Cuando recupera la conciencia, se encuentra enroscada en el rincón en el que la dejaron.
En el sótano reina una oscuridad compacta. Le duele todo el cuerpo.
Se sienta, flexiona las piernas bajo el camisón y se las abraza. Sigue sin oír nada por el oído derecho y siente como un latido sordo en el ojo, pegado por el pus y la sangre coagulada.
Resuenan pasos en el pasillo de fuera y la pesada puerta se abre de pronto. El resplandor de una antorcha ilumina la habitación y aparta la mirada al verse las heridas de los pies, inmovilizados por una gruesa cadena. Dos guardas la levantan del suelo y le atan las manos a la espalda, bajo la mirada del portador de la antorcha. Las cuerdas se le clavan en las muñecas, pero ella se niega a mostrarles lo mucho que le duelen.
El hombre de la antorcha se le acerca con una sonrisa altanera. No tiene dientes y le hiede el aliento a carne podrida. Ella siente el ardor en la cara y él le acerca la llama un poco más.
—Hoy vas a morir, furcia —le dice acariciándole la cara con la mano, que va bajando hasta el pecho.
El odio que la colma le infunde fuerza y valor.
—Maldito seas —le susurra—. Que se te pudra la polla y se te caiga a pedazos. Satanás, mi señor, irá a buscarte a tu lecho de muerte y sus demonios te torturarán por siempre.
El hombre aparta la mano como si se hubiera quemado.
—Dios nos proteja —murmura uno de los guardas.
Siente cierto alivio al verlos tan asustados.
Alguien le pone un saco en la cabeza y acto seguido la arrastran por pasadizos laberínticos. Se abre una puerta cuyas bisagras chirrían.
En el exterior. Huele al frescor del rocío. Ella se prepara para crecerse ante los alaridos y el odio de la muchedumbre, pero lo único que oye es el trino de los pájaros. La luz rosácea del alba se filtra por el tejido del saco. Un cuco canta por el sur. El cuco del sur anuncia la muerte.
Un instinto oscuro y animal se apodera de ella. Tiene que huir. Ahora.
El pánico la impulsa a correr a ciegas. Los grilletes le lastiman los tobillos mientras corre. Nadie intenta detenerla. Saben que no es necesario. No llegará muy lejos y caerá de bruces en la tierra húmeda. Los guardas se ríen y gritan a su espalda.
—Vaya, se diría que tiene prisa en llegar ante Satanás, su señor —oye decir al desdentado.
Unas manos fuertes la levantan cogiéndola por debajo del brazo y otra persona la levanta por los pies. Entre los dos la arrojan brutalmente por los aires. Ella flota libre un instante, antes de aterrizar sobre algo duro; se queda sin aliento. Un caballo resopla y el mundo empieza a balancearse. Está tumbada en una especie de carro, hasta ahí alcanza a comprender.
—¿Hay alguien ahí? —susurra.
Nadie responde.
Bueno, mejor así, piensa. Todos estamos solos ante la muerte.
Minoo se despierta temblando. Está helada, como si hubiera dormido toda la noche con la ventana abierta. Le resulta difícil respirar, es como si algo grande y pesado le aplastara el pecho.
Se sube el edredón hasta la barbilla y se acurruca hasta convertirse en una bola. Antes tenía montones de pesadillas, pero ninguna que le causara un dolor físico. Nunca había sentido tanto alivio al ver su habitación de siempre con el papel pintado en blanco y oro.
Al cabo de un rato empieza a resultarle más fácil respirar y el calor vuelve poco a poco.
Echa una ojeada al móvil. Cerca de las siete. Hora de levantarse.
Minoo sale de la cama y abre el armario. Le gustaría tener un estilo definido, en lugar de aquellos vaqueros anodinos y las camisetas y las chaquetas de siempre. Descuelga de la percha un jersey azul marino y siente asco de sí misma. Es tan lamentablemente… inofensiva… Ni siquiera ha cambiado de peinado. Nunca. Pero ¿qué diría la gente si un buen día llegase al instituto con algo distinto? Los alternativos del instituto, cuyo estilo tanto le gusta en secreto, dirían que es una quiero y no puedo.
Además, ella detesta ir a comprar ropa. Se siente como un analfabeto en una librería. Cuando se trata de los demás, sí es capaz de decir si la ropa es bonita o fea, si les queda bien o mal, pero si hojea un catálogo en busca de algo para sí misma, solo apuesta por lo seguro. Negro. Azul marino. Jerseys largos. Vaqueros no demasiado ajustados. Sin mucho escote. Ningún estampado. La indumentaria es como una lengua que ella comprende, pero que no sabe hablar.
