13

Cuando baja corriendo las escaleras del comedor, es como si toda ella estuviera flotando. No tiene que mirar dónde pone los pies. El miedo a tropezar se ha esfumado, como si nunca lo hubiera tenido.

La cola del comedor llega serpeando hasta el hueco de la escalera. Las chicas del final se giran, advierten su presencia y esbozan una amplia sonrisa. Se produce como una ondulación por toda la cola cuando ella se la salta. Todos irradian sonrisas de reconocimiento a su paso, uno tras otro. Muchos de los chicos apartan la mirada incómodos cuando cruzan la vista con ella. Sabe que están enamorados.

Sigue andando hasta llegar a donde están Kevin Månsson y Robin Zetterqvist, junto al puesto de las bandejas, los cubiertos y los platos. Constata que Erik Forslund no se encuentra entre ellos. Apenas se le ha visto el pelo por el instituto desde que se meó encima en el patio.

—¡Toma! —dice Kevin, ofreciéndole su bandeja y dejándola pasar primero.

Ella no responde, simplemente acepta la bandeja y va a buscar la comida.

Su cuerpo es ahora un lugar tan diferente en el que vivir… Se siente como en casa en él. Lo tiene bajo control. Sus pasos son seguros. Mantiene recta la espalda. La coleta se le balancea en la nuca a cada paso que da. Toda ella se siente libre, ligera e incuestionable. Es feliz.

—Joder qué guapa estás hoy —dice Felicia cuando llega a su mesa.

Están en una sala lateral del gran comedor, una especie de apéndice sin ventanas y con sitio para seis mesas. Una ley no escrita dice que ahí es donde comen los alumnos más populares.

—Gracias —contesta sentándose.

Tanto Felicia como Julia la miran expectantes. Parecen dos cachorrillos saltando a los pies de su ama. Si Felicia y Julia tuvieran cola, definitivamente la estarían agitando.

—Felicia y yo estábamos diciendo que parece que fuésemos amigas desde hace por lo menos cien años —dice Julia.

—Sí, no podemos creer que haga solo unas semanas —añade Felicia.

Anna-Karin sonríe y responde:

—Yo tampoco.

Kevin y Robin caminan hacia ellas. Los chicos que toda la vida se han considerado los más chulos y divertidos de la clase, quizá del instituto.

Ella se pregunta quién les otorgó esa consideración. ¿Quién los juntó a todos y los nombró reyes?

Pero no importa. Eso pertenece al pasado. Anna-Karin se ha asegurado de ello.

Robin y Kevin están ahora junto a su mesa. Ella se vuelve hacia Julia y Felicia y levanta la vista poniendo los ojos en blanco, dramática. Ellas le devuelven la mirada.

—Habíamos pensado sentarnos aquí, si no os importa —dice Robin.

Kevin aparta la silla que hay junto a Anna-Karin y hace el intento de sentarse. Ella los mira y hasta puede oír cómo aguantan la respiración Julia y Felicia.

—Creo que no —contesta simplemente, y Kevin suelta la silla como si se hubiera quemado.

—Tal vez otro día —propone Robin.

—Tal vez no —responde ella.

Robin está decepcionado. Piensa que no se le nota, pero ella se da cuenta de todo.

—Hasta luego —dice, y los despide con un gesto elocuente.

—Vale. Adiós, Anna-Karin —suspira Robin, mientras se aleja con Kevin pisándole los talones.

Felicia y Julia se ríen a sus espaldas.

—Qué par de palurdos de mierda —dice Felicia justo antes de que estén fuera del alcance de su oído.

—Son patéticamente infantiles —dice Julia.

Anna-Karin levanta la cuchara y empieza a comer de la sopa de guisantes, que tiene un color entre marrón y verde. Es de un aspecto repulsivo, pero en estos momentos se come lo que sea. Su cuerpo pide a gritos que lo nutra. Se pregunta cuánta energía le chupa realmente lo que está haciendo. Apenas puede evitar levantar el cuenco y tomárselo todo a grandes sorbos.

