El lunes por la mañana, Vanessa se plantea por un instante quedarse en casa y no ir al instituto. Los sucesos del sábado la llenaban de temor, pero la idea de pasar el día en su casa, completamente sola, y esperando a que ocurriera algo horrible se le antoja mucho peor.
Nicke no ha hecho el menor comentario acerca de ningún robo en «La pequeña calma». De haberse producido una intervención de emergencia por algo tan espectacular, lo habría contado sin duda a la hora de cenar. Claro que eso no tiene por qué significar que estén seguras. Vanessa duda de que una persona que haya establecido una alianza con las fuerzas demoníacas llame a la Policía cuando advierte que alguien ha entrado en su cámara secreta de tortura.
Su madre está leyendo un grueso volumen sobre astrología. Hoy tiene el día libre y canturrea abstraída mientras toma notas hojeando el libro. Tiene una expresión tranquila en el semblante que la hace parecer más joven. Su madre solo tenía diecisiete años cuando ella nació, y a los treinta y tres, en realidad, se es bastante joven. A veces Vanessa piensa que su madre ha desaprovechado su vida. Trabaja demasiado, ¿y para qué? Madre de dos hijos y cuidadora en una residencia de ancianos, ¿en eso va a quedar su vida? ¿No tiene más ambiciones? Vanessa no piensa cometer el mismo error. No piensa precipitarse. Tiene la intención de ser joven tanto tiempo como sea posible antes de ser adulta. Quiere saborear la vida. La vida de verdad, la que existe más allá de Engelsfors. Si es que el mundo sigue existiendo. Si es que ella sobrevive el tiempo suficiente.
—Ya me voy —dice.
Su madre levanta la vista y sonríe. Parece bastante satisfecha para haber desaprovechado su vida.
—Oye, acabo de acordarme. ¿Qué tal te fue con Mona?
¿Por qué siempre se las arregla su madre para sacar precisamente el tema del que ella no quiere hablar?
—Bien —murmura Vanessa.
—A mí me impresionó muchísimo. ¿A ti qué te dijo?
—Es personal.
—No pasa nada, Nessa. Me hago cargo de que no quieres contárselo todo a tu madre. Y puede que yo tampoco quiera saberlo.
Ha dicho estas palabras con una sonrisa elocuente, como diciéndole que comprende por lo que está pasando, que entiende cómo se siente uno cuando es adolescente. Pero su madre no tiene ni idea de lo que está viviendo Vanessa. Y nunca podrá contárselo.
—No, no creo que quieras —dice bajito, y le da a su madre un abrazo rápido.
La primera persona a la que ve Vanessa al llegar al instituto es Jari. Está hablando con Anna-Karin, que agita la melena y ríe exageradamente.
—Estás como una chota —dice Anna-Karin con una risita por algo que le ha dicho Jari, y Vanessa acelera el paso para no tener que oír más.
Se pasa las clases de la mañana en total tensión. Cualquier movimiento que se produce en el aula la sobresalta. Evelina y Michelle la miran como si estuviera para ponerle una camisa de fuerza y atiborrarla de tranquilizantes. Seguramente tienen razón. Cuando baja al comedor ve a la directora junto al bufé de las ensaladas. Adriana López se sirve en el plato una montaña de zanahoria rallada. De pronto siente que todo es absolutamente irreal y ridículo.
Puede que la directora sea un demonio. Pero Vanessa ha superado el límite del tiempo que puede aguantar con el miedo en el cuerpo. Por lo menos el miedo a un demonio que come zanahorias. Llega el martes, el miércoles, el jueves y el viernes. No pasa nada. Se reúnen una vez en el teatro para diseñar una especie de estrategia. Linnéa quiere que utilicen los poderes de Anna-Karin para que la directora se delate. Minoo protesta. Rebecka también tenía superpoderes y, aun así, murió.
Vanessa tiene ganas de gritar de impotencia. No hay a quien pedir ayuda ni consejo. Están esperando su turno como animales de sacrificio. Sin ni siquiera intentar defenderse. Una tarde vio que la directora se metía en el coche y le entraron ganas de acercarse corriendo, abrir la puerta y gritarle: «¡Pero hazlo de una vez! ¿A qué esperas?».
Vanessa había pensado pasar el fin de semana con Wille, tratar de olvidarlo todo, pero le dijo que tenía que ayudar a Jonte con «una cosa». Michelle y Evelina están en Köping todo el fin de semana, han ido a un concierto pero Vanessa no tenía dinero.
El sábado llega la tormenta. Caen las últimas hojas del otoño y el mundo se llena del rugir de un viento que pulveriza de lluvia toda la ciudad.
