10

El mismo día en que Caius Crispus de Varena sobrevivió a dos atentados contra su vida, contempló por primera vez el Santuario consagrado a la Sagrada Sabiduría de Jad, en Sarantium, y conoció a los hombres y mujeres que modelarían y determinarían el rumbo de su vida bajo el sol de la divinidad a partir de aquel momento, muy lejos de allí, hacia el oeste, se celebró una ceremonia fuera de las murallas de su ciudad natal, en un santuario muchísimo más pequeño, cuya decoración la reina había encomendado a su socio Martinian y a él mismo, además de otros artesanos y aprendices de su equipo.

Entre los bosques de Sauradia, el pueblo de los antae, junto con los vrachae, inicii y otras tribus paganas que habitaban aquellas tierras salvajes, siempre había honrado a sus antepasados en el Día del Muerto con ritos sangrientos. Pero tras abrirse camino hacia el oeste y el sur, hasta Batiara, al sucumbir el Imperio Rhodiano, habían adoptado la fe de Jad y muchas de las costumbres y rituales de los conquistados. Durante un largo e inteligente reinado, el rey Hildric, en particular, había dado grandes pasos hacia la consolidación de su pueblo en la península y la consecución de cierta armonía con los subyugados aunque eternamente altivos rhodianos.

Se consideraba un infausto infortunio que Hildric el Grande no hubiera dejado ningún heredero vivo, a excepción de una hija.

Pero por mucho que los antae rezaran a Jad y al aguerrido Heladikos, llevaran discos solares, construyeran y restauraran capillas, frecuentaran los baños públicos e incluso los teatros, y trataran con el poderoso Imperio Sarantino como un estado soberano y no como un grupo de tribus, seguían siendo un pueblo caracterizado por la precaria ostentación del poder de sus líderes y extremadamente desacostumbrado al gobierno de una mujer. El hecho de que la reina Gisel no hubiese sido obligada a contraer matrimonio o asesinada constituía una fuente de permanente sorpresa en algunos círculos.

A juicio de los observadores, sólo el relativo equilibrio de poder entre las facciones rivales había permitido llegar con cierta estabilidad hasta la ansiada consagración de Hildric fuera de las murallas de Varena.

La ceremonia tuvo lugar a finales de otoño, inmediatamente después de los días de Dykania, cuando los rhodianos solían honrar la memoria de sus ancestros. La suya era una fe y una sociedad civilizadas; encendían velas y oraban, sin derramamientos de sangre.

No obstante, muchos de quienes integraban la muchedumbre que se había congregado en el santuario ampliado y que exhibía una decoración francamente imponente, se sentían tan indispuestos después de los excesos de Dykania que en parte deseaban ser ellos los difuntos en lugar del rey. Entre los incontables festivales y días feriados rhodianos que salpicaban el calendario, los antae habían adoptado con un predecible entusiasmo los ebrios libertinajes de Dykania.

Bajo la lánguida luz de un crepúsculo sin sol, la corte de Varena, con sus capas de piel, y los nobles antae que habían venido desde lugares remotos, se reunía ahora con los rhodianos de prestigio y una serie de sacerdotes de todos los rangos. Se habían reservado algunas plazas para el pueblo llano, tanto de la ciudad como de las zonas rurales. Muchos de ellos habían hecho cola desde la noche anterior, aunque como es natural, la mayoría prefirió olvidarse del asunto dadas las circunstancias, entreteniéndose fuera del recinto charlando y comprando empanadas calientes, vino especiado y baratijas en los puestos ambulantes que se habían instalado alrededor del santuario.

El pelado montículo de tierra que cubría la muerte de la última epidemia de peste constituía una presencia agobiante e ineludible en el norte del cementerio. De vez en cuando, algunos hombres y mujeres paseaban por aquel lugar y se detenían unos instantes, en silencio, a pesar del fuerte viento.

En los últimos días se había rumoreado con insistencia que el mismísimo Gran Patriarca iba a viajar desde el norte de Rhodias para honrar la memoria del rey Hildric, pero todo había quedado en un simple rumor, y por los comentarios que se oían tanto dentro como fuera del santuario, quien más quien menos sabía por qué.

Los artesanos mosaiquistas —dos, ambos muy célebres y nativos de Varena—, obedeciendo la voluntad de la joven reina, habían representado a Heladikos en la cúpula.

Athan, el Gran Patriarca, que había firmado un pronunciamiento conjunto que, acatando las imposiciones de Oriente, según la creencia general, prohibía las imágenes del hijo mortal de Jad, no podía estar presente en un santuario que atentaba de modo tan flagrante contra sus dictados, aunque por otra parte, teniendo en cuenta la realidad de la península de Batiara bajo el dominio de los antae, tampoco podía ignorar una ceremonia de tal envergadura. Los antae habían conocido la fe de Jad tanto a través del padre como del hijo, y no estaban dispuestos a renegar de Heladikos cualesquiera que fuesen los mandatos de los dos patriarcas. Se trataba de un asunto en verdad difícil.

La solución fue de lo más ambigua. Media docena de clérigos de alto rango llegados a Varena dos días antes de la celebración, en plena Dykania, procedentes de Rhodias.

Con expresión sombría e infeliz, estaban sentados frente al altar y el disco solar, procurando no levantar la mirada hacia la cúpula, en la que se veía una imagen del dorado Jad y otra representación igualmente vivida —y prohibida— de su hijo con una antorcha en la mano y montado en su carro, precipitándose sin remedio en el vacío.

Los entendidos en la materia consideraban magníficos aquellos mosaicos, aunque algunos habían puesto en duda la calidad de las piezas de cristal que se habían utilizado en su realización. Lo más importante quizá había sido que las nuevas imágenes habían provocado murmullos de auténtico asombro y sobrecogimiento en la piadosa ciudadanía de Varena, que era la que más tiempo llevaba esperándolas y que como única recompensa sólo había recibido unas cuantas plazas en las últimas filas del santuario. Reluciendo bajo la luz de las velas que la reina había ordenado prender en honor de su poderoso padre, la antorcha de Heladikos parecía parpadear y brillar con luz propia mientras el rutilante dios y su hijo contemplaban a los allí congregados.

Más tarde, se establecerían analogías excesivamente evidentes a raíz de las innumerables y complejas moralejas extraídas de los feroces sucesos acontecidos aquella mañana que alboreó fría, gris y ventosa, en la que todo empezó en un espacio consagrado de luz de velas y oraciones, y terminó con el altar y el disco solar ensangrentados.

Pardos había decidido que aquél era el día más significativo de su vida. No sólo eso, pensó, a pesar de que la inmensidad de la idea le atemorizaba un poco, sino que incluso estaba en parte convencido de que iba a ser el más importante de toda su vida, no sólo la pasada y la presente, sino también la futura. Nada podría igualar jamás aquella mañana.

Con Radulph, Couvry y los demás, se sentó —¡estaban sentados, no de pie!— en la sección reservada a los artesanos: ebanistas, albañiles, herreros, pintores de frescos, esmaltadores, mosaiquistas, entre un largo etcétera de oficios.

Durante los días anteriores, siguiendo las instrucciones de la corte, el personal contratado a tal fin había transportado y distribuido con sumo cuidado por todo el santuario gran cantidad de bancos de madera. Era una sensación muy extraña la de estar sentado en un recinto de oración. Ataviado con las nuevas túnicas y cinturones marrones que Martinian había comprado especialmente para ese día, Pardos se esforzaba para aparentar calma y madurez, y no perderse un solo detalle de lo que sucedía.

Ya no era un aprendiz, y en consecuencia tenía que dar una impresión de aplomo y desenvoltura. El día anterior por la tarde, Martinian había firmado sus documentos, así como los de Radulph y Couvry. Ya eran artesanos de pleno derecho y podían entrar al servicio de cualquier maestro artesano del mosaico que deseara contratarlos, o incluso buscar encargos por su cuenta, aunque eso podía ser una locura. Radulph regresaría a su hogar en Baiana, como siempre había manifestado. Habría muchísimo trabajo en aquella localidad de veraneo. Era rhodiano, su familia conocía a mucha gente. Pardos era antae y no conocía a nadie fuera de Varena, de modo que él y Couvry iban a quedarse con Martinian —y con Crispin, si es que alguna vez regresaba de las glorias y los terrores de Oriente—; nunca había imaginado que sería capaz de sentir tanta nostalgia de alguien que le había amenazado continuamente, a modo de rutina, con mutilaciones y descuartizamientos. Pero lo cierto era que le echaba mucho de menos.

Martinian les había enseñado paciencia, disciplina, orden y equilibrio entre lo imaginado y lo posible; a Pardos, Crispin le había enseñado a ver.

Ahora estaba intentando aplicar aquellas lecciones, observando los colores con los que vestían los fornidos líderes antae y los rhodianos de alta cuna allí presentes, tanto hombres como mujeres. La esposa de Martinian, a su lado, llevaba un chal de un precioso rojo intenso sobre un vestido gris oscuro. Se parecía al vino estival. La madre de Crispin, al otro lado de Martinian, lucía una larga capa de un azul tan oscuro que su pelo cano daba la sensación de brillar bajo la luz de las velas. Avita Crispina era una mujer menuda, serena y de espalda recta; toda ella olía a lavanda. Había saludado a Pardos, Radulph y Couvry por su nombre y les había felicitado mientras caminaban juntos. Ninguno de ellos tenía ni idea de que aquella dama conocía su existencia ni mucho menos que sabía quiénes eran.

A la izquierda del altar, cerca del lugar en que los sacerdotes entonarían los ritos del día y del servicio en memoria de Hildric, se sentaban los miembros más importantes de la corte, al lado de la reina y detrás de ella. Los hombres, barbudos, circunspectos, vestían ropajes marrones, rojizos y verdes. Colores de caza, pensó Pardos. Reconoció a Eudric, rubio y con cicatrices de guerra, lo cual ejercía un irresistible atractivo en las mujeres, otrora comandante de las cohortes septentrionales que combatieron con los inicii y actual canciller del reino de los antae. En cuanto a los demás, a la mayoría no los había visto nunca. Advirtió que algunos de ellos parecían incómodos sin las espadas. Como es lógico, las armas estaban prohibidas en la capilla, y Pardos advirtió que sus manos buscaban y rebuscaban incansablemente en los cinturones de oro y plata sin encontrar nada.

La reina ocupaba un asiento elevado entre la primera hilera de nuevos bancos de ese mismo lado. Tenía un porte majestuoso y un tanto amenazante con sus ropajes blancos de luto y un velo de seda blanca que le ocultaba el rostro. Sólo aquel seudotrono y una banda de color violeta oscuro en el tocado que sostenía el velo indicaban su estirpe real. Según les había explicado Martinian, las esposas, las madres y las hijas siempre habían llevado el velo en los días de gloria de Rhodias cuando se enterraba a un varón o en su memoria. A Pardos, Gisel, así vestida y embozada, sobresaliendo por encima de todos los demás, se le antojaba un personaje ajeno a la historia de los mortales o salida de uno cualquiera de los relatos de otros mundos fantásticos que solían contarse junto al fuego en las noches de invierno.

Naturalmente, Martinian era el único de ellos que había hablado alguna vez con la reina en su palacio, cuando les había encargado a él y a Crispin la ejecución de aquel trabajo, y más tarde al solicitar una ampliación de los recursos económicos destinados al proyecto e informar de sus progresos. En una ocasión, Radulph tuvo la oportunidad de verla de cerca, cabalgando por la ciudad después de una cacería más allá de las murallas, pero Pardos no. Era muy hermosa, le había dicho su compañero.

Y curiosamente, pese a resultarle imposible distinguir su rostro, Pardos habría podido asegurar que era cierto. Vestir de blanco entre una multitud cuya ropa era oscura, pensó, constituía un modo muy eficaz de llamar la atención, y durante un buen rato reflexionó sobre cuál sería la mejor manera de aprovecharlo en sus mosaicos, al tiempo que inevitablemente evocaba a Crispin mientras lo hacía.

