Kasia despertó al alba, sobresaltada. Había tenido un sueño. Yacía en la cama, confusa, medio adormilada, y sólo muy lentamente empezó a tomar consciencia del repicar de las campanas. En su patria no había campanas jaditas; a los dioses se les encontraba en la espesura del bosque, en la ribera de los ríos o en los trigales, saciados de sangre. Aquellas campanas formaban parte de la vida urbana. Estaba en Sarantium. Medio millón de habitantes, había dicho Carullus. También le había dicho que se acabaría acostumbrando a las multitudes y que aprendería a dormir a pesar de las campanas, eso si optaba por seguir durmiendo en lugar de levantarse para acudir a las invocaciones de la mañana.
Había soñado con la cascada que había cerca de su casa. Era verano. Estaba sentada en un terraplén del gran remanso, debajo del torrente, a la sombra de unos árboles frondosos que se inclinaban sobre el agua hasta casi rozar la superficie. Había un hombre con ella. No le había visto jamás en la realidad.
En el sueño no podía verle el rostro.
Las campanas seguían convocando a los sarantinos a la oración. Jad del sol cabalgaba ya en su carro, y quienes buscaban su protección en vida y su intercesión después de la muerte debían levantarse con él y encaminarse a las capillas y santuarios.
Kasia estaba inmóvil en la cama, pensando en su sueño. Se sentía extraña, inquieta; por algún motivo le remordía la conciencia. Luego se acordó. La noche anterior los hombres no habían regresado, por lo menos hasta que ella había permanecido despierta. Y luego, aquella desagradable visita del mosaiquista de la corte. Parecía tenso, con los nervios a flor de piel. No tuvo ocasión de avisar a Crispin antes de que partiera hacia el Recinto Imperial. Carullus le aseguró que no importaba, que el rhodiano se las arreglaría muy bien solo y que seguramente tendría protectores allí.
Aunque Kasia sabía que lo que en verdad significaba un protector era que podía haber alguien de quien tenía que protegerse, pero mantuvo la boca cerrada. Ella, el tribuno y Vargos cenaron juntos y luego regresaron a la posada para tomar un vaso de vino con tranquilidad. La muchacha era consciente de que a Carullus le hubiera encantado pasar la última noche de Dykania de parranda por las calles de Sarantium, con una jarra de cerveza en la mano, y que si se quedaba en el hostal era por ella. Se sentía agradecida por su amabilidad y las historias que contaba. Cuando por fin conseguía arrancarle una sonrisa, Carullus parecía sentirse muy feliz. En su primer encuentro, había dejado sin sentido a Crispin con su casco de hierro, y Vargos tampoco había salido demasiado bien parado de la paliza que le habían propinado sus hombres. ¡Cuánto habían cambiado las cosas en tan poco tiempo!
Más tarde, en medio del bullicio que reinaba fuera, un mensajero entró a toda prisa en el salón buscando a los soldados. Tenían que ir al Recinto Imperial, esperar junto a las Puertas de Bronce, o dondequiera que les indicaran al llegar allí, y escoltar al artesano rhodiano Caius Crispus de Varena hasta su casa cuando saliera. Era una orden del canciller.
Carullus había mirado a Kasia y le había dirigido una sonrisa.
—Te lo dije —anunció—. Protectores. Y además se las ha ingeniado para usar su propio nombre. Son buenas noticias, chiquilla. —El y cinco de sus hombres cogieron sus armas y se marcharon.
Vargos, acostumbrado a acostarse y a levantarse pronto, ya se había ido a la cama. Kasia volvió a quedarse sola. No estaba asustada, aunque en realidad…, no era del todo cierto. No tenía ni idea de lo que iba a ser su vida en adelante. En efecto, si se paraba a pensarlo, podía considerar que tenía miedo.
Había dejado en la mesa lo que quedaba del vino y había subido a su habitación. Cerró la puerta, se desnudó y al rato se durmió. Los sueños no la habían dejado en paz durante toda la noche, el menor sonido de la calle la despertaba y prestaba atención por si oía pasos en el salón que le anunciaran el regreso de Crispin y Carullus.
Pero fue en vano.
Por fin se levantó, se lavó la cara y la mitad superior del cuerpo en la jofaina de la habitación, y se vistió con la misma ropa que había usado durante todo el viaje y el tiempo que llevaba a la Ciudad. Crispin le había dicho que le compraría otra nueva, lo cual la hizo pensar de nuevo en su incierto futuro.
Daba la impresión de que las campanas no iban a dejar de repicar jamás. Se pasó los dedos por la melena enmarañada y bajó al salón. Una vez allí, dudó unos instantes. Luego decidió que no había nada de malo en subir a buscarle. Le contaría lo del otro mosaiquista y se enteraría de lo que había sucedido esa noche. Si realmente había algo de malo, era preferible saberlo cuanto antes, pensó Kasia. Era una mujer libre, una ciudadana del Imperio Sarantino, y aun cuando había sido esclava durante casi un año, no estaba dispuesta a que eso marcara su vida para siempre.
La puerta estaba cerrada, claro. Alzó una mano para llamar, pero oyó voces en el interior.
Su corazón empezó a palpitar frenéticamente, lo cual la sorprendió, aunque a fin de cuentas no había tantos motivos para ello. Sin embargo, las palabras que llegaron hasta sus oídos la dejaron aturdida, al igual que la respuesta de Crispin. La muchacha no pudo evitar ruborizarse al escuchar; su mano temblaba suspendida en el aire.
No llamó. Se volvió, confusa, con la intención de bajar de nuevo al salón.
En la escalera encontró a dos hombres de Carullus que acababan de llegar y le contaron que les habían atacado unos mercenarios.
Kasia se apoyó contra la pared mientras escuchaba el espantoso relato. Le flaqueaban las piernas. Dos soldados habían muerto, el pequeño soriyano y Ferix de Amoria. Había trabado cierta amistad con ellos. Los seis atacantes, quienquiera que fuesen, también habían muerto. Crispin estaba ileso y Carullus había sido herido. Ambos habían regresado a la posada al alba. Les habían visto subir la escalera y dirigirse hacia sus respectivas habitaciones sin detenerse a hablar.
No, dijo uno de los soldados, no había nadie más con ellos.
No los oyó en el pasillo, o quizá sí; quién sabe si había sido aquello y no las campanas lo que la había despertado de su sueño o lo había propiciado. Un hombre sin rostro junto a un salto de agua. Los hombres del tribuno, con la expresión sombría y cara de pocos amigos se dirigieron a su dormitorio común para coger las armas. Desde aquel momento no iban a dejar las armas ni a sol ni a sombra, comprendió la muchacha. La muerte alteraba las cosas.
Kasia se detuvo en la escalera, temblorosa y vacilante. A esas horas, Vargos estaría en la capilla. Así pues, no habría nadie en el salón para hacerle compañía. De repente, se le ocurrió que algún malhechor podía haber penetrado en la habitación de Crispin en su ausencia, aunque desde luego, no parecía… precisamente alarmado. También pensó en dar la voz de alarma o en intervenir ella misma. La noche anterior habían intentado asesinarle. Habían dado muerte a dos hombres. Tomó aliento. La piedra de la pared era muy áspera. Crispin no daba la impresión de estar en peligro y… la otra voz pertenecía a una mujer.
Dio media vuelta y se encaminó a la habitación de Carullus. Le habían dicho que estaba herido. Llamó. El tribuno respondió con voz cansina. Kasia se identificó. La puerta se abrió.
Las cosas más pequeñas pueden cambiar una vida, y de hecho la cambian.
Crispin se inclinó bruscamente a un lado, eludiendo el cuchillo y aferrándose con fuerza al poste del pie de la cama para no perder el equilibrio.
—¡Ah! —exclamó la mujer que estaba en su habitación—. Eres tú, rhodiano. Bien; temía por mi virtud.
Dejó la daga. Más tarde, el mosaiquista recordaría que no era aquélla el arma que hubiese tenido que blandir. Crispin no dijo una palabra.
—Me han dicho que la pequeña actriz se soltó el pelo para ti en sus aposentos privados —prosiguió Styliane Daleina, sentándose cómodamente en su cama—. ¿Se arrodilló, tal como solía hacer en los escenarios, y se lo metió en la boca? —Sonrió con asombrosa serenidad.
Crispin palideció mientras la observaba. Tardó unos instantes en recuperar la voz.
—Al parecer, os han informado mal. No había ninguna actriz en el complejo de los Azules cuando llegué —dijo con cautela. Sabía muy bien a qué se había referido la dama, pero no estaba dispuesto a darse por enterado—. Y además, sólo estuve en la cocina, no en sus aposentos privados. Por cierto, ¿qué estáis haciendo vos en los míos? —Debería haber añadido «mi señora».
Se había cambiado de ropa. Ya no llevaba el vestido que había lucido en la recepción, sino uno azul oscuro con una capucha echada hacia atrás que enmarcaba su rubia cabellera, que seguía recogida, aunque sin ornamento alguno. Debió de cubrirse con la capucha, pensó, para pasar inadvertida en las calles y entrar aquí. ¿Habrá sobornado a alguien? Seguro que sí.
La mujer no respondió a su pregunta, al menos con palabras. Le miró largamente desde la cama y luego se puso en pie. Era muy alta, tenía los ojos azules y estaba perfumada. Crispin pensó en flores, en un prado en la montaña, en adormideras. El corazón le latía con fuerza. Peligro y, aun en contra de su voluntad, un deseo que crecía por momentos. Sin apresurarse, Styliane levantó una mano y le pasó un dedo por la mejilla rasurada. Le acarició el pelo. Luego, se puso de puntillas y le besó en la boca.
Crispin no se movió. Hubiese podido echarse atrás, pensó más tarde, retroceder unos pasos. Pero no era un inocente y, a pesar de la fatiga acumulada, había adivinado sus propósitos al ponerse en pie bajo la luz y la sombra de la estancia. No, no había retrocedido, aunque procuró refrenar su respuesta lo mejor que pudo, incluso cuando su lengua…
Sin embargo, no parecía importarle. Más aún, sus esfuerzos por contenerse y permanecer rígido frente a ella daban la impresión de divertirle. Se tomó su tiempo, deliberadamente, apretando su cuerpo contra el suyo, frotando la lengua contra sus labios, empujando para separarlos y luego penetrando hasta lo más profundo de la boca, casi hasta la garganta. Crispin oyó su suave risa mientras sentía la calidez de sus senos en su piel.
—Espero que haya dejado algo de vida en ti —susurró la aristocrática esposa del estratega supremo del Imperio, procediendo a deslizar una mano hasta llegar a la cintura, y más abajo, intentando cerciorarse de ello.
Esta vez Crispin sí dio un paso atrás, sofocado, pero no antes de que Styliane consiguiera tocarle a través de la seda de su túnica. Vio su sonrisa, sus pequeños dientecillos bien alineados. Era exquisita como el cristal claro, como el marfil pálido, como una de las hojas de cuchillo que se fabricaban en el remoto oeste, en Esperana, donde aquellos objetos se concebían como obras de arte y portadores de la muerte al mismo tiempo.