Vanessa está prisionera en el apartamento. A primera hora de la tarde empieza a sentir claustrofobia. Tiene la sensación de que Nicke está por todas partes. Si va a la cocina, se lo encuentra preparando café. Si se asoma al salón, lo ve tumbado en el sofá, leyendo una novela policíaca y protestando entre dientes por la falta de documentación. Al final, Vanessa se pone a limpiar su habitación solo para tener algo que hacer.
—¿No podrías seguir con el resto de la casa? —le dice su madre como creyéndose muy graciosa.
Pero Vanessa le hace caso. Además le encanta irritar a Nicke con el zumbido de la aspiradora. No se va a quejar de que esté limpiando.
Luego se sienta delante del ordenador. No hay nadie conectado. Trata de localizar a Wille. No hay respuesta. Se asoma a la ventana.
Engelsfors es una ciudad que gana en la oscuridad, a cierta distancia, cuando solo se ven las farolas de la calle y las ventanas iluminadas. Vanessa divisa la torre de la iglesia, donde enterrarán a Rebecka el lunes. A ella le gustaría ir, pero no puede ser. No pueden desvelar que se conocían.
Frasse araña la puerta y ella lo deja entrar. El animal se tumba en la cama y suspira satisfecho. Vanessa mira de reojo el móvil que tiene encima del escritorio. Lo coge y marca un número.
Linnéa responde jadeante.
—¿Ha pasado algo?
Vanessa se queda un poco cortada. Y entonces se da cuenta de que Linnéa no espera de ella una llamada «normal».
—No, yo solo…
—Estoy un poco liada.
—Bueno, pues no pasa nada —dice Vanessa y cuelga.
Una oleada de desazón le inunda el pecho. Llama a Wille. Oye los tonos de llamada, uno a uno. Él no responde.
Frasse bosteza abriendo tanto la boca que parece que se le vaya a desencajar la mandíbula. Vanessa deja el móvil y se descarga una película de miedo. Será un alivio poder ver monstruos inventados. Cualquier cosa con tal de olvidarse de los que tiene en la cabeza, los que le susurran que su novio le está siendo infiel con Linnéa Wallin en ese preciso momento.
El viento hace temblar los cristales de las ventanas.
Minoo está buscando información sobre demonios en la red. Otra vez. Y, como siempre, sin resultado.
Las historias que encuentra parecen más bien cuentos. Intenta compararlas pero no llega a ninguna conclusión, salvo que la mayoría de las religiones y las culturas tienen o han tenido su concepción de los seres malignos. Pero, en realidad, utilizan mal la palabra demonio. El griego daimon significa, sencillamente, «espíritu» o «divinidad» o «hado». Los demonios malignos aparecieron con la cristiandad.
Minoo suspira irritada. Está convencida de que los que cuelgan información en esas páginas son aficionados, exactamente igual que ella. Muchas veces está claro que son invenciones, otras son deseos de aspirantes a satanistas y, la mayoría de las ocasiones, son rollos de fundamentalistas religiosos que la asustan tanto como los demonios, por lo menos.
Se levanta y se da un masaje en los hombros tensos. Detiene la mirada en el traje negro que tiene colgado en la puerta del armario. Compraron la ropa del funeral ayer, después del instituto. Minoo lo fue dejando hasta el último momento, hasta que su madre la obligó a ir con ella a Borlänge. Solo de pensar en el entierro le duele el estómago. Es pasado mañana y, en realidad, ella preferiría no ir, pero su madre ha insistido.
—Tienes que ir. Para superar la pena. Ya comprenderás a qué me refiero.
Los padres de Rebecka no quieren que el entierro sea un espectáculo, y han expresado su deseo de que solo los más allegados vayan a visitarlos.
Minoo no sabe si podrá. ¿Qué le va a decir a la madre de Rebecka? ¿Cómo va a poder mirar a la cara a sus hermanos pequeños? ¿Irá Gustaf? No lo ha visto desde que murió Rebecka; desde que leyó la entrevista que le hizo Cissi en el periódico de la tarde.
Minoo coge el traje y lo cuelga dentro del armario para no verlo.
Luego se tumba en la cama con un ejemplar archileído de La historia secreta. Pero no es capaz de concentrarse en aquellas palabras que tan bien conoce. Al contrario, los pensamientos van y vienen de la directora a los demonios, al instituto, a Max.
Max. Él es una zona franca, libre de toda la negrura y Minoo se recrea en el recuerdo de sus rasgos. En ese punto, los pensamientos discurren hacia sueños llenos de nostalgia, esos sueños que han llenado la soledad de tantas tardes de sábado.