De pronto, oyó un crujido muy especial, una especie de frufrú, y miró hacia el altar. Los tres sacerdotes encargados de los ritos, Sybard de Varena, de la corte, y dos miembros de aquel santuario, de amarillo, azul y amarillo respectivamente, avanzaron desde detrás del disco solar y guardaron silencio durante unos instantes hasta que los murmullos fueron cesando poco a poco. Bajo el parpadeo de las velas y las lámparas de aceite de oliva, y bajo el dios y su hijo en la pequeña cúpula, levantaron las manos, seis palmas alzadas hacia los fieles; era la bendición de Jad.

Por desgracia, lo que siguió estuvo exento de la menor sacralidad.

Más tarde, Pardos comprendió que los gestos de los clérigos habían sido elegidos a modo de señal preestablecida. Se requería algún tipo de mecanismo para la coordinación de las acciones. Al parecer, todos sabían cómo iba a iniciarse aquella ceremonia.

El hombre de barba castaña y anchas espaldas que se puso en pie justo cuando los sacerdotes estaban a punto de empezar los oficios era Agila, el jefe de la caballería; Pardos se enteró días después. El musculoso antae dio dos zancadas hacia el altar desde la posición que ocupaba junto a la reina y se echó hacia atrás la capa forrada de piel a la vista de todos los allí reunidos.

Sudaba una barbaridad, tenía la piel muy morena y… ¡llevaba una espada!

Las manos de los clérigos permanecían en el aire como si se hubiesen olvidado de ellas. A continuación, según pudo ver Pardos —cuyo corazón empezaba a acelerarse—, se levantaron otros cuatro hombres situados detrás de la sección real y se apostaron en los pasillos, entre las filas de bancos. También se echaron la capa hacia atrás, revelando otras cuatro espadas… y esta vez ¡las desenvainaron! Era una herejía, una gravísima infracción…, y algo mucho peor.

—¿Qué estáis haciendo? —gritó el clérigo de la corte, cuya estridente voz sonaba a ultraje, a atrocidad. Gisel no se movió. El hombre de la barba se situó casi frente a ella, pero encarado a la muchedumbre.

Pardos oyó susurrar a Martinian:

—Que Jad nos proteja. La guardia real debe de estar fuera, claro.

En efecto, así era. Pardos conocía los rumores, los temores y las amenazas; no era el único, todo el mundo los conocía. También sabía que la joven reina nunca comía ni bebía nada que sus incondicionales no hubiesen preparado y catado previamente, y que jamás se aventuraba a salir de sus aposentos privados, ni siquiera para pasear por el palacio, sin una escolta de guardias armados. Excepto allí, en el santuario, cubierta con un velo de luto el día del ritual en memoria de su padre, a la vista de su pueblo, tanto de alta como baja condición social, de los sacerdotes sagrados y de dios, en un espacio consagrado en el que las armas estaban prohibidas y donde podía suponerse a salvo.

¡Craso error el suyo!

—¿Qué opina Batiara de la traición? —bramó el hombre corpulento y sudoroso situado frente a la reina, haciendo caso omiso de las palabras del clérigo—. ¿Qué hacen los antae con los gobernantes que les traicionan? —Sus palabras reverberaron con estrépito en el recinto sagrado, ascendiendo hasta la cúpula.

—Pero ¿qué decís? ¿Cómo osáis entrar armado en un santuario? —inquirió el mismo sacerdote de antes. Un hombre valiente, pensó Pardos. Se decía que Sybard había desafiado al mismísimo emperador de Sarantium, por escrito, en cuestiones de fe. No debía de tener ningún miedo en aquel momento, concluyó el ex aprendiz, al que sí le temblaban las manos.

El antae barbudo hurgó debajo de la capa y extrajo un fajo de pergaminos.

—¡Tengo documentos! —gritó—. ¡Documentos que demuestran que esta reina traidora, que esta hija traidora y que esta ramera traidora ha estado preparando nuestra rendición a los inicii!

—Eso es una burda mentira —intervino Sybard con asombrosa serenidad, mientras un murmullo de perplejidad se extendía por todo el recinto—. Y aun en el caso de que no lo fuera, éste no es el lugar ni el momento apropiado para tratar el tema.

—¡Cállate! ¡Eres el asqueroso perro faldero y castrado de una puta! ¡Son los guerreros antae quienes deciden cuándo y dónde deben hacer frente a su destino los perros de las mujerzuelas!

A Pardos se le hizo un nudo en la garganta y en la boca del estómago. Estaba atónito. Aquellas palabras eran salvajes, increíbles. ¡Era a la reina a quien describía de semejante modo!

Entonces, casi al mismo tiempo, ocurrieron dos cosas con extraordinaria rapidez: el barbudo desenvainó su espada, mientras otro, con el rostro inexpresivo y aun más fornido que él, aunque rasurado, se ponía en pie detrás de Gisel y daba unos pasos hasta colocarse justo delante de ella.

—Hazte a un lado, mudo, o morirás —masculló el que empuñaba el acero. La gente se había levantado, apresurándose hacia las puertas. El chirriar de los bancos y el murmullo generalizado de los ciudadanos de Varena presidían la atmósfera.

El otro no hizo el menor movimiento, defendiendo a la reina con el cuerpo. Estaba desarmado.

—¡Depon la espada! —gritó de nuevo el clérigo desde el altar—. ¡Éste es un lugar sagrado!

—¡Mátala de una vez! —oyó Pardos entonces. La voz grave, pero distinguida, procedía de los asientos de los antae, cerca de Gisel.

Alguien soltó un terrible alarido. El movimiento de la gente batiéndose en retirada hizo oscilar las velas. Los mosaicos de la cúpula daban la sensación de haber cobrado vida bajo el tintineo de la luz.

La reina de los antae continuaba de pie.

Con la espalda recta como una lanza, alzó las manos y se retiró el velo, y luego el tocado con el emblema de la realeza a su alrededor, depositándolo con delicadeza en la silla elevada para que todos los hombres y las mujeres pudieran ver su rostro.

¡No era Gisel!

La reina era joven y rubia. Todo el mundo lo sabía. Aquella mujer no era joven y tenía el pelo castaño salpicado de hebras grises.

—Tu traición ha sido desenmascarada, Agila —dijo con una gélida y regia expresión de furia en los ojos—. Ríndete y serás juzgado.

Pardos vio que el sudoroso guerrero llamado Agila perdía el poco control que todavía conservaba. Boquiabierto, una expresión de inenarrable asombro en su mirada. Poco después, soltó un rabioso y obsceno grito de rabia.

El hombre mudo y desarmado, el más próximo, fue el primero en morir. La espada de Agila le propinó un fuerte revés, trazando una diagonal en su pecho y abriendo un tajo profundo en el cuello. Agila retiró el arma cuando el desdichado cayó al suelo, y Pardos vio que la sangre que manaba de sus heridas salpicaba a los clérigos, el altar y el disco solar. Agila pasó por encima de su víctima y hundió la espada en el corazón de la mujer que había encarnado a la reina y desbaratado sus planes inmediatos.

Soltó un grito agónico y cayó muerta de espaldas en el banco situado junto a su silla, con una mano aferrada a la hoja que tenía clavada en el pecho, como si estuviese tirando de ella. Acto seguido, Agila le dio un espantoso empujón con la palma de la mano abierta, liberando la espada.

A esas alturas ya se oían gritos por todas partes. La huida hacia las puertas se había convertido en un alud frenético, casi alocado. Pardos vio a un aprendiz al que conocía perder el equilibrio y desaparecer entre la multitud, y a Martinian sujetar con fuerza por los codos a su esposa y a la madre de Crispin cuando éstas se pusieron a chillar presas del pánico mientras intentaban correr en la misma dirección que todos los demás. Couvry, que estaba detrás de ellas junto a Radulph, asió a Avita Crispina del otro brazo protegiéndola.

Pardos permaneció en su sitio, de pie, inmóvil.

Nunca supo por qué; simplemente observaba…, al fin y al cabo, alguien tenía que hacerlo.

Y observando, desde muy cerca en realidad, como si fuera un punto estático en medio de un caótico torbellino, advirtió al canciller Eudric el Rubio salir del sitio que ocupaba, próximo a la mujer asesinada, y decir con voz atronadora:

—¡Depon tu espada, Agila, o te la arrebataremos! Lo que has hecho es un sacrilegio y una traición. No permitiremos que salgas de aquí con vida.

El tono de su voz hacía gala de una tranquilidad impropia de una situación como aquélla, pensó Pardos. El guerrero se volvió de inmediato hacia quien acababa de hablar. La gente seguía precipitándose hacia el exterior. El santuario ya estaba medio vacío.

—¡Que te jodan, Eudric! Lo planeamos juntos y ahora no puedes echarte atrás. Sólo un dado decidió quién de los dos subiría aquí. ¿Que deponga la espada? ¡Estás loco! ¿Qué te parece si llamo a mis soldados para te que den el trato que mereces?

—Hazlo, mentiroso —replicó Eudric, imperturbable. Ambos estaban a menos de cinco pasos de distancia—. Nadie te responderá. Mis propios hombres ya se han encargado de los tuyos en los bosques en los que creías haberlos apostado en secreto.

—¿Cómo? ¡Maldito traidor!

—Una expresión muy cómica en tus labios dadas las circunstancias —dijo Eudric. Luego, retrocedió unos pasos y, mientras Agila, con urgencia y los ojos enloquecidos se abalanzaba sobre él, añadió—: ¡Vincelas!

A poca altura había un pasillo que utilizaban los músicos para interpretar sus composiciones sin ser vistos y los clérigos para meditar y pasear en los días lluviosos de otoño e invierno. De allí procedió la flecha que dio muerte a Agila, el jefe de la caballería de los antae. Cayó a los pies del canciller como un árbol, mientras su espada tintineaba en las losas del suelo.

Pardos miró hacia arriba. Había media docena de arqueros en el pasillo. Entretanto, los cuatro hombres de Agila se inclinaron lentamente y soltaron las armas.

Fue así como murieron, rindiéndose, cuando otras seis flechas silbaron en el aire.

Pardos advirtió que se había quedado relativamente solo en la sección reservada a los artesanos. Se sentía demasiado expuesto allí, de pie, de modo que se sentó. Tenía las manos húmedas y le temblaban las piernas.

—Os pido excusas —dijo Eudric mirando a los tres clérigos, que seguían de pie ante el altar. Su rostro era del color del mármol, pensó Pardos. Hizo una pausa para ajustarse el cuello de la túnica y el pesado collar de oro que llevaba y agregó—: Podríamos restaurar el orden en pocos minutos, tranquilizar a la gente y pedirle que vuelva a entrar. Es un asunto político, uno de los más desafortunados por cierto. No tiene nada que ver con vosotros. Podréis continuar con la ceremonia.

—¿Qué? ¡En absoluto! —exclamó Sybard, el sacerdote de la corte, apretando las mandíbulas—. La sola sugerencia ya es un acto impío. ¿Dónde está la reina? ¿Qué habéis hecho con ella?

—Os aseguro que estoy mucho más ansioso que vos por conocer la respuesta —contestó Eudric el Rubio. Las palabras de Agila continuaban resonando en la cabeza de Pardos: «Lo planeamos juntos».

—Supongo —añadió Eudric, dirigiéndose a todos los que quedaban en el santuario— que debe de haberse enterado del vil complot de Agila y prefirió salvar la vida en lugar de asistir a los ritos sagrados por su padre. Sería excesivamente severo culpar a una mujer de haber tomado esa decisión, aunque como es lógico… plantea algunas preguntas. —Sonrió.

Aquella sonrisa quedaría grabada para siempre en la memoria de Pardos. Después de una pausa, Eudric continuó:

—Propongo restaurar el orden aquí y más tarde en palacio, en el nombre de la reina, por supuesto, mientras averiguamos dónde se encuentra. Luego —anunció—, decidiremos qué hacer aquí en Varena y en toda Batiara. Entretanto —añadió en un tono repentinamente áspero que no admitía contradicción—, puedo aseguraros que estáis en un error, mi buen sacerdote. Oídme bien. No os he preguntado si estaríais dispuesto a hacer algo, os he dicho que lo hagáis. Los tres seguiréis adelante con la ceremonia de consagración y de luto. De lo contrario, vuestros cadáveres se unirán a los que yacen en el suelo. Creedme, Sybard, no tengo nada contra vos, pero podéis morir aquí mismo o vivir para alcanzar las metas que os habéis propuesto tanto para vos como para nuestro pueblo. Antiguamente, los lugares sagrados se santificaban con sangre.

