Cuando el subdirector Tommy Ekberg vuelve del almuerzo, Anna-Karin lo está esperando en la puerta de su despacho. Se sorprende al verla. Luego sonríe amablemente.
—Vaya, hola —saluda.
El primer lacayo de Adriana López es un hombre bajito con la calva reluciente y un frondoso bigote. Lleva una camisa chillona de un estampado hipnótico. La barriga le cuelga por encima de unos vaqueros demasiado ajustados.
—Estaba pensando que podrías dejarme entrar en el despacho de la directora —dice Anna-Karin.
El subdirector la mira atónito. Abre la boca para decir algo.
TÚ HAZ LO QUE TE DIGO, ordena Anna-Karin.
Tommy Ekberg suspira resignado y saca un llavero gigantesco que ha ido ensanchándole el bolsillo trasero del pantalón.
—Pero ¿ahora mismo? —pregunta echando mano de las llaves, que tintinean.
Anna-Karin asiente. El subdirector va delante de ella en dirección al despacho.
Y LUEGO ENTRAS EN TU DESPACHO Y PIENSAS EN ALGO TOTALMENTE DISTINTO Y TE OLVIDAS DE QUE ME HAS HECHO ESTE FAVOR, le ordena clavándole la mirada intensamente en la nuca, donde unas escamas se balancean colgando de la pelusilla que le rodea la calva.
—Oquei, maquei. ¡Ahora mismo! —responde en plan enrollado mientras gira la llave en la cerradura. Abre la puerta de par en par y la invita a pasar con un gesto.
—Bueno, pues entonces me puedo ir a mi despacho a pensar en otra cosa.
Anna-Karin cierra la puerta al entrar. Luego se dirige al ventanal y baja las persianas. La habitación queda en penumbra, así que enciende la lámpara con la pantalla de libélulas.
Mira a su alrededor. El escritorio está limpio y reluciente. Enciende el ordenador, un PC del pleistoceno. La pantalla de aquel armatoste de plástico gris se ilumina. Se oye un runrún lento en el interior y, poco a poco, se va definiendo la imagen de una puesta de sol. Por desgracia, también aparece un cuadro de diálogo que le exige la contraseña. Anna-Karin conoce a Adriana López demasiado poco como para poder imaginar siquiera cuál podría ser.
Vuelve a apagar el ordenador. Se dirige a la estantería, saca unos archivadores al azar y se pone a hojearlos. Son los horarios, informes económicos, cartas de presentación y nóminas. Nada de interés.
De repente oye pasos al otro lado de la puerta. El pánico la arrolla como un tren. Pero consigue dominarlo. Piensa en Rebecka. Rebecka, que solo quería lo mejor para todo el mundo, que era una de las pocas que siempre se comportaba con ella con amabilidad. Que intentó mantener unido al grupo. Anna-Karin siente remordimientos solo de pensar en cómo ignoró sus llamadas y sus mensajes. Ahora debe intentar compensarlo.
Ve un bolso negro en un sillón. Es el que la directora suele llevar al hombro por la mañana cuando llega al instituto.
A Anna-Karin le sudan las manos. Tanto que seguramente le chorrearían si cerrara los puños. La puta apestosa.
Se dirige despacio hasta el bolso, como si tuviera miedo de que fuera a morderle. Lo coge del asa, nota que pesa bastante.
Con mucho cuidado, esparce el contenido sobre una mesita. Entre el maquillaje, los tampones y los pañuelos hay una agenda y una llave que cuelga de un llavero con la inscripción Hermès. Anna-Karin mira a su alrededor. Casi le parece demasiado sencillo. ¿Y si Adriana López no estuviera en una reunión?
¿Y si ha caído en una trampa?
Anna-Karin reprime el impulso de salir corriendo del despacho. Se seca las manos en los pantalones y abre la hebilla de la agenda.
La caligrafía de la directora refleja su forma de ser: reservada y perfecta. Anna-Karin pasa rápido las hojas de la agenda. Las reuniones con Elías y con Rebecka aparecen allí anotadas. Pero ningún pentagrama, ningún comentario acerca de ir a quitarles la vida.
Anna-Karin contiene la respiración mientras localiza el día de hoy. Sí, allí está. Esa tarde tiene una reunión en las oficinas municipales entre las 13:00 y las 16:00.
