No había espacio para todas en el viejo Fiat color mostaza de Nicolaus. Puesto que Rebecka y Minoo viven más cerca que las demás, se ofrecieron a ir a pie.
Minoo va mirando a Rebecka de reojo. Ninguna de las dos ha dicho una palabra desde que se marcharon de Kärrgruvan. El silencio empieza a pesarles.
A menos que sean figuraciones suyas. A veces es difícil distinguir la fantasía de la realidad. Pequeñas señales, casi insignificantes, se magnifican en su cabeza tan fácilmente…
En el instituto nunca tiene miedo de levantar la mano, porque allí sabe de lo que habla. En cambio ahora que está sola con una chica guapa y tan popular como Rebecka se ha quedado muda.
No debería ser difícil encontrar algún tema de conversación, con todo lo que había ocurrido durante la noche. Pero cuanto más se devana los sesos en busca de algo que decir, más se bloquea. Todo suena tan ridículo, tan increíblemente simple. ¿Cómo lo hacen las demás, las que hablan sin parar y sin importarles si la mayor parte de lo que dicen es totalmente absurdo?
—Espero que no nos crucemos con nadie conocido —dice Rebecka.
Minoo asiente, aliviada de que se rompa el silencio.
—Pues sí. Suerte que no es fin de semana. Tampoco es que entonces haya mucha gente en la calle, pero el riesgo habría sido mayor. Ahora debería estar tranquila la cosa, todavía es muy temprano y casi todo el mundo estará durmiendo. En todo caso, alguien que haya salido a pasear al perro…
Minoo querría darse de tortas. Típico. Primero no es capaz de abrir la boca porque tiene que repasarlo todo antes mentalmente. Y luego se quita el filtro y suelta cualquier cosa que se le viene a la cabeza.
—Sí, claro, eso sí —dice Rebecka con una sonrisa.
Ya han llegado a la carretera nacional. Minoo se cerciora de que no viene ningún camión antes de cruzar.
—¿Tú conocías a Elías? —pregunta Rebecka.
—No, de nada. ¿Y tú?
—No. Pero tengo la sensación de que sí…
Rebecka se detiene y se vuelve hacia Minoo. Los rizos suaves de su larga melena rojiza le perfilan las mejillas. Los ojos son entre azules y grises. Tiene las facciones y la piel tan perfectas que parece retocada con Photoshop. Es casi imposible dejar de mirarla.
—No sé cómo explicarlo —continúa Rebecka—. Pero daría igual que todas hubiésemos sido sus mejores amigas antes de que pasara esto. No llegaríamos a conocernos como lo haremos a partir de ahora. ¿Me entiendes? Ahora estamos unidas de un modo que no tiene nada que ver con quienes éramos antes de esta noche.
Minoo vacila. En cierto modo, comprende lo que Rebecka quiere decir. Esta noche, desde luego, han vivido una experiencia rara, cuando menos. Pero Minoo no tiene ninguna fuerza nueva y misteriosa con la que poder mover cosas u obligar a la gente a decir la verdad. No se siente muy cambiada.
—Bah, no digo más que tonterías —sigue Rebecka con un gesto de rechazo.
Las dos reanudan el camino.
—Me pregunto qué fuerza tendría Elías —dice Minoo, cuando el silencio empieza a pesarles otra vez.
—Puede que aún no tuviera ninguna. Ni tú, ni Linnéa ni Ida habíais notado nada especial antes, salvo los sueños.
—O sea, que a ti no te parece que Ida estuviera rara esta noche, ¿no? —pregunta Minoo.
Ha sonado enfurruñada, aunque no era su intención. Pero Rebecka suelta una risita.
—La verdad es que me das un poco de envidia —añade Minoo—. Siempre he querido tener superpoderes.
—Ya, pero quizá tus superpoderes estén en tu cerebro —dice Rebecka—. Eres tan inteligente… Quizá por eso te necesitamos.
—Así que tú puedes hacer que las cosas se muevan solas por los aires… y yo… yo puedo pensar, ¿no?
Rebecka suelta una carcajada, pero no con sorna. Al parecer, Minoo ha vuelto a hacer un chiste sin saberlo. Muy prometedor, dado que, cuando lo intenta, nunca consigue hacer reír a la gente.
—Quiero decir que en alguna parte habrá respuestas a nuestras preguntas. Y si alguien puede dar con ellas, esa eres tú. No podemos esperar a que Nicolaus empiece a recordar. Tenemos que buscar nosotras —continúa Rebecka—. Además, tal vez tú y Linnéa tengáis poderes que aún desconocéis. Los míos aparecieron de repente.