Sybard de Varena le miró durante un instante.

—Si procediera como decís, no podría alcanzar ninguna meta —replicó—. Tengo oficios que realizar para quienes han perecido aquí y consuelo que ofrecer a sus familias. Matadme si queréis. —Guardó silencio y, alejándose del altar, salió por la puerta lateral. Eudric entornó los ojos con expresión de ira, pero guardó silencio. Una noble antae menos voluminoso y bien afeitado, aunque con un larguísimo bigote castaño, se situó al lado del canciller y apoyó una mano en su brazo cuando Sybard pasó por delante de ellos.

Eudric miraba al frente y respiraba profundamente. Fue su compañero quien ahora dio algunas órdenes en un tono firme y enérgico.

Los guardias empezaron a limpiar con sus capas los enormes charcos de sangre que manchaban el suelo justo donde habían muerto la mujer y el mudo, y sacaron los cadáveres por la puerta lateral. A continuación, hicieron lo propio con los de Agila y sus hombres.

Otros soldados se dirigieron al cementerio, donde aún se oía el murmullo de la gente asustada, con la orden explícita de hacerla entrar de nuevo en la capilla, informándole de que la ceremonia iba a continuar.

Eso dejó atónito a Pardos, aunque a decir verdad, la mayoría de los que habían salido precipitadamente del santuario, aterrorizados, pisoteándose y empujándose los unos a los otros, regresaron a sus asientos. ¿Decía algo de ellos o del mundo en que vivían semejante actitud? No estaba seguro. Couvry volvió, Radulph también, pero Martinian y las dos mujeres no. Pardos se alegró de ello.

No se había movido de su sitio, mirando ora a Eudric y al hombre que estaba a su lado, ora a los dos clérigos restantes, que continuaban frente al altar. Uno de ellos se volvió hacia el disco solar, luego se acercó a él y, con el borde del hábito, limpió las salpicaduras de sangre. Después, repitió la operación en el altar. Al regresar al lugar que ocupaba frente al altar, Pardos advirtió las manchas de sangre oscura en su túnica amarilla y observó que el sacerdote estaba llorando.

El canciller y su compañero ocuparon de nuevo sus asientos. Los dos clérigos les miraron con inquietud y luego levantaron las manos, una vez más —ahora, cuatro palmas en el aire encaradas hacia los fieles—, y empezaron a recitar al unísono las salmodias rituales. Su compenetración era perfecta.

—Sagrado Jad —dijeron—, concede tu Luz a todos tus hijos congregados aquí, ahora y en los días venideros.

Los fieles respondieron, balbuceando un poco al principio, y con más claridad después. Los clérigos tomaron otra vez la palabra y la gente volvió a responder.

Una vez iniciados los ritos, Pardos se puso en pie con el máximo disimulo, pasó por delante de Couvry, Radulph y de quienes ocupaban los restantes asientos del banco, dirigiéndose hacia el pasillo oriental, y luego se abrió camino entre los que se apiñaban debajo del mosaico de Jad y Heladikos, con su don del fuego, saliendo por las puertas principales al frío del cementerio. Continuó por el sendero, cruzó la verja y se marchó.

En el preciso instante en que un hombre y una mujer a los que había amado desde la niñez morían en el santuario de su padre, la reina de los antae estaba de pie, envuelta en una capa de piel y con la cabeza cubierta con la capucha, en la barandilla de popa de un barco que había zarpado de Mylasia rumbo a Oriente. Miraba hacia el oeste y el norte, en dirección, donde mucho más allá de una constelación de bosques y campos de cultivo debía de estar Varena. Ya no había lágrimas en sus ojos. Las hubo antes, pero no estaba sola y, además, para una reina, el sufrimiento visible exigía intimidad.

En lo alto del palo mayor de la embarcación, azotada por el intenso viento, ondeaba un león carmesí y un disco solar sobre un campo azul; el estandarte del Imperio Sarantino.

Los pasajeros imperiales que viajaban con ella —correos, oficiales del ejército, funcionarios de impuestos e ingenieros— desembarcarían en Megarium, dando gracias por haber disfrutado de un periplo seguro a través del viento y las espumosas olas. La temporada de navegación había concluido, incluso para un recorrido tan corto como aquél, cruzando la bahía.

Pero Gisel no abandonaría el barco. Iba más lejos. Navegaba rumbo a Sarantium.

Casi todos los demás que estaban a bordo habían desempeñado la función de tapadera para engañar a los funcionarios antae del puerto de Mylasia. Si el barco no hubiese estado allí, el resto del pasaje habría tenido que cabalgar por la vía imperial hacia el norte y el éste, hasta Sauradia, y luego de nuevo hacia el sur hasta Megarium, o arriesgarse a subir a bordo de otra embarcación más insegura que aquel magnífico navío real, siempre que las condiciones de navegación se hubiesen juzgado lo bastante seguras para efectuar una rápida travesía a través de la bahía.

En realidad, aquel barco, dotado de una experta tripulación, había estado anclado en Mylasia esperando a una única pasajera, para el caso de que finalmente decidiera embarcarse.

Valerius II, emperador de Sarantium y Sagrado Emperador de Jad, había cursado una invitación extremadamente privada a la reina de los antae en Batiara, sugiriéndole visitar su esplendorosa Ciudad, sede del Imperio, gloria del mundo, con el propósito de honrarla, agasajarla y tal vez conversar de determinadas cuestiones de candente actualidad tanto para Batiara como para Sarantium. Hacía seis días que Gisel había notificado su aceptación al capitán del barco, en el puerto de Mylasia, con la máxima discreción, como era de suponer.

Si no hubiese abandonado Varena, no habrían tardado en asesinarla.

Aunque lo más probable era que muriera de todos modos, pensó la reina, contemplando el mar encrespado, mientras la línea costera de su patria se iba perdiendo en el horizonte y asomaban algunas lágrimas a sus ojos a causa del viento, sólo a causa del viento. Sentía un profundo dolor en el corazón, como si se lo hubieran atravesado con una daga, y en su mente sólo había una imagen, la de su padre, con la mirada severa y sombría, pues sabía muy bien lo que habría pensado y manifestado de su escapada. Una pena más, una de tantas en su vida.

Una ráfaga de viento salado echó la capucha hacia atrás, exponiendo su rostro a los elementos y a los ojos de los mortales, y haciendo ondear su pelo. No importaba. A bordo todos sabían quién era. La necesidad de tomar precauciones había llegado a su fin cuando el barco levó anclas con la marea del alba, separándola de su trono, de su pueblo y de su vida.

¿Sería posible encontrar un camino de regreso, un hechizo mágico que le permitiera navegar entre los escollos de la violenta rebelión de su patria y los de Oriente, donde tenía la casi absoluta seguridad de que se estaba organizando un ejército para conquistar Rhodias? Y en el caso de existir ese camino, ese hechizo, en el mundo de dios, ¿sería ella lo bastante inteligente para descubrirlo? Por otro lado, ¿la dejarían vivir hasta entonces?

Oyó pisadas en la cubierta. Sus dos damas de honor estaban abajo, ambas aquejadas de terribles mareos. Había traído consigo a seis de sus guardias. Sólo seis para una travesía tan larga, aunque Pharos no estaba entre ellos. Pharos, el hombre del silencio eterno que habría deseado tener a su lado en realidad, siempre estaba a su lado y siempre lo estaría. De todos modos, si no hubiese permanecido en palacio, el engaño de su huida habría fracasado.

No era de sus guardias quien ahora se aproximaba, ni tampoco el capitán del barco, cuya cortesía y deferencia habían sido exquisitas, sino el hombre que había convocado a sus aposentos privados para que le ayudara a realizar aquel viaje, el que le había explicado por qué Pharos debía quedarse en Varena. En esa ocasión no pudo contener las lágrimas.

Volvió la cabeza y le miró. De mediana estatura, pelo largo, blanco grisáceo, y barba, rostro arrugado y ojos azules. Llevaba un cayado. Era pagano. No podía ser de otro modo, pensó Gisel.

—Me han dicho que la brisa nos es favorable —dijo Zoticus, el alquimista. Tenía una voz grave y profunda. Llegaremos a Megarium antes de lo previsto, mi señora.

—¿Y me abandonarás una vez allí?

Contundente, lo sabía, pero no había otra elección. Tenía necesidades, desesperadas; hasta el momento no había cruzado una sola palabra con ninguno de los miembros del pasaje. Todo y todos cuantos podían ser un instrumento, debían ser tratados como tal, aunque no estaba segura de poder resistirlo.

El alquimista acercó a la barandilla su arrugado rostro, a cierta distancia de ella. Temblaba, y se envolvió en su capa antes de asentir con la cabeza.

—Lo siento, mi señora. Como ya os dije al zarpar, tengo asuntos que atender en Sauradia. Os estoy muy agradecido por haberme permitido acompañaros hasta Megarium, a menos que el viento redoble su furia, en cuyo caso mi gratitud se verá atemperada por mi estómago. —Esbozó una sonrisa.

Gisel no le devolvió la sonrisa. Podía ordenar a sus soldados que le apresaran, que le impidieran partir en Megarium; dudaba mucho que la tripulación del emperador decidiera intervenir. Pero ¿qué sentido tendría hacer algo así? Podía atarlo con cuerdas, encadenarlo, pero no su corazón ni su mente, y aquello era lo que realmente necesitaba de él…, de alguien.

—Pero no lo bastante agradecido para permanecer junto a vuestra reina que os necesita, por lo que veo. —No ocultó su reproche. En su juventud, Zoticus había experimentado una atracción irresistible por las mujeres, recordó haber oído en alguna ocasión Gisel, y se preguntaba si aún podía hacer alguna cosa para retenerle. ¿Acaso su virginidad constituiría un aliciente? Tal vez se hubiese acostado con mujeres vírgenes, pero nunca con una reina, pensó con amargura. Sentía un profundo dolor en las entrañas al observar que la línea gris de la costa emergía y se hundía sucesivamente en el mar. Debían de estar en el santuario, iniciando los ritos de su padre bajo la luz de las velas y los faroles.

El alquimista no desvió la mirada. ¿Era aquél el primero de los precios que tenía que pagar y que seguiría pagando?, pensó Gisel. ¿Acaso no era más que una reina a bordo de un navío de otro gobernante, con sólo un puñado de soldados leales y tras haber abandonado su trono para que otros lo ocuparan fuese incapaz de exigir pleitesía o el cumplimiento de un deber a nadie nunca más?

¿O se trataba únicamente de aquel hombre? A decir verdad, no había la menor falta de respeto en él, sólo sinceridad. El alquimista dijo en un tono grave:

—Aquí os he servido en todo lo que ha estado en mis manos, majestad. Soy un anciano, Sarantium está muy lejos. No tengo poderes que puedan ayudaros allí.

—Eres sabio, conoces artes secretas y… creo que sigues siéndome leal.

—En esto último, tenéis razón. Tengo tan pocos deseos como vos, mi señora, de ver Batiara sumida de nuevo en la guerra.

Gisel apartó un mechón de pelo que le azotaba el rostro. El viento soplaba con fuerza. No hizo caso de él.

—¿Comprendes por qué estoy aquí? No estoy escapando. No es una… huida.

—Lo comprendo —respondió Zoticus.

—No se trata simplemente de quién gobierna en Varena; es Sarantium lo que cuenta. En palacio nadie es capaz de entenderlo.

—Lo sé —dijo el alquimista—. Se destruirán los unos a los otros y sucumbirán ante Oriente. —Vaciló—. ¿Puedo preguntaros qué esperáis conseguir en Sarantium? Hablasteis de regresar, pero ¿cómo, sin un ejército?

Era una dura pregunta. La reina desconocía la respuesta.

—Hay ejércitos y… ejércitos. Distintos niveles de sojuzgamiento. Ya sabes en qué se ha convertido Rhodias. Y también sabes que lo que es ahora… es fruto de lo que hicimos al conquistarla. Quizá consiga que Varena y el resto de la península no sufran la misma suerte. —Dudó un instante—. Quién sabe, incluso podría evitar que nos invadieran. Debe de existir de algún modo.

Zoticus no sonrió ni desechó la idea. Sólo se limitó a decir:

—Sí, debe de haberlo. Pero entonces ya no regresarías, ¿verdad?

