28

Vanessa tamborilea con las uñas sobre la mesa del Café Monique. Clic-clic-clic-clic. Clic-clic-clic-clic. Clic-clic-clic-clic.

Una pareja de jubilados la mira con fastidio. Vanessa les devuelve la mirada.

Clic-clic-clic-clic. Clic-clic-clic-clic. Clic-clic-clic-clic.

Los ancianos se concentran de nuevo en sus dulces de merengue. Dios, Vanessa no quiere ser vieja nunca.

Claro que la alternativa es peor. No llegar a vieja. Vanessa deja el repiqueteo.

Se pone otro sobre de azúcar en el café. Estuvo trabajando allí unas horas al día hasta el verano pasado, cuando Monika le dijo que no podía permitirse tener empleados. De todos modos, seguía invitándola a café.

En una vitrina de pino se apilan montañas de revistas del corazón de hace varios años. Sobre el mueble hay unos ramos de siemprevivas polvorientas. Y allí está Monika, naturalmente, con sus trajes elegantes y las comisuras de los labios siempre hacia abajo. No es una mujer muy agradable, pero Vanessa la respeta, porque pelea por su café en una ciudad donde la gente piensa que es mejor tomárselo en casa.

Vanessa bebe un sorbo. Se le ha quedado tibio.

Entonces oye la campanilla de la puerta y un golpe de viento helado inunda el local. Linnéa entra resuelta y se sienta enfrente de ella.

—Hola —saluda Vanessa.

Linnéa no responde. Huele a aire fresco y Vanessa se da cuenta de que allí dentro el ambiente está muy cargado.

—¿Quieres algo? —pregunta Vanessa.

—No.

Los ojos negros de Linnéa lanzan chispas. Y a la cabeza de Vanessa acuden un montón de imágenes desagradables. La piel desnuda de Linnéa. La mano de Jonte en su pecho.

—Bueno, ¿qué querías? —pregunta Linnéa.

Vanessa se ha preparado para esta conversación, ha ido probando varias versiones, hasta componer una verdadera apología. Desde luego, ese no es su estilo, y ahora comprende por qué: a la hora de la verdad, es como si todo hubiera desaparecido sin más.

—Perdón —dice.

—¿Por qué?

—Ya lo sabes.

—Sí, pero quiero oírtelo decir.

Vanessa está tan avergonzada que quisiera salir corriendo de allí.

—Solo quería asegurarme de que Wille y tú no… —comienza.

—¿Y entonces por qué seguiste a Jonte cuando entró en mi casa? ¿O ya estabas dentro cuando llegó?

—No, estaba esperando en la puerta. No sé por qué entré con él.

Linnéa se retrepa en la silla y se cruza de brazos.

—Vale —dice al cabo de un instante—. Comprendo que puede ser una tentación. Pero si vuelves a espiarme te mato.

Vanessa asiente. Jamás se expondrá a algo así.

Se miran unos instantes. Las ventanas que hay a la espalda de Linnéa están empañadas de vaho. Vanessa le da vueltas al anillo de plata. Linnéa no dice nada. Se queda mirando el anillo. Vanessa se pregunta si sabe qué significa.

—Wille y yo nos hemos prometido.

—Enhorabuena. De verdad —la felicita Linnéa apartando la mirada.

Vanessa se irrita.

—¿Por qué te acuestas con Jonte? —pregunta.

—¿Perdona?

—Pues eso, que no lo entiendo. En serio. Es un viejo. Y tú eres superguapa.

—Ya, claro, gracias —dice Linnéa.

Le dirige una amplia sonrisa. Vanessa no puede por menos de sonreír también.

—Ya sabes a qué me refiero.

—Es un poco difícil explicar lo de Jonte. O bueno, en realidad, es completamente obvio.

Se inclina sobre la mesa. Vanessa hace lo propio.

—La primera vez que me emborraché tenía once años —explica Linnéa—. Jonte vendía aguardiente casero. Empecé a fumar a los trece. Jonte vendía hierba. Luego probé otra cosa. Y él también la vendía.

Vanessa ha oído historias mucho peores sobre Linnéa, pero le sorprende que se lo cuente así, sin tapujos.

—Luego lo dejé todo. Pero Elías… Él no era capaz de dejarlo. Obligué a Jonte y a Wille a que me prometieran que nunca volverían a venderle. Luego me enteré de que habían roto la promesa… justo antes de que Elías muriera.

—Lo sé —dijo Vanessa en voz baja.

Jamás olvidará aquella tarde.

¿Habéis oído lo del hijo del pastor? Seguramente quería fumar para estar ido a la hora de hacerlo.

—Aquella primera noche en el teatro… —continúa Linnéa—. Antes de ir allí, me pasé por casa de Jonte para echarle la bronca. Pero no fue así.

Linnéa menea la cabeza. Se le quiebra la voz. Tiene los ojos empañados, pero consigue dominarse. Se niega a mostrar más de lo necesario. Vanessa sabe cómo se siente uno cuando no quiere mostrar más de lo necesario. Nadie se toma en serio a una tía que está llorando.

—Me sentí tan sola cuando Elías murió… —dice Linnéa con un hilo de voz. Parpadea para contener el llanto—. Soy repugnante.

—Para nada.

—Tú no sabes nada de mí —afirma Linnéa con acritud—. Y tampoco sabes nada de Wille. A veces me llama y me dice que quiere volver. Siento haberte mentido, no quería hacerte daño. Pero ahora, al ver el puto anillo… No puedes fiarte de él, te lo aseguro.

Por una vez en la vida, Vanessa se queda sin palabras. Ahora que tiene la confirmación de sus sospechas, se siente hueca y nada más.