—Bueno —dijo de nuevo la dama. Le miró, segura de sí, divertida, hija de la riqueza y el poder, y casada con ambos. Aún conservaba su sabor en los labios, en la boca y en la garganta. Y añadió con una expresión cavilante—: Ahora me temo que te defraudaré. ¿Cómo puedo competir en eso con la actriz? Se decía que en su juventud lamentaba que el sagrado Jad le hubiese concedido un número insuficiente de orificios para fornicar.
—¡Basta ya! —rugió Crispin—. Esto es una obra de teatro. ¿Podríais decirme qué papel estáis interpretando? ¿Por qué estáis aquí?
Ella sonrió de nuevo. Los dientes blancos, las manos ascendiendo hasta su pelo rubio, las largas y anchas mangas del vestido cayendo hacia atrás para mostrar sus esbeltos brazos desnudos. Crispin prosiguió, airado, luchando contra el deseo.
—Esta noche alguien ha intentado asesinarme.
—Lo sé —dijo Styliane Daleina—. ¿Te excita? Espero que sí.
—¿Lo sabéis? ¿Y qué más sabéis de este asunto? —preguntó Crispin.
Ella empezó a soltarse el pelo. Hizo una pausa y le miró, aunque esta vez con expresión diferente.
—Rhodiano, si quisiera verte muerto, ya lo estarías. ¿Crees que un Daleinus contrata borrachos en una caupona? ¿Por qué tendría que molestarme en asesinar a un artesano?
—¿Por qué os habéis molestado en entrar en mi habitación sin haber sido invitada? —le espetó Crispin.
Ella soltó una carcajada. Sus manos permanecieron ocupadas durante otro instante recogiendo agujas; luego agitó la cabeza y su maravilloso cabello cayó sobre sus hombros.
—¿Acaso todos los hombres interesantes están reservados a la actriz? —preguntó.
Crispin estaba experimentando de nuevo esa sensación de furia tan familiar. Buscó refugio en ella.
—Os lo diré otra vez: estáis representando vuestra propia obra de teatro. No estáis aquí porque queráis acostaros con un artesano extranjero.
Styliane no se había movido de donde estaba. Les separaba muy poco espacio y su aroma les envolvía a ambos. Embriagador como la adormidera, como el vino sin diluir. Muy distinto del de la emperatriz. Así debía ser. Ya se lo había dicho Carullus y luego los eunucos.
Crispin se sentó en la cómoda de madera situada debajo de la ventana. Fue un movimiento deliberado. Inspiró una profunda bocanada de aire.
—Os he formulado algunas preguntas. Parece razonable dadas las circunstancias. Estoy esperando —dijo, y a continuación añadió—: mi señora.
—Yo también —murmuró ella, echándose la melena hacia atrás. Pero su voz había vuelto a cambiar, respondiendo al tono de Crispin.
Se hizo el silencio en la estancia. Pasó un carro por la calle, con un estruendo considerable. Alguien gritó. Ya era de día. El cuerpo de Styliane estaba adornado con franjas de luz y sombra. Un efecto muy bello, pensó Crispin.
—Quizá te sientas inclinado a infravalorarte, rhodiano —prosiguió ella—. Sabes muy pocas cosas acerca de cómo funciona esta corte. Nadie es convocado tan deprisa como lo has sido tú. Muchos embajadores esperan semanas. Pero el emperador está encaprichado con su Santuario. En una sola noche has sido invitado a la corte, te han concedido el control de los mosaicos, te has reunido en privado con la emperatriz y has provocado el despido del hombre que estaba haciendo el trabajo antes de tu llegada.
—Vuestro hombre —replicó Crispin.
—Si es que se le puede llamar así —dijo ella en tono de despreocupación—. Había hecho algunos trabajos para nosotros y consideré que podría ser útil que Valerius estuviera en deuda con mi familia por haberle facilitado un artesano. Leontes no estaba de acuerdo con eso, pero contaba con sus propias razones para preferir a Siroes. Tiene una opinión muy fundada… sobre lo que se os debería permitir hacer en los santuarios a ti y los demás mosaiquistas.
Crispin parpadeó. Aquello requería que reflexionaran un poco. Lo haría más tarde.
—¿Fue Siroes entonces quien contrató a esos soldados? —preguntó—. Por mi parte, no tenía ninguna intención de arruinar su carrera.
—Pero aun así lo hiciste —dijo Styliane, otra vez con la aristocrática frialdad que él recordaba de antes—. Casi por completo. Pero no, puedo asegurarte que anoche Siroes no estaba en condición de alquilar asesinos. Confía en mi palabra.
Crispin tragó saliva. Era probable que estuviera diciendo la verdad. Decidió no preguntarle por qué estaba tan segura.
—¿Quién fue, pues?
Styliane Daleina levantó las manos, con las palmas hacia arriba, en un elegante gesto de indiferencia.
—No tengo ni idea. Puedes elegir cualquier nombre entre tus innumerables enemigos. ¿Le gustó mi collar a la actriz? ¿Se lo puso?
—El emperador se lo impidió —respondió Crispin deliberadamente.
—¿Valerius estaba allí? —preguntó ella, sorprendida.
—Sí, estaba allí. Nadie se arrodilló.
Después de toda una vida rodeada de intrigas y simples mortales, la serenidad de aquella mujer era asombrosa.
—Todavía no —susurró con una sonrisa, mirándolo fijamente. Era teatro, puro teatro, y él lo sabía, aunque en contra de su voluntad, volvía a sentirse presa del deseo.
Con toda la calma de que fue capaz, replicó:
—No estoy acostumbrado a que me ofrezcan relaciones carnales sin un previo trato personal…, exceptuando las prostitutas, claro, y aun así tampoco suelo aceptarlas, mi señora.
Styliane le miró y Crispin tuvo la sensación de que, quizá por primera vez, empezaba a experimentar la necesidad de formarse un juicio del hombre que estaba con ella en la habitación. Volvió a sentarse en el extremo de la cama, cerca de la cómoda. Su rodilla rozó la de Crispin, que la retiró un poco.
—¿Te gustaría eso, rhodiano? —murmuró—. ¿Tratarme como a una puta? ¿Tumbarme en la cama de un empujón, obligarme a mantener la cara contra la almohada y tomarme por detrás? ¿Asirme del pelo mientras grito y te digo cosas excitantes? ¿Quieres saber lo que le gusta hacer a Leontes? Tal vez te sorprenda. Le encanta…
—¡No! —le interrumpió Crispin con una cierta desesperación—. ¿Qué pretendéis? ¿Os satisface representar el papel de una libertina? ¿Acaso vagáis por las calles a la caza de amantes? Hay otras habitaciones en esta posada.
La expresión de la dama era imposible de interpretar. Por su parte, Crispin confiaba en que su túnica fuese capaz de disimular lo excitado que estaba, aunque no se atrevió a mirar hacia abajo para comprobarlo.
—Que qué pretendo, preguntas —dijo Styliane—. Te creía inteligente, rhodiano. Diste algunos signos de ello en el salón del trono. ¿Te has vuelto estúpido de repente? ¿Eres incapaz de imaginar que podría haber gente en esta ciudad que considera una destructiva insensatez una hipotética invasión de Batiara? ¿Quién podría suponer que tú, siendo rhodiano, pudieras compartir esa creencia y abrigar algún deseo de salvar a tu familia y tu país de las consecuencias de una invasión? —Sus palabras eran dagas, agudas y precisas, y añadió, en el mismo tono—: Antes de que quedes atrapado en las maquinaciones de la actriz y de su marido, no estaría de más que te diera algunos consejos.
Crispin se frotó los ojos y la frente con una mano. Por fin le había dado una explicación…, parcial, pero una explicación al fin y al cabo. Una nueva oleada de ira se apoderó de él.
—¿Soléis acostaros con todos los que reclutáis? —preguntó, mirándola con frialdad.
Ella meneó la cabeza.
—No eres demasiado cortés que digamos, rhodiano. Me acuesto con quien me lo dicta el deseo.
A Crispin no le conmovió la reprimenda. Styliane hablaba, pensó, con la absoluta seguridad de aquel cuyos deseos nunca han sido objeto de análisis. La actriz y su marido, había dicho.
—¿Acaso tramáis socavar los designios de vuestro emperador?
—Asesinó a mi padre —contestó ella sin rodeos, sentándose en medio de la cama, con el pelo enmarcando su exquisito rostro—. Le quemó vivo con el Fuego Sarantino.
—He oído hablar de ello —admitió Crispin. Aquello le había impresionado e intentaba ocultarlo—. ¿Por qué me lo contáis?
—¿Para excitaros, quizá? —inquirió ella con una sonrisa.
Crispin no pudo contener la risa. Lo intentó, pero el súbito cambio de tono y su ironía eran demasiado ocurrentes.
—Me temo que la inmolación no me excita en lo más mínimo. ¿Debo interpretar que el estratega supremo comparte la opinión de que no es aconsejable conquistar Batiara por la fuerza de las armas? ¿Os ha enviado él?
Ella parpadeó, sorprendida.
—Por supuesto que no. Leontes hará todo lo que le ordene Valerius. Invadirá Batiara al igual que invadió los desiertos de Majriti o las estepas septentrionales, o asedió las ciudades basánidas del éste.
—Pero entretanto, su nueva y amadísima esposa está haciendo lo indecible para subvertir la situación.
Styliane vaciló por primera vez.
—Su reciente recompensa por los éxitos militares es la mujer que deseas, rhodiano. Abre los ojos y los oídos; hay cosas que deberías saber antes de que Petrus el trakesiano y su pequeña bailarina os encadenen a su servicio.
El desprecio era manifiesto en la aristocrática voz de aquella mujer. Lo más probable era que no tuviese elección en el asunto de su matrimonio, imaginó Crispin, a pesar de que el estratega era joven, triunfador, famoso e innegablemente atractivo. Miró a Styliane, allí en la habitación, con él, y tuvo la sensación de haber penetrado en aguas tenebrosas, con peligrosísimas corrientes que intentaban succionarle hacia el fondo.
—Sólo soy mosaiquista, mi señora, y me han llamado para decorar con imágenes las paredes y la cúpula de un santuario.
—Háblame de la reina de los antae —pidió ella, como si lo que acababa de decir no le importara—. ¿También te ofreció su cuerpo a cambio de tus servicios? ¿Es ésta la causa de tu desinterés por mí? ¿Estás harto de esa clase de proposiciones? ¿He llegado demasiado tarde para resultarte mínimamente seductora? ¿Me rechazas como rechazarías a cualquier dios menor? ¿Me obligarás a llorar?
Las aguas tenebrosas se arremolinaban. A la fuerza tenía que ser una especie de acertijo. Aquel encuentro secreto nocturno no podía ser tan conocido. De pronto, recordó algo. La mano de la reina en su pelo mientras se arrodillaba para besarle un pie. Una mujer diferente, incluso más joven que ésta, pero igualmente familiarizada con los entresijos del poder y la intriga. O quizá no tanto. Occidente contra Oriente. ¿Acaso Varena podía ser tan sutil como Sarantium? ¿Alguna ciudad de la tierra podía serlo?
