Rebecka aún está despierta cuando oye el ruido de la llave en la cerradura. Oye que su madre se quita la chaqueta y los zapatos.
Luego abre la puerta del dormitorio de sus hermanos. Después, la de sus hermanas.
Rebecka ya ha estado echándoles un ojo. Hasta que no se despidió de Minoo, no se dio cuenta de que habían estado solos toda la noche. ¿Y si hubiera ocurrido algo? ¿Si se hubiera declarado un incendio? ¿O si alguno se hubiera despertado buscando a Rebecka o a su madre? ¿Si hubiera salido al balcón, se hubiera caído, se hubiera estrellado contra el suelo…?
Echó a correr tan rápido como se lo permitieron sus piernas cansadas pero, cuando llegó, todo estaba en calma y en silencio, como siempre.
Los pasos de su madre se aproximan por el pasillo y Rebecka se obliga a respirar con normalidad. Pero su madre no abre la puerta, sino que la oye continuar hasta la cocina.
Rebecka se queda en la cama, con una extraña mezcla de alivio y melancolía. Es tan obvio que su madre ya no la ve como a una niña. Ya cuando tenía cinco o seis años se encargaba de que Anton y Oskar no se pelearan y se portaran bien.
Lo mismo sucedió con Alma y Moa. Rebecka era la mejor minicanguro del mundo, eso le decían siempre.
Se incorpora en la cama y piensa en su nueva familia, a la que conoció anoche. También ellos esperan que desempeñe el mismo papel, que sea la guía, la mediadora, la que mantenga unido al grupo. ¿Lo conseguirá? ¿Tendrá fuerzas para lograrlo?
Va a la cocina y ve a su madre preparando el desayuno.
—Beckis, ¿ya te has levantado? —pregunta su madre, y le da un abrazo.
Rebecka se siente enseguida un poco más animada. Su madre y ella no tienen muchas ocasiones de estar solas.
Mientras ponen la mesa, le habla de lo dramática que ha sido la noche en urgencias. Se había organizado una trifulca terrible en el Götvändaren, el único hotel de la ciudad, que terminó con un herido al que tuvieron que dar siete puntos. Otro hombre atacó a su mujer con una sartén ardiendo, porque se le había quemado un poco el solomillo de cerdo. Una mujer mayor que trabajaba en el turno de noche de la serrería había sufrido un accidente en el que se cortó la mano izquierda entera. Y un niño se había despertado con tal miedo a la oscuridad que llegó a urgencias en un estado casi psicótico. Estaba convencido de que había monstruos deambulando por la calle, debajo de la ventana de su casa.
—Vamos, que se nota que es luna llena —dice su madre mientras pone en la mesa los cuencos de leche agria.
La madre de Rebecka tiene una teoría según la cual la gente se comporta de un modo distinto cuando hay luna llena. Puesto que la luna influye en las mareas, seguro que también afecta a las personas, ya que estas se componen principalmente de agua. Todo, desde más partos de lo normal hasta el número de delitos violentos y las dificultades para conciliar el sueño pueden explicarse, según su madre, con un «Tiene que ser por la luna llena».
—Y puede que la cosa se complique aún más cuando la luna, además de llena, está roja —sugiere Rebecka.
Su madre la mira extrañada.
—¿Qué quieres decir?
Rebecka vacila un instante.
—Pues eso, que estaba muy roja. Color rojo sangre.
—Qué raro, ahora que lo dices —responde su madre—. Algunos de los pacientes dijeron lo mismo, pero cuando los compañeros y yo nos asomamos a mirar, comprobamos que tenía exactamente el mismo color de siempre.
La madre se sirve un café.
Rebecka mira por la ventana. En el claro cielo matinal aún remolonea una luna transparente. Sigue estando roja. La madre sigue la mirada de Rebecka sin reaccionar. Es obvio que ella no ve en la luna nada extraño.
—He debido de soñarlo —dice Rebecka en voz baja.
Reflexiona un instante.
—Mamá… ¿tú has oído contar que pasara algo raro en Kärrgruvan?
—¿El qué?
—No sé, si alguien te ha contado que haya ocurrido allí algo turbio.
Su madre la mira extrañada.
—No sé a qué te refieres.
—¡Al teatro al aire libre!
—¿A qué teatro?
—¡A Kärrgruvan!
Su madre frunce el ceño.
—Me suena, la verdad. ¿Dónde está?