Gisel también había pensado en ello.

—Quizá no. Pagaría ese precio, supongo. Si conociera todos los senderos por los que caminaré, no te habría pedido consejo, alquimista. Quédate conmigo. Sabes muy bien lo que intento salvar.

Él se inclinó, pero hizo caso omiso de la nueva petición.

—Lo sé, mi señora, y me siento muy honrado de que me hicierais llamar.

Había sido diez días atrás. Le había convocado a palacio con el pretexto de que realizara una vez más sus hechizos del otro mundo para contribuir al alivio de las almas de quienes habían muerto a causa de la peste… y también por el espíritu de su padre, ya próximo el día de su memorial. Hacía más de un año que había ido a palacio por primera vez, al desencadenarse la epidemia.

Gisel le recordaba de entonces; un hombre maduro, pero comedido y observador, con una forma de ser que reconfortaba a quienes estaban en su compañía. Nada de alardes ni fanfarronerías, no prometió milagros. Su paganismo apenas carecía de la menor importancia para ella. Los antae también habían sido paganos, no hacía demasiado tiempo, en los bosques negros de Sauradia y en los campos cubiertos de sangre que delimitaban sus confines.

Se rumoreaba que Zoticus hablaba con los espíritus de la muerte. De ahí que le hiciera llamar dos veranos atrás, una época de miedo y dolor universales a causa de la peste, una salvaje incursión de los inicii en plena epidemia, una breve pero sangrienta guerra civil tras la muerte de su padre. La curación y el consuelo eran esenciales en Batiara.

Durante aquellos días de su reinado, Gisel había invocado todas las formas de ayuda posibles con la finalidad de apaciguar a los vivos y a los muertos, y había ordenado a aquel hombre que añadiera su voz a cuantos intentaban tranquilizar a los espectros en el montículo fúnebre situado detrás del santuario. Y fue así como un día, al atardecer, después de que los sacerdotes hubiesen entonado sus plegarias y regresado al interior del recinto, Zoticus se unió a los adivinos, con sus altos sombreros repletos de inscripciones y sus entrañas de pollo, en el cementerio. La reina no sabía lo que el alquimista había hecho o dicho allí, pero le informaron de que había sido el último en marcharse del lugar, cuando las lunas ya asomaban por el horizonte.

Diez días antes había vuelto a pensar en él, después de que Pharos le trajera noticias aterradoras, aunque en realidad no del todo inesperadas. El alquimista acudió a su llamada y se inclinó ante ella, siempre apoyado en su cayado. A excepción de Pharos, estaban solos.

Gisel llevaba puesta la corona, cosa que casi nunca hacía en privado, pero lo había juzgado importante en esa ocasión. Era la reina. Aún era la reina. Recordaba perfectamente sus primeras palabras. De pie en la cubierta del barco, estaba convencida de que él tampoco las había olvidado.

—Van a asesinarme en el santuario —había dicho—, el día después de Dykania, con ocasión de los oficios en honor de mi padre. Así lo han urdido Eudric, Agila y Kerdas, la serpiente. Los tres juntos. Jamás imaginé que acabarían uniéndose. Según mis informadores, tienen proyectado gobernar en un triunvirato después de mi muerte. Dirán que he estado negociando con los inicii.

—Es una mentira absurda —dijo Zoticus. Había conservado la calma en todo momento, con los ojos dulces y alerta asomando por encima de la gran barba gris. Gisel era consciente de que en Varena las amenazas que se cernían sobre su vida ya no sorprendían a nadie.

—En efecto, un simple pretexto, nada más que eso; pero ¿intuyes lo que vendrá a continuación?

—¿Me pedís que aventure un pronóstico, majestad? Diría que Eudric se desembarazará de los demás en un año.

Ella se encogió de hombros.

—Es posible que así sea; pero no subestimes a Kerdas. Tiene mucho que decir en este asunto.

—¡Ah! —exclamó entonces en un susurro. Un hombre astuto—. ¿Valerius?

—Claro, Valerius. Valerius de Sarantium. Con nuestro pueblo dividido y enfrentado brutalmente en una guerra civil, ¿qué crees que le detendrá?

—Pocas cosas podrían hacerlo… —repuso con gravedad—, y por desgracia, al final, no al principio. El estratega, comoquiera que se llame, estaría aquí en verano.

—Leontes…, sí, en verano. Debo vivir para impedirlo. No quiero que Batiara se desmorone, no deseo verla de nuevo bañada en sangre.

—Nadie, hombre o mujer, podría desearlo, majestad.

—Entonces, ¿me ayudarás? —preguntó ella. Había llegado a la conclusión de que no tenía elección y su franqueza empezaba a resultar peligrosa—. En la corte no confío en nadie. Tampoco puedo arrestarlos a los tres; siempre van acompañados de un pequeño ejército. Y si acuso de traición a uno cualquiera de ellos, los demás organizarán una revuelta al día siguiente.

—Y en el momento en el que así lo declararais, lo negarían rotundamente. Sería un esfuerzo inútil. Se matarían los unos a los otros en las calles de todas las ciudades y en los campos fuera de todas las murallas.

La reina miró al alquimista, temerosa y abatida, intentando no depositar demasiadas esperanzas en él.

—Así pues, ¿lo comprendéis?

—Desde luego que sí —respondió Zoticus con una sonrisa—. De haber sido un varón, mi señora, el rey que necesitamos, nos habríais deslumbrado igualmente, aunque de otro modo, como es natural.

Un halago exquisito. Un hombre y una mujer, al fin y al cabo. Pero Gisel no tenía tiempo para ello.

—¿Cómo puedo salir de Varena? —preguntó sin rodeos—. Tengo que marcharme y vivir para poder regresar. Ayúdame.

Él se inclinó de nuevo.

—Me siento muy honrado —dijo, y añadió—: Pero ¿adonde, majestad?

—A Sarantium —respondió ella lisa y llanamente—. Hay un barco anclado en el puerto.

Por fin había conseguido sorprender al alquimista, experimentando una cierta satisfacción entre la profunda ansiedad que moraba en su interior y que le acompañaba de día y de noche como una sombra o un espíritu del más allá.

Le preguntó si mataría por ella. Ya en otra ocasión, al desatarse la epidemia de peste, le había preguntado si estaría dispuesto a hacerlo. Una interpelación casual aquélla, a efectos de mera información. La de ahora no, aunque su respuesta fue más o menos idéntica.

—Con una espada, por supuesto que sí, pese a tener poca destreza, y también con pócimas, pero no más dispuesto que muchas de las personas a las que podríais llamar a palacio. La alquimia sólo transmuta cosas, mi señora, no pretende tener los poderes que reivindican los charlatanes y falsos adivinos.

—La muerte es una transmutación de la vida, ¿no? —dijo ella.

Recordaba la sonrisa de Zoticus, sus ojos azules y la inmensa ternura de su rostro. Debió de haber sido un hombre atractivo en su día, pensó; a decir verdad, aún lo era. De pronto, se le ocurrió que el alquimista tendría sus propios problemas, sus propias atribulaciones. Podía adivinarlo, aunque era incapaz de concretarlos. Después de todo, ¿quién vivía sin sufrimiento en el mundo de Jad?

—Se puede ver desde esta perspectiva o desde otra muy diferente, mi señora —contestó Zoticus—, como el mismo viaje con una capa distinta. —Hizo una pausa y, cambiando el tono de voz, prosiguió—: Si queréis llegar sana y salva a Mylasia por lo menos tiene que haber transcurrido un día y una noche antes de que descubran vuestra ausencia. Y para ello, majestad, es preciso que alguien en quien confiéis finja ser la reina el día de la ceremonia.

Era un hombre realmente inteligente. La vida de Gisel dependía de su inteligencia. Siguió hablando. Ella le escuchó con atención.

Tendría la oportunidad de abandonar la metrópoli disfrazada la segunda noche de Dykania; las puertas permanecían abiertas durante el Festival. Estaba previsto que la reina llegara al santuario totalmente cubierta de velos blancos, de riguroso luto rhodiano, lo cual permitiría que otra persona ocupara su lugar sin despertar sospechas. Manifestaría su intención de permanecer aislada en sus aposentos privados el día antes de la consagración, con el propósito de rezar por el alma de su padre. Su guardia, un reducido número de soldados estrictamente seleccionados, le esperaría fuera de las murallas y se reuniría con ella en el camino. Les acompañarían una o dos de sus damas de honor, dijo Zoticus, pues era evidente que iba a necesitarlas. Otros dos guardias disfrazados la llevarían fuera de la ciudad, aprovechando el caos que solía reinar en las noches de Dykania, uniéndose al resto del grupo en el campo. Si Gisel estaba de acuerdo, el lugar de encuentro podía ser su propia granja. Luego tendrían que cabalgar como el viento hasta Mylasia. La distancia se podía cubrir en una noche, un día y una tarde. Media docena de soldados le protegerían durante el trayecto. Pero… ¿podría montar al galope tendido?

Podría. Era antae. Llevaba cabalgando desde su más tierna infancia, y de eso no hacía tanto.

La reina le pidió que le repitiera el plan, añadiendo detalles, paso a paso. Cambió algunas cosas, interpoló otras. Tenía que hacerlo, pues al fin y al cabo él no conocía lo bastante bien las rutinas palaciegas. Añadiría un motivo exclusivamente femenino como excusa complementaria de su retiro antes de la consagración. Aún pervivían antiguos temores relacionados con la sangre de una mujer entre los antae. Nadie se atrevería a entrar.

Ordenó a Pharos que trajera vino para el alquimista y dejó que se sentara mientras consideraba, por último, quién ocuparía su puesto en el santuario. Era una cuestión terrible. ¿Quién podría hacerlo? Ni ella ni Zoticus dijeron una sola palabra sobre el particular, pero ambos tenían la certeza de que quienquiera que fuese la mujer, moriría.

Tras mucho meditar, llegó a la conclusión de que sólo había un nombre. La joven reina estuvo a punto de echarse a llorar pensando en Anissa, la niñera que la había criado, pero no lo hizo. Luego, el alquimista, mirando a Pharos, murmuró:

—Él también debe ir. Tendrá que estar detrás de la mujer que os suplante para protegerla. Aunque sé perfectamente que nunca se aparta de vuestro lado.

Había sido Pharos quien le había informado del complot de tres cabezas. Ahora observaba a Zoticus junto al umbral de la puerta, le hizo una señal con la cabeza y acudió raudo junto a Gisel. El refugio. El escudo. Toda su vida. La reina alzó los ojos hacia él, luego volvió a mirar al alquimista, estaba a punto de negarse por completo a semejante sugerencia, pero guardó silencio. Sentía un dolor infinito.

Lo que dijo el anciano era cierto. Pharos jamás se separaba de ella, o de la puerta de sus aposentos si ella estaba en su interior. Tenía que estar en el palacio y en el santuario mientras ella se marchaba. Sólo así tendría alguna posibilidad de conseguirlo. Levantó una mano y la apoyó en el poderoso antebrazo de aquel gigantón mudo y rasurado que había matado por ella, que moriría por ella y que, llegado el caso, incluso condenaría su alma por ella. Entonces no pudo contener el llanto, pero volvió la cabeza y se secó las lágrimas. Un lujo que no le estaba permitido.

Todo parecía indicar que no había venido al mundo para la paz, la alegría o el poder seguro, ni siquiera para conservar a su lado a los pocos que le amaban.

Y así fue cómo la reina de los antae estuvo prácticamente sola al salir del palacio, a pie, disfrazada, la segunda noche de Dykania, atravesando su ciudad, pasando ante las fogatas en las plazas y la luz de las antorchas, y cruzando las puertas abiertas entre una alborotada y ebria multitud. Y también dos mañanas más tarde, bajo un cielo plomizo que amenazaba lluvia, al dejar atrás la única tierra que había conocido, zarpando hacia los mares de finales de otoño y del mundo, rumbo a Oriente.

El alquimista que había acudido a su llamada y planeado su fuga le había estado esperando en Mylasia. Antes de abandonar los aposentos reales diez días antes, solicitó un pasaje a Sauradia en el barco imperial alegando motivos personales, negocios que había dejado inconclusos hacía mucho tiempo.

Dudaba que Gisel supiera hasta qué punto había hecho mella en él.