—No estoy habituado a las ideas o los… favores de quienes gobiernan nuestro mundo. Jamás he tenido un encuentro como éste, mi señora. —Era mentira. Pero luego, al mirarla detenidamente, se dio cuenta, asombrado, de que no lo era.
De nuevo aquella sonrisa autosuficiente y perturbadora. Parecía capaz de pasar de las intrigas de los imperios a las de los dormitorios en un abrir y cerrar de ojos sin la menor interrupción.
—Qué hermoso… —dijo ella—. Me gusta ser única. Con todo, supongo que serás consciente de la extraordinaria vergüenza que supone para una dama ofrecerse y ser rechazada. Te lo dije antes y te lo repito ahora, me acuesto con quien me dicta el deseo, no la necesidad. —Hizo una pausa—. O mejor, con quien me lo dicta otra clase de necesidad.
Crispin tenía un nudo en la garganta. No la creía, pero su rodilla, debajo de la finísima tela azul del vestido, apenas distaba un suspiro de la suya. Se aferró desesperadamente a la furia que provocaba en él la certeza de que estaba utilizándolo.
—También es una vergüenza para un hombre de honor verse convertido en una pieza de un juego cuyas reglas desconoce.
Styliane enarcó las cejas y el tono de su voz experimentó un cambio radical… una vez más.
—Pero lo eres. ¿Aún no te has dado cuenta, infeliz? Naturalmente que lo eres. El honor nada tiene que ver con eso. En esta corte todo el mundo es honorable y todo el mundo es una pieza de un juego…, de muchos juegos a un tiempo, unos de asesinato y otros de deseo, aunque al final sólo uno cuenta y todos los demás forman parte de él.
Ahí tenía la respuesta a lo que había imaginado, concluyó Crispin. La rodilla de Styliane tocó la suya. A propósito. Tenía la absoluta seguridad de que nada era accidental en aquella mujer. Otros de deseo, acababa de decir.
—¿Qué te hace pensar que eres diferente? —añadió.
—Simplemente mi firme voluntad de serlo —respondió Crispin, para su propia sorpresa.
Tras un largo silencio, ella dijo:
—Tengo que reconocer que cada vez eres más interesante, rhodiano, aunque creo que te engañas a ti mismo. Empiezo a sospechar que la actriz ya te ha embaucado y ni siquiera lo has advertido. Supongo que no tendré más remedio que llorar. —Su expresión había cambiado, pero por el momento nada hacía presagiar las lágrimas. Se puso en pie con una actitud resuelta y se plantó en la puerta en apenas tres pasos. Una vez allí, se volvió.
Crispin también se levantó. Ahora que Styliane había decidido echarse atrás, Crispin sentía un caos de emociones: aprensión, arrepentimiento, curiosidad, desconcierto…, ¡deseo! Un sentimiento extraño durante muchísimo tiempo. Se puso la capucha, ocultando su pelo suelto.
—También debo darte las gracias por el rubí. Fue un detalle muy interesante de tu parte. No soy difícil de encontrar, artesano, en el supuesto caso de que tengas alguna idea sobre tu patria y la posibilidad de una guerra. Estoy convencida de que pronto comprenderás que el hombre que te trajo a Sarantium para componer imágenes sacras para él también está resuelto a desencadenar la violencia en Batiara por una sola razón: su propia gloria.
Crispin se aclaró la garganta.
—Me complace saber que mi insignificante obsequio ha sido merecedor de vuestra gratitud —dijo. Flizo una pausa y añadió—: Sólo soy un mosaiquista, mi señora, nada más que un mosaiquista.
Ella le miró, de nuevo con expresión gélida.
—Es de cobardes vendarse los ojos ante las verdades del mundo, rhodiano. Todos los hombres, e incluso las mujeres, son algo más que una sola cosa. ¿O también es tu firme voluntad limitarte de este modo? ¿Vas a vivir siempre en un andamio, por encima del resto de los mortales?
Su inteligencia era incalculable. Igual que la de la emperatriz. Por un instante Crispin pensó que de no haber conocido primero a Alixiana, habría estado indefenso ante aquella mujer. Quizá no estuviese equivocada después de todo. Luego se preguntó si la emperatriz habría considerado tal posibilidad, si no habría sido aquél el motivo por el que le había recibido con tanta urgencia en el Palacio Traversite. ¿Realmente podían ser tan ágiles, tan sutiles aquellas damas? Le dolía la cabeza de tanto cavilar.
—Sólo llevo dos días aquí, mi señora, y esta noche ni siquiera he dormido. Si no lo he entendido mal, habláis de subversión contra el emperador que me invitó a la Ciudad e incluso contra vuestro propio esposo. ¿Debo venderme por una hermosa cabellera femenina extendida en mi almohada durante una noche… o una mañana? —Dudó unos segundos—. ¿Aunque se trate de la vuestra?
Styliane volvió a sonreír. Su rostro era enigmático y provocador.
—¿Quién sabe…? —murmuró—. A veces dura más de una noche, o la noche es… más larga que de costumbre. En determinadas circunstancias el tiempo es un diablillo. ¿No te ha sucedido nunca, Caius Crispus?
Crispin no se atrevió a responder y ella, que no parecía esperar una respuesta, se limitó a añadir:
—Podemos continuarlo en otra ocasión. —Una pausa. Daba la impresión de luchar contra algo. Luego prosiguió—: Por lo que se refiere a tus imágenes, a las cúpulas y paredes, hazme caso, rhodiano, no te apegues demasiado a tu trabajo aquí. Te lo digo de buena fe, aunque probablemente no debería hacerlo. Considéralo una debilidad por mi parte.
Crispin dio un paso hacia ella. Styliane alzó una mano.
—Basta de preguntas, por favor.
Se detuvo. Era una encarnación glacial y distante de la belleza en su habitación. ¿Distante? ¡No! Su lengua tocando la suya, su mano deslizándose más abajo de la cintura…
Por otro lado, parecía capaz de leerle los pensamientos.
—¿Estás excitado? —preguntó Styliane con una sonrisa—. ¿Intrigado, quizá? ¿Te gusta que tus mujeres demuestren debilidad, rhociano? La próxima vez me acordaré de eso y de la almohada.
Crispin se ruborizó, pero no eludió su mirada irónica.
—Me gusta que la gente que forma parte de mi vida se muestre tal cual… es ajena a los juegos de que habláis. Eso es lo que me atrae, sí.
Styliane guardó silencio, inmóvil junto a la puerta. La luz del sol, que se filtraba a través de los postigos, proyectaba franjas de pálido dorado matinal en la pared, en el suelo y en su vestido azul.
—Mucho me temo que eso podría ser esperar demasiado en Sarantium —dijo, por fin. Parecía a punto de añadir algo, pero meneó la cabeza y se limitó a decir—: Vete a dormir, rhodiano.
Abrió la puerta, salió, volvió a cerrarla y se marchó, aunque dejando su perfume, un ligero desorden en la cama y un desasosiego mucho mayor en el alma del mosaiquista.
Crispin se tumbó vestido en la cama, con los ojos abiertos. Al principio no pensó en nada; luego, en las altas y majestuosas paredes con columnas de mármol sobre otras columnas de mármol, y la abrumadora inmensidad de la cúpula que iba a decorar; y más tarde, durante un largo rato, en ciertas mujeres, viviendo y muriendo. Por último, cerró los ojos y se durmió.
Sin embargo, los únicos amos y señores de sus sueños, mientras el sol se alzaba en el cielo despejado de una mañana ventosa de otoño, fueron, una vez más, el zubir y una sola mujer.
—Concédenos la Luz —entonó Vargos con los demás en la pequeña capilla del vecindario al término de los servicios. El clérigo, que vestía túnica amarilla, hizo la señal de la bendición solar con ambas manos, la habitual en la Ciudad, y acto seguido los fieles reanudaron la charla mientras se encaminaban hacia las puertas que daban acceso a la calle.
Vargos salió con ellos y se detuvo por un instante, entornando los ojos. La claridad era deslumbrante. El viento nocturno había barrido las nubes y hacía un día espléndido. Una mujer con un niño pequeño cabalgado en la cadera y una jarra de agua en el hombro le sonrió al pasar. Un mendigo manco se le acercó entre la multitud, pero dio media vuelta cuando Vargos negó con la cabeza. Ya había suficiente gente necesitada en Sarantium para mostrarse caritativo con alguien a quien le habían amputado una mano por ladrón. Tenía las ideas muy claras sobre este particular. Sensibilidad del norte.
Desde luego, no era pobre. De mala gana, mediante la intervención del centurión de Canillas, el jefe del Correo Imperial le había entregado los ahorros acumulados y el salario que se le debía desde antes de salir de Sauradia. En este momento Vargos podía permitirse muchos lujos, desde deleitarse con una buena comida hasta comprarse una capa para el invierno, una mujer o una botella de vino.
A decir verdad, estaba hambriento, y el aroma de los pinchos de cordero asado que procedía de un puesto ambulante ubicado en la acera de enfrente le hizo recordar que aún no había desayunado. Cruzó la calle, deteniéndose para dejar pasar un carro cargado de leña y un grupo de alegres sirvientas que se dirigían al pozo que había al final del callejón, y entregó una moneda de cobre a cambio de un pincho, del que dio cuenta allí mismo, de pie, mientras observaba cómo otros clientes del pequeño y enjuto vendedor, que debía de ser de Soriya o Amoria a juzgar por el color de su piel, hacían una breve pausa en su apresurado camino hacia sus respectivos destinos para reponer energías. El comerciante estaba muy ocupado. Vargos había observado que la gente se movía con rapidez en la Ciudad. No le gustaban las multitudes ni el ruido, pero debía admitir que estaba allí por su propia voluntad. Sea como fuere, en otras ocasiones había tenido que amoldarse a situaciones mucho más complejas que aquélla.
Terminó de comer, se limpió los labios y dejó el pincho junto a la parrilla, donde había muchos más. Luego, cuadró los hombros, inspiró profundamente y se encaminó hacia el puerto en busca de un asesino.
La noticia del ataque había llegado a la posada por la noche, mientras Vargos dormía. Se sentía culpable, aunque era consciente de que no había ningún motivo para ello. Se levantó al amanecer, respondiendo a la llamada de las campanas, y al bajar al salón tres soldados le contaron lo sucedido. Habían atacado a Crispin, el tribuno estaba herido, Ferix y Sigerius muertos. Luego, el tribuno y los partidarios de los Azules en la sede de la facción dieron muerte a los seis embozados. Nadie sabía quién había ordenado el asalto. Según le dijeron, los hombres del prefecto urbano estaban investigando, aunque sin excesivo interés, como si no quisieran entrar demasiado a fondo en el asunto. Según ellos, era muy fácil contratar a un puñado de soldados para algo así; sería prácticamente imposible descubrirlo… hasta que se produjera un nuevo ataque. Vargos observó que los hombres de Carullus iban armados.