Sigue hojeando. El viernes hay solo una anotación: tren a Estocolmo a las 17:42. Número de reserva XPJ0982U. Y el domingo: Tren a Engelsfors a las 13:18.
Eso significa que la directora no estará aquí el fin de semana. Que su casa estará vacía. Y que es ahí donde deben buscar si quieren tener la menor oportunidad de averiguar quién es en realidad Adriana López.
Anna-Karin coge el llavero de la mesa. Se lo mete en el bolsillo, donde cae con un tintineo.
Vanessa está sentada con las piernas en el sofá. El portátil de Wille está tan caliente que casi le quema el muslo.
—Tu ordenador está ya para el arrastre —dice Vanessa—. Vamos, que el ventilador está hecho polvo.
—¿Desde cuándo eres experta? —Wille sonríe con expresión burlona.
Vanessa se muerde la lengua.
Déjame que salve al mundo en paz, piensa.
Minoo les ha sugerido que se creen direcciones de correo electrónico alternativas para utilizarlas cuando chateen. Vanessa se pregunta si realmente es necesario. ¿Sabrá navegar por internet un ser maligno de hace mil años?
Pero quién sabe qué medidas de seguridad deben adoptar. De hecho, Rebecka ha muerto. Cada vez que piensa en eso es como si le dieran una bofetada.
—¿Qué estás haciendo con tanto secreto? ¿Estás buscando porno en la red? —pregunta Wille.
Se sienta más cerca de ella.
—Pero ¿por qué no me dejas en paz cinco minutos? —protesta Vanessa dándole un codazo.
Ida es la protagonista de la discusión que se desarrolla en la pantalla y está dando la murga con que hagan una votación para ver si van a entrar o no a la casa de la directora el fin de semana. Si la respuesta tarda más de medio segundo, Ida vuelve a mandar la pregunta, una y otra vez, como los niños de primaria cuando se ponen pesados.
YO ESTOY A FAVOR, teclea Vanessa y envía el mensaje, que las demás corroboran.
Wille se acurruca un poco más cerca e intenta apoyar la cabeza en su rodilla.
—¡Pero qué pelma! ¡Que me dejes respirar! —dice Vanessa.
—¿Pero qué es lo que es tan importante?
—¡Es un asunto privado!
Wille vuelve al otro extremo del sofá.
—Estás chateando con el otro —dice.
Trata de que suene como si estuviera de broma pero ella se ha dado cuenta del tono de voz. No se siente con fuerzas para contestar. Él está en calcetines y se pone a darle pataditas en el muslo con el pie. En la pantalla, Minoo pregunta si se llevan a Nicolaus, y la idea de que él participe en el asalto a la casa la hace sonreír. Wille la malinterpreta, claro, y cree que ella piensa que ha sido gracioso a pesar de todo.
—Y entonces ¿quién es? ¡Venga, venga, venga, dímelo!
Sigue dándole con el pie, tan fuerte que el ordenador le salta en las piernas. Vanessa cierra la sesión del chat y baja la tapa del portátil de golpe.
Trata de dirigir a Wille una mirada asesina pero la verdad es que en ese momento está tan guapo que se le olvida.
Tiene el pelo revuelto, y sonríe exageradamente. Y lleva ese pantalón de chándal gris que a ella tanto le gusta, aunque en realidad es bastante feo y está dado de sí.
—¿Vanessa? —grita Sirpa, la madre de Wille, desde la cocina—. ¿Te quedas a cenar?
—¡Sí, gracias! —responde Vanessa en voz alta.
A veces piensa que le gustaría que Sirpa fuera su madre. Siempre es amable y considerada, y es la mejor cocinera que conoce. No es una pesada ni se dedica a criticar.
—¿Qué hay de cena, mamá? —pregunta Wille.
—Espaguetis a la boloñesa.
Wille mira a Vanessa y suelta un silbido.
Lo quiero, piensa Vanessa. Todo lo demás no importa. Nos saldrá bien.