Una reina niña, solitaria y prodigiosamente severa, recelosa de las sombras, de las palabras y del viento. ¿Qué hombre se atrevería a culparla de ello? Asediada y amenazada por los cuatro costados, y cruzándose apuestas públicas en su propia ciudad sobre la estación en la que sería asesinada. Y aun así, lo bastante sensata —al parecer, la única en todo el palacio— para comprender que en ese momento era preciso reconsiderar el concepto de los feudos tribales de los antae, so pena de acabar siendo de nuevo una sola tribu, expulsada de la península que habían conquistado, despedazándose los unos a los otros y compitiendo con las restantes federaciones bárbaras por un pedazo de tierra y por el sustento diario. Ahora el alquimista estaba en el puerto de Megarium, resguardándose de la fría lluvia con la capa y contemplando cómo el barco sarantino volvía a hacerse a la mar, llevando a la reina de los antae hacia un mundo que casi con toda seguridad sería demasiado peligroso para su prominente inteligencia. Algunas verdades eran difíciles de aceptar.

Aun así, Gisel llegaría a su destino, pensó; confiaba en aquel navío y en su capitán. Había viajado mucho de joven, conocía bien las rutas y el océano. Un barco mercante, de considerable manga, profundo calado y cargado hasta los topes, habría sido arriesgadísimo en esa época tardía del año; de hecho, ni siquiera habría zarpado. Pero ésa era una embarcación enviada especialmente para una reina.

Sí, conseguiría llegar a Sarantium, concluyó, vería la Ciudad que él jamás había conocido, aunque era incapaz de intuir el menor júbilo en Gisel al hacer lo que estaba haciendo. Tenía la seguridad de que sólo había muerte esperándole en su hogar. Con todo, Gisel era lo bastante joven para aferrarse a la vida y a cualquier esperanza que ésta le ofreciese ante la cara tenebrosa de su patria, o para seguir la luz de su dios.

Los dioses de Zoticus eran diferentes. Él era mucho mayor que ella. La prolongada oscuridad no siempre era de temer, pensó. La supervivencia no tenía nada que ver con la divinidad. Había que buscar un sinfín de equilibrios y armonías. Cada cosa tenía su propia estación. El mismo viaje con una capa distinta, se dijo. Ahora era otoño, pero no sólo en un sentido climatológico, sino en otros muchos.

Hubo un momento, a bordo, mientras observaba cómo Batiara se iba perdiendo poco a poco en el gris de popa, en que había adivinado la lucha interior que estaba librando Gisel, evaluando la conveniencia de intentar seducirle o no seducirle. Le partió el corazón. Habría estado dispuesto a dejar atrás toda su vida interior y las verdades que habitaban en su alma sólo por ella, por aquella joven reina de un pueblo que no era el suyo, y navegar hacia Sarantium.

Pero en el mundo había poderes más grandes que la realeza, y en ese momento el alquimista se dirigía al encuentro de uno de ellos en un lugar que conocía bien. Todos sus asuntos estaban en orden. Martinian y un notario tenían todos los documentos pertinentes. Había sido muy duro tomar aquella decisión, sólo un loco jactancioso de sí mismo lo habría negado, pero no abrigaba la menor duda acerca de lo que debía hacer.

A principios de otoño había oído un lamento interior, una voz familiar procedente del lejano Oriente, de un paraje remoto, muy remoto. Poco después, recibió una carta del amigo de Martinian, el artesano al que había obsequiado con uno de sus pájaros mecánicos. Linón. Y leyendo sus palabras, esforzándose por captar el verdadero significado que se ocultaba debajo de aquellas frases ambiguas y veladas, había comprendido el lamento. Linón. El primero. El más pequeño. Fue una despedida, pero algo más que eso.

Por la noche no concilio el sueño. Se levantó y se sentó en una silla de respaldo alto. Más tarde, salió de la granja y permaneció de pie junto a la puerta, envuelto en una manta, mirando la luna y las estrellas. Todas las cosas del mundo material —las estancias de la casa, el jardín, el huerto un poco más allá, el muro de piedra, los campos y los bosques al otro lado del camino, las dos lunas elevándose en el firmamento y, luego, poniéndose mientras seguía de pie junto a la puerta abierta, la pálida luminosidad del crepúsculo solar—, se le antojaron de un valor inapreciable, esenciales y trascendentes, rebosantes de la gloria de los dioses y las diosas del universo.

Al amanecer tomó la decisión, o mejor dicho, se dio cuenta de que algo o alguien la había tomado por él. Iba a tener que marcharse, que llenar de nuevo su vieja mochila de viaje, de lona desgastada y correas de cuero de Esperania que había comprado treinta años atrás, con todos los utensilios y bártulos que debería llevar, y emprender el camino hacia Sauradia por primera vez desde hacía casi veinte años.

Pero aquella misma mañana, del mismo modo en que los poderes invisibles del otro mundo solían mostrar en ocasiones a los mortales la llegada al lugar correcto o la adquisición de la sabiduría necesaria, llegó un mensajero de Varena, un emisario de la joven reina, y tuvo que acompañarle.

Escuchó con atención lo que le dijo Gisel, sin sorprenderse, reflexionó por el bien de la reina, más joven que sus hijos e hijas a los que nunca había visto, pero a su vez más madura de lo que ninguno de ellos sería en toda la vida, se dijo, y apiadándose de ella, dominando sus graves meditaciones y su miedo, su creciente consciencia de lo que había hecho hasta entonces y lo que debía hacer ahora, le ofreció, como una especie de don, un plan de fuga.

Al término de la reunión, preguntó si podría viajar con ella hasta Megarium.

Y allí estaba en ese momento, contemplando cómo el barco se hacía cada vez más pequeño en su travesía hacia el sur, con el viento soplando con fuerza, las olas revestidas de una fina capa de espuma blanca y la fría lluvia en el rostro. Tenía el zurrón entre los pies, en el malecón de piedra, consciente de que al menor despiste podían hurtárselo. Ya no era joven; los puertos eran peligrosos allí y en todas partes. Sin embargo, no tenía miedo; por lo menos, no de este mundo.

A pesar del aguacero, el mundo hervía a su alrededor: marineros, aves acuáticas, vendedores ambulantes de comida, funcionarios de aduanas uniformados, mendigos, prostitutas que se refugiaban en los soportales, pescadores que echaban las redes desde el embarcadero para capturar pulpos, niños que ataban las cuerdas de las embarcaciones a los amarres a cambio de una moneda. En verano se zambullirían en el agua. Todavía hacía demasiado frío. Había estado allí muchas veces, aunque entonces era otra clase de hombre. Joven, orgulloso, en pos de la inmortalidad en misterios y secretos que podían abrirse como una ostra para cobrar su perla.

Estaba seguro que algunos de sus hijos vivían allí, pero ni se le pasó por la cabeza buscarlos. Ya no tendría sentido. Una mancha en su integridad, se dijo. Puro sentimentalismo. Un padre anciano corre a abrazar a sus queridos hijos antes de iniciar su último y largo viaje.

No iba con su forma de ser. Nunca había sido así. Prefirió abrazar el más allá, la otra dimensión.

¿Ha zarpado?, preguntó Teresa desde el interior del zurrón. Llevaba a los siete consigo; permanecían ocultos, hablaban. Nunca los hacía callar.

¿El barco? Sí, ya se fue. Hacia el sur.

¿Y nosotros? Era Teresa quien solía hablar por los demás. Privilegio de halcón.

También vamos a marcharnos, queridos míos.

¿Con esta lluvia?

Ya hemos caminado bajo la lluvia en otras ocasiones.

Se inclinó y cargó el zurrón a la espalda, con la suave y elástica correa de cuero al hombro. No le resultaba pesado, ni siquiera a su edad. Aunque en realidad no había ningún motivo para ello, recapacitó. Sólo llevaba una muda, un poco de comida y bebida, un cuchillo, un libro y los pájaros. Todos los pájaros, todas las almas-pájaro artesanales que había reivindicado gracias al extraordinario coraje y sombrío logro de su vida.

En un tenderete había un niño de unos ocho años que lo observaba mientras él contemplaba el barco desvanecerse en el horizonte. Zoticus le sonrió y, hurgando en la bolsa de monedas que llevaba al cinto, le echó una pieza de plata. La atrapó en el aire, luego descubrió la nobleza del metal y abrió unos ojos como platos.

—¿Por qué? —preguntó.

—Para tener suerte. Enciende una vela por mí, chiquillo.

Se alejó, apoyándose en el cayado, la cabeza alta, la espalda recta, en dirección nordeste a través de la ciudad para coger la vía imperial en la puerta interior de la muralla, tal y como lo había hecho tantas veces hacía ya tanto y tanto tiempo, pero ahora para hacer algo muy diferente, poner fin a un relato de treinta años, a la historia de una vida imposible de contar y devolver a los pájaros a su hogar para liberar su alma.

El lamento en la distancia era un mensaje. De joven, leyendo a los Antiguos y realizando un prodigioso y terrorífico experimento de alquimia, había pensado que lo que realmente importaba era el sacrificio en el bosque sauradí, el acto de homenaje al poder destinatario de sus oraciones, y que las almas de los que habían sido entregados al dios del bosque eran basura, carecían de la menor importancia y podían ser reclamadas con entera libertad.

Pero estaba equivocado. En realidad, era todo lo contrario. En efecto, había descubierto que poseía aquel conocimiento, la espantosa y luego fascinante capacidad de efectuar una transferencia de almas, pero una mañana a principios de aquel otoño, en el patio de la granja, oyó un grito en su mente. Procedía de Aldwood. Era la voz femenina de Linón, la que sólo había oído una vez cuando la asesinaron en el claro del bosque, escondido detrás de unos arbustos. Entonces, a una edad senil, comprendió en qué había consistido su error años y años atrás.

Fuera lo que fuese lo que había en el bosque, le había permitido llevarse las almas, pero su propiedad no sería eterna; llegaría el día en que debería devolverlas.

Otra noche de insomnio y una creciente consciencia similar a un lento amanecer. Su juventud había quedado muy atrás. Quién podía saber cuántas estaciones o años le habrían estado observando los dioses benditos. Por fin, gracias a una carta halló la respuesta. Comprendió lo que se esperaba de él; jamás conseguiría emprender el viaje postrero, después de despojarse de la capa de la vida mortal, cargando con todas aquellas almas de las que se había adueñado de un modo insensato, irreflexivo y equivocado.

Una ya se había marchado; una, la primera, la que aun así seguía llamándole. Las demás se hallaban en su zurrón, y en ese momento, bajo la persistente lluvia, se disponía a llevarlas de nuevo hasta su auténtico hogar.

Desconocía qué estaría esperando entre los árboles, pero lo cierto era que se había apoderado de algo que no le pertenecía, y los equilibrios y las enmiendas eran inherentes al núcleo de su propio arte secreto y de los conocimientos que había adquirido a través del estudio. Sólo un ido se atrevería a negar su temor. Lo que tuviese que ser, sería. El tiempo nunca se detenía, siempre en marcha. El don de la adivinación no formaba parte de aquella ciencia. En el mundo había poderes más grandes que la realeza.

Pensó en la joven reina, surcando las aguas. Pensó en Linón, en aquella primera vez, cuando experimentó una insoportable sensación de pánico y sobrecogimiento que le atenazaban el estómago. Hacía ya tanto tiempo. La lluvia en el rostro era ahora como un látigo que le amarraba al mundo. Cruzó Megarium, llegó a las murallas, vio el camino a través de las puertas abiertas y, en la grisácea lontananza…, Aldwood.

Se detuvo un instante, mirando al frente, y sintió que su corazón latía con fuerza. Alguien le estaba martilleando las entrañas; soltó una maldición en sarantino y siguió andando.

¿Qué te pasa?, preguntó Teresa. Siempre era la más rápida. Un halcón, al fin y al cabo.

Nada, cariño, nada. Un recuerdo.

¿Por qué un recuerdo no es nada?

En efecto…, ¿por qué? No respondió, siguió adelante con el cayado en la mano y cruzó las puertas. Esperó junto a la zanja a que pasara un grupo de comerciantes a caballo, con sus mulas cargadas de mercancías, y luego echó a andar de nuevo. Tantas mañanas de otoño en aquel lugar, recordó entre imágenes borrosas, caminando sólo en busca de fama, de sabiduría, de los secretos ocultos del mundo. Del otro mundo.