Crispin y el tribuno aún no habían llegado, le dijeron los soldados, pero estaban con los Azules, sanos y salvos. Habían pasado la noche con ellos. Las campanas repicaban. Vargos se dirigió solo a la pequeña capilla que había un poco más abajo en la misma calle y se concentró en su dios, rezando para que las almas de los dos soldados asesinados encontraran el amparo de la Luz.
El oficio ya había terminado y Vargos de los inicii, que había jurado lealtad a un artesano rhodiano por un acto de valor y compasión, que le había acompañado a Aldwood y que había conseguido salir con vida de allí, salió en busca de alguien que quería verle muerto. Los inicii eran enemigos de temer, y quienquiera que fuese ese alguien, se había propuesto matarlo.
No tenía ni idea de cómo podría identificarlo. Andaba con paso firme y decidido por el centro de la calle; se parecía muchísimo a su padre. La gente se apartaba al verle. Incluso un hombre montado en un asno se desvió bruscamente de su camino para dejarle pasar. Vargos ni siquiera se dio cuenta; estaba pensando.
La planificación nunca había sido lo suyo. No solía anticiparse a los hechos ni tomar la iniciativa, sino que se limitaba a reaccionar ante los sucesos según se presentaban. En Sauradia, en la Vía Imperial, no había mucho que planificar. Siempre era igual, acompañando a distintos viajeros de aquí para allá, siempre de un lado a otro. Se requería resistencia, ecuanimidad, fuerza, cierta habilidad con los carros y los animales, y capacidad de conservar una fe ciega en Jad.
De todas estas cualidades, quizá sólo la última le fuese de utilidad para desenmascarar a quien había contratado a aquellos mercenarios. A falta de una idea mejor, Vargos optó por encaminarse hacia el puerto y gastar unas cuantas monedas en algunas de las cauponae más sórdidas del lugar. Tal vez oyera algo, o alguien le ofreciera información. Los clientes de semejantes antros solían ser esclavos, sirvientes, aprendices y soldados. Un par de copas gratis siempre serían bien recibidas. Lógicamente, pensó en la más que probable peligrosidad de la empresa, pero ni por un instante se le ocurrió alterar su plan por esta causa.
Apenas tardó un par de horas en descubrir que Sarantium era muy parecida a las ciudades del norte o de la Vía Imperial al menos en un aspecto: en las tabernas, la gente no acostumbraba responder a las preguntas formuladas por extranjeros cuando el tema giraba en torno a la violencia y se pedía información.
En aquel horrendo distrito, nadie quería acusar a nadie, y Vargos no era lo bastante hábil con las palabras o lo suficientemente sutil para sonsacar algún dato sobre el incidente que había tenido lugar la noche anterior en la sede de los Azules aprovechando una charla casual. Todos parecían estar enterados —la entrada de soldados armados en la sede de una facción, donde perecieron, era un suceso destacado incluso en una ciudad jadita—, pero nadie estaba dispuesto a decir más de lo que todo el mundo sabía. Al intentar hurgar un poco más, Vargos sólo recibió miradas frías y silencio. Los seis soldados muertos eran de Calysium, formaban parte de las compañías que vigilaban la frontera basánida y estaban de permiso. Estuvieron bebiendo en la Ciudad durante varios días, gastando el dinero que les habían pagado, como solían hacer casi todos los soldados. La cuestión era averiguar quién les había contratado, y de eso nadie quería hablar.
Al rato, descubrió que los hombres del prefecto urbano ya estaban husmeando por el distrito, y empezó a sospechar que tampoco lograrían sacar demasiada información después de que alguien le tirara a propósito su jarra de cerveza en un bar de marineros. No temía enzarzarse en una pelea, pero si lo hacía no conseguiría nada. Pagó la cerveza y se marchó.
Fue en una callejuela estrecha y serpenteante que desembocaba en el mar y desde la que se divisaban los mástiles de los barcos balanceándose en la fuerte brisa donde recordó algo del campamento militar de Carullus y eso le dio una idea.
Más tarde, lo relataría a los demás como si en realidad esa idea no se le hubiese ocurrido, sino que la hubiera recibido, como si algo o alguien se la hubiera regalado de repente —¡asombroso!—, atribuyéndolo al dios y evocando los instantes vividos en un claro de Aldwood.
Preguntó una dirección a dos aprendices, soportó con paciencia su sonrisita al oír su acento y dio media vuelta, dirigiéndose hacia las murallas. Quedaba lejos, Sarantium era enorme, pero los muchachos no le habían mentido. Al fin, siguiendo sus indicaciones, Vargos vio el rótulo del lugar que andaba buscando, el Hostal del Correo. Era lógico que estuviese cerca de las Triples Murallas, pues era por donde llegaban los jinetes imperiales.
Hacía muchos años que oía hablar de esa posada. Numerosos correos le habían invitado a compartir con ellos una botella de vino, o tres si hacía falta, en aquel local si alguna vez visitaba la Ciudad. Siendo más joven, comprendió que una copa compartida con determinados jinetes casi siempre iba seguida de una escapada a las habitaciones de la planta superior para disfrutar de más intimidad, algo que nunca le había gustado. Con los años, las invitaciones perdieron aquel matiz y sólo sugerían que era un compañero útil y simpático para quienes se pasaban toda la santa vida soportando la dureza del camino.
Se detuvo en el umbral antes de entrar, sus ojos se fueron adaptando poco a poco a las contraventanas cerradas y a la penumbra. La primera parte de su nueva idea no había resultado especialmente complicada. Después de las infructuosas y desagradables experiencias de la mañana, era evidente que sus posibilidades de obtener información aumentarían si hablaba con alguien que le conociera que si seguía haciendo preguntas a un sinfín de tipos huraños en las inmediaciones del puerto. Con todo, debía admitir que tampoco él habría respondido a ninguna de aquellas preguntas, ni a los funcionarios del prefecto urbano ni a un inicii curioso nuevo en la Ciudad.
La segunda parte de la idea que algo o alguien le había concedido como un don en plena calle, era que allí podía encontrar a la persona que andaba buscando o conseguir información acerca de su identidad.
El Hostal del Correo tenía unas dimensiones considerables, pero a aquella hora no estaba lleno. Algunos hombres comían —un almuerzo tardío—, dispersos entre las mesas, solos o por parejas. El mesonero, detrás del mostrador, miró a Vargos y asintió cortésmente con la cabeza. Desde luego, no era una caupona; estaba muy lejos del puerto, en el otro extremo de la metrópoli, donde la civilización podía darse por supuesta, aunque siempre con la debida cautela.
—¡Dale por el culo a ese bárbaro! —dijo alguien desde las sombras—. ¿Qué cree que está haciendo aquí?
Vargos no pudo evitar un escalofrío. ¿Miedo? Sin duda, pero también algo más. En aquel instante sintió como si el otro mundo acabara de rozarle la piel, una magia prohibida, una primitiva oscuridad en medio de la Ciudad en un día claro y soleado.
Conocía aquella voz, la recordaba muy bien.
—Comprar algo de beber o de comer si lo desea, borracho de mierda. ¿Qué crees, que alguien podría preguntar qué haces aquí? —El mesonero miró a la figura oculta en la penumbra.
—¿Que qué estoy haciendo aquí? ¡Este ha sido mi hostal desde que ingresé en el Correo Imperial!
—Pero ahora ya no estás en el Correo Imperial. ¿Todavía no te has enterado de que te han echado a patadas? Y creo saber por qué. Así que cuida tu jodida lengua, Tilliticus.
Vargos jamás había destacado por su rapidez mental. Tenía que… masticar las cosas. Aun después de oír la voz y de confirmar sus presentimientos al oír el nombre, se dirigió al mostrador, pidió una copa de vino, le echó agua, pagó y tomó un sorbo antes de que todo empezara a encajar en su mente; aquella voz conocida se mezclaba con el recuerdo del campamento militar…
Ahora ya estaba bastante seguro.
—¿Pronobius Tilliticus? —preguntó sin alterarse.
—¡Sí…, que te jooodan! —respondió el hombre de la mesa del rincón.
Algunos clientes se habían vuelto para mirar al otro hombre, con una expresión de disgusto.
—Me acuerdo de ti —dijo Vargos—. De Sauradia. Eres un correo. Solía trabajar como sirviente de alquiler en los caminos.
Tilliticus soltó una carcajada. Era evidente que estaba borracho.
—Entonces hacíamos lo mismo. Yo también solía trabajar en los caminos, montado a caballo… o en una mujer. Cabalgando por los caminos. —Volvió a reír.
Vargos asintió. Ya veía con más claridad en la penumbra del local. Tilliticus estaba solo en la mesa, con dos botellas de vino y sin un plato de comida a la vista.
—¿Ya no eres correo?
Conocía la respuesta, además de algunas otras cosas. El Sagrado Jad le había enviado allí. O por lo menos, esperaba que así fuese.
—Despedido —dijo Tilliticus—. Hace cinco días. Sin más. ¿Quieres beber, bárbaro?
—Ya estoy haciéndolo —respondió Vargos. Sentía algo frío en sus entrañas, ¡ira!, pero de un tipo diferente de la que estaba acostumbrado—. ¿Por qué te despidieron? —Tenía que asegurarse.
—Me demoré en una entrega, ¡pero eso a nadie le importa!
—Pues todo el mundo lo sabe —intervino otro hombre con gravedad—. Podrías mencionar fraude en el hospicio, deshacerte de cartas y contagiar enfermedades, por citar algunas cosas.
—¡Vete a la mierda! —exclamó Pronobius Tilliticus—. Como si nunca te hubieses acostado con una puta sifilítica. Aunque nada de esto tendría importancia si el rhodiano catamita no hubiese… —Se interrumpió.
—Si el rhodiano no hubiese… ¿qué? —preguntó Vargos con calma.
Ahora tenía miedo, porque era realmente difícil comprender el motivo por el cual el dios lo había ayudado de esa forma, e intentó desesperadamente no pensar en ello, concentrándose en Aldwood, el zubir y el pájaro de cuero y metal que Crispin había llevado colgando del cuello y que había dejado atrás.
El hombre de la mesa del rincón no respondió. No importaba. Vargos salió a la calle, miró alrededor, entornando los ojos a causa del sol, y distinguió a uno de los funcionarios del prefecto urbano en el extremo de la calle, con su uniforme marrón y negro. Se dirigió hacia él y le contó que la persona que había contratado a quienes habían asesinado a tres hombres la noche anterior estaba sentado en el Hostal del Correo, en la mesa de la derecha según se entraba. Vargos se identificó y dijo dónde podían dar con él si le necesitaban. A continuación, observó que el funcionario se encaminaba hacia la taberna y entraba en ella. Luego, regresó a la posada.
De camino se detuvo en otra capilla, más grande, decorada con mármol y alguna que otra pintura, incluyendo los restos de un fresco detrás del altar de Heladikos en el cielo, desconchado casi por completo, y en la penumbra y la quietud reinante entre oficio y oficio rezó ante el disco y el altar para que le guiara y le hiciera salir del otro mundo al que parecía haber ido a parar.