—¿Adónde habéis ido después de historia?

Ida suelta la bandeja delante de Anna-Karin, pero la ignora. En cambio, se sienta y mira acusadora a Julia y Felicia.

—Solo nos hemos adelantado —responde Julia.

—Para pillar una buena mesa —añade Felicia.

Ida resopla.

—Podíais haberme preguntado si quería acompañaros, en vez de salir corriendo.

—No hemos salido corriendo —protesta Felicia.

—Entonces, perdona —dice Ida y, finalmente, mira a Anna-Karin.

Es una mirada de odio. Pero ¿qué puede hacer? Ida sabe a lo que Anna-Karin puede someterla si la desafía. Anna-Karin puede conseguir que revele sus secretos más oscuros. Hacerla desnudarse encima de la mesa. Exactamente cualquier cosa. Así que Ida solo bebe un gran sorbo de agua y aparta la mirada de nuevo. Es consciente de que nunca podrá vencerla.

Felicia y Julia se encuentran ostensiblemente incómodas. Las dos buscan algo que decir, cualquier cosa, para romper ese silencio tenso. Anna-Karin no se lo pone fácil. La situación es tan molesta que Ida se siente aún más como una intrusa. Alguien cuya presencia nadie desea.

Felicia mira a su alrededor buscando algo que comentar. Su elección recae en Vanessa, que está junto al bufé de ensaladas.

—Pero, qué pinta lleva, ¿no? —dice Felicia entre dientes.

Julia e Ida ríen histéricas. Vanessa lleva un top rosa y una falda tan corta que más bien parece un cinturón.

—Ni siquiera entiendo qué hace aquí —protesta Ida, mirándola casi con ansia—. O sea, no tenía ni que estudiar el bachillerato. No parece que vaya a hacer en la vida otra cosa que parir un montón de críos.

Vanessa se gira y se las queda mirando fijamente. Julia y Felicia casi se parten de risa. Vanessa no altera el semblante. Ella solo ve a Anna-Karin que acto seguido tiene que apartar la mirada.

Sus ojos lo dicen todo. Puede que Anna-Karin engañe a todas las demás, pero es una mentira. Vanessa lo sabe. Anna-Karin también.

La antigua e insegura Anna-Karin que lleva dentro quiere soltarse el pelo y esconderse detrás.

Pero ahora es otra persona. Tiene el control.

—Yo creo que Vanessa es guay —dice Anna-Karin—. O sea, que va a su rollo.

—Exacto. Yo antes no lo pensaba, pero es verdad que va a su rollo —añade Felicia de inmediato.

Anna-Karin mira a Ida. Tiene los labios apretados hasta formar una línea fina. Se levanta de la mesa.

—Este guiso es tan asqueroso que no hay quien se lo coma. ¿Os venís conmigo?

Julia y Felicia se quedan mirando sus cuencos. Ida espera unos segundos de más a que le respondan. Juguetea con la gargantilla de plata entre los dedos. La suelta de modo que el pequeño corazón de plata gira. Tiene un atisbo de inseguridad en los ojos que Anna-Karin no había visto nunca antes. Y cuando se va, nadie se fija en ella.

Las hojas rojas y amarillas del bosque que rodea Kärrgruvan parecen arder sin llama bajo el sol de la tarde. Minoo está sentada en el borde del escenario y mira a Rebecka que está en medio de la antigua pista de baile. Al lado de Minoo hay una torre de piezas de madera de muchos colores, que le han quitado temporalmente a la hermana pequeña de Rebecka. En ese momento, una pieza amarilla rectangular flota en el aire junto a la torre y se posa delicadamente, con un débil clic, sobre las demás.

Rebecka se frota la frente. Parpadea y se queda mirando la caja de plástico. Un cubo amarillo claro se eleva saliendo de la caja. Permanece suspendido en el aire un momento e inicia el ascenso lentamente hasta lo alto de la torre.

A medio camino, choca con una pieza azul y toda la construcción se tambalea para desmoronarse enseguida. Las piezas se desparraman por el suelo del escenario. Rebecka suelta un taco.

