—¿Hola?
Anna-Karin entra en el recibidor. Se oye un leve tarareo procedente de la cocina. Es su madre que está cantando un éxito de antaño alegre y rítmico.
Anna-Karin siente que se le encienden las mejillas, pero Julia y Felicia sonríen tan solícitas como de costumbre.
—¡Ay, qué casa más bonita! —exclama Julia.
—Qué agradable es vivir en el campo —añade Felicia—. Y, además, me encanta que criéis vacas. Tienen los ojos así como muy inteligentes. Como si supieran mucho.
Anna-Karin ha pensado lo mismo muchas veces pero, al oírselo decir a Felicia, le parece una estupidez.
Anna-Karin nunca ha llevado a casa a ningún compañero desde que empezó en la escuela. Aunque sabe que ejerce un control total sobre la situación, el corazón le bombea de nerviosismo. Cuando su madre sale de la cocina, se le acelera un poco más.
—Hola, chicas. Vosotras sois Julia y Felicia, ¿no?
Julia y Felicia saludan, sonríen y le hacen la pelota.
—He hecho bollos —dice la madre—. ¡Venid a la cocina!
Se sientan en torno a la mesa de la cocina y la madre pone una bandeja de bollos de canela y una jarra de refresco de grosella.
—Bueno, pues ahí os quedáis, chicas —gorjea su madre—. Las vacas también tienen que comer.
Cuando sale de la cocina, se pone a cantar otra vez.
—Servíos —dice Anna-Karin, empujando la bandeja hacia Julia y Felicia.
Las dos obedecen enseguida y empiezan a masticar.
—O sea, Anna-Karin, para mí que Jari está enamorado de ti —dice Julia una vez que la madre ha cerrado la puerta.
Anna-Karin sonríe.
—Pues yo también lo creo —responde Anna-Karin y las tres sueltan una risita con la boca llena de bollo de canela a medio masticar.
No se ha atrevido a utilizar sus poderes con Jari. Lleva tantos años siguiéndolo a distancia… Pero hoy, después de la última clase, se armó de valor cuando él pasó por delante de su taquilla.
—Jari, se me ha olvidado la mochila en la sala de fotografía. ¿Te importa ir a buscármela? —preguntó.
Julia y Felicia estaban a unos metros. Soltaron otra risita estridente.
Durante un instante de terror, Anna-Karin pensó que Jari se iba a burlar de ella, que el poder no surtiría efecto con él. Pero entonces le sonrió del mismo modo en que todos le sonríen últimamente, alegre y como sorprendido de que ella quisiera hablar con él.
—Por supuesto que sí —respondió.
Tres minutos después volvía con la mochila. Tenía la frente un poco sudorosa.
—Pero no sé, casi no nos conocemos —añade Anna-Karin.
—Bueno, está clarísimo que le interesas —insiste Julia.
—Clarísimo —remata Felicia.
Anna-Karin está empezando a comprender cómo funciona esto. Es un placer oír a los amigos afirmar cosas de las que es imposible que tengan conocimiento. No, no se te ve gorda para nada. Que sí, claro que te quiere a ti. Por supuesto que va a ir bien.
Se oye un discreto carraspeo en la puerta de la cocina.
—Hola.
Anna-Karin no se ha dado cuenta de que el abuelo ha entrado en casa. Y ahora les sonríe amable desde el umbral.
—Hola —responden Felicia y Julia al unísono.
—Estas son Julia y Felicia —las presenta Anna-Karin.
—Me alegro de conoceros —dice el abuelo, y le lanza a su nieta una mirada fugaz antes de marcharse.
Se aprecia un atisbo de interrogación en esa mirada tan breve. El abuelo se preguntará qué le está pasando a Anna-Karin. Y qué le pasa a su madre. Las últimas semanas se han prodigado ese tipo de miradas.
—¿Ese era tu abuelo?
Anna-Karin asiente absorta y piensa que el abuelo vio que la luna estaba roja. Puede que él lo sepa.