No le rezó al zubir, por muchos y muy ancestrales que fuesen los poderes de su pueblo que representaba, aunque en su interior tenía una terrible consciencia de él, inmenso y negro como los bosques en los confines de su niñez.
Cuando Crispin bajó al salón, poco después del mediodía, Carullus aún estaba en la habitación, descansando, después de las heridas y la cura recibida. Tenía la cabeza embotada y se sentía confuso, desorientado, y no sólo a causa del vino que había bebido la noche anterior. A decir verdad, el vino era la última de sus aflicciones. A pesar del dolor de cabeza, intentaba ordenar las ideas acerca de algunas cosas que habían sucedido en los dos palacios, en el Santuario y más tarde en la calle, y luego llegar de una vez por todas a una conclusión sobre la mujer que había encontrado en su habitación al regresar a la posada. La imagen de Styliane Daleina, hermosa como un icono esmaltado, no hacía sino aumentar su inquietud.
Decidió hacer lo que habría hecho de haber estado en su casa: irse a los baños.
El hostalero, con una expresión comprensiva al advertir su ceño fruncido y su rostro sin afeitar, no dudó un instante en indicarle dónde estaban los baños públicos más próximos. Crispin miró alrededor buscando a Vargos, pero se había marchado muy temprano. Se encogió de hombros, malhumorado, y partió solo, con los ojos entornados a causa del hiriente brillo del sol otoñal.
En realidad, no fue solo. Obedeciendo una orden imperial impartida la noche anterior, le acompañaron dos soldados de Carullus con la espada envainada. A partir de ese momento dispondría de una escolta permanente. Alguien quería asesinarle. No se trataba ni del mosaiquista ni de la propia dama, si podía dar crédito a las palabras de Styliane. Lo curioso del caso es que sí le creía, pese a no tener ninguna buena razón para ello.
De camino, al pasar por delante de la fachada sin ventanas de un lugar sagrado de retiro espiritual para mujeres, pensó en Kasia, aunque también decidió olvidarse de ello. No era el día más apropiado para reflexionar sobre nada significativo. Con todo, era consciente de que la muchacha necesitaba ropa. Enviaría a uno de los soldados al mercado para que le comprara algo mientras él se bañaba. La primera sonrisa de la mañana asomó a sus labios al imaginarlo seleccionando ropa interior femenina. Sin embargo, se le ocurrió otra idea mejor y menos embarazosa para el pobre soldado. En los baños pidió papel y pluma, y envió un mensajero al Recinto Imperial con una nota dirigida a los eunucos del despacho del canciller. Los ingeniosos hombrecillos que le habían rasurado serían los más adecuados para elegir la ropa ideal para una joven recién llegada a la Ciudad. Crispin suplicó su inapreciable ayuda, adjuntando unas cuantas monedas para las compras.
Por la tarde, Kasia, que seguía dándole vueltas a lo que había acontecido de madrugada en la habitación de Crispin, recibió la visita de un grupo de alegres y perfumados eunucos del Recinto Imperial, que le pidieron que les acompañara para comprarle un vestuario apropiado para la vida en Sarantium. Eran divertidos y solícitos, y saltaba a la vista que se lo pasaban en grande discutiendo lo que resultaría más idóneo para ella, entre un sinfín de graciosos comentarios obscenos. Durante la inesperada escapada, Kasia no paró de reír y de ruborizarse por las observaciones de los atrevidos eunucos, que en ningún momento le preguntaron qué iba a ser de su vida en Sarantium, lo cual supuso un alivio, ya que no tenía ni idea.
En los baños, Crispin pidió un masaje con aceite, después del cual se sumergió en la relajante y aromática piscina de agua caliente. Había otros hombres charlando tranquilamente. El murmullo de las voces era como una canción de cuna. Le estaba entrando un profundo sueño. Para reanimarse, se sumergió en la piscina contigua, de agua fría, y acto seguido se envolvió en una sábana blanca, como una figura espectral, y se dirigió a la sala de vapor. Al abrir la puerta, vio a través de la neblina a una media docena de hombres ataviados como él y tumbados en bancos de mármol.
Alguien se retiró un poco, sin decir palabra, para dejarle sitio, otros gesticulaban vagamente, mientras el encargado de la sala, desnudo, vertía otra jícara de agua sobre las piedras calientes. Con un inconfundible chisporroteo, el vapor fue ascendiendo hasta llenar por completo la reducida estancia. Crispin se negó a aceptar la asociación de ideas con una mañana de niebla en Sauradia y se apoyó contra la pared, cerrando los ojos.
En torno a él, la conversación era esporádica y desganada. Nadie hablaba con demasiada energía en una atmósfera tan calurosa, y le resultó muy fácil aislarse del mundo, con los ojos cerrados, y sumirse en sus ensoñaciones. De vez en cuando, oía levantarse a alguien, y otros entraban y salían; al abrirse la puerta, notaba una breve corriente de aire más frío, y luego volvía el calor. Tenía el cuerpo resbaladizo de sudor, laxo y aletargado en una indolente calma. Los baños públicos como aquéllos, concluyó, figuraban entre los grandes avances de la civilización moderna.
De hecho, pensó medio adormilado, la neblina que lo rodeaba no tenía nada en común con la niebla helada y espectral de la distante y agreste Sauradia. Volvió a oír el silbido del vapor cuando el sirviente vertió más agua, y sonrió para sí. Estaba en Sarantium, el ojo del mundo, y una buena parte de su futuro acababa de empezar.
—Estoy muy interesado en conocer tus puntos de vista sobre la indivisibilidad de la naturaleza de Jad —murmuró alguien. Crispin no abrió los ojos. Ya había oído hablar de aquello. Se decía que a los sarantinos les apasionaban tres cosas: las carreras de cuadrigas, la danza y el teatro, y el debate religioso. «Los comerciantes de fruta te sermonearán sobre las implicaciones de un Jad con barba o sin ella —le había advertido Carullus—; los vendedores de sándalo te expondrán opiniones firmes y aguerridas acerca del último pronunciamiento patriarcal sobre Heladikos; y hasta las rameras, antes de desnudarse, querrán saber tu punto de vista sobre el rango de los iconos de las Víctimas Benditas».
De ahí que no le sorprendiese oír esa clase de discursos en boca de tan eruditos varones en la sala de vapor. Lo que sí le sorprendió fue notar que le daban unos golpecitos en el tobillo con un pie al tiempo que una voz decía:
—No es aconsejable quedarse dormido tomando baños de vapor.
Crispin abrió los ojos.
Sólo había otra persona en la estancia brumosa. La frase iba dirigida a él.
Quien la había pronunciado estaba sentado medio envuelto en una sábana y le miraba con unos ojos intensamente azules. El cabello era de un dorado radiante, su rostro parecía cincelado, y su robusto cuerpo estaba cubierto de cicatrices. Se trataba, ni más ni menos, que del estratega supremo del Imperio.
Crispin se incorporó con rapidez.
—¡Mi señor! —exclamó.
—Una buena oportunidad para charlar —dijo Leontes con una sonrisa, secándose el sudor de la frente con un extremo de la sábana.
—¿Es una coincidencia? —preguntó Crispin con cautela.
El estratega soltó una carcajada.
—Casi. La Ciudad es lo bastante grande para considerarlo así. Pensé que sería un buen momento para conocer tu opinión sobre algunas cuestiones de interés.
Su forma de hablar era extremadamente cortés. Sus soldados le idolatraban, le había dicho Carullus. Morirían por él; de hecho habían muerto por él en los campos de batalla de los desiertos de Majriti, al oeste, y de Karch y Moskav, al norte.
No había arrogancia alguna en su actitud. A diferencia de su esposa. Aun así, aquel encuentro no parecía para nada casual. Momentos antes, había un mínimo de seis personas y el esclavo encargado del mantenimiento de la sala…
—¿Cuestiones de interés? ¿Os referís tal vez a mi opinión acerca de los antae y su disponibilidad para ser invadidos? —Sabía que estaba siendo demasiado directo y probablemente poco prudente. Por otro lado, en Varena todo el mundo le conocía a la perfección, y ya iba siendo hora de que en Sarantium también empezaran a saber cómo era.
Leontes parecía desconcertado.
—¿Por qué tendría que preguntarte esto? ¿Acaso posees formación militar?
Crispin meneó la cabeza.
El estratega le miraba fijamente.
—¿Conoces las murallas de la ciudad, los recursos de agua, las condiciones de los caminos, y los senderos a través de las montañas? ¿Qué comandantes suelen desviarse del despliegue habitual de sus fuerzas? ¿Cuántas flechas llevan los arqueros en el carcaj? ¿Quién capitanea su flota este año y qué sabe de puertos? —Leontes sonrió. Su expresión era abierta y sincera—. No se me ocurriría de qué forma me podrías ayudar aunque desearas hacerlo, aun en el caso de que planeásemos una invasión. No, no, debo confesar que estoy mucho más interesado en tu fe y en tus puntos de vista sobre las imágenes del dios.
Un recuerdo, como una llave en una cerradura. La irritación dio paso a algo más.
—¿Debo suponer entonces que las desaprobáis? —inquirió Crispin.
El atractivo y varonil rostro de Leontes no mostraba malicia alguna.
—Así es. Comparto la creencia de que representar al Sagrado en imágenes equivale a menoscabar su pureza.
—¿Y qué opináis de quienes honran y rinden culto a tales imágenes? —Crispin conocía la respuesta. Ya había discutido el tema en otra ocasión, aunque sin sudar bajo los efectos del vapor y con alguien muy diferente al estratega.
Leontes respondió:
—Que es idolatría, por supuesto —respondió Leontes—. Otra versión del paganismo. Y tú, ¿qué crees?
—Los seres humanos necesitan una senda hacia su dios —repuso Crispin sin alterarse—, aunque debo admitir que prefiero mantener mis opiniones para mí mismo sobre estos asuntos. —Forzó una sonrisa—. La reticencia en las cuestiones de fe es poco corriente en Sarantium. Mi señor, bien sabéis que estoy aquí a instancias del emperador y que me esforzaré para satisfacerle con mi trabajo.
—¿Y a los patriarcas? ¿También les satisfará?
—Uno siempre espera la aprobación de quienes son sus superiores —murmuró Crispin. Pasó una punta de la sábana por su rostro goteante. A través del vapor, le pareció adivinar un parpadeo en la mirada azul y una leve mueca en la boca. Afortunadamente, Leontes no carecía de sentido del humor, lo cual era un alivio, si es que se podía llamar así. No había perdido de vista ni por un solo instante que no había nadie más con ellos, que su esposa había estado en su dormitorio aquella misma mañana y que había dicho… lo que había dicho. Desde luego, pensó, no daba la impresión de ser el más predecible de los encuentros.
Esbozó otra sonrisa.