—Pero si lo haces cada vez mejor —dice Minoo.

—No te imaginas lo difícil que es —responde Rebecka.

Minoo siente una punzada. No, no se lo imagina. Todavía no tiene la menor idea de lo que se siente cuando, de pronto, se adquieren superpoderes. Y tampoco ha conseguido sacar un gran provecho de su cerebro. Ha pasado horas en internet y en la biblioteca, pero es difícil, por no decir imposible, cribar toda la información. La mayoría de lo relacionado con los fenómenos sobrenaturales está descontextualizado, es contradictorio o simplemente una locura.

La habilidad de Rebecka parece pertenecer a la categoría de la psicoquinesia. Aunque Minoo ni siquiera sabe por dónde empezar a buscar algo que le dé una pista del vínculo que hay entre ella, Rebecka y las demás. ¿Cómo se encuentra una profecía misteriosa? ¿Dónde están los viejos pergaminos y los libros ancestrales cuando uno más los necesita?

No ha ocurrido nada desde aquella noche en el teatro al aire libre. Ni paseos nocturnos llenos de misterio, ni sueños, ni olor a humo por las mañanas. Pero a Minoo eso no la tranquiliza, sino que la pone más nerviosa todavía. Es como si estuviera dando vueltas con una caja fuerte suspendida encima de la cabeza.

Y su supuesto guía tampoco tenía nada que aportar.

Unos días después de la noche de la luna de sangre, Minoo llegó temprano al instituto para hablar con Nicolaus. Estaba en su oficina rodeado de papeles y documentos, y parecía sudar con la chaqueta azul marino y la corbata rojiza que llevaba bien anudada al cuello.

Cuando Minoo cerró la puerta tras de sí, el conserje saltó como si hubiera soltado un petardo encendido en la habitación.

Nicolaus se levantó y ella vio que llevaba unos pantalones de pana color granate, que no pegaban con la corbata.

—¡Vete de aquí! —susurró—. Este no es un lugar seguro.

—Pero entonces, ¿podemos vernos esta noche? En el teatro. Tenemos que hablar de muchas cosas.

Nicolaus frunció el ceño con expresión de disgusto.

—No puedo… Quiero decir… No sé nada… Ni siquiera sé quién soy.

De pronto, Minoo percibió una sombra que se deslizaba por el suelo. Bajó la vista y un gato negro como el azabache se la quedó mirando. Donde debería haber tenido un ojo se abría un agujero con el borde dentado.

Minoo prefería no mirar al gato. Tenía la sensación de que podría contraer la sarna si miraba demasiado tiempo aquel pelaje enmarañado y lleno de calvas.

Nicolaus se echó hacia atrás en la silla cuando el gato se subió de un salto a la mesa y empezó a pasearse por encima de los papeles.

—No me explico qué le pasa a esta bestia —se lamentó—. Me persigue allá donde voy.

El gato, que se había tumbado junto al teléfono, giró la cabeza y escudriñó a Minoo otra vez con su único ojo.

—¿Qué quieres decir con que no sabes quién eres? —preguntó Minoo apartando la mirada con asco cuando el gato empezó a lamerse el pelaje andrajoso.

Nicolaus suspiró profundamente.

—Me llamo Nicolaus Elingius. Eso pone en mi contrato de trabajo y en los papeles que certifican que soy el propietario de mi humilde morada desde hace un año —continuó con voz temblorosa—. Pero no recuerdo haberla comprado. No recuerdo nada salvo mi existencia aquí como conserje. No me acuerdo de mi padre ni de mi madre. No me acuerdo de a quién quiero ni de a quién odio, ni de si he tenido hijos… No recuerdo dónde vivía. No recuerdo por qué vine aquí.

Se inclinó sobre la mesa, con la cabeza entre las manos, y murmuró unas frases en lenguaje arcaico que Minoo apenas pudo comprender.

—Pero una cosa sí que sabes: tú serás nuestro guía —respondió Minoo prudente.