Hacia el mediodía había llegado a la vía principal, que discurría hacia el este. El vasto bosque, al norte, muy cerca ya, parecía avanzar a su mismo paso.

Continuó andando varios días por la misma vía. La lluvia, la pálida y fugaz luz del sol iluminaban vagamente la tierra, las hojas húmedas y pesadas —casi todos los árboles estaban desnudos—, eran multicolores, el humo ascendía hacia el cielo desde los hornos de carbón de hulla, un sonido distante de hachas, el rumor de un arroyo —se oía, pero no se veía—, rebaños de ovejas y cabras al sur, un pastor solitario. De vez en cuando un jabalí salía corriendo de la espesura y, luego, deslumbrado por la repentina luminosidad diurna cuando las nubes desenmascaraban el sol, huía de nuevo hacia la penumbra y desaparecía.

Por la noche, el bosque seguía allí, más allá de los postigos de las posadas en las que nadie le recordaba y él no recordaba a nadie después de tanto tiempo, donde comía y bebía solo, y no subía a la habitación con ninguna chica como lo había hecho en aquel entonces. Por la mañana, con los primeros rayos del día despuntando por el oeste, de vuelta al camino.

Y allí estaba, a tiro de piedra de la vía, próximo ya el anochecer del último día. La ligera llovizna de la tarde había cesado y a sus espaldas el sol del ocaso, rojo como las amapolas, proyectaba su larga sombra. Llegó a una aldea que aún recordaba. A aquellas frías horas del día todas las ventanas estaban cerradas, y la única calle, desierta. Un poco más allá distinguió la posada en la que siempre se había alojado antes de internarse en el bosque tenebroso, cuando aún era de noche, para hacer lo que hacía el Día del Muerto.

Se detuvo en el camino, fuera de la posada, indeciso. Oía sonidos procedentes del patio. Caballos, el crujir de un carro, un martilleo en la herrería de las cuadras. Un perro ladró. Alguien rio. Las montañas que obstaculizaban el acceso a la costa y al mar se levantaban no muy lejos detrás del edificio, algunas cabras pastaban en el prado. El viento había amainado por completo. Miró hacia atrás. El sol y las nubes rojizas formaban una hilera a lo largo del horizonte. «Mañana hará un buen día», le estaban diciendo. En el interior de la posada los hogares estarían encendidos y el vino especiado le haría entrar en calor.

Tenemos miedo, oyó decir.

Esta vez no era Teresa, sino Mirelle, que nunca hablaba. La había convertido en un petirrojo de pecho cobrizo, pequeño como Linón. Tenía la misma voz que sus demás compañeros, los tonos sarcásticos y patricios del jurista junto a cuya reciente sepultura había celebrado su oscura ceremonia. Una ironía de lo más inesperada que… las nueve almas de otras tantas muchachas sauradíes sacrificadas en un claro de Aldwood hablasen con la misma voz de un arrogante magistrado de Rhodias asesinado por empinar demasiado el codo. La misma voz, sí, aunque Zoticus conocía el timbre de cada espíritu como el suyo propio.

No hay nada que temer; mis pequeños, dijo con dulzura.

No es por nosotros, intervino Teresa, en tono de impaciencia. Sabemos dónde estamos. Tenemos miedo por ti.

No esperaba aquellas palabras y no supo qué decir. Volvió a mirar hacia atrás y luego hacia adelante, en dirección al éste. No vio ningún jinete, ningún caminante. Todos los mortales en su sano juicio permanecían en el interior de sus casas al anochecer, con las ventanas atrancadas, junto al fuego. Su sombra se proyectaba en la vía imperial, al igual que la de su cayado. Una liebre asustada corrió en zigzag hasta la zanja que discurría junto al camino. El sol y las nubes eran rojos como el fuego, como el último fuego.

A decir verdad, no había ninguna razón para esperar hasta el día siguiente.

Siguió andando, dejando atrás las luces de la posada, y poco después llegó a un pequeño puente que vadeaba la zanja por el lado septentrional del camino. Conocía el lugar, y cruzó el puente como lo había hecho hacía ya muchos años. Continuó a través de la hierba otoñal que cubría el campo, y una vez en las negras lindes del bosque no se detuvo ni siquiera un instante, adentrándose en la imponente oscuridad de aquellos antiquísimos árboles, con siete almas y la suya.

A sus espaldas, en el mundo, el ocaso era ya una realidad.

En Aldwood la penumbra era permanente; la noche sencillamente le confería mayor profundidad. El amanecer era algo distante, intuido, que no alteraba el espacio ni la luz. Las lunas había que imaginarlas, pues resultaba imposible distinguir su brillo, a pesar de que algunas veces se podían divisar brevemente, al igual que unas pocas estrellas, entre las ramas negruzcas y las temblorosas hojas, a través de un eterno velo de niebla.

No obstante, en el claro donde cada otoño se derramaba la sangre de una nueva víctima, donde unos sacerdotes enmascarados llevaban a cabo un ritual tan antiguo que nadie sabía a ciencia cierta cómo se había iniciado, esas verdades se alteraban, aunque muy ligeramente. Allí los árboles dejaban filtrar una cantidad suficiente de luz cuando los zarcillos de bruma decidían tomarse un descanso. El sol de mediodía era capaz de conferir una tonalidad verde a las hojas en primavera o verano, a pesar del agostado color dorado-rojizo que lucían en otoño a causa de las heladas; la luna blanca sembraba una gélida y difusa belleza entre el negro ramaje a mediados de invierno, y la azul les devolvía su enigmático aspecto sobrenatural. Singularidades de Aldwood.

Como la hierba aplastada, las hojas caídas y la tierra hollada por las pezuñas de algún animal de colosales dimensiones, a todas luces excesivas como para soportar su peso, y que se perdían en las profundidades del bosque. O como los siete pájaros que yacían en el suelo, aves mecánicas, meros artificios, o también como el hombre que permanecía a su lado, o mejor, lo que quedaba del hombre que había sido. Tenía el rostro intacto. Su expresión bajo la azulada luz de la luna era de serenidad, de aceptación, de resignación.

Había regresado por su propia voluntad. Quizá se lo tuvieran en cuenta a modo de excusa, de justificación, de eximente. El cuerpo…, unos pasos más allá, ensangrentado desde la ingle hasta el esternón. Un reguero de sangre y entrañas en la hierba, en la dirección en que se perdían las huellas.

A poca distancia, un viejo y desgastado zurrón con una ancha correa de cuero de Esperania.

Reinaba un silencio absoluto en el claro. Pasó el tiempo. La luna azul se deslizó poco a poco entre los espacios abiertos, dejando atrás aquel pavoroso espectáculo. No soplaba el viento ni las ramas desnudas de los árboles susurraban. Ningún búho ululaba en Aldwood, no se oía ningún rumor sordo de pisadas de animal ni nada que pudiera dar a entender el retorno del dios. Ya no. Eso había sucedido antes, pero era historia. Volvería a repetirse una y otra vez, pero no esa noche.

Más tarde, en la fría quietud de la noche llegaron las voces. Eran los pájaros, aunque de hecho ya no eran ellos. Voces de mujer en el aire, en la oscuridad, suaves como las hojas, mujeres que habían muerto allí hacía mucho tiempo.

¿Le odias?

¿Ahora? Mira lo que le ha ocurrido.

No sólo ahora. Antes. Siempre. Yo nunca le odié.

De nuevo el silencio. El tiempo no tenía el menor significado en aquel lugar; no resultaba fácil de calcular, excepto por el movimiento de las estrellas, y eso cuando era posible verlas.

Yo tampoco.

Ni yo. ¿Acaso deberíamos…?

No logro imaginar ningún motivo.

Es cierto. Ni uno solo.

Y aun así, dijo entonces Linón, el primero en regresar, fijaos cómo lo ha pagado.

Sin embargo, no tenía miedo, ¿verdad?, preguntó Teresa.

Sí que tenía, respondió Linón. Soltó un suspiro y añadió: Pero ahora ya no teme nada, nunca más.

¿Dónde está?, quiso saber Mirelle.

Nadie respondió.

¿Adonde iremos nosotros?, preguntó de nuevo Mirelle.

Eso sí lo sé. En realidad, ha llegado la hora de partir. Nos vamos. Sólo di adiós y nos iremos, dijo Linón.

En tal caso, adiós, dijo Teresa, el halcón.

Adiós, susurró Mirelle.

Uno a uno se fueron despidiendo; un susurro de palabras en el aire mientras sus almas emprendían un largo viaje. Por fin, Linón se quedó solo, Linón…, el que en otro tiempo había sido el primero, y en el sosiego del claro dirigió las últimas palabras al hombre que yacía a su lado en la hierba, aunque ahora ya no podía oírle, y a continuación dijo algo más en la oscuridad de la noche, mucho más tierno que una despedida. Finalmente, su alma encadenada aceptó la libertad que le había sido negada durante tanto tiempo.

Y fue así cómo aquel conocimiento oculto y aquellos espíritus transmutados abandonaron el mundo creado en el que vivían los hombres y las mujeres, y desde aquel día nadie volvió a ver o a saber nada más de los pájaros de Zoticus el alquimista bajo la luz del sol o de las lunas. ¿Nadie…?

El otoño siguiente, en un mundo mortal que había experimentado grandes cambios por aquel entonces, quienes al alba del Día del Muerto acudieron a aquel claro del bosque para celebrar los antiguos ritos prohibidos, no hallaron ningún cadáver ni ningún pájaro en la hierba. Pero había un cayado y un zurrón vacío con la correa de cuero. Quedaron muy extrañados. Después de hacer lo que habían ido a hacer, uno de los hombres cogió el cayado y otro el zurrón.

Al parecer, disfrutaron de una extraordinaria buena fortuna durante el resto de sus días, al igual que sus hijos, que a su muerte heredaron el cayado y el zurrón, y luego los hijos de sus hijos y los hijos de éstos.

En efecto…, en el mundo existían poderes más grandes que la realeza.

—Estaría extremadamente agradecido —dijo el clérigo Maximinus, el principal consejero del Patriarca de Oriente— si alguien nos explicara qué sentido tiene una vaca de proporciones tan exageradas en la cúpula del Santuario de la Sagrada Sabiduría de Jad. ¿Quién se cree que es este rhodiano?

Se produjo un breve silencio. El tono agrio y de superioridad en que se había efectuado aquel comentario bien lo merecía.

—En realidad —intervino el arquitecto Artibasos con gravedad, después de dirigir una mirada fugaz al emperador—, creo que se trata de un toro.

Maximinus resopló.

—No tengo ningún inconveniente en rendirme ante vuestros conocimientos de zoología; no obstante, la pregunta sigue en pie.

El Patriarca, sentado en una butaca acolchada con respaldo, se permitió el lujo de esbozar una tenue sonrisa detrás de su barba blanca. El rostro del emperador era inexpresivo.

—Lo cual os honra —dijo Artibasos en tono afable—. No estaría de más profundizar un poco en la materia. Suele ser habitual, excepto quizá entre los clérigos, expresar opiniones precedidas de conocimiento.

Esta vez fue Valerius quien sonrió. Era de noche, muy tarde ya. Todos conocían los horarios del emperador, y Zakarios, el Patriarca de Oriente, hacía tiempo que se había acostumbrado a ellos. Los dos habían establecido una relación basada en un inesperado afecto personal y la tensión real que existía entre sus cargos y funciones, que solía influir en las acciones y declaraciones de sus asociados, aunque eso también había evolucionado con los años, y ambos lo sabían.

Exceptuando los sirvientes y dos bostezantes secretarios imperiales que permanecían de pie, un tanto apartados, había cinco hombres en la estancia, una cámara del Palacio Traversite, y cada uno de ellos había dedicado algún tiempo a examinar los dibujos que constituían la razón de su presencia en aquel lugar. El mosaiquista no estaba. No era aconsejable que estuviese presente en aquella reunión. El quinto, Pertennius de Eubulus, secretario del estratega supremo, había tomado algunas notas mientras estudiaba los esbozos, lo que no era de extrañar, teniendo en cuenta que su misión como historiador consistía en elaborar la crónica de los proyectos de construcción del emperador, y entre ellos el gran santuario constituía la joya de la corona.