—Si me juzgáis un interlocutor inapropiado sobre temas militares, y salta a la vista que lo soy, ¿qué os hace pensar que deberíamos discutir mi trabajo en el Santuario? ¿Tesserae y diseños? ¿Qué sabéis vos o creéis saber del teñido del cristal? ¿Y de su corte? ¿Qué habéis decidido sobre los métodos de angulación de las tesserae en el mortero o de la composición y las capas de la propia lechada? ¿Tenéis opiniones fundadas acerca del uso de piedras lisas para la piel de las figuras humanas?
Leontes le miraba con gravedad, sin expresión. Crispin hizo una pausa y añadió:
—Ambos tenemos nuestras áreas de actividad, mi señor. La vuestra es bastante más importante, diría yo, pero la mía… dura más tiempo. Si me hacéis el honor, creo que sería mejor que conversáramos de otras cuestiones. ¿Estuvisteis ayer en el Hipódromo?
El estratega se acomodó en el banco; llevaba la sábana enrollada alrededor de las caderas. Una cicatriz discurría en diagonal desde la clavícula hasta la cintura. Se inclinó hacia adelante y vertió el contenido de otra jícara de agua sobre las piedras. El vapor llenó la sala durante unos instantes.
—Siroes no tuvo ningún problema en hablarnos de sus diseños e intenciones —señaló Leontes.
Hablarnos, pensó Crispin.
—Si no me han informado mal, vuestra esposa era su mecenas —dijo—, y según creo hizo algunos trabajos en vuestra casa.
—Sí, un mosaico en las cámaras nupciales. Árboles, flores, un ciervo abrevando en un arroyo, jabalíes y perros de caza, y otras cosas por el estilo. Como es natural, no tengo el menor reparo con esta clase de imágenes. —Parecía hablar en serio.
—Por supuesto. Un trabajo exquisito, estoy seguro —dijo Crispin en un tono afable.
Se produjo un breve silencio.
—En realidad, no lo sé —repuso Leontes—. Imagino que será competente en su oficio —Esbozó una breve sonrisa—. Como bien has dicho, no podría juzgarlo, al igual que tú no podrías valorar las tácticas de un general.
—Dormís en la habitación —dijo Crispin, abandonando su propio argumento con una innegable perversidad—. Lo veis cada noche.
—Algunas noches —apuntó Leontes—. No presto mucha atención a las flores de la pared.
—En cambio, el dios del santuario os preocupa lo suficiente para arreglar este encuentro.
El estratega asintió.
—Eso es diferente. ¿Tienes pensado plasmar una imagen de Jad en el techo?
—En el techo no, en la cúpula. Sospecho que eso es precisamente lo que se espera de mí, mi señor. A menos que el emperador… o los patriarcas, como decís, me indiquen lo contrario, creo que tendré que hacerlo.
—¿No temes cometer herejía?
—He representado al dios desde que era un aprendiz, mi señor. Si ha dejado de ser una cuestión de debate para convertirse en una auténtica herejía, nadie me ha informado del cambio. ¿Acaso el ejército se ocupa ahora de dar forma a la doctrina clerical? En tal caso, quizá deberíamos discutir cómo abatir las murallas enemigas entonando Invocaciones de Jad o lanzar Santones con las catapultas.
Al parecer, había ido demasiado lejos. La expresión de Leontes se ensombreció.
—Eres un impertinente, rhodiano.
—Sólo estoy sugiriendo que el tema que habéis elegido es un tanto intrusivo, mi señor. No soy sarantino, sino un rhodiano ciudadano de Batiara invitado como huésped del Imperio.
Inesperadamente, Leontes volvió a sonreír.
—Es cierto, perdóname. Anoche hiciste una entrada espectacular en la corte. Debo confesar que me sentía más cómodo acerca de las decoraciones proyectadas sabiendo que sería Siroes el encargado de realizarlas y que mi esposa conocía a fondo sus conceptos. Tenía previsto hacer un diseño que no incorporaba la imagen de Jad.
—Ya veo —repuso Crispin con calma.
Leontes vaciló.
—Me tomo los asuntos de la fe muy a pecho.
A Crispin se le había pasado el enojo.
—Es muy prudente por vuestra parte, mi señor. Todos somos niños del dios, y cada cual a su manera debe honrarle. —De pronto se sintió fatigado. Lo que había ido a hacer a Oriente no era del agrado de todos. Intentó refugiarse en la importancia del trabajo que le habían encomendado. En Sarantium, las enmarañadas complejidades mundanas parecían extremadamente envolventes.
Leontes se apoyó en la pared sin responder. Poco después, se puso en pie y llamó a la puerta. Alguien la abrió, penetrando otra corriente de aire frío, y luego volvió a cerrarla. Sólo había un hombre esperando para entrar. Pasó por delante del estratega, renqueando de un pie, y se sentó frente a Crispin.
—¿No está el encargado? —gruñó.
—Ha salido un momento para refrescarse —respondió Leontes en tono de cortesía—. Volverá enseguida, y si no es él, será otro. ¿Queréis que vierta un poco de agua?
—Sí, gracias —contestó el cliente con indiferencia.
Era evidente, pensó Crispin, que no tenía la menor idea de quién se había ofrecido voluntario para hacer las veces de sirviente de los baños públicos. Leontes cogió la jícara, la llenó en la artesa y echó el agua sobre las piedras calientes. Luego, repitió la operación. El vapor crepitó. Una ola de calor húmedo se abatió sobre Crispin como algo tangible, espeso al respirar y borroso al mirar.
—¿Un segundo empleo? —preguntó al estratega con sarcasmo.
Leontes se echó a reír.
—Menos peligroso, aunque también menos reconfortante. Ya es hora de marcharme. Espero que algún día vengas a cenar a mi casa. Mi mujer estaría encantada de conversar contigo. Colecciona… gente inteligente.
—Nunca he formado parte de semejante colección —murmuró Crispin.
El otro hombre permanecía sentado, en silencio, ignorándoles por completo, bien envuelto en la sábana. Leontes le dirigió una breve mirada y se levantó. En aquella pequeña sala aún parecía más alto que en el palacio la noche anterior. En su espalda musculosa Crispin observó más cicatrices. Al llegar a la puerta, se volvió.
—Las armas están prohibidas aquí —dijo con gravedad—. Si escondes el acero debajo del pie, sólo habrás cometido un delito menor; de lo contrario, el Imperio te condenará a perder una mano, o a algo peor si lo intentas en mi presencia.
Crispin parpadeó. Luego, se movió con agilidad felina.
Tenía que hacerlo. El hombre del otro banco se había inclinado dando un gruñido y había sacado un cuchillo fino como el papel que ocultaba debajo de la planta del pie izquierdo. Lo empuñó con destreza, con el dorso de la mano hacia arriba, y se abalanzó sobre Crispin.
Leontes permaneció inmóvil junto a la puerta, observando el suceso con interés distante.
Crispin se hizo a un lado y tiró con fuerza de la sábana que le caía sobre los hombros para atrapar la daga. El atacante soltó una maldición. Desplazó el cuchillo hacia arriba, entre la tela, intentando liberarse, pero Crispin dio un salto, envolviéndole el brazo y el torso con su sábana. Sin pensarlo dos peces —no tenía tiempo para ello—, pero con una furia extraordinaria, le propinó un fuerte codazo en un lado de la cabeza. Oyó un gemido. La hoja cayó al suelo. Crispin giró en redondo para tomar impulso y dio un tremendo puñetazo en el rostro de su agresor. Sintió un intenso dolor en la mano al tiempo que a éste le saltaban varios dientes.
El otro hombre cayó de rodillas, tosiendo. Antes de que pudiera recuperar el cuchillo, Crispin le dio dos patadas en las costillas y, luego, cuando se derrumbó de costado, otra más en la cabeza. Quedó tendido en el suelo, sin moverse.
Desnudo y casi sin aliento, Crispin se sentó pesadamente en el banco de mármol. Chorreaba sudor. Cerró los ojos y volvió a abrirlos. El corazón le latía salvajemente. Miró a Leontes, que seguía junto a la puerta.
—Muchas gracias por la ayuda —balbuceó. Tenía la mano izquierda muy hinchada. Luego, miró a su atacante a través de los remolinos de vapor.
Leontes sonrió. Un ligero brillo de sudor cubría su magnífico cuerpo.
—Es muy importante para un hombre saber defenderse, y todo un orgullo saber que se es capaz de hacerlo. ¿No te sientes mejor después de haberle vencido tú solo?
Crispin hizo un esfuerzo por controlar su respiración y meneó la cabeza con irritación. El sudor le entraba en los ojos. Había un charco de sangre en las losas del suelo que empapaba la sábana blanca en la que permanecía enredado su atacante.
—Pues deberías —añadió el estratega—. Es fundamental ser capaz de proteger la propia integridad física y la de los seres queridos.
—¡Que os jodan! —gruñó Crispin, perdiendo todo el respeto a Leontes—. Decídselo a los parientes de los que han muerto de peste. —Estaba exasperado, había perdido el control de sí mismo, aunque hacía lo indecible por no pasarse de la raya y no cometer un error que podía pagar muy caro.
—¡Dios mío!, no puedes hablarme así —dijo el estratega con asombrosa gentileza—. Sabes perfectamente quién soy. Además, te he invitado a mi casa… —agregó, dando a entender que lo consideraba un simple desliz. Había resultado cómico, pensó Crispin, de no haber estado tan a punto de vomitar, mientras la sangre del desconocido continuaba empapando la sábana a sus pies.
—¿Qué vais a hacerme? —masculló entre dientes Crispin—. ¿Asesinarme con otro cuchillo oculto? ¿Enviar a vuestra esposa para que me envenene?
Leontes sonrió con benevolencia.
—No tengo ninguna razón para matarte, y la reputación de Styliane es mucho peor que su carácter. Ya lo descubrirás cuando vengas a cenar. Entretanto, será mejor que salgas de esta sala y te reconfortes con la idea de que tu agresor revelará el nombre de quien le ha contratado. Mis hombres le conducirán a las dependencias del prefecto urbano. Los métodos que utilizan para obtener información son infalibles. Acabas de resolver el misterio de anoche, artesano…, al módico precio de una mano lesionada. Tendrías que sentirte satisfecho.
Que te jodan, estuvo a punto de repetir Crispin. «El misterio de anoche». Al parecer, todo el mundo estaba enterado. Miró al corpulento comandante de los ejércitos sarantinos. Los ojos azules de Leontes se cruzaron con los suyos a través de la neblina.
—¿Es éste vuestro concepto de satisfacción? —preguntó con amargura—. ¿Dejar sin sentido a alguien, asesinarle? ¿Es así como un hombre justifica una plaza en la creación de Jad?
El estratega guardó silenció durante unos instantes.
—No le has asesinado. La creación de Jad es un lugar peligroso y frágil para los mortales, artesano. Dime, ¿cuánto duró la gloria de Rhodias al ser incapaz de defenderse de los antae?
Crispin sabía que había quedado reducida a escombros. Había visto los mosaicos arruinados por el fuego, los mismos que en otro tiempo todo el mundo había honrado y ensalzado.