—Qué mono es. Como un abuelete de verdad —continúa Julia.
—De verdad —opina también Felicia, mientras mastica el último bocado del segundo bollo de canela. Traga con tanta ansia que emite un sonido repugnante desde el fondo de la garganta.
Se quedan calladas.
Julia y Felicia miran nerviosas a su alrededor. Cuando el pitido de un mensaje suena en el móvil de Anna-Karin, todas lo agradecen.
Ella coge el móvil.
Es de Minoo.
Al principio no lo entiende. Es como si estuviera escrito en otra lengua. Se queda mirando el texto.
—Tenéis que iros —les dice a Julia y a Felicia—. A la de ya.
Vuelven a estar todas reunidas. La primera vez desde la noche en que todo empezó. Hasta Ida está allí. Está apoyada en la baranda de la pista de baile, jugueteando con la gargantilla de plata entre los dedos. Lleva unos pantalones de montar de color beis oscuro, un jersey de lana verde y las botas de montar negras. El casco asoma por la abertura de la bolsa que hay a su lado en el suelo. Minoo no tenía ni idea de que Ida fuera una fan de los caballos. De pronto se da cuenta de que sabe muy poco de su vida, en general.
Ya solo quedan cinco Elegidas. La ausencia de Rebecka es tan patente que sienten su presencia más que nunca. Minoo advierte que las demás piensan igual. Es como si un actor se hubiera esfumado en plena representación. El resto de la compañía se queda allí, impotente, sin posibilidad de réplica.
Minoo gira la cabeza y se da cuenta de que el gato sarnoso acaba de deslizarse hacia la pista de baile. Se ha sentado junto a los peldaños y está lamiéndose una pata. Parece observarlas a todas con su único ojo de color verde.
—¡Zape! —exclama Nicolaus, pero el gato no se mueve.
—Déjalo —dice Anna-Karin—. Si no está haciendo nada.
El gato le devuelve el favor dirigiéndole un bufido.
Minoo cruza la mirada con Nicolaus. Él asiente una vez. Ella se vuelve hacia las demás.
—Bueno, pues quien asesinó a Elías ha asesinado también a Rebecka.
—¿Cómo sabes que no se quitó la vida? —pregunta Ida—. Es muy posible que lo hiciera. Era anoréxica perdida, eso lo sabía todo el mundo.
Minoo nota cómo surge la ira en su fuero interno. Es agradable. Es una sensación que puede permitirse manifestar.
—Cierra el pico —dice pausadamente.
Ida pone los ojos como platos. Unas lágrimas empiezan a correrle por las mejillas.
—¡Pues yo me niego a creerme esa basura! —grita—. ¡No quiero morir! ¡No quiero estar aquí con vosotras! —Su voz corta el claro aire otoñal.
—Pues tú dirás —pregunta Linnéa con frialdad—. Tendrás que elegir entre lo uno o lo otro.
Minoo siente una oleada de gratitud al ver que al menos Linnéa lo ha captado.
—¿De qué me estás hablando? —replica Ida.
—Solo podemos estar seguras de una cosa —advierte Minoo.
Hace una breve pausa y va posando la mirada sobre las demás, una a una. Tienen que comprenderlo, y tienen que comprenderlo ya.
—Si no nos mantenemos unidas, moriremos.
Ida se seca las lágrimas con la manga del jersey, con tanta fuerza que se le quedan rojas las mejillas.
—Nos hemos estado comportando como idiotas. Nos lo advirtieron y, aun así, no hemos hecho caso —continúa Minoo—. Rebecka fue la única que lo pilló. Nos decía una y otra vez que era un error que no estuviéramos unidas y el hecho de que ahora… ya no esté es la prueba de que tenía razón.
Las demás sienten que las ha puesto en evidencia. Todas desoyeron los esfuerzos de Rebecka por que se reunieran, porque empezasen a colaborar.