Ésa era la razón por la que los diseños preliminares de los mosaicos de la cúpula tenían una importancia tan grande, y no sólo desde un punto de vista estético, sino también teológico.

Zakarios negó con la cabeza cuando un sirviente le ofreció vino.

—Toro o vaca —dijo— una buena parte del diseño es inusual. Supongo que estaréis de acuerdo en ello, mi señor. —Se ajustó el bonete. Sabía perfectamente que aquel tocado tan poco común no favorecía su aspecto, pero ya había superado con creces la edad en la que esas cosas tenían importancia, y ahora le preocupaba mucho más el hecho de que, sin haber entrado aún el invierno, se pasaba todo el día tiritando de frío, incluso en los interiores.

—Sería difícil no estarlo —murmuró Valerius, que lucía una túnica de lana azul oscuro y pantalones con cinturón, la nueva moda imperial, remetidos en unas botas negras. Era su atuendo de trabajo; no llevaba corona ni joyas. De todos los reunidos, era el único que parecía ignorar la hora. La luna azul había avanzado ya un buen trecho hacia el oeste, sobre el mar—. ¿Acaso es un diseño más «usual» lo que deseamos para este Santuario?

—Esta cúpula tiene una finalidad sagrada —sentenció el Patriarca con firmeza—. Sus imágenes deben inspirar pensamientos piadosos al devoto. No se trata de un palacio mortal, mi señor, sino de una evocación del palacio de Jad.

—¿Y de veras creéis que la propuesta del rhodiano es deficiente en este sentido? —preguntó Valerius.

El Patriarca dudó por un instante. El emperador tenía la inquietante costumbre de formular aquel tipo de interpelaciones rotundas, categóricas, dejando a un lado los detalles y centrándose en la cuestión de mayor envergadura. Lo cierto era que los esbozos al carbón para el mosaico eran asombrosos. No había otra forma de calificarlos, o por lo menos, ninguna que se le ocurriera al Patriarca a aquella hora tardía.

O sí, había una: humildes.

Y eso era bueno, ¿no?, pensó. La cúpula que coronaba un santuario, la casa del dios, honraba a la divinidad, del mismo modo que un palacio era la casa de un gobernante mortal y enaltecía la figura de éste. La exaltación del dios debería de ser más esplendorosa, pues al fin y al cabo el emperador no era más que su mero regente en la tierra. El mensajero de Jad era la última voz que oían al morir: «Despójate de la corona; el señor de los emperadores te espera».

Para los fieles, el estremecimiento, el empuje y el poder inmenso allí en lo alto, sobre sus cabezas, significaba…

—El diseño es extraordinario —admitió Zakarios con franqueza. Era arriesgado ser menos directo con Valerius. Apoyó las manos en su regazo—. Pero también es… inquietante, perturbador. ¿Acaso queremos que los fieles se sientan incómodos en la casa del dios?

—Cuando los miro ni siquiera sé dónde estoy —intervino Maximinus, quejumbroso, acercándose con paso enérgico a la amplia mesa en la que Pertennius de Eubulus estaba contemplando los dibujos.

—Estáis en el Palacio Traversite —repuso Artibasos, a quien Maximinus dirigió una mirada de rencor.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Zakarios. Su consejero era un hombre burocrático, irritante y sin imaginación, pero bueno en lo que hacía.

—Bueno, veréis —dijo Maximinus—. Imaginemos que estamos en el interior del Santuario debajo de la cúpula. Pero a lo largo de… lo que supongo que es el borde oriental, el rhodiano muestra lo que obviamente es la Ciudad… y el propio Santuario visto desde lejos…

—Como si fuera una panorámica desde el mar —señaló Valerius.

—… Así que en realidad estamos dentro del Santuario, pero tenemos que imaginar que lo estamos viendo a distancia. Me produce dolor de cabeza —concluyó Maximinus, llevándose una mano a la frente para enfatizar sus palabras. Pertennius le miró de soslayo.

Se produjo otro silencio. El emperador miró a Artibasos, que con inesperada paciencia dijo:

—Nos muestra la Ciudad con un significado mucho más amplio. Sarantium, Reina de las Ciudades, gloria del mundo, y en ella incluye una imagen del Santuario junto a la del Hipódromo, los palacios del Recinto, las murallas, el puerto, las embarcaciones…

—Pero, con todo el respeto a nuestro emperador —replicó Maximinus, señalando hacia arriba con el índice—, Sarantium es la gloria de este mundo, mientras que la casa del dios honra a los mundos que están por encima del mundo… o debería hacerlo. —Volvió a mirar al Patriarca, buscando su aprobación.

—¿Qué hay por encima? —preguntó suavemente el emperador.

Maximinus se volvió rápidamente hacia él.

—No os comprendo, mi señor. Os ruego que… ¿Por encima decís?

—Por encima de la Ciudad, clérigo. ¿Qué hay?

Maximinus tragó saliva con dificultad.

—Jad, mi señor emperador —repuso Pertennius, el historiador, en su lugar. El tono del secretario era distante, pensó el Patriarca, como si en realidad no se sintiese obligado a participar en aquella discusión, sino sólo a dar fe de ella. No obstante, lo que había dicho era verdad.

Zakarios podía ver los diseños desde donde estaba sentado. En efecto, el dios estaba por encima de Sarantium, pletórico y majestuoso en su carro solar, cabalgando hacia lo alto como el sol naciente, erguido, con una irreprochable barba al más puro estilo oriental. Zakarios había acudido a la reunión casi convencido de que tendría la oportunidad de elevar una rotunda protesta ante una imagen occidental del dios, hermosamente rubio, pero el rhodiano no le había concedido semejante satisfacción. Aquel Jad tenía el pelo negro y unos rasgos severos, tal y como lo conocían los devotos de Oriente, y ocupaba toda una parte de la cúpula hasta casi coronarla. Una auténtica maravilla si se podía conseguir.

—En efecto, Jad —convino el emperador Valerius—. El rhodiano representa nuestra Ciudad en todo su esplendor, la Nueva Rhodias, como la llamó Saranios desde un principio y procuró que así fuera, y por encima de ella, donde debe estar y siempre está, el artesano nos ofrece al dios. —Se volvió hacia Zakarios—. Mi señor Patriarca, ¿dónde reside el mensaje confuso? ¿Qué sentimiento abrigará el corazón de un tejedor de cestas, de un zapatero o de un soldado cuando alce los ojos y contemple esta imagen?

—Hay algo más, mi señor —apuntó Artibasos con serenidad—. Fijaos en el borde oriental de la cúpula, donde nos muestra a Rhodias en ruinas, un recordatorio de cuán frágiles son y tienen que ser los logros de los mortales. Y ved también cómo a lo largo de toda la curva superior tenemos el mundo que dios creó en toda su diversidad y magnificencia. Hombres y mujeres, granjas, caminos, niños, animales de todas las especies, aves, colinas, bosques… Imaginad esos árboles como un bosque otoñal, mis señores, según lo sugieren las notas que acompañan los esbozos. Imaginad las hojas iluminadas por faroles o por el sol. El toro forma parte de esta composición, es una parte de la creación de Jad, al igual que lo es el mar encrespado en la sección inferior de la cúpula, hacia la Ciudad. Mi señor emperador, mi señor Patriarca, el rhodiano está tratando de ofrecernos en forma de mosaico una representación global del mundo del dios que a mí me parece abrumadora, lo confieso.

Su voz se fue apagando poco a poco. Pertennius de Eubulus le dirigió una mirada de curiosidad. Nadie habló al concluir su alegato. Incluso Maximinus guardó silencio, inmóvil. Zakarios se pasó una mano por la barba y miró al emperador. Se conocían desde hacía muchísimo tiempo.

—Abrumadora —repitió el Patriarca, haciendo suyo el calificativo—. ¿No será demasiado ambicioso?

Enseguida se dio cuenta de que había sacado a colación un tema muy delicado. Valerius le miró a los ojos por un instante y luego se encogió de hombros.

—Él lo ha dibujado y se ha comprometido a realizarlo si le asignamos los hombres y el material necesarios. —Volvió a encogerse de hombros—. Si fracasa, puedo cortarle las manos y dejarle ciego.

Pertennius levantó los ojos ante tamaña observación, sus rasgos enjutos no revelaban la menor expresión; luego se centró de nuevo en los esbozos, que no había dejado de analizar un solo instante.

—Si me lo permitís, desearía plantear una pregunta —murmuró—. ¿No está… desequilibrado, mis señores? El dios siempre está en el centro de una cúpula. Pero aquí, Jad y la Ciudad se encuentran al éste; el dios remonta el firmamento desde ese lado en dirección al vértice…, pero no hay nada que lo equilibre en el oeste. Es como si el diseño… pidiera a gritos una figura al otro lado.

—Allí está el cielo —dijo Artibasos—. La tierra, el mar y el cielo. Las notas describen una puesta de sol sobre Rhodias. Imaginadlo en colores.

—Aun así, lo encuentro insuficiente —replicó el escriba de Leontes, apoyando un dedo de exquisita manicura sobre el dibujo al carbón—. Con todos los respetos, mis señores, podríais sugerirle que colocara algo aquí. Más…, mmm, bueno…, algo. Equilibrio. Por lo que sabemos, el equilibrio lo es todo para el hombre virtuoso. —Por un instante adoptó un aire piadoso, apretando los delgados labios.

Algunos filósofos paganos probablemente habrían dicho esto, pensó Zakarios con amargura. No le gustaba el historiador. Parecía estar siempre presente, observando, sin perder detalle.

—Podría ser una solución —aventuró Maximinus, con excesiva petulancia—, aunque no me alivia el dolor de cabeza, os lo aseguro.

—Y todos os estamos muy agradecidos —dijo el emperador con afabilidad— de que así nos lo hagáis saber, clérigo.

Maximinus enrojeció detrás de su barba negra y, luego, al ver la expresión glacial de Valerius, que no guardaba la menor relación con el tono de su voz, palideció. En ocasiones, la cordialidad y la naturaleza abierta del emperador, pensó Zakarios, comprendiendo a su consejero, hacía demasiado fácil olvidar cómo había elevado al trono a su tío y cómo había conseguido conservarlo él mismo.

El Patriarca intervino:

—Estoy preparado para afirmar que me siento satisfecho. No hay ninguna herejía en los esbozos del rhodiano. El dios queda honrado y la gloria terrenal de la Ciudad está oportunamente representada bajo la protección de Jad. Si el emperador y sus consejeros están de acuerdo, aprobaremos este diseño en el nombre del clero y bendeciremos su realización y finalización.

—Gracias —dijo Valerius, asintiendo con la cabeza—. Confiábamos en que así lo haríais. Creemos que es una visión digna del Santuario.

—Si se puede llevar a la práctica —dijo Zakarios.

—Eso siempre es una incógnita —apuntó Valerius—. Muchas veces el hombre se esfuerza por conseguir algo y fracasa en su intento. ¿Tomaréis más vino?

Era tardísimo, aunque aún transcurrió un tiempo antes de que los dos sacerdotes, el arquitecto y el historiador abandonaran el Recinto Imperial escoltados por los Excubitores. Al salir de la estancia, Zakarios advirtió que Valerius hacía una indicación a uno de sus secretarios. El pobre hombre, medio adormilado, acudió a su llamada con paso vacilante. Antes de que la puerta se cerrara, el emperador ya había empezado a dictarle instrucciones.

El Patriarca recordaría aquella imagen y la sensación que le produjo, en las profundidades de aquella misma noche, al despertar sudoroso y sobresaltado.

Casi nunca soñaba, pero en aquella ocasión estaba de pie debajo de la cúpula que había decorado el rhodiano. Había terminado su trabajo, lo había conseguido, y al levantar la mirada, envuelto en el fulgor de innumerables velas, candelabros suspendidos y lámparas de aceite, Zakarios lo comprendió como una sola cosa, y descubrió lo que estaba sucediendo en la vertiente oeste de aquel mundo arquitectónico, donde una puesta de sol era lo único que se oponía al dios, que presidía el lado éste.