Sin perder su tono cordial, Leontes añadió:
—Sería una criatura muy desdichada si sólo supiera valorar la guerra y el derramamiento de sangre. En efecto, es la vida que he elegido y desearía que mi nombre se recordara con orgullo, pero también considero honrado al hombre que sirve a su ciudad, a su emperador y a su dios educando a sus hijos y procurando que su esposa cumpla también con estos deberes.
Crispin pensó en Styliane Daleina. «Me acuesto con quien me lo dicta el deseo, no la necesidad», le había dicho por la mañana en su habitación. Apartó aquella idea de su mente y dijo:
—¿Y la belleza? Es decir, todo lo que nos diferencia de los inicii con sus sacrificios o de los karchitas bebiendo sangre de oso e hiriéndose adrede el rostro. ¿O acaso sólo son las armas y las tácticas lo que nos diferencia de ellos? —A decir verdad, se sentía demasiado magullado como para volver a enfadarse. Detrás del nombre de los mosaiquistas, pensó, de todos los artesanos en realidad, nunca quedaba nada, ni orgullo ni deshonor. ¡Nada! Eso estaba reservado para quienes blandían espadas o hachas capaces de separar de un solo golpe la cabeza del cuerpo de un hombre. Deseaba decirlo, pero se lo calló.
—La belleza es un lujo, rhodiano. Necesita paredes, y… sí, mejores armas y tácticas. Lo que tú haces depende de lo que yo hago. —Tras una pausa, Leontes prosiguió—: O de lo que acabas de hacerle a este hombre que habría podido asesinarte. ¿Qué clase de mosaicos crearías si ahora yacieras muerto en el suelo? ¿Qué obras de Sarantium permanecerían intactas si Robazes, comandante de los ejércitos basánidas, nos conquistara para su rey de reyes? ¿Y si lo hicieran las tribus septentrionales, bajo los efectos salvajes de la sangre de oso, o cualquier otra fuerza, fe o enemigo que todavía desconocemos? —Leontes volvió a secarse el sudor de los ojos—. Para conservar aquello que construimos, incluyendo el Santuario del emperador, debemos defenderlo.
Crispin le miró.
—Por lo que he oído, hace siglos que los soldados no reciben su paga a causa del Santuario. ¿Creéis que las prostitutas del Imperio se morirán de hambre? —preguntó amargamente.
El estratega frunció el ceño.
—Debo irme —dijo—. Mis guardias se encargarán de este sujeto —dijo, y añadió—: Si la peste se llevó a alguien de tu familia, lo lamento. Al final, el hombre siempre acaba sobreponiéndose a sus pérdidas.
Abrió la puerta y se marchó antes de que Crispin pudiera responder.
Poco después, Crispin salió de los baños. Los sirvientes se estremecieron al ver la hinchazón de su mano e insistieron en que la mantuviera sumergida mientras avisaban al médico. Éste, tras asegurarse de que no había nada roto, le recetó una sangría en el muslo derecho para evitar la acumulación de sangre alrededor de la contusión, pero Crispin se negó. Entonces, el doctor, quejándose de la ignorancia de algunos pacientes, le prescribió una pócima de hierbas con vino para el dolor. Crispin le pagó por sus servicios.
Más tarde, decidió que tampoco tomaría aquel brebaje. Se sentó en el salón de los baños públicos y se dispuso a dar buena cuenta de una botella de vino blanco. Reflexionando, llegó a la conclusión de que no tenía la menor posibilidad de desentrañar lo que realmente había sucedido. El dolor era constante, pero soportable. Como le había prometido Leontes, su guardia personal ya había retirado al hombre al que había golpeado con tanta saña. Los dos soldados de Carullus palidecieron al enterarse de lo ocurrido, pero poco habrían podido hacer a menos que le hubieran seguido de piscina en piscina, hasta la sala de vapor.
De hecho, no se sentía nada mal, tuvo que admitir Crispin. Experimentaba un innegable alivio tras haber sobrevivido a otro ataque y ante la probabilidad de que el agresor revelara quién había ordenado aquellos asaltos asesinos. Incluso era cierto, aunque no le gustaba reconocerlo, que habérselas arreglado por sí solo le había proporcionado una considerable dosis de satisfacción.
Se frotó un par de veces la barbilla, abstraído, y llegó a una conclusión. Preguntó a un sirviente y, con la copa de vino en la mano, se dirigió estoicamente a una estancia contigua, esperando en un banco mientras atendían a otros dos hombres. Luego, se arrellanó con una expresión de desánimo en el taburete del barbero para que le afeitara.
La sábana perfumada atada alrededor del cuello parecía la soga de un estrangulador. ¡Y cada día iba a tener que pasar por aquel calvario! Era muy probable, decidió Crispin, que algún barbero en la Ciudad le rebanara el gaznate inadvertidamente, mientras deleitaba a los demás clientes con alguna anécdota. Quienquiera que hubiese contratado a aquellos asesinos a sueldo estaba dilapidando su dinero; el azar lo haría por él… ¡y gratis! Rezaba para que el barbero no experimentase una súbita afluencia de ingenio con la hoja en la mano. Cerró los ojos.
Por fortuna, su mordacidad no pasó de la mediocridad. Abrió de nuevo los ojos justo a tiempo para impedir que le aplicase perfume. Se sentía extrañamente revitalizado, despejado, listo para abordar el trabajo en su cúpula del Santuario. Porque a decir verdad, en lo más profundo de su ser sentía que aquella cúpula ya le pertenecía. Recordaba que Styliane Daleina le había hecho una advertencia, pero ¿qué artesano que se preciara tomaría en consideración semejante cautela?
Necesitaba ver de nuevo el Santuario, y decidió ir antes de regresar a la posada. Se preguntaba si Artibasos estaría allí, aunque sospechaba que sí. A fin de cuentas, vivía prácticamente en su edificio, había dicho el emperador. Crispin pensó que quizá también él acabara haciendo lo mismo. Tenía ganas de hablar con el arquitecto acerca de los morteros para sus mosaicos. Asimismo, debería familiarizarse con los cristales sarantinos y, luego, debería evaluar y casi con toda probabilidad reestructurar el equipo de artesanos y aprendices que había reunido Siroes. Tendría que aprender los protocolos gremiales de la Ciudad. Por otro lado, ya iba siendo hora de que empezase los esbozos. De nada servía tener un montón de ideas en la cabeza si nadie podía verlas. Necesitaría la aprobación del emperador. Había decidido no incluir algunas cosas en los dibujos. Nadie tenía por qué conocer a fondo todas sus ideas.
Había muchísimo que hacer. Al fin y a la postre, se encontraba allí por una razón. Flexionó la mano. Estaba hinchada, pero no le impediría trabajar. Dio gracias a Jad por haber usado instintivamente el puño izquierdo, ya que para él la mano derecha era su vida.
Al salir, se detuvo en el mostrador de mármol del vestíbulo y preguntó al empleado si podía indicarle una dirección que le habían dado hacía mucho tiempo. Resultó estar cerca de allí. Por alguna razón se lo había imaginado. Era un buen vecindario.
Le haría una visita. Era mejor hacerlo antes de que el trabajo empezara a consumirle como de costumbre, se dijo. Frotándose el suave mentón, salió de los baños públicos al atardecer.
Seguido de los dos soldados, Caius Crispus se encaminó hacia la casa cuyas señas Zoticus había anotado en un pedazo de pergamino en una granja próxima a Varena. Por fin, tras cruzar una bonita plaza y enfilar una calle ancha con casas de piedra bien construidas a los lados, subió los escalones de un pórtico cubierto y llamó a la puerta con la mano buena.
No había pensado en lo que iba a decir. La situación quizá resultase un poco embarazosa. Mientras esperaba a que acudiera algún sirviente, Crispin miró alrededor. Sobre un plinto, junto a la puerta, había un busto de la Víctima Bendita Eladia, guardiana de las doncellas. Habida cuenta de lo que había oído decir, la ironía era evidente. La calle estaba tranquila; exceptuando un muchacho que cepillaba una yegua cerca de allí, ellos tres eran las personas a la vista. Las viviendas parecían bien cuidadas, confortables y prósperas. Había antorchas encendidas en las fachadas y los pórticos, lo que aseguraba la iluminación después del ocaso.
En medio de aquellos magníficos muros era posible adivinar una vida infinitamente más sosegada en Sarantium que las violentas complejidades que había descubierto hasta el momento. Se imaginó pintando frescos en delicadísimos tonos en estancias proporcionadas, rodeado de marfil, alabastro, taburetes de madera, cómodas y bancos bellamente torneados, buen vino, velas en candelabros de plata, tal vez algún valioso manuscrito antiguo para leer junto al fuego en invierno o en un patio, entre flores estivales y el zumbido de las abejas. Una vida civilizada en la ciudad que era el centro del mundo, detrás de sus Triples Murallas y resguardada por el mar. Los negros bosques de Sauradia parecían infinitamente lejanos.
La puerta se abrió.
Se volvió, dispuesto a dar su nombre y ser anunciado, y en el umbral vio la esbelta figura de una muchacha vestida de carmesí cuyo cabello era tan negro como sus ojos. Tuvo el tiempo suficiente para darse cuenta de ello, y también de que no era una esclava antes de que ella soltara un gritito ahogado y se echara en sus brazos, besándole con desmedida pasión y acariciándole el pelo. Antes de que pudiera reaccionar de algún modo coherente, y mientras los dos soldados les observaban pasmados, le acercó los labios al oído. Crispin notó su lengua y después le susurró con fiereza:
—¡Por el nombre de Jad, finge que somos amantes, te lo ruego! ¡Te juro que no te arrepentirás!
Pero ¿qué estás haciendo?
Crispin oyó una voz asombrosamente familiar, aunque ilocalizable. Su corazón empezó a acelerarse. Jadeó. A continuación, los labios de la mujer sellaron de nuevo los suyos. Accediendo a su súplica o de forma involuntaria, no podría asegurarlo, la mano sana de Crispin se deslizó hasta su cintura, sujetándola, mientras ella le besaba como si fuera un viejo amor perdido y de pronto recuperado.
¡Oh, no!, oyó en su interior. Era una voz terriblemente conocida, pero en un tono nuevo y lúgubre. ¡No, no, no! ¡Nunca dará resultado! Le apalearán o le asesinarán, quienquiera que sea.
En aquel preciso instante, alguien de pie en el recibidor de la casa, detrás de la muchacha que Crispin tenía en sus brazos, se aclaró la garganta.
La muchacha se apartó de él simulando una angustiosa renuencia, y al hacerlo, Crispin recibió un segundo impacto. Conocía aquel perfume…, pero ya era demasiado tarde. Sólo una mujer en la Ciudad estaba autorizada a usarlo. Y aquella mujer no era, evidentemente, la emperatriz Alixiana.
A menos que se hubiese equivocado de dirección, se trataba de Shirin de los Verdes, su primera bailarina, el venerado objeto del deseo de, por lo menos, un joven aristócrata al que Crispin había conocido ayer en una taberna, y muy probablemente de otros muchos hombres, jóvenes o no. Por lo demás, era la hija de Zoticus de Varena.
