Minoo no recuerda cómo llegó a casa. Solo que su madre le abrió la puerta y ella casi se desplomó en la escalera a sus pies.
Cuando la metieron en la cama, supo que no volvería a levantarse en mucho tiempo.
La sola idea de sentarse a comer le produce mareos. Un té caliente y un poco de pan tostado con mantequilla es lo único que agradece. Su madre se sienta en el borde de la cama y trata de hacerla hablar, pero ella no tiene fuerzas para responder, apenas tiene fuerzas para sostenerle la mirada. Al final su madre se da por vencida. Antes de irse, abre las ventanas para ventilar un poco. Minoo no consigue reunir la energía suficiente para levantarse y cerrarlas cuando empieza a tener frío; es su padre quien las cierra cuando va a verla. Se queda de pie junto a la cama. Muy bajito, le dice lo triste que se siente por ella y que si necesita algo, no tiene más que llamarlo. Minoo cierra los ojos. Lo único que quiere es que la dejen en paz. Ni siquiera tiene fuerzas para llorar. Se pasa la noche en un puro duermevela y por la mañana está más cansada que nunca.
Vanessa la llama para contarle que, en el instituto, van a guardar un minuto de silencio por Rebecka. Minoo no piensa ir. Un minuto por toda una vida le parece una burla.
El resto del día se le pasa sin sentir nada. A veces duerme. Otras, está despierta. No hay mayor diferencia. Su padre va a casa a la hora del almuerzo para ver cómo está y la obliga a comerse otra rebanada de pan tostado. No es capaz de acabársela, echa la mitad al váter y tira de la cadena cuando él se va para volver al trabajo.
Al caer la noche, Minoo deja que las sombras se apoderen de la habitación. En esta ocasión se duerme profundamente.
Están en la pista de baile. Las hojas de los árboles arden con un rojo antinatural. Rebecka lleva un largo camisón blanco como el que Ida llevaba la primera noche. Minoo está en bragas y sujetador, y le da vergüenza porque se siente desnuda.
—Llegas tarde —dice Rebecka.
Le pasa algo raro en la cara. Hay algo que se mueve bajo la piel, que la abulta y la despega de los músculos.
Rebecka da un paso hacia ella y Minoo ve cómo lo que se mueve bajo la piel empieza a aflorar. En la mejilla de Rebecka va ensanchándose una pequeña herida. Asoma una cosa brillante y blancuzca. Es un gusano que sale de la carne putrefacta.
—Ayúdame —susurra Rebecka y extiende las manos.
Tiene negras las yemas de los dedos.
—Ayúdame —vuelve a susurrar acercándose un poco más.
Minoo trata de retroceder, pero el aire ofrece cierta resistencia, como si estuviera atravesando una masa de aguas profundas. El gusano cuelga de la herida y se retuerce más y más, hasta que cae al suelo, a los pies de Minoo. A Rebecka se le resquebraja la piel en varias zonas de la cara. Por debajo se mueve un amasijo amarillento que se arrastra sinuoso por la carne muerta.
Rebecka le pone a Minoo las manos en los hombros.
—¿Ves lo que has hecho?
Los dedos siguen moviéndose fríos por el cuello de Minoo y empiezan a apretar al mismo tiempo que la cara de Rebecka se desprende por completo.
Cuando se despierta, Minoo siente la garganta dolorida, como si hubiera estado gritando. Está empapada en sudor. Las sábanas están mojadas, el edredón huele a agrio y el almohadón chorrea como una esponja.
Pero ha recuperado las fuerzas. Cada hora que pasa allí tumbada está traicionando a Rebecka. Tiene que encontrar a su asesino: al monstruo que los mató a ella y a Elías.
Minoo se levanta, se ducha y se lava los dientes. Según el termómetro, están a cero grados. Se pone un par de vaqueros oscuros, una chaqueta de lana y una camiseta negras. Luego tiene que tumbarse en la cama un rato, todo lo larga que es, para recuperar el aliento.