—Aquí, en Engelsfors.
Su madre solía ir a Kärrgruvan cuando era joven, asistía a conciertos o iba a bailar. Se lo ha contado en alguna ocasión con muchísima nostalgia. Pero ahora se echa a reír.
—Desde luego, has debido de tener unos sueños muy raros esta noche —le dice.
—Sí, será eso —responde Rebecka con un susurro.
Resulta extraño estar desayunando en la cocina como si nada hubiera sucedido, se dice Vanessa. Masticar, tragar, masticar, tragar, beber un poco de zumo y vuelta a empezar. Como si todo siguiera como siempre.
Su madre sale del dormitorio y la rodea con el brazo. Vanessa cierra los ojos. Le gusta la sensación.
Pero su madre la suelta casi enseguida. Últimamente solo se dan abrazos breves. Sobre todo, por culpa de Vanessa, que tantas veces ha protestado suspirando ante los intentos de acercamiento de su madre. ¿Cómo iba a saber que lo que Vanessa necesita ahora es, precisamente, un abrazo como los de antes?
—Han abierto una tienda nueva en el centro comercial. «Kristallgrottan» —dice su madre.
—Y es una tienda de… ¿objetos de cristal?
Su madre no advierte el sarcasmo.
—Sí, y aceites aromáticos y un poco de todo. Al parecer, hasta te leen la mano. La dueña es una mujer que se llama Mona Månstråle.
—¿Mona Månstråle?[2] Desde luego, no suena para nada a nombre inventado, ¿no?
Su madre se ríe y llena de agua la cafetera que está en la encimera.
Cuando oye el chisporroteo del café, que ya empieza a salir, se estira y bosteza.
—Mientras estabas en la ducha ha llamado Nicke. Parece que esta noche ha habido movimiento —dice, y empieza a cortar rebanadas de pan.
—Define movimiento aquí, en Engelsfors.
—Una pelea brutal en Götvändaren y un montón de altercados de borrachos por todas partes. Dice Nicke que nunca ha visto nada semejante. Estaba a punto de salir del trabajo cuando avisaron de que una mujer se había ahorcado colgándose de una viga en una casa de Riddarhyttan, al lado de la escuela infantil. Me ha dicho que se dirigía allí ahora mismo y que, seguramente, tardaría varias horas en llegar a casa.
—¡Oh, Dios, qué pena que no venga Nicke! ¡Acabas de arruinarme el día! —exclama Vanessa.
Al ver la expresión dolida de su madre, se arrepiente de sus palabras.
—Por favor, Vanessa. ¿Cuánto tiempo piensas seguir así? Nicke es el padre de Melvin. Tienes que aceptarlo.
—Yo lo aceptaré a él cuando él me acepte a mí.
—¿Cuándo piensas crecer?
Los remordimientos de hacía un instante desaparecen de un plumazo y tiene que morderse la lengua para no ponerse a gritar.
Su madre solo llevaba saliendo con Nicke unos meses cuando se quedó preñada y, un buen día, llegó anunciando triunfal que Vanessa iba a tener un hermanito. Vanessa confiaba secretamente en que Nicke se largara huyendo de la responsabilidad.
Pero qué va, resultó que quería ser padre, así que empezaron a vivir juntos poco antes del parto.
A Melvin lo quiere, eso no puede evitarlo, aunque al principio le gustaba solo a medias tener en casa a un bebé que se pasaba las noches llorando, pero a Nicke lo odia desde el primer momento. No se esfuerza lo más mínimo por ser amable, siempre es ella la que tiene que adaptarse. Y su madre eso no lo ve. Para los defectos de Nicke está ciega, y lo deja que haga y deshaga a su antojo.
—Crece tú —dice Vanessa entre dientes, y se dirige a la entrada.
—A mí no me hables así —replica su madre siguiéndola.
Vanessa le cierra la puerta en las narices.
—¿Has oído a las vacas esta noche? —pregunta el abuelo al entrar en la cocina con la madre de Anna-Karin después de ordeñar a los animales.
—¿Por qué? —pregunta con la boca llena de pan y queso.
—Se han pasado la noche mugiendo como locas en el cobertizo —responde su madre, y suena como un grajo. Ha recuperado la voz, pero todavía suena rara—. Por su culpa no he podido pegar ojo. Aparte de que no duermo nunca, con este dolor de espalda.
—Pues yo he debido de dormir como un tronco —susurra Anna-Karin.