Y la voz interior ansiosa y quejumbrosa que acababa de oír dos veces había sido la de Linón.
A Crispin le entró de nuevo una repentina e intensa jaqueca, y lamentó el haberse marchado de los baños, de la posada e incluso de su casa.
La muchacha retrocedió unos pasos alargando la mano, como si no quisiera separarse de él, y se volvió hacia el hombre que había tosido.
Siguiendo su mirada, abrumado por demasiadas cosas al mismo tiempo, Crispin tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a reír como un niño o un estúpido.
—¡Vaya! —exclamó la muchacha, llevándose una mano a la boca y fingiendo asombro—. ¡No sabía que estabas ahí! Perdóname, querido amigo, pero no he podido contenerme. ¿Sabes? Es…
—Tu poder de seducción me ha dejado boquiabierto, rhodiano —dijo Pertennius de Eubulus, secretario del estratega supremo, a quien Crispin acababa de ver disiparse entre el vapor, y el que había entregado una perla a la emperatriz la noche anterior.
Pertennius vestía muy elegante, con una túnica de lino azul, bordada en plata, una capa azul oscuro y un gorro a juego. El rostro del secretario, alargado y rematado con una prominente nariz, estaba pálido. Por otro lado, lo cual no era de extrañar dadas las circunstancias, su expresión no parecía especialmente cordial después de la escena que había presenciado en el umbral de la casa.
—¿Os… conocéis? —preguntó Shirin con incertidumbre. Crispin advirtió, mientras hacía esfuerzos por contener la risa, que también había palidecido.
—El artesano rhodiano fue presentado en la corte anoche —anunció Pertennius—. Acaba de llegar a la Ciudad —añadió con retintín.
La muchacha se mordió el labio inferior.
¡Te lo advertí! ¡Te lo advertí! Te mereces todo lo que te pasa, dijo la voz que en otro tiempo había pertenecido a Linón. Sonaba distante, aunque Crispin podía oírla en su mente igual que antes.
Pero no le hablaba a él.
Procuró no pensar en las consecuencias de aquel suceso y, mirando a la hija del alquimista, sintió lástima de ella. Desde luego, no había forma humana de que siguieran pretendiendo ser amantes, ni siquiera amigos íntimos, pero…
—Debo admitir que no esperaba una bienvenida tan efusiva —confesó—. Debes querer muchísimo a tu padre, Shirin —añadió con una sonrisa, dándole tiempo para que ella captara su intención—. Buenos días, secretario. Según parece, frecuentamos las mismas puertas. Curioso. Acabo de echar una ojeada en los baños públicos por si os encontraba. Deseaba compartir con vos una copa de vino. Estuve hablando con el estratega, que me honró con su compañía. ¿Estáis bien después de vuestras correrías de anoche?
Pertennius lo miró boquiabierto. No había la menor duda de que cortejaba a aquella dama, lo cual habría sido igualmente evidente aunque en La Spina el joven partidario de los Verdes no se lo hubiese comentado.
—¿El estratega…? —Pertennius estaba perplejo—. ¿Su padre…?
—¡Sí, mi padre! —repuso Shirin.
—En efecto, su padre —confirmó Crispin—. Zoticus de Varena, del que traigo noticias y consejos, tal y como le prometí a Shirin en el mensaje que precedió a mi llegada a la Ciudad. —Sonrió al secretario con insulsa afabilidad y se volvió hacia la mujer, que le miraba con genuino asombro—. Confío en no haber interrumpido una cita.
—¡Oh, no! —se apresuró a decir ella, ruborizándose un poco—. ¡Qué va! Pertennius pasaba casualmente por este distrito y me ha… honrado con su visita. —Shirin había captado la onda al instante, advirtió Crispin—. Estaba a punto de decírselo cuando oímos que llamabas a la puerta, y fue tal mi excitación que…
La sonrisa de Crispin era de lo más comprensiva.
—Me recibiste con un saludo inolvidable. No me importaría regresar andando a Varena y volver a Sarantium con nuevas noticias de Zoticus con tal de poder repetirlo.
Shirin se ruborizó. Al fin y al cabo, se merecía que la abochornase, se dijo Crispin, que estaba gozando con aquella divertidísima situación.
No mereces tanta buena suerte, oyó en su interior, y luego, tras una pausa: No, no pienso callarme. Ya te advertí que no intentaras algo tan ridículo…
La voz interior guardó silencio.
Crispin sabía muy bien cuál era la causa de aquel fenómeno; él mismo lo había puesto en práctica varias veces durante el camino. De lo que no tenía ni idea era de por qué estaba sucediendo justamente en ese momento. Era incapaz de oír la voz.
—¿Eres rhodiana? —La expresión de Pertennius, observando a la esbelta muchacha, revelaba una ávida curiosidad—. No lo sabía.
—Parcialmente rhodiana —repuso Shirin, recuperando la compostura. Crispin recordó que todo era más fácil cuando el gorrión cerraba el pico—. Mi padre es de Batiara.
—¿Y tu madre? —preguntó el secretario.
Shirin sonrió y echó la cabeza hacia atrás.
—Vamos, escriba, ¿acaso queréis conocer todos los misterios de una mujer? —Su mirada de reojo estaba llena de embrujo. Pertennius tragó saliva y se aclaró la garganta una vez más. Lógicamente, la respuesta era «sí», pero habría sido un atrevimiento excesivo por su parte, pensó Crispin, que también prefirió guardar silencio, echando una rápida ojeada al pórtico de la casa. No había ningún pájaro a la vista.
La hija de Zoticus le cogió por el codo, un método mucho más formal en esta ocasión, y juntos dieron unos pasos hacia el interior de la casa.
—Pertennius, querido amigo, ¿me permitirás hacer los honores a este hombre? Hace ya tanto tiempo que no hablo con alguien que ha visto a mi amado padre. —Soltó a Crispin y, volviéndose, asió al secretario por el brazo con la misma firmeza, acompañándole en la otra dirección, hacia la puerta, que seguía abierta—. Habéis sido muy amable al venir con la única intención de aseguraros de que los excesos de Dykania no me habían fatigado en exceso. Sois un amigo extraordinariamente solícito. Me siento muy afortunada de contar con varones tan poderosos como vos que se interesan por mi salud.
—No tan poderosos —dijo el secretario, con un ligero gesto de desaprobación—, pero sí, es cierto, me interesa muchísimo tu bienestar, mi querida niña.
Shirin le soltó el brazo. Pertennius parecía dispuesto a entretenerse todavía durante un rato; miró a la muchacha y luego a Crispin, que estaba de pie con las manos entrelazadas y una sincera sonrisa en los labios.
—Por cierto, rhodiano —añadió—, tenemos que cenar juntos un día de éstos.
—Será un placer. —Crispin asintió con entusiasmo—. ¡Leontes me ha hablado muy bien de vos!
Pertennius vaciló por un instante, frunciendo el ceño. Parecía tener muchas preguntas que hacerle, pero se inclinó ante Shirin y salió al pórtico. La muchacha cerró la puerta con suavidad y se apoyó contra ella, dando la espalda a Crispin. Los dos permanecieron en silencio. Poco después, oyeron un cascabeleo de arnés procedente de la calle y el sonido apagado de Pertennius que partía montado en su yegua.
—¡Oh, Jad! —exclamó la hija de Zoticus, sin volverse—. ¿Qué pensarás de mí…?
—Pues la verdad es que no estoy muy seguro —respondió Crispin con cautela—. ¿Qué debería pensar? ¿Qué tienes una forma muy cordial de dar la bienvenida? Dicen que las bailarinas de Sarantium son peligrosas e inmorales.
Ella se volvió al oír aquellas palabras, apoyando la espalda contra la puerta.
—Yo no. A muchos les gustaría que lo fuese, pero no lo soy. —No iba maquillada ni lucía adorno alguno. Su melena negra era bastante corta. Parecía muy joven.
No había olvidado su beso. Una treta, pero exquisita al fin y al cabo.
—¿De veras?
Ella enrojeció de nuevo, pero asintió.
—De veras. Deberías ser capaz de adivinar por qué he hecho lo que he hecho. Viene a verme casi a diario desde finales de verano. La mitad de los hombres del Recinto Imperial esperan que una bailarina se abalance sobre ellos y se abra de piernas simplemente mostrándole una joya o un retal de seda.
Crispin no sonrió.
—Eso decían de la emperatriz en su día, ¿me equivoco?
Shirin le miró con sarcasmo; de repente, reconoció a su padre en aquella expresión.
—En su día quizá fuese verdad, pero por lo que he oído decir, cuando conoció a Petrus cambió. —Se separó de la puerta—. Estoy siendo descortés. Tu ingenio acaba de evitarme un sinfín de problemas. Gracias. Pertennius es inofensivo, pero siempre anda con chismes.
Crispin observó a la muchacha y recordó la expresión de ansiedad con que la noche anterior el secretario había mirado a la emperatriz al descubrirla con el cabello suelto.
—Es posible que no sea tan inofensivo como dices. Los chismosos suelen serlo, ¿sabes?, sobre todo si están amargados.
Ella se encogió de hombros.
—Soy bailarina. Siempre corren rumores. ¿Tomarás un poco de vino? ¿Es cierto que vienes de parte de ese bastardo al que llaman padre?
A pesar de todo, no parecía haber una excesiva mala intención en sus palabras, sino incluso cierta ternura.
Crispin parpadeó.
—Sí, gracias, a la primera pregunta, y sí, también, a la segunda. No habría sido capaz de inventar una historia como ésa —añadió.
Shirin se encaminó hacia el corredor y él la siguió. Al fondo había una puerta que daba a un patio en el que había una pequeña fuente y bancos de piedra, aunque hacía demasiado frío para sentarse allí. La muchacha volvió a entrar. La estancia era muy elegante; el hogar estaba encendido. Dio una palmada, y no tardó en aparecer un sirviente, a quien hizo unas indicaciones en voz baja. Parecía haber recuperado el control de sí misma.
Ahora era Crispin quien intentaba conservar la calma.
Echado de espaldas sobre un tronco de madera y bronce apoyado contra la pared, junto al fuego, como si fuera un viejo juguete, había un pequeño pájaro de cuero y metal.
Shirin se volvió hacia Crispin y siguió su mirada.
—Un regalo de mi adoradísimo padre. —Ella esbozó una sonrisa—. Es lo único que he recibido de él en toda mi vida, y de eso hace años. Le escribí comunicándole que venía a Sarantium y que me habían aceptado como bailarina de los Verdes. En realidad, no sé por qué me molesté en avisarle, aunque eso sí, se dignó contestarme. Fue la única vez. Me dijo que no me convirtiera en una prostituta y me envió este juguete infantil. Si le das cuerda, canta. Supongo que los fabrica él. Debe de constituir un pasatiempo, si es que se le puede llamar así. ¿Has visto alguno de sus pájaros?
A Crispin se le hizo un enorme nudo en la garganta y asintió con la cabeza. Estaba oyendo el lamento de una vocecita en Sauradia, pero eso era todo cuanto podía hacer, sólo oír