Sus padres están en el trabajo, así que les envía un mensaje diciéndoles que hoy sí va a ir al instituto. Se para un instante delante del frigorífico, pero se pone mala solo de pensar en comer. Más vale irse mientras aún tenga fuerza de voluntad.
El sol ciega pero no calienta.
Ataja por el prado, y la hierba muerta y escarchada le cruje bajo las botas.
Desde ahí puede ver el instituto a lo lejos. Levanta la mirada automáticamente hacia el tejado. ¿Cuánto tiempo estuvo Rebecka en el aire? ¿Un segundo, dos? ¿Le dio tiempo de gritar?
A la altura de una gasolinera se para de repente. Letras negras sobre un fondo amarillo. Todo en mayúsculas, como si las letras estuvieran gritando.
«EL NOVIO DE REBECKA LO CUENTA TODO SOBRE EL PACTO DE SUICIDIO.»
Minoo queda bajo la luz chillona del tubo fluorescente que ilumina la gasolinera cuando entra para comprar el periódico.
Tres noticias. Cissi ha escrito todos los artículos salvo uno, que trata de «pactos similares» por todo el mundo.
Minoo recorre las páginas con la mirada. Una foto tamaño pasaporte de la directora, que se niega a hacer declaraciones. Una foto de Elías. Una foto del instituto bajo un cielo sombrío lleno de nubes, con una flecha que indica el punto desde el que cayó Rebecka. Un primer plano de un puñado de velas, flores y mensajes manuscritos con corazones, que los alumnos han dejado en el lugar donde murió.
Hay también una instantánea de la madre de Rebecka, sentada en la cocina con las manos cruzadas encima de la mesa. Y a página completa, la foto escolar de Rebecka de noveno. Minoo sabe que ella odiaba aquella foto. Roza suavemente la cara de su amiga. Es una imagen muy bonita. Debería haberle gustado.
Minoo va caminando hacia el instituto mientras hojea el periódico hasta que encuentra la entrevista de Gustaf, que también han ilustrado con la foto de noveno. Gustaf sonríe a la cámara seguro de sí mismo, como quien se ha pasado la vida oyendo decir lo guapo que es. Se diría que no tiene el menor problema. El contraste con el titular, que cita sus palabras, es desgarrador: «Jamás la olvidaré».
Pero, cuando Minoo empieza a leer el texto por encima, ve crecer su furia.
El artículo describe a Rebecka como una de las alumnas más populares del instituto. Pero la caracteriza también como una persona que «en realidad» era introvertida y depresiva. Gustaf explica que siempre tuvo el presentimiento de que Rebecka tenía la cabeza llena de pensamientos que no quería compartir con él. Habla de los rumores acerca de su trastorno alimentario («Creo que era verdad») y se presenta a sí mismo como el novio perfecto, que intentaba ayudarle de todas las maneras posibles. Luego se lava las manos: «Pero no es posible ayudar a quien no quiere que le ayuden». Lo que más indigna a Minoo es la última frase: «Seguramente estará mejor dondequiera que se encuentre ahora». Como si lo ocurrido fuera algo positivo.
Minoo hace una bola con el periódico y la arroja a la papelera que hay delante del portón del instituto.
—Perdona, ¿puedo hacerte unas preguntas?
Minoo levanta la vista y se encuentra con la lente negra y brillante de una cámara de televisión. Le pegan el micrófono a la boca. La periodista se presenta y dice para qué canal trabaja. A su espalda hay varios periodistas más, todos con una expresión de expectación e impaciencia. Son de varias emisoras de radio y del periódico provincial, de la prensa de la tarde y de los diarios nacionales, y de los informativos de televisión.
—Tengo entendido que eras una de las mejores amigas de Rebecka, ¿no? —pregunta la periodista.
Tiene el pelo tan perfecto y reluciente que parece postizo. Minoo nunca ha visto un pelo así en la realidad. Los demás periodistas se acercan. Algunos llevan papel y lápiz, por si Minoo dijera algo de interés. Minoo siente que se le bloquea el cerebro. La cámara se acerca más aún.