Lo que dice Rebecka tiene mucha lógica. Más vale tener paciencia. Y si ese papel de empollona que tan bien se le da puede traerles algo positivo…
Y entonces cae en la cuenta. Quizá no sea el fin del mundo, pero poco le falta. Minoo se detiene de pronto.
—¿Qué pasa? —pregunta Rebecka.
—Que mañana tenemos examen de química —responde Minoo—. Y que no me lo he terminado de estudiar.
Linnéa vive en un edificio de ocho plantas cerca del Storvallsparken. Es uno más de los edificios de la ciudad cuyas viviendas están vacías y cerradas a cal y canto.
Huele a orines en el portal. Vanessa arruga la nariz y Linnéa sonríe.
—Bienvenida al hotel de lujo —bromea.
Abre la puerta del ascensor y entran. En el ascensor hay sitio para diez personas, por lo menos, y sube muy despacio. Vanessa ve su imagen en el espejo. Parece una víctima de una película de terror a la que hayan estado persiguiendo por el bosque: el pelo enredado y lleno de hojas y la pintura corrida por toda la cara.
De pronto se da cuenta de que tiene que llamar a Wille, pero le resulta absurdo pedirle prestado el móvil a Linnéa.
Vanessa empieza a arrepentirse de haber aceptado la invitación de Linnéa de ir a su casa a ponerse ropa limpia, pero no puede volver envuelta en una manta.
Linnéa abre la puerta del ascensor y sale. Vanessa ve enseguida las letras en la ranura del buzón: «L. Wallin».
—Pero ¿es tu propio apartamento? —pregunta al entrar.
—Sí —responde Linnéa, como si fuera lo más natural del mundo, mientras abre la puerta.
Se quita los zapatos en el vestíbulo, continúa hacia la sala de estar y enciende unas lamparitas que hay en el suelo. Tienen pantallas en rosa y rojo y envuelven la habitación en un suave resplandor rojizo.
Es un apartamento de alquiler destartalado, dos habitaciones con el suelo de linóleo y papel de florecillas sobre fondo blanco. Pero las paredes apenas se ven debajo de todos los cuadros y los pósters y las páginas de periódico que ha colgado. En la sala de estar hay un sofá cubierto con una tela roja de terciopelo de imitación. Delante hay una caja de madera pintada de negro que hace las veces de mesa. Junto al sofá hay una pantera enorme de porcelana. Unas grietas diminutas forman una red blanca en el cuerpo negro.
—Chula, ¿eh? —dice Linnéa—. El que la tiró debía de estar loco.
—¿La tiraron?
—Casi todas mis cosas son del contenedor.
Vanessa mira las fotos de las paredes con más atención. Hay una serie de fotografías horribles de animales vestidos de payaso y un óleo que parece representar un paisaje idílico, hasta que se ve la silueta de una mujer vestida de blanco, colgada de un árbol. Dos personas que sonríen cogidas de la mano, pero que tienen los ojos totalmente en blanco. A Vanessa le gustan las fotos, pero los pósters de los grupos de música no le dicen nada. La mayoría son grupos asiáticos y ella no ha oído nunca sus nombres.
El móvil de Linnéa suena de pronto. Lo saca del bolsillo y mira la pantalla, hace una mueca y lo deja en la mesa.
Vanessa descubre una gran cruz de madera que hay en la pared. Está llena de trocitos de metal plateados.
—Muy bonito —dice, por decir algo.
Linnéa se acerca, se detiene junto a Vanessa y pasa el dedo índice por la cruz. El esmalte rosa chillón de las uñas ha empezado a resquebrajarse.
—Me la regaló Elías. Es de México. ¿Ves todos estos símbolos metálicos? De todo eso es de lo que te tiene que proteger la cruz. Aquí hay una pierna fracturada, por ejemplo. Ojos llenos de lágrimas… Y un caballo enfermo.
Vanessa suelta una risa nerviosa y hace como que mira, pero en realidad solo es consciente de lo cerca que está Linnéa, tan cerca que Vanessa puede sentir el calor de su cuerpo a través de la manta. Y entonces vuelve a sonar el móvil.
—Pero qué mierda —gruñe Linnéa irritada.
Se acerca a donde está el móvil y rechaza la llamada.
—Pero ¿quién te llama sin parar? —pregunta Vanessa.
—Un chico. Que se niega a comprender que no tiene que llamar más.
Vanessa ve un destello en los ojos de Linnéa. Algo que parece… ¿compasión? Se le hace un nudo en el estómago y tiene que apartar la mirada. De repente, comprende quién está llamando, pero no piensa rebajarse preguntando directamente.
—Ajá —responde.