—Yo no entiendo nada… —dice Ida en voz baja—. ¿Cómo es posible que haya muerto?
Minoo traga saliva para deshacer el nudo que tiene en la garganta, el mismo que le impide respirar y pronunciar esas palabras tan importantes.
—Tenemos que empezar a colaborar —afirma—. Eso es lo que habría querido Rebecka. ¿Alguien tiene algún problema?
Ida se queda mirándose las botas.
—¿Podemos contar contigo, Ida? —pregunta Minoo.
—Sí —responde con un susurro.
—Conmigo sí —dice Linnéa.
—Y conmigo —añade Vanessa.
—Conmigo también —dice Anna-Karin.
—Y yo haré todo lo posible por apoyaros —termina Nicolaus.
Minoo los mira y recuerda lo que dijo Rebecka: ¿Qué las hará comprender? ¿Es que tiene que morir alguien más? ¿No basta con Elías?
Pues no, no bastaba. Pero no puede ponerse a acusar a las demás. No conduce a nada.
—Rebecka me contó esta mañana que alguien la estaba siguiendo —dice—. Yo creo que esa misma persona ha estado merodeando delante de mi casa. ¿Alguna de vosotras ha notado algo raro?
—A Elías le pasó algo antes de morir —dice Linnéa—. Estaba asustado, pero no tuvo tiempo de contármelo.
Minoo asiente. Linnéa lucha por contener el llanto y a Minoo le gustaría consolarla; pero meter de por medio ahora los sentimientos rompería el espejismo. Minoo tiene que fingir que es la líder del grupo, al menos en ese momento. Tiene que fingir que posee el control para que las demás no pierdan la esperanza. Se siente infinitamente pequeña y asustada, pero sería egoísta por su parte demostrarlo abiertamente. Esa nueva sensación frágil de unidad puede esfumarse en un instante.
—¿Nadie más ha notado nada raro? —pregunta.
Las demás niegan con un gesto, una tras otra. Minoo vuelve a tragar saliva. Si solo les ha pasado a ella, a Elías y a Rebecka… ¿Será ella la siguiente?
—Tenemos que averiguar quién nos sigue —dice.
—¿O qué? —apunta Nicolaus.
—Y tenemos que andarnos con mucho cuidado. Anna-Karin…
Minoo hace una pausa. Le resulta muy incómodo decirlo. De repente, descubre que Anna-Karin le inspira cierto temor, aunque parece tan inofensiva con esa trenca y ese gorro de lana.
—¿Qué? —pregunta Anna-Karin irritada.
—Ya lo sabes —responde Minoo.
Ida suelta una risita, pero no dice nada.
—Nadie tiene ni idea de lo que estoy haciendo. Eso es lo bueno —dice Anna-Karin.
Adelanta la barbilla como si fuera una niña enfurruñada.
—¿Estás segura? —pregunta Nicolaus—. Es posible que nosotros seamos los únicos que podemos ver tu representación entre bambalinas, pero si hay otra persona en el instituto que vaya tras la pista de la Elegida, estás corriendo un gran riesgo. —De repente su voz cobra autoridad—. Ya nos hemos enterado de que el instituto es el centro del mal. Y también ha sido el lugar donde les arrebataron la vida a Elías y a Rebecka.
Anna-Karin se ha puesto roja como un tomate.
—¿Y cómo sabéis que he estado utilizando mi poder? ¿Tan imposible os resulta que la gente me haga caso sin él?
Ida resopla pero, por suerte, mantiene el pico cerrado.
—Pues sí, es imposible —afirma Vanessa—. Nadie se vuelve popular de la noche a la mañana. Las cosas no funcionan así.
—Tienes que parar —dice Minoo.
Anna-Karin la mira indignada.
—¿Qué coño vamos a hacer? ¿Tenemos alguna pista? —pregunta Vanessa.
Minoo mira de reojo a Nicolaus. Han estado discutiendo una teoría. Ahora que ha llegado el momento de exponerla, les parece de lo más rebuscada, pero no tienen otras opciones.