—Porque tú te llamas Minoo, ¿verdad? —insiste la mujer.
Minoo ve que tiene en la mano un anuario escolar manoseado. Ve su foto rodeada con un círculo rojo. Como la de Rebecka.
—Lo que ha ocurrido es horrible. ¿Tú qué sabes del pacto de suicidio en el que ella había participado?
—No existe ningún pacto de suicidio —responde Minoo.
La lente de la cámara va repasando su cara. Es como una gran boca abierta, lista para devorarla.
—¿Tú también estás en ese pacto? —pregunta la mujer.
Minoo se la queda mirando. ¿Es que no ha oído lo que acaba de decirle?
—¿Cuántos sois?
El corazón le bombea en el pecho y siente que le vuelve el mareo. Minoo baja la vista y cruza el portón. Hace oídos sordos a la mujer que sigue gritando su nombre.
—Eso no son formas, desde luego —comenta un desconocido.
Minoo lo radiografía rápidamente. Es joven, alto y con un poco de barba; guapo, probablemente, siempre y cuando sea ese el tipo que a uno le gusta.
—La gente como ella hace que los periodistas tengamos mala fama —dice.
Minoo aparta la vista y su mirada se detiene en las flores y en las velas que señalan el lugar donde murió Rebecka. Continúa hacia la puerta de entrada. El de la barba la sigue. Le dice que es de uno de los periódicos de la tarde, aquel al que Cissi no le ha vendido sus historias.
—¿Por qué no me hablas de tu amiga para que pueda hacerle justicia en mi periódico? —le propone.
Ella se pregunta si esos periodistas no volverán dentro de poco para averiguar si otros alumnos conocían a Minoo, la última víctima del pacto de suicidio.
—Por lo menos podrías contarme lo que sepas sobre el pacto, ¿no? Como comprenderás, eso hay que pararlo. ¿O es que quieres que muera más gente?
Minoo se detiene al pie de la escalinata y se da la vuelta. El hombre de la barba la mira expectante. Como si él fuera un perro labrador y ella tuviera en la mano una pelota de tenis. Casi lo ve babear.
—Venga, Minoo. Conmigo puedes hablar. No hace tanto que yo mismo terminé el instituto, recuerdo cómo eran las cosas.
Minoo se quita la mochila y la sujeta en la mano. Sería tan fácil darle con ella en la cara. El libro de química pesa mucho. Le haría daño.
—Ese pacto no existe —responde Minoo. Se da la vuelta y sube la escalinata.
Vanessa está al otro lado de la puerta hablando por el móvil. Se cruzan la mirada. Vanessa aparta el móvil de la oreja pero Minoo ni siquiera se para. Recorre el pasillo hasta su taquilla. Pasa de largo cuando, por el camino, ve a Anna-Karin. Está sentada encima de una mesa, junto a uno de los grupos de asientos, rodeada de admiradores que parecen estar adorándola. Se interrumpe en mitad de una frase al ver a Minoo. Por un momento, parece que ha perdido el hilo, pero enseguida se dirige otra vez a los demás y continúa hablando. Julia y Felicia sueltan una carcajada.
Minoo coge el libro de mates y el cuaderno. Los mete en la mochila y cierra la taquilla.
Cuando se da la vuelta ve a Anna-Karin allí plantada.
—¿Cómo estás? —le pregunta.
Minoo se encoge de hombros.
—Había pensado inspeccionar hoy el despacho de la directora —indica Anna-Karin en voz baja—. Dice Nicolaus que estará toda la tarde en una reunión del ayuntamiento. Puedo conseguir que el subdirector me deje entrar.
Minoo vacila. Anna-Karin no debería arriesgarse más. Por otro lado, ¿qué otra opción les queda?
—Pensaba hacerlo en la hora libre, después del almuerzo —dice Anna-Karin y vuelve a su corte.
Minoo va por el pasillo. El sudor le corre por la espalda y se le cuela por el vaquero cuando empieza a subir la escalera.