¿Un ocaso mientras Jad se elevaba en el cielo? ¿Opuesto frente a frente al dios? Era una herejía, pensó, incorporándose en la cama, confuso y desorientado, aunque no consiguió recordar de qué clase y no tardó en dormirse de nuevo. Por la mañana lo había olvidado todo excepto el momento en que, en la oscuridad de la noche, un sueño de mosaicos iluminados por una miríada de velas y candelabros pasó ante él como el agua de un arroyo, como las estrellas fugaces en verano, como la caricia de los seres queridos que habían muerto.

«Todo consiste en ver», había dicho siempre Martinian, y Crispin había enseñado lo mismo a sus aprendices a lo largo de los años, creyendo en ello con pasión. Había que visualizarlo todo, observar el mundo y lo que éste mostraba con una atención absoluta, y elegir con cuidado las tesserae, las piedras y, de haberlas, las gemas que habían sido suministradas para hacer el mosaico. Uno permanecía de pie o se sentaba en la estancia del palacio, de la capilla, el dormitorio o el comedor en el que iba a trabajar y observaba lo que ocurría durante el día, a medida que cambiaba la luz, y luego también por la noche, encendiendo velas o faroles.

Se aproximaba a la superficie en la que más tarde colocaría las piezas, las palpaba, como lo estaba haciendo en ese momento, subido a un andamio, contemplando desde una altura considerable el suelo de mármol pulido del Santuario de Artibasos en Sarantium, y deslizaba los ojos y los dedos a través de ella. Ninguna pared era absolutamente lisa, el arco de ninguna cúpula era perfecto. Los hijos de Jad no habían sido creados para la perfección. Era posible valerse de las imperfecciones, compensarlas e incluso convertirlas en elementos que jugaran a su favor… si se era consciente de ellas y se sabía dónde se ubicaban.

Crispin intentaba memorizar la curva de aquella cúpula con la vista y el tacto, antes de que le autorizaran a extender la capa inferior de yeso. Ya había ganado su primer asalto con Artibasos, consiguiendo el inesperado apoyo del presidente del gremio de la construcción. La humedad era uno de los principales enemigos del mosaico. Aplicarían una capa de resina selladora en la mampostería. Luego, el equipo de ebanistas clavaría miles de tacos de cabeza plana a lo largo y ancho de aquella capa y entre los ladrillos, dejando que las cabezas sobresalieran ligeramente para fomentar la adherencia de la primera capa de yeso —arena gruesa y ladrillo molturado—. Era un método habitual en Batiara, pero desconocido en Oriente, y Crispin había reiterado con vehemencia que los clavos contribuirían de un modo muy eficaz a la solidez del yeso, sobre todo en las curvas de la cúpula. Tenía previsto utilizar el mismo sistema en las paredes, aunque todavía no se lo había dicho a Artibasos ni a los ebanistas, además de otras ideas adicionales para su decoración, que tampoco había comentado.

Habían acordado aplicar otras dos capas de yeso, cada una de ellas más fina que la anterior, y sobre la última realizaría su trabajo, ayudado por los artesanos y aprendices que eligiera y ciñéndose al diseño que había presentado y que ya había sido aprobado por la corte y el clero, procurando representar en una sola obra el mundo que conocía. Nada más ni nada menos que eso.

A decir verdad, él y Martinian habían estado equivocados durante todos aquellos años, o no del todo acertados.

Era una de las cosas más duras que Crispin había aprendido en su viaje, tras marchar de su hogar con amargura y llegar a su destino con otra sensación imposible de definir. En efecto, ver constituía el núcleo de ese oficio de luz y color, como no podía ser de otra forma, pero… no lo era todo. Había que observar, sí, pero también era esencial que abrigara un deseo, una necesidad, una visión en la base de lo que se contemplaba. Si pretendía conseguir algo que se aproximara remotamente a la inolvidable imagen de Jad que había admirado en aquella pequeña capilla junto al camino, no tendría otro remedio que encontrar en su interior un sentimiento lo bastante profundo que le acercara, en lo posible, al que habían experimentado los artistas anónimos y fervientemente piadosos que plasmaron la imagen del dios en aquel lugar.

Había cruzado las murallas de Varena, en el borroso Occidente, llevando consigo tres almas muertas en su corazón y un alma-pájaro colgando del cuello, y había viajado hasta otras murallas mucho más gigantescas aquí en Oriente. Desde una ciudad a la Ciudad, dejando atrás agrestes abismos, niebla y un bosque horripilante creado específicamente para el terror, y aun así había logrado sobrevivir. Algo o alguien le había concedido el don de la vida, o mejor, le había permitido comprar su vida, la de Vargos y la de Kasia a cambio del alma de Linón, al que había dejado sobre la hierba obedeciendo la orden que éste le había dado.

En Aldwood había visto una criatura que permanecería grabada en su memoria mientras viviese, al igual que Ilandra y sus dos hijas. El tiempo y las cosas van quedando atrás, pero siguen a tu lado, se dijo. Así es la naturaleza de la vida humana. Tras la muerte de su mujer y sus hijas había pensado en ocultarse de ella, pero había sido en vano.

—Si también hubieras muerto no podrías honrarlas viviendo —le había dicho Martinian. Sus palabras le provocaron una reacción airada, furibunda. Crispin sintió una profunda oleada de afecto hacia su amigo en la distancia. En aquel preciso instante, por encima del caos de Sarantium, parecía como si hubiese tantas cosas que deseara honrar o exaltar…, o que incluir en su obra, llegado el caso, pues en realidad no había ninguna necesidad ni justicia en los niños que morían a causa de la peste, ni en las muchachas descuartizadas en el bosque o vendidas como esclavas para poder comer en invierno.

Si aquél era el mundo que el dios —o los dioses— habían creado, entonces el hombre mortal podía honrar el poder y la infinita majestad que anidaba en él, pero jamás diría que era bueno ni se inclinaría como si sólo fuese mísero polvo o una brizna de hierba a merced del viento en otoño.

Al igual que todos los hombres y mujeres, podía ser impotente como esa brizna, pero no estaba dispuesto a admitirlo, y en aquella cúpula representaría algo que contara o aspirara a contar todas aquellas cosas y muchas más.

Éste era el genuino propósito de su viaje. Había realizado una larga travesía, tal vez siguiera navegando; en los mosaicos de aquel Santuario incluiría todas sus vivencias, lo que residía en su interior y lo que había dejado atrás hasta el límite que su arte y su deseo así se lo permitieran.

Incluso Heladikos estaría presente, a sabiendas de que podía costarle las manos o los ojos, aunque sólo fuera de una forma velada, matizada, en forma de rayo de sol en el ocaso, en forma de ausencia. Cualquiera que mirase al cielo, cualquiera que estuviese en armonía con esa clase de imágenes, podía colocar al hijo de Jad donde el diseño lo exigiera, ocultándose por el fenecido Occidente y con una antorcha en la mano. Allí estaría la antorcha, una lanza de luz emergiendo entre las nubes del sol poniente, disparada hacia el firmamento, o descendiendo hasta la tierra donde moraban los mortales.

Aquí estaría Ilandra, las niñas, su madre, los rostros de su vida, pues había espacio de sobra para unas imágenes que le pertenecían, que formaban parte del trayecto, de su viaje y del de todos los hombres. Las figuras de la vida de los hombres eran su verdadera esencia. Lo que has encontrado, lo que has amado, lo que has dejado atrás, pensó.

Su Jad sería el dios barbudo oriental de aquella capilla en Sauradia, pero en la cúpula también habitaría el zubir pagano, un animal oculto entre otros animales, pero no uno más, pues sólo él sería de piedra blanca y negra, a la antigua usanza de los primitivos mosaicos rhodianos. Crispin sabía perfectamente, si no lo habían adivinado quienes habían dado el visto bueno a sus esbozos al carbón, qué aspecto iba a tener aquel bisonte sauradí en medio de todos los colores que usaría. Y Linón, con sendas piedras preciosas a modo de ojos, yacería a sus pies, sobre la hierba.

Y dejaría que la humanidad se asombrara, que al zubir lo llamaran toro si lo preferían, que intentaran resolver el enigma de un gorrioncillo en la hierba. Después de todo, el asombro y el enigma formaban parte de la fe, ¿no es así? Esta sería su respuesta en el caso de que se lo preguntaran.

Allí en lo alto, solo y apartado del mundo, con los ojos clavados en el enladrillado, deslizando las manos una y otra vez por la superficie como lo haría un invidente —consciente de la ironía que encerraba el símil—, gesticulando de vez en cuando a los aprendices para que desplazaran un poco el andamio, que se balanceaba y le obligaba a sujetarse a la barandilla, aunque había pasado una buena parte de su vida profesional en plataformas como aquélla y no tenía miedo a las alturas; todo lo contrario, eran su refugio; en la cumbre del mundo, por encima de la vida y de la muerte, las intrigas cortesanas, de los hombres y las mujeres, de las naciones, las tribus, las facciones y el corazón humano atrapado en el tiempo y ansiando algo más de lo que le fue concedido, Crispin luchaba por no retroceder ante la estremecedora y confusa furia de aquellas cosas, deseoso de vivir, como Martinian le había aconsejado, pero lejos de los borrosos conflictos para poder plasmar esta visión de un mundo en una cúpula. Todo lo demás era transitorio, efímero. Él era un mosaiquista, y así le consideraban los demás, y aquella distanciada elevación era su cielo, su origen y su destino, todo en uno. Con un poco de suerte y la bendición del dios sería capaz de hacer algo duradero en tiempo y que perpetuara un nombre.

Eso estaba pensando cuando miró abajo desde su cumbre del mundo para comprobar si los aprendices habían asegurado de nuevo las ruedas del andamio, y vio a una mujer entrar en el Santuario por las puertas de plata.

Siguió avanzando sobre el brillante suelo de mármol, con una gracia sin par incluso desde lo alto, se detuvo bajo la cúpula y levantó los ojos.

Lo miró y, sin pronunciar palabra ni hacer un solo gesto, Crispin sintió el empuje del mundo como algo físico y feroz, imperativo, conminatorio, que se burlaba de las ilusiones del remoto ascetismo. No había sido creado para llenar la vida de un santón. Ahora lo comprendía mejor. La perfección en la que acababa de reflexionar era inalcanzable para los hombres, pero las imperfecciones podían transformarse en elementos que jugaran a favor de éstos. Quizá sí.

De pie en el andamio, volvió a apoyar las palmas de las manos en los fríos ladrillos de la cúpula y cerró los ojos. Allí arriba todo estaba en calma, sereno, solitario. Un mundo para él solo, una creación para representar. Debería haber sido suficiente. Entonces, ¿por qué no lo era? Dejó caer las manos a los lados del cuerpo, se encogió de hombros, un gesto que su madre, sus amigos y su difunta esposa conocían bien, y tras ordenar a los de abajo que mantuvieran lo más estable posible la plataforma, inició el largo descenso.

Estaba en el mundo, ni encima ni separado de él por un muro. Si había navegado hacia algo, era precisamente hacia esa verdad.

Haría su trabajo o fracasaría en el intento como un hombre de su tiempo, entre amigos, enemigos, tal vez amantes y quizá enamorado, en la Varena de los antae o allí, en Sarantium, la Ciudad de las Ciudades, el ojo del mundo, en el imperio del gran Valerius II, el glorioso y tres veces ensalzado, el Regente de Jad en la tierra, y de la emperatriz Alixiana.

Fue un descenso intencionadamente lento, primero una mano y luego un pie, los movimientos de siempre, una y otra vez. Tenía la costumbre de vaciar la mente al bajar de un andamio; uno se jugaba la vida si no iba con cuidado, y aquella cúpula era la más alta que jamás había visto. Aun así, a medida que descendía, seguía percibiendo aquel empuje. Era el mundo que le atraía, le succionaba, de nuevo hacia la realidad.

Llegó a la base de madera de la plataforma móvil, se volvió y permaneció inmóvil por un instante, a escasa distancia del suelo, pero aun así sin pisarlo, suspendido en el aire. Luego saludó con un movimiento de cabeza a la mujer, que no había dicho una sola palabra ni hecho ningún gesto, pero que había acudido al Santuario y le había llamado en silencio. Se preguntó si sería consciente de lo que estaba haciendo. Probablemente sí. Por fin había conseguido poner en orden todo lo que sabía acerca de ella.

Tomó aliento y se apeó de la plataforma. Ella le dedicó una sonrisa.