Entonces Nicolaus levantó la cabeza y le dijo con una tristeza infinita.

—He perdido ese privilegio. Yo estaba aquí, en el instituto, cuando a Elías se lo llevaron de la faz de la tierra. Y, sin embargo, no impedí que sucediera algo tan terrible.

—No sabías…

—Querida niña —la interrumpió Nicolaus—, ¿le pedirías a un ciego que guiara a otro ciego?

Desde aquella ocasión, Minoo ha visto crecer el desconcierto de Nicolaus cada vez que se lo ha cruzado. Un día se quedó plantado en un pasillo mirando como hipnotizado una lámpara mientras los alumnos se reían a sus espaldas. Ahora lleva varios días sin aparecer.

Rebecka se acerca al borde del escenario y se eleva suavemente. Entre las dos recogen las piezas y vuelven a ponerlas en la caja de plástico.

—No me parece bien que no estemos aquí todas —dice Rebecka.

Lleva semanas diciendo lo mismo. Minoo mete en la caja la última pieza. Rebecka ha intentado reunirlas a todas en el teatro, pero la única que ha mostrado un poco de interés es Minoo.

—Seguro que al final lo comprenderán —responde.

—¿Y qué las hará comprender? —pregunta Rebecka, casi enfadada—. ¿Es que tiene que morir alguien más? ¿No basta con Elías?

Minoo preferiría que no hubiera pronunciado su nombre. El nombre es lo que le evoca la imagen que ella tanto se esfuerza por olvidar: aquella cara pálida, aquel brazo lleno de cortes, tanta sangre en el suelo y los azulejos.

—Pero ¿en realidad, qué podemos hacer? —pregunta Minoo intentando ahuyentar los recuerdos—. Quiero decir… Nos dicen no se qué de que tenemos que combatir el mal y evitar la destrucción del mundo. Y luego, nada. Al menos nos podrían haber encomendado una misión.

—Pues eso es —asegura Rebecka—, que esta es nuestra misión. Lo que estamos haciendo ahora. Debemos conocernos. Y perfeccionar nuestros poderes. Eso es lo que dijo Ida. O sea, cuando no era ella.

—En cualquier caso, ya hemos visto cómo los «perfecciona» Anna-Karin —dice Minoo.

—Tengo que convencerla de que es peligroso. Intentaré hablar con ella otra vez —dice Rebecka, frotándose la frente.

—¿Cómo va eso? —le pregunta Minoo.

—No hay de qué preocuparse. Ahora aguanto más. Antes solo podía dedicarle unos minutos y enseguida me empezaba a doler la cabeza. Ahora se me pasa más rápido.

Minoo se echa la chaqueta por los hombros. Hace un frío húmedo que cala los huesos.

—Ha pasado algo más —continúa Rebecka.

Saca una de las piezas y la deja en el suelo, entre las dos.

—La verdad es que no sé si podré hacerlo en este momento —dice.

Rebecka entorna los ojos con esfuerzo. Minoo se queda mirando la pieza preguntándose qué va a pasar: por ahora no se mueve y se le ocurre que Rebecka debe de estar agotada.

Entonces lo ve. Al principio no lo comprende del todo. La espiral de humo es tan débil que una brisa tenue podría disolverla. Pero luego empieza a salir más humo y una de las esquinas de la pieza comienza a arder.

Rebecka la mira y, por un momento, Minoo teme que le prenda fuego a ella también. Tiene que reprimir el impulso de taparse la cara con las manos.

—¿Verdad que es raro? —pregunta Rebecka en un susurro.

Minoo no puede estar más de acuerdo. Al principio, la débil llama tiene ribetes azulados, pero pronto adquiere un tinte amarillo claro. Ya empieza a lamer dos de los bordes de la pieza de madera. Rebecka se inclina hacia delante y sopla para apagar el fuego.

—¿Desde cuándo te pasa esto? —dice Minoo.