Coge la ropa y llega al pasillo. La puerta del dormitorio de sus padres está cerrada y ve la cuchilla de afeitar de su padre en el lavabo, en un charco de agua. Minoo supone que ya se encontrará en el trabajo. La toalla de su madre está húmeda, así que se habrá levantado aunque hoy no trabaja.
Minoo deja la ropa en un taburete, se mete en la bañera y corre la cortina de baño.
De repente, toma conciencia del olor a quemado. Coge un mechón de su larga melena negra, se lo lleva a la nariz y lo olisquea.
Tiene que enjabonarse el pelo dos veces para que desaparezca aquel hedor inexplicable. Luego se enrolla la melena en una toalla y se cepilla los dientes. Se queda mirando el plano antiguo de Engelsfors que cuelga enmarcado junto al espejo. El año pasado llegó a creer que sus padres la dejarían mudarse a Estocolmo con la tía Bahar para ir allí al instituto. Detesta ver el plano todas las mañanas, porque le recuerda que sigue estancada en aquel lugar.
Engelsfors. Un nombre precioso para una birria de ciudad. En medio de la nada, rodeada de densos bosques donde la gente se extravía y desaparece. Trece mil habitantes y un 11,8 por ciento de desempleo. Hace veinticinco años que cerraron la fundición. En el centro se alzan los edificios vacíos. Solo sobreviven las pizzerías.
La carretera nacional y el ferrocarril atraviesan la ciudad trazando una frontera. Al este se extiende el lago Dammsjön, gasolineras, talleres, la fundición cerrada y algunos barrios de bloques deprimentes. Al oeste, el centro, la iglesia y la casa parroquial, barrios de viviendas adosadas y el caserío, hace tiempo abandonado, y el barrio «elegante» de chalés junto al idílico canal.
Allí es donde vive la familia Falk Karimi, en una casa de dos plantas de diseño funcional. Tiene las paredes cubiertas de lujoso papel pintado y la mayoría de los muebles proceden de tiendas de diseño de Estocolmo.
Cuando Minoo baja la escalera, ve a su madre sentada a la mesa de la cocina. Los diarios que su padre lee a conciencia cada mañana están allí pulcramente apilados. Su madre está absorta en una revista médica y tiene delante el desayuno de siempre: una taza humeante de café solo.
Minoo se sirve un cuenco de yogur de fresa y se sienta enfrente.
—¿Eso es todo lo que vas a desayunar? —pregunta su madre.
—Mira quién fue a hablar —responde Minoo, que recibe una sonrisa por respuesta.
—Yogur, cereales, tostadas; yogur, cereales, tostadas. Al cabo de un tiempo resulta muy aburrido.
—Ya, en cambio el café no es aburrido, ¿verdad?
—Un día lo comprenderás. —Su madre sonríe, y de pronto la mira con esa mirada suya, como si la viera por dentro—. ¿Has dormido mal?
—He tenido una pesadilla —explica Minoo.
Entonces le cuenta lo que ha soñado y cómo se sentía al despertarse. Su madre alarga el brazo y le toca la frente. Minoo se aparta.
—No estoy enferma, no era ese tipo de tiritona.
Minoo ve perfectamente cómo su madre entra en el «modo doctora». Le cambia la voz: un poco más seria y profesional. El lenguaje corporal se vuelve más rígido. Incluso cuando Minoo era pequeña ocurría lo mismo. Era su padre quien se ocupaba de ella y la mimaba con golosinas y tebeos cuando estaba enferma. Su madre se comportaba como el médico que va a visitar al enfermo.
Minoo se ponía muy triste. Ahora ha llegado a sospechar que lo de abandonar el papel de madre y adoptar el de profesional es un mecanismo de defensa. Puede que la preocupación materna normal y corriente resulte imposible de combinar con los conocimientos médicos de todo aquello que puede atacar al cuerpo humano.
—¿Tenías el pulso acelerado?
—Sí, pero se me pasó.
—¿Te costaba respirar?
Minoo asiente.
—Podría ser ansiedad.
—Yo no tengo ansiedad.
—No sería de extrañar, Minoo. Acabas de empezar el instituto. Es un cambio importante.
—Que no era ansiedad. Tenía que ver con la pesadilla.
Incluso a ella le resulta extraño al oír la explicación, pero esa era la verdad.
—No es saludable guardarse todos los sentimientos —dice su madre—. De un modo u otro, terminan saliendo. Cuanto más intentes controlarlos, más incontrolado es el desenlace.
—¿Qué pasa? ¿Has dejado la cirugía por la psicología? —le chincha Minoo.
—Que sepas que hubo un tiempo en que me planteé ser psiquiatra —responde la madre un tanto mordaz. Luego, se le transforma la mirada—. Ya sé que no he sido un gran modelo para ti.