—¿Ah, sí? —pregunta el abuelo—. Pues parece que no hubieras descansado.
—Espero que no te resfríes tú también —dice la madre, y enciende un cigarrillo.
El abuelo se acerca a la mesa y le pone la mano en la frente a su nieta.
—Fiebre no tienes, por lo menos.
La antigua Anna-Karin habría fingido estar enferma. Habría preferido quedarse en el territorio seguro de su habitación. Ahora todo es diferente. Por primera vez en su vida, tiene ganas de ir al instituto.
—Estoy bien —responde.
El abuelo le da una palmadita en el hombro, una palmadita muy enérgica: es el equivalente a un abrazo.
—Ha sido la luna sangrienta lo que ha mantenido despiertas a las vacas. A lo mejor también te ha impedido dormir a ti.
—¿La luna sangrienta? —se burla su madre—. Tú y tus ideas y tus abracadabras. Yo no he visto ninguna luna sangrienta.
Anna-Karin mira de reojo al abuelo. Le duelen las ganas de contarle todas las cosas fantásticas que están ocurriendo, cómo está cambiando su vida. Pero no puede olvidar la advertencia.
No confiéis en nadie.
Cuando entra en su habitación, se dirige al espejo.
Sabe que no es una belleza, pero tiene los ojos muy bonitos. Grandes y de un color verde nada común. Y tiene la boca bien formada, sobre todo cuando sonríe. Prueba delante del espejo. Tiene los dientes blancos y regulares. Algo es algo.
Se pone un sujetador normal, en lugar de uno de esos que le reducen el pecho. La mayoría de las chicas quiere tener el pecho grande, se dice. Pero cuando se abrocha los vaqueros, vuelve a fallarle la confianza en sí misma.
Debe de tener los michelines más asquerosos de todo el instituto. Elige una camiseta de varias tallas de más y se enfunda en la sudadera del chándal. Ahora vuelve a sentirse segura.
Anna-Karin prueba de nuevo y sonríe ante el espejo. A partir de ahora, piensa sonreír más a menudo.
Minoo se acerca al instituto al mismo tiempo que uno de los autobuses escolares se detiene con un silbido delante de la verja. Entre los alumnos que se bajan ve a Anna-Karin a lo lejos. Sus miradas se cruzan un instante. Anna-Karin le dirige una sonrisa tan fugaz que Minoo piensa que podrían ser figuraciones suyas, y luego vuelve a mirar al suelo. El velo de la melena le tapa la cara.
—¡Minoo! —grita Rebecka acercándosele.
Resulta increíble pensar que se despidieron hace tan solo unas horas. Y en qué circunstancias…
—Íbamos a disimular con eso de que nos conocemos —dice Minoo en voz baja cuando se cruzan.
—Pero si estamos en la misma clase.
—Ya, pero no por eso tenemos que ser amigas, ¿verdad?
Rebecka la mira extrañada y Minoo se da cuenta de que se está comportando como una idiota.
—Perdona. Me he pasado —se disculpa cuando empiezan a caminar juntas.
—Es que es todo tan extraño…
—Ya, mi madre me ha dicho que esta noche ha habido mucha gente en urgencias. Que han ocurrido un montón de cosas raras. Y tu padre, ¿ha oído algo? En el periódico, quiero decir.
—Ya se había ido al trabajo cuando me levanté. O cuando hice como que me levantaba.
—¿Tú tampoco has dormido nada?
Minoo niega con la cabeza. Casi le cuenta que se abalanzó sobre el libro de química en cuanto entró por la puerta, pero se contiene a tiempo.
—Lo más extraño es que algunos de los pacientes decían que la luna estaba roja —continúa Rebecka, y se detiene en la entrada al patio del instituto—. Pero cuando mi madre y sus compañeros de trabajo miraron por la ventana, la vieron como siempre. Y cuando las dos contemplamos la luna juntas, esta mañana, yo seguía viéndola roja, pero ella no.
—¿Quieres decir que no todo el mundo la veía igual? —pregunta Minoo.
—Eso parece. Y mi madre no sabía de qué hablaba cuando le mencioné Kärrgruvan. Era como si hubiese olvidado que existe.
Minoo siente un escalofrío.
—Puede que por eso sea un lugar protegido. Yo leí una vez en un libro que había un árbol que la gente no podía ver si no sabía de antemano de su existencia. Puede que con esto pase lo mismo… —Minoo calla de repente y se sonroja cuando se da cuenta del rollo que le está soltando—. Bueno, pero era un libro infantil, claro.