—Desde ayer. Había una vela en la mesa y se me ocurrió apagarla. No fue muy difícil. Fue como… Apagarla con los dedos. Y entonces también intenté encenderla. Después me entró un dolor de cabeza fenomenal. Gustaf se preocupó un montón.

—Pero no vería…

—No, claro que no —respondió Rebecka con la mirada perdida y se metió las manos en el puño de la chaqueta—. Empieza a resultarme imposible no decirle nada a Gustaf. Esto es muy gordo.

—¡No puedes decirle nada!

Minoo habla con voz chillona aunque no pretendía gritar. Pero le dan pánico las palabras de Rebecka. ¿Es que no lo recuerda? No confiéis en nadie. Ni siquiera en la persona que más queráis.

—Lo sé —dice Rebecka.

Se queda callada un buen rato.

—Lo que pasa es que hay tantas cosas de las que no hablamos —añade.

Minoo se da cuenta de que este es uno de esos instantes decisivos en los que es posible que dos personas se conviertan en amigas de verdad.

—Han corrido ciertos rumores sobre mí —continúa Rebecka.

Minoo duda, no está segura de si debe admitir que se pasó toda la secundaria oyendo rumores sobre Rebecka. Era una de las chicas de las que se decía que tenía un trastorno alimentario.

—¿Eran verdad?

—Sí. Todavía lo son. Sé que puede volver a pasar. Ha mejorado desde la primavera. Pero pienso en ello. A menudo.

—¿Y qué dice Gustaf?

—Nunca lo hemos hablado, aunque seguro que lo sabe. —Rebecka mira a Minoo a los ojos—. Pero es que tengo tanto miedo de que, si se entera, no quiera estar conmigo. Tú eres la primera persona a la que se lo cuento.

Minoo querría que se le ocurriera algo inteligente que decir. Quiere demostrarle que es digna de confianza, ayudar a Rebecka con un montón de buenos consejos y prometerle que todo saldrá bien. Pero, de pronto, comprende que es mejor callar. Dejar que hable Rebecka.

—Cuando pienso en cómo eran las cosas antes de estar con Gustaf es como ver una película antigua en blanco y negro. Es, por así decirlo, como si él hubiera traído el color. Pero tengo la sensación de que yo sigo perteneciendo a ese mundo en blanco y negro, y de que él puede darse cuenta en cualquier momento de que no soy «de colores». Y entonces, todo se irá al garete.

—Pero él te quiere. Se nota. A lo mejor lo que tienes que hacer es, simplemente, creértelo.

—Ya me gustaría que fuera tan «simple» —dice Rebecka.

—Qué guay darte consejos, como yo tengo tanta experiencia en el tema de los tíos y de las relaciones —sigue Minoo y Rebecka se ríe.

—Vale. Te toca. ¿Tienes algún oscuro secreto que quieras compartir conmigo?

Minoo se lo piensa.

—Pues que no soy afortunada en el amor —responde—. Es patético.

—Vaya. ¿Y quién es él?

—Tienes que prometerme que no se lo contarás a nadie. Quiero decir, ya sé que no lo harías, pero tengo que decir «no se lo cuentes a nadie», porque así me siento mejor.

Rebecka vuelve a reírse.

—Te lo prometo —dice.

Minoo apenas puede mover los labios para pronunciar su nombre. Teme sonar tan ridículamente ingenua como es en realidad.

—Max.

Le sale como un suspiro. Quiere que se la trague la tierra allí mismo, quedar enterrada y olvidada para siempre.

—¿Crees que te corresponde? —pregunta Rebecka, como si no fuera tan raro.

—Por supuesto que no —responde Minoo—. Aunque a veces es como si se fijara en mí. Claro que seguro que soy yo, que interpreto lo que no es.

—¿Por qué no intentas hablar con él fuera del instituto? Si crees que hay algo entre vosotros, seguro que es verdad.

Hace que parezca tan fácil…

—Gracias, pero creo que, en vez de eso, será mejor que me desenamore.

—Suerte —dice Rebecka, con ironía, y Minoo no puede evitar reírse.