—Mira a ver qué encuentras en el armario —dice Linnéa señalando la puerta del dormitorio.
Las persianas están cerradas y Vanessa va tanteando la pared hasta que encuentra el interruptor. La cama es grande y está sin hacer. Pero lo que atrae la atención de Vanessa es la máquina de coser que hay en el suelo, junto a una mesa de trabajo atestada de telas y de latas llenas de bobinas de hilo y de botones.
—Ah, pero ¿tú sabes coser? —pregunta a Linnéa cuando la ve entrar.
Linnéa asiente y Vanessa comprende lo estúpido de su pregunta. ¿Para qué, si no, iba a tener una máquina de coser? ¿Qué tiene Linnéa que consigue que todo lo que ella dice parezca un error?
—Hay un espejo en el interior de la puerta del armario —dice Linnéa dándole un paquete de toallitas desmaquillantes.
Vanessa abre el armario, que está repleto de ropa. Todos los trajes son como de una versión de terror japonesa de Alicia en el país de las maravillas. Da igual lo que se ponga, parece que se haya disfrazado de Linnéa.
—Ponte lo que quieras —dice Linnéa antes de salir.
El teléfono empieza a sonar en el salón. Se oyen cuatro tonos. Linnéa no responde.
Las perchas hacen ruido al chocar unas con otras mientras Vanessa busca entre las prendas. Al final se decide por lo más neutral que encuentra: una falda negra, una camiseta blanca y un jersey negro de algún tipo de lana esponjosa. Se viste, se seca el pelo, se limpia la pintura delante del espejo y se quita los restos de bosque de la melena. Ya está más o menos bien.
—Te devolveré la ropa mañana en el instituto. Bueno, hoy —dice Vanessa cuando vuelve al salón con la manta en la mano.
Linnéa está tumbada en el sofá. Tiene los pies colgando por uno de los brazos.
—Hoy me voy a quedar en casa, pero no hay problema, me la das otro día —dice soñolienta.
Otro día, piensa Vanessa. Sí, claro, ahora tenemos que vernos.
Ella y Linnéa y Minoo, y Anna-Karin, Rebecka e Ida. Si la salvación del mundo depende de que consigan colaborar, la verdad es que la cosa está difícil. Sorry por todos los miles de millones de habitantes: Ida Holmström se interpone entre vosotros y el fin del mundo.
—Joder, cómo la odio —murmura Linnéa.
Vanessa la mira.
—¿A quién?
—A Ida. Si el mal nos persigue, espero que la coja primero a ella —dice Linnéa.
Una sonrisa le asoma a la comisura de los labios. Vanessa se sorprende devolviéndosela. Se miran unos segundos.
—Es Wille el que no para de llamarte, ¿verdad? —pregunta Vanessa al final.
—Sí.
—¿Habéis… habéis empezado a salir otra vez?
—No.
—Y entonces, ¿qué quiere?
Linnéa aparta la mirada.
—Dímelo —la anima Vanessa, con la voz tan afilada y dura como puede, para ocultar el miedo.
¿Estará Wille enfadado con ella porque desapareció así, sin más? ¿Será por eso por lo que está llamando a Linnéa? ¿Será eso lo que hace cada vez que se pelean?
Si Wille aún está enamorado de Linnéa me muero, piensa.
—Está enfadado conmigo —dice Linnéa.
Vanessa se queda mirándola.
—¿Qué?
—Es difícil de explicar. Cuando estábamos juntos, nos peleábamos un montón. A veces le da por pensar que todavía tenemos cosas que aclarar. O sea, por ejemplo, ¿por qué dije no sé qué aquella vez, hace mil años? Cosas absurdas.
No es propio de Wille obsesionarse por cosas del pasado. Ni siquiera piensa mucho en el presente.
—Discutíamos a todas horas. Y eso puede crear adicción. Uno quiere quedar por encima.
Vanessa no sabe qué decir. Si Evelina o Michelle tratan de mentirle, se da cuenta enseguida. Pero con Linnéa se siente insegura. Y no conseguirá averiguar la verdad por Wille. No puede contárselo. Porque nadie puede saber que ella y Linnéa se hablan.
Si pudiera pensar con claridad. Lleva tantas horas despierta que la borrachera ya ha pasado a ser resaca sin que haya podido dormir siquiera.
Se dirigen a la puerta. Vanessa se lleva también un par de zapatos viejos, y siente como si tardara cien años en atárselos mientras la mirada de Linnéa le quema en la nuca.
La cerradura se resiste. Vanessa tironea del picaporte mientras prueba a un lado y a otro. Linnéa alarga la mano y abre la puerta. Vanessa vuela, literalmente, escaleras abajo.