—Mamá, déjalo, anda.
—No. Fui la típica niña perfecta. Y no quiero imponerte esa actitud.
—No me impones nada —responde Minoo bajando la voz.
—Prométeme que me avisarás si vuelve a ocurrir. Prométemelo.
Minoo asiente. Aunque su madre puede ser bastante pesada a veces, le gusta que se preocupe por ella. Y además, la comprende casi siempre.
Dios, qué patético, piensa Minoo tragando la última cucharada de yogur. Mi madre es mi mejor amiga.
Vanessa se despierta con el picor del humo en la nariz.
Retira el edredón, sale corriendo hacia la puerta y la abre de golpe.
Pero, en el salón, todo está en calma. No hay llamas lamiendo las cortinas. Ni negras nubes tóxicas saliendo a oleadas de la cocina. En la mesa del sofá hay una caja de pizza y unas latas de cerveza. Frasse, el pastor alemán, está amodorrado en el charco de sol que calienta el suelo. Su madre, Nicke y Melvin, su hermano pequeño, ya están desayunando en la cocina. Una mañana normal y corriente en el número 17A de la calle Törnrosvägen, quinta planta, primera puerta a la derecha del ascensor.
Vanessa menea la cabeza y entonces se da cuenta: el olor emana de su propio cuerpo. El pelo le apesta. Como cuando era pequeña y se quedaba observando la ridícula hoguera de mayo en el parque de la colina de Olsson.
Vanessa cruza el salón, pasa por la cocina y ve a Melvin jugando con dos cucharas, las hace bailar sobre la mesa. A veces es tan mono. No se explica que el cincuenta por ciento de sus genes procedan de Nicke.
Se quita la camiseta con la que ha dormido, la deja en el suelo del cuarto de baño y abre el grifo. Las tuberías emiten un carraspeo y enseguida sale disparado un chorro de agua fría. La ducha no resulta nada fiable desde que Nicke se empeñó en cambiar él mismo unas piezas y poner un nuevo grifo monomando. Mamá protestó un poco, pero al final siempre lo deja hacer su voluntad.
Vanessa se mete en la ducha y por poco se escalda, hasta que localiza el punto de la temperatura adecuada. Se lava el pelo con el champú de su madre, que tiene un olor dulzón y como a coco. Aquel olor a humo tan misterioso sigue allí. Coge un buen puñado de champú y se lo lava otra vez.
Cuando vuelve a su habitación, envuelta en el albornoz, pone la radio. Las voces histéricas de los anuncios publicitarios imprimen a todo un toque de normalidad. Entonces sube las persianas y enseguida se pone de mejor humor. No hay duda, hace tiempo de llevar poca ropa. Quiere salir al sol cuanto antes.
—¡Que bajes el volumen ahora mismo! —ordena Nicke desde la cocina con la típica voz de madero.
Vanessa no le hace el menor caso.
Si tienes resaca no es mi problema, piensa mientras se pone desodorante.
Se viste, coge la bolsa del maquillaje y se dirige al espejo de cuerpo entero que hay apoyado en la pared.
Pero su imagen no aparece allí dentro.
Vanessa se queda mirando el espejo vacío. Levanta una mano y la sostiene delante de los ojos. Allí está, perfectamente visible. Vuelve a mirar al espejo. Nada.
Tarda un rato en comprender que sigue durmiendo.
Sonríe. Una vez que se tiene conciencia de que se trata de un sueño, uno debe de poder gobernarlo.
Deja la bolsa de maquillaje y se dirige a la cocina.
—Hola —saluda.
Nadie reacciona. Realmente, es invisible. Nicke dormita sentado con la cabeza apoyada en la mano. Huele a cerveza revenida. Su madre parece como mínimo igual de cansada que él, y se está tomando una tostada con jamón mientras hojea el catálogo de una tienda que llaman Kristallgrottan, la caverna de cristal. Tan solo Melvin gira la cabeza, como si hubiera oído algo, pero es obvio que tampoco la ve.
Vanessa se coloca al lado de Nicke.
—¿Con resaca? —le susurra al oído.
Ninguna reacción. Vanessa suelta una risita. Siente una alegría de lo más extraña.
—¿Tú sabes cómo te odio? —le dice a Nicke—. Eres un pringado de mierda. Tanto que ni tú mismo te das cuenta de lo pringado de mierda que eres. Yo creo que eso es lo peor, que te crees que eres perfecto.
De pronto nota algo húmedo y áspero en la mano. Baja la vista y allí está Frasse, lamiéndole la mano.
—¿Qué hace Frasse? —pregunta Melvin con su vocecilla.
La madre mira al perro.
—Eso nunca se sabe —responde—. Estará cazando moscas o algo así.