Porque existe un «todo lo demás», la otra cara del encanto infantil de Wille. Todavía vive con su madre. Y no tiene trabajo. Claro que en esta ciudad ya casi no hay trabajo, pero esa no es la cuestión; la cuestión es que él parece estar a gusto como está. Saca algún dinero vendiendo para Jonte en Engelsfors y en pueblos más cutres todavía que hay perdidos en los bosques de por allí. Ese dinero se lo pule en ropa, videojuegos y regalos para Sirpa. Porque a Wille le gusta comprarle a su madre cosas bonitas. Y Sirpa siempre se pone igual de contenta y de emocionada cuando él le regala un perfume caro o una radio nueva para la cocina. La idea de que quizá debería contribuir a pagar el alquiler o la comida no parece habérseles ocurrido a ninguno de los dos.
Pero cuando Vanessa lo ve en momentos como este, tiene esperanzas. Solo tiene que conseguir que comprenda lo estupendo que es. Demasiado como para andar con Jonte y su pandilla de pringados. Demasiado como para quedarse para siempre en Engelsfors.
Minoo cierra la sesión y pone el ordenador en reposo.
La verdad es que ya se esperaba que Ida se opusiera, pero de todas formas se siente contrariada.
Su madre le ha enseñado que todo el mundo responde a una fórmula: una combinación de química, herencia, experiencias de la infancia y conductas aprendidas. Ya en la guardería, cuando Kevin Månsson los tenía a todos aterrorizados, su madre le explicaba que seguramente ese comportamiento tendría unas causas.
Minoo piensa en Ida y se pregunta si ella responde a una fórmula. ¿La habrán oprimido sus padres lo mismo que ella oprime a los demás? ¿O será que piensa que es graciosa cuando es mala? ¿Tendrá idea de cuánto es capaz de herir a la gente? Eso debería comprenderlo, ¿no?
De repente, Minoo se da cuenta de que nunca ha mantenido una conversación seria con ella. Solo cuando se ha reunido el grupo al completo, y no cabe duda de que Ida le cae mal a todo el mundo. Tal vez no sea de extrañar que se haya puesto a la defensiva de entrada, ¿no? ¿Puede que no le hayan dejado otra alternativa que la de comportarse como un bicho?
Minoo saca el móvil y la llama. Se oyen los tonos de llamada. Se siente aliviada, Ida no va a responder. Pero entonces se interrumpe el tono bruscamente y se oye un carraspeo en el auricular.
—¿Diga?
Minoo sopesa la posibilidad de colgar.
—¿Diga? —dice Ida con impaciencia.
—Hola, soy yo… Minoo.
—Ya, y qué.
—¿Llamo en mal momento?
Ida resopla.
—No, doy saltos de alegría.
Minoo se arrepiente muchísimo de haberla llamado directamente. Debería haberse preparado, haber ideado algún tipo de estrategia.
—¿Te vas a quedar ahí jadeando en el teléfono o qué? —pregunta Ida con un suspiro.
—¿No podríamos aparcar esto? —pregunta Minoo.
—¿El qué?
—Ya sé que no podemos ser amigas… Me refiero a nosotras cinco. Pero ¿tenemos que andar siempre discutiendo?
—Si alguien se mete conmigo, yo le respondo con la misma moneda.
Hablar con Ida es como darse cabezazos contra una pared. Una pared dura, durísima.
—Pues es lo que trato de decirte… —continúa Minoo—. Que eso no conduce a ninguna parte.
—Eso díselo a la puta, a la drogadicta y a la gorda.
Es como si le hubiera caído un rayo.
—¡Por qué no dejas de ser tan infantil! —grita Minoo.
Ida suelta una risita y Minoo sabe que acaba de perder la batalla.
—Solo digo la verdad —replica Ida con calma—. Si la gente no es capaz de asumirla, no es mi problema.
—¿Sabes qué? —pregunta Minoo—. Espero que la próxima seas tú. El mundo sería un lugar mucho más agradable si estuvieras muerta.
Cuelga el teléfono y está a punto de estrellarlo contra la pared, pero lo suelta en la cama, donde simplemente rebota. Le gustaría ser de las que echan abajo las cortinas, rompen los vasos y los platos, vuelcan las estanterías… De las que destrozan toda la casa para aplacar su ira.
Estaba intentando mantener unido al grupo por Rebecka y, en vez de eso, acaba de decir lo más prohibido. Aquello que ni siquiera Linnéa o Anna-Karin, que tienen más motivos para odiar a Ida, se han atrevido a decirle. Lo peor que se le puede decir a otro ser humano.