En el segundo piso ya no puede más. Tiene que sentarse y recobrar el aliento. Clava la mirada en la piedra, en los fósiles blancos atrapados en ella para siempre. Orthoceras. Minoo recuerda que se llamaban así. Ve con el rabillo del ojo piernas envueltas en vaqueros que corren escaleras arriba, oye gritos y risas, y retazos de conversaciones: …yo creo que le gusto, lo que pasa es que no sabe cómo decírmelo… ¡Anda ya! ¡Venga ya! ¿Estás de coña? …siempre dice que no ha estudiado nada, pero ha sacado como 28 puntos de 30 en el examen… Cuando se levanta, es como si a la sangre le faltara empuje para llegar a la cabeza. Se le doblan las rodillas y reflexiona asombrada sobre el hecho de que el dicho sea cierto, que se le doblan de verdad. La oscuridad se cierne sobre su campo de visión, es como mirar por un tubo que se va estrechando. Y se desploma.
Pero alguien la recoge. Cuando abre los ojos se encuentra con el semblante preocupado de Max. Está sentada en el peldaño, apoyada contra la pared. Tan cerca de él que puede respirar su aliento. ¿Y quizá también Max el suyo? Ella nota un sabor extraño en la boca que, seguramente, se traduce en un aliento asqueroso.
—¿Cómo estás? ¿Llamo a la enfermera? —pregunta Max.
Minoo aparta la cara para poder respirar con normalidad.
—No, no pasa nada. Es que no he comido —susurra ella.
De pronto, toma conciencia de que la gente los mira.
Max abre el maletín y saca un plátano. Ella lo coge y hace amago de ir a levantarse, pero comienza a ver puntos negros.
—Cómete el plátano primero —le aconseja él.
—Gracias —dice—. Ya me las arreglo yo.
Pero Max no se va.
Minoo empieza a agobiarse. No puede ni imaginarse comiendo delante de Max mientras él la contempla, sobre todo cuando se trata de una fruta con esa forma tan pervertida.
Empieza a pelarlo muy despacio, tan despacio que espera que se canse y se marche de allí. Él no se mueve del sitio.
Se lleva el plátano a la boca. Qué va, esto no funciona. Lo parte en pedacitos y se los va comiendo, con la esperanza de no tener las manos muy sucias. Le da la impresión de que emite un chasquido al masticar. ¿Por qué no se va?
—Siento muchísimo lo que le pasó a Rebecka. Erais amigas, ¿verdad? —pregunta Max.
—Sí —responde Minoo con la boca llena de plátano a medio masticar.
Parece que Max quiere decir algo, pero se sienta al lado de Minoo y la rodea con el brazo.
Hay algo en su modo de hacerlo, tan natural, que hace que se eche a llorar por primera vez desde que murió Rebecka. El calor que le transmite el brazo de Max derrite el nudo que tenía en la garganta y las lágrimas empiezan a fluir. Alguien le lanza un silbido por el hueco de la escalera. Pero ella pasa. Pasa aunque, seguramente, parece un babuino deprimido mientras lloriquea con un plátano a medio comer en la mano.
Por favor, no digas nada, piensa. No hay nada que puedas decir y, si lo intentas, arruinarás este momento. Lo único que tiene utilidad es lo que estás haciendo.
Y Max no dice nada. Suena el timbre y los alumnos entran corriendo en las aulas. El brazo de Max sigue rodeándola. Respira firme y pausadamente.
Al cabo de un rato, Minoo se seca las lágrimas con la manga de la chaqueta. Seguramente tiene toda la cara llena de rímel.
—Tengo que ir a lavarme la cara —anuncia.
—Tómate tu tiempo —dice Max y se levanta.
Se va escaleras arriba. Cuando está a punto de desaparecer de la vista de Minoo, se da la vuelta y le sonríe dulcemente. Ella asiente como diciéndole que está bien. Cuando ya se ha ido, se sorbe los mocos y se levanta con las piernas aún débiles.