—Yo no lo quiero —asegura Linnéa, ahora en un tono más suave—. Para que lo sepas. Y, en realidad, no creo que él quiera volver conmigo. Solo quiere saber si tiene alguna oportunidad, por alimentar su ego.

—Puede que antes fuera así, pero ahora ha cambiado. Me quiere —dice Vanessa.

—Te mereces a alguien mejor —dice Linnéa.

—Igualmente.

Se miran y Vanessa piensa que debería sentirse mal, que lo que Linnéa le ha contado debería haberlo estropeado todo. Sin embargo, siente un alivio extraño. Y, como casi siempre cuando Linnéa está de por medio, no tiene ni idea de por qué se siente así.

Anna-Karin se afana concentrada en el libro de matemáticas y resuelve problemas del teorema de Pitágoras. Al fondo del salón, el abuelo hojea el periódico. De vez en cuando, echan un vistazo a la cocina. Se oyen crujidos, tintineos, trajín.

—¿Qué estará haciendo? —pregunta el abuelo levantando la vista del periódico.

—Iba a hervir los cubiertos —explica Anna-Karin—. Para esterilizarlos.

El abuelo dobla el periódico cuidadosamente y lo deja en la mesita, al lado del sofá.

—Sé que debería alegrarme de que de pronto tenga tanta energía —dice el abuelo.

Anna-Karin finge estar totalmente absorta en la relación entre los catetos y la hipotenusa.

—Pero es que es tan extraño —prosigue el abuelo—. Antes no tenía fuerzas para nada. Ahora no hay forma de que pare.

Deja escapar un suspiro y se quita las gafas.

—Pero bueno, no nos quejaremos —dice—. Es como en invierno, nos quejamos del frío, de la humedad, de la oscuridad. Y cuando llega el verano, nos quejamos del calor.

Ahora no hay forma de que pare. Pues sí, Anna-Karin podría hacer que parase. En cuanto tenga a Jari, le pondrá fin a todo. Lo que la directora les dijo sobre el Consejo terminó de convencerla.

Claro que si su madre no tuviera ahora ese aspecto tan saludable… Sus pasos irradian fuerza. Ríe y sonríe y tiene energía. ¿No le gustaría más ser así, en lugar de esa mujer que se pasa las tardes en el sofá, como si hubiera echado raíces, fumando un cigarrillo tras otro? Exactamente igual que Anna-Karin no quiere volver a ser quien era hace tan solo unos meses.

—¿Era así mamá antes de que mi padre se marchara? —pregunta Anna-Karin.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que quizá haya conseguido ser feliz otra vez, ¿no? Y que quizá era así antes de que papá… lo estropeara todo.

El abuelo se levanta despacio, como si le costara mucho trabajo. Se acerca al sofá donde Anna-Karin, que está medio tumbada, dobla las piernas para hacerle sitio.

—A veces se me olvida que, como es lógico, tú no recuerdas cómo era antes —dice dándole una palmadita en la rodilla. La observa como escrutándola un poco—. Pero no, nunca había visto a Mia así. Tampoco cuando Staffan estaba aquí.

Por un instante, se le ocurre pedirle que le cuente algo más de su padre. Sería tan sencillo, igual de sencillo que obligar a Ida a contar la verdad sobre la lectura por Elías. Pero a Anna-Karin se le revuelve el estómago ante la sola idea. Nunca, nunca le haría algo así al abuelo.

—No me acuerdo de cómo era mi padre…

Ha visto fotografías, claro. Algunas las ha visto tantas veces que tiene la sensación de recordar el momento en que las hicieron, pero sabe que son solo figuraciones suyas. Fuera del marco de la foto no hay nada. No puede completar la información. No es capaz de imaginar la cara de su padre en movimiento. Ni de recrear su voz.

—No me explico cómo un hombre puede dejar así a su familia —dice.

El abuelo abre la boca como para responder, pero, de repente, Mia empieza a canturrear en la cocina.

Es como si su madre los estuviera oyendo hablar y quisiera convencerlos de que todo está bien, muy bien. Pronuncia cada palabra articulando tan bien como hacían antiguamente, canta con una voz alegre y alta, con una voz joven, en cierto modo.

De repente, se hace el silencio en la cocina. Nada de música. Nada de ruidos.

Un grito corta el aire. Es agudo y quejumbroso y se parece a algo que Anna-Karin ha oído con anterioridad.

El abuelo se levanta de un salto, pero ella se queda allí como congelada unos segundos. Ese grito… Cuando Anna-Karin era pequeña, tenían cerdos en la granja. Y cuando iban a sacrificarlos…

El abuelo abre la puerta de la cocina y el cuerpo de Anna-Karin despierta por fin de la inmovilidad y sale corriendo tras él.

Su madre está junto a los fogones y los mira con una sonrisa espléndida en los labios. Se limpia las manos en el delantal, con gesto frenético.

—Pero por Dios bendito… —dice el abuelo.

—Bah, es que soy de un torpe… —dice la madre en tono alegre. Tiene las manos extendidas para que las vean, y la piel de color rojo oscuro, casi morado. Se le han hinchado tanto los dedos que los anillos han quedado enterrados en la carne.

—Iba a coger los cubiertos del agua hirviendo y… —dice riendo abochornada.

De la decrepitud del abuelo no se ve ni rastro: coge las manos de su madre, se las pone debajo del grifo y abre el grifo del agua fría. Anna-Karin contempla la olla enorme que hierve al fuego y en ese momento se percata del burbujeo que emite. Del vapor.

Pienso parar, se dice. Pienso parar. Muy pronto. Lo prometo.

Pero en el fondo, no está muy segura de si será capaz.