—Antes de morir, Rebecka tuvo una reunión con la directora… —dice Minoo.
Mira a Linnéa con la esperanza de que entienda por dónde va. Y así es.
—Elías también —dice.
—A Adriana López la nombraron directora del instituto de Engelsfors hace más o menos un año —sigue Minoo.
—A ver, a ver —interrumpe Ida—. ¿Es que creéis que la directora tiene la culpa?
—La verdad es que no tengo demasiada información —continúa Minoo sin prestar atención a Ida—. Pero he encontrado algunos datos sobre ella en la red. Antes de venir aquí fue directora suplente en un instituto de Estocolmo. Y antes, parece que estuvo de profesora. No hay nada extraño en lo que he encontrado. Tenemos que averiguar más sobre su identidad.
—Es perfectamente lógico —concluye Vanessa—. O sea, el instituto es el núcleo del mal y ella es la jefa de toda la movida.
Minoo asiente, aliviada de que no se hayan burlado de ella.
—Es la única pista que tenemos, y también la mejor —dice—. Pero debemos mantener los ojos abiertos y los oídos alerta. Vanessa, tu padrastro es policía. Si ocurriera algo raro en la ciudad, te lo contaría, ¿no?
—Puede —responde Vanessa secamente.
Y en ese preciso momento Minoo siente que el cansancio se apodera de ella. Cierra los ojos, intenta olvidarse del mundo, trata de encontrar la fuerza inexplicable que la ha sustentado hasta ahora. Pero no queda ni rastro.
Rebecka está muerta. Esa certeza la hiere con toda su intensidad y casi se tambalea.
—¿Minoo? —resuena la voz de Nicolaus.
—Me parece que tengo que irme a casa.
Poco después de que Nicolaus y Anna-Karin dejen a Minoo en su barrio, empieza a llover. La lluvia retumba en la capota del coche mientras se alejan del centro.
Nicolaus aparca junto a la parada del autobús e insiste en acompañar a Anna-Karin un buen trecho por el camino de grava que conduce a la granja. Lleva un enorme paraguas de color negro con el que ambos se protegen mientras van chapoteando por el barro. Anna-Karin está tensa, lista para defenderse si él empieza a criticarla otra vez. Pero Nicolaus no dice ni una palabra.
Ya cerca de la casa, el conserje se detiene. La lluvia tamborilea sobre el paraguas y acentúa el aroma dulzón de la tierra mojada.
—Anna-Karin, esto no puede continuar —dice—. Alguien va a salir perjudicado.
No la mira con dureza. Más bien con preocupación. Como un padre angustiado por su hija. Anna-Karin pasa de lo que piensen los demás, pero a Nicolaus no quiere decepcionarlo.
—Lo pensaré —le promete.
—Bien.
Le da una palmadita en el hombro y se da media vuelta.
Anna-Karin echa a correr bajo la lluvia y se para debajo del tejadillo del porche.
Todavía no tiene ganas de entrar. Se queda mirando cómo Nicolaus se adentra en la oscuridad con su paraguas. Sabe que tiene razón. Que Minoo tiene razón. Lo que está haciendo es peligroso. En el fondo, lo ha sabido desde el principio.
Cuando estaban en noveno fue a hablar a la clase un hombre que había sido heroinómano. Dijo que cuando probó la droga por primera vez se sintió como si acabara de llegar a casa. Anna-Karin comprende ahora perfectamente lo que quería decir. Su poder la embriaga, sí, la coloca. Colma el enorme agujero negro que ha llevado dentro casi desde siempre. ¿Y ahora quieren que lo deje?
Pues sí, se dice. No vale arriesgarse. No vale la pena que mueran más personas.
Anna-Karin contempla la oscuridad otoñal. Se siente satisfecha con su decisión. Le parece una decisión adulta.
En cuanto haya conseguido a Jari, piensa. Entonces lo dejo.