—¿A qué voy y hago pedazos esa mierda de radio? —grita Nicke dirigiendo la vista a la habitación de Vanessa.
Ella se ríe otra vez y pasea la mirada por la cocina. En la encimera ve la taza favorita de Nicke, una jarrita azul con una placa de la Policía americana y las siglas «NYPD» en letras blancas. Seguramente, se habrá creído que la vida de poli en Engelsfors puede compararse con patrullar las calles de Nueva York.
Vanessa arrastra la taza con un movimiento del brazo y la tira al suelo. La jarrita se quiebra en dos mitades con un sonido que la llena de satisfacción. Melvin da un respingo y empieza a llorar. Y Vanessa siente enseguida remordimientos por él.
—¡Pero qué coño! —grita Nicke levantándose con tal ímpetu que la silla se vuelca y cae al suelo.
—Qué lástima que esta vez no puedas echarme la culpa —dice Vanessa en tono triunfal.
Nicke le clava la vista. Sus miradas se cruzan. Vanessa nota pequeños impulsos eléctricos que le recorren la espina dorsal.
Nicke puede verla.
—¿Y a quién puñetas iba a echarle la culpa si no? —gruñe entre dientes.
Melvin llora a pleno pulmón y Nicke lo coge, le acaricia el pelo enredado de color chocolate.
—Vamos, chiquitín, vamos —lo consuela sin dejar de mirar a Vanessa con rencor.
—Pero Vanessa, ¿qué haces? —pregunta su madre con el tono de voz más cansino del mundo.
Vanessa no tiene respuesta razonable a esa pregunta. ¿Dónde empezará y dónde acabará este sueño?
—¿Lleváis viéndome todo el tiempo? —pregunta.
Su madre la mira ahora totalmente despabilada.
—Oye, ¿te has metido algo?
—¡Sois todos retrasados! —grita Vanessa y echa a correr hacia el vestíbulo.
Tiene miedo, ahora está muerta de miedo, pero no piensa permitir que lo noten. Así que se pone los zapatos y coge la mochila de un tirón.
—¡Tú no vas a ninguna parte! —le grita su madre.
—¿Es que quieres que me salte las clases? —le grita ella a su vez antes de cerrar de un portazo que retumba por toda la escalera.
Baja los peldaños a la carrera, sale a la calle, cruza hasta la parada del cinco y llega justo a tiempo de cogerlo.
Menos mal que no conoce a ninguno de los que viajan a esa hora. Se sienta al fondo.
Solo existen dos explicaciones de lo ocurrido aquella mañana tan rara. Una, que se haya vuelto loca. La otra, que haya vuelto a andar en sueños. Cuando era pequeña le ocurría con mucha frecuencia. A su madre le encanta avergonzarla contando el día en que se sentó a hacer pis en la alfombra de la entrada. Vanessa aún recuerda lo que sentía al encontrarse en aquel estado intermedio entre el sueño y la vigilia. Pero en el fondo sabe perfectamente que lo de esta mañana ha sido algo completamente distinto.
He ido sonámbula por la casa, se dice resuelta.
La otra explicación es demasiado espantosa.
Vanessa mira por la ventanilla y, cuando el autobús entra en el túnel, atisba su reflejo en el cristal. Dos ojos sin maquillar la miran fijamente.
—Vaya puta mierda —murmura al tiempo que rebusca en el interior de la mochila.
Lo único que encuentra es un brillo de labios. Se ha dejado en casa la bolsa del maquillaje, tirada en el suelo. Desde los diez años, nunca ha ido a la escuela sin maquillar y no le apetece nada empezar ahora. Con un trauma ya tiene bastante por hoy.
El autobús continúa a través del polígono industrial desierto. Su madre se pone pesadísima cuando cuenta que la fábrica era el orgullo de la ciudad cuando ella era pequeña. Vamos, que uno podía sentirse orgulloso de ser de Engelsfors. Vanessa no comprende de qué había que estar orgulloso. Seguramente, aquella ciudad era igual de fea y aburrida por aquel entonces.
El autobús cruza las vías del tren y entra en la zona oeste. Al otro lado de la ventanilla discurre lo que su madre suele llamar irónicamente «el Beverly Hills de Bergslagen». Grandes chalés de colores claros rodeados de jardines esplendorosos. Se diría que el sol brilla con más alegría a este lado de la ciudad. Aquí viven los que tienen dinero. Los médicos. Los escasos propietarios de negocios rentables. Los vástagos de los patronos de la fundición.
Aún falta un trecho hasta el instituto. Por raro que parezca, se encuentra en un lugar bastante alejado del centro.
Como una cárcel, aislado del resto de la civilización, piensa Vanessa.