre bromeaba diciendo que era la reencarnación de Jane Morris.
—Tú la querías, ¿verdad?
Minoo lo ha dicho sin pensar. Max la mira sorprendido, como si acabara de despertarlo.
—Sí —responde él—. La quería.
Minoo lo mira a los ojos.
—Eres una persona poco común, Minoo —observa Max—. Quisiera…
Se queda callado.
—¿Qué? —pregunta Minoo con apenas un susurro.
Se acerca un poco más a él, solo un milímetro, pero es como si se hubiera arrojado a un precipicio.
Es ahora o nunca.
Tiene que ocurrir, piensa. Por favor, ojalá que ocurra.
La mano de Max, que hacía un instante estaba en el respaldo del sofá, se desplaza lentamente hacia el hombro de Minoo y se detiene allí.
Es como si se hubieran convertido el uno en el reflejo del otro. Cuando él se le acerca, ella sigue su ejemplo, hasta que sus labios se rozan.
A Minoo siempre le ha preocupado hacer algo mal la primera vez que besara a alguien. Pero ahora es Max quien la está besando, y no es nada difícil. Es sencillo, es perfecto. Tiene los labios cálidos y suaves, y con cierto sabor a té. Las manos de Max van bajando por su espalda, llegan a la cintura y ella se acerca un poco más.
Entonces, él se detiene. Sus labios se separan y él se yergue en el sofá y aparta las manos.
Se lleva la mano a la frente y cierra los ojos con fuerza, como si le hubiera entrado un dolor de cabeza espantoso.
—Perdón —dice al fin—. Esto no está bien. Eres mi alumna… Y yo soy demasiado mayor para ti…
—No —lo interrumpe ella—. No lo entiendes. Puede que tenga dieciséis años, pero no me siento como si los tuviera. Con la gente de mi edad no puedo ni hablar siquiera.
—Comprendo cómo te sientes —responde Max—. Pero cuando seas un poco mayor entenderás lo joven que eres.
Le duele tanto, tanto que no se explica cómo puede seguir viva. Se levanta del sofá.
—Tengo que irme —dice.
Se precipita hacia la entrada, coge el anorak, se pone los zapatos y llega a trompicones a la puerta.
—Minoo —oye la voz de Max a su espalda.
Ella abre el picaporte y casi se cae al salir. Continúa y cruza la calle. Recorre tan deprisa como puede el mismo camino por donde llegó, sin volverse una sola vez.
No aminora el paso hasta llegar al Storvallsparken.
Las escasas farolas vierten manchas de luz en la densa oscuridad. Minoo se desploma en un banco.
Empieza a nevar, al principio solo unos copos, después cada vez más. Es la primera nevada del año.
Si me quedo aquí sentada sin moverme, la nieve no tardará en cubrirme por completo, se dice Minoo esperanzada. Y me derretiré para la primavera, más que muerta.
Un débil sonido lastimero llega flotando por el aire del parque. Minoo aguza el oído en la oscuridad. Resulta imposible señalar la procedencia del lamento. El viento silba entre los arbustos y las ramas despobladas de los árboles. Una sombra se desliza hasta el haz de luz de la farola.
Es Gato.
De repente, siente una simpatía inmensa por la pobre alimaña.
Los dos somos igual de miserables, se dice.
—Miso, miso —lo llama Minoo.
Gato se detiene y la mira. Luego se acerca deslizándose.
Ffffffff, bufa el gato arqueando el lomo. Como si tuviera algo atascado en la garganta. Ffffffff.
Minoo se alegra de no haberlo acariciado. ¿Quién sabe qué enfermedades puede tener?
Ffffffff, insiste el gato.
Y, de repente, se da cuenta de lo que está haciendo el animal. Trata de expulsar una bola de pelo.
—Buenas noches, Gato —susurra y se levanta—. Y buena suerte.
Ffffffff, responde el animal y, un segundo después, se oye un tintineo y algo aterriza en el suelo, delante del gato. Un objeto pequeño que reluce bajo el resplandor de la farola.
Gato mira a Minoo como llamándola, y ella se acerca.
Allí mismo, en un charquito de vómito de gato mezclado con pelos, hay una llave.
Minoo vacila un buen rato antes de cogerla.
Como una especie de confirmación, Gato se frota contra las piernas de Minoo una vez, antes de desaparecer en la oscuridad.