—¿Pero tú entiendes que nos estemos tomando todo esto en serio? —pregunta Rebecka.
Minoo se ríe. No, no lo entiende. Reanudan la marcha y pasan junto a Vanessa, que las sigue con la mirada sin decir una palabra.
—Parece que ha ocurrido algo —dice Rebecka.
En ese momento, Minoo advierte cuánta gente hay en el patio.
Gustaf se les acerca y le da a Rebecka un beso tan íntimo que tiene que apartar la mirada. Por suerte, lo ventilan enseguida.
Gustaf y Rebecka son como una de esas parejas perfectas que salen en la tele, y Minoo intenta consolarse pensando que esas parejas no existen en la realidad.
¿Cómo será el primer chico que me bese a mí?
Esa idea le pasa por la cabeza casi a diario, en distintas versiones. A última hora de la noche, antes de dormirse, se permite creer a veces que la respuesta es Max. Pero a la luz del día, se le antoja infantil y absurdo.
—¿Lo habéis visto? —pregunta Gustaf.
Minoo y Rebecka intercambian una mirada fugaz.
—¿A qué te refieres? —pregunta Rebecka.
—Si lo hubieras visto no preguntarías. ¡Ven!
Gustaf coge a Rebecka de la mano y le hace a Minoo un gesto para que los acompañe.
Minoo los sigue. Ahora se da cuenta de que los alumnos están divididos en dos grupos más o menos definidos y alejados entre sí. El centro del patio está vacío.
—Allí —dice Gustaf señalando.
En el suelo del patio se ha abierto una grieta. No es demasiado ancha, pero se extiende sinuosa desde la portería del campo de fútbol hasta la hilera de árboles muertos.
—Dicen que discurren por debajo varios túneles de la vieja mina, y que se han derrumbado —asegura Gustaf.
—Pues yo no creo que construyeran un instituto sobre unos túneles en desuso —objeta Minoo—. Además, las minas estaban bastante lejos de aquí.
—Bueno, puede que perforasen aquí para probar —interviene Rebecka. Dirige a Minoo una mirada elocuente cuando Gustaf no las ve. Rebecka tampoco se cree esa explicación, pero, por ahora, vale.
La grieta seguro que guarda relación con todo lo que ha sucedido durante la noche, de modo que no deben alentar a los amigos para que surjan más preguntas de lo necesario.
Se abren las puertas de entrada y la directora sale a la escalinata. Aguarda tranquilamente hasta que el murmullo se extingue en el patio.
Empieza a hablar, y cada palabra se oye tan nítidamente como si estuviera usando un micrófono.
—Tengo que pediros a todos que salgáis del patio. El centro cerrará hoy, mientras examinan la grieta.
Se oyen gritos de júbilo y aplausos dispersos. Minoo mira a su alrededor. Delante de ella están Rebecka y Gustaf. Vanessa se encuentra junto a la portería, con Evelina y Michelle, e Ida está sentada con Felicia en la barandilla de la escalinata. Curiosamente, Anna-Karin está a su lado, hablando con Julia.
Ve a Max junto con otros profesores, con una chaqueta en el brazo y el maletín en la mano; es de un guapo irreal. Detrás de él divisa a Nicolaus. Minoo tiene la sensación de que todos son piezas de ajedrez, alineadas para una partida decisiva.
—Los bomberos ya han estado aquí inspeccionando los conductos del gas y las tuberías del agua, pero quieren efectuar más comprobaciones —prosigue la directora—. Mañana recuperaremos lo que hayamos perdido en las clases de hoy.
La directora vuelve a entrar en el edificio. Rápidamente, los alumnos van abandonando el patio.
—Bueno, pues nos vemos mañana —dice Rebecka sonriendo a Minoo.
—Eso, nos vemos —repite Gustaf.
Y se alejan de allí cogidos del brazo. Minoo se queda mirándolos un instante, antes de volver la vista hacia el instituto. Observa el triste edificio, las hileras de ventanas idénticas, el ladrillo insulso, y trata de imaginarse que aquel sea el lugar del mal. Pero le resulta difícil. No es un lugar que le guste, precisamente, pero sí un sitio donde ella sabe quién es y qué se le da bien.
En el resto del mundo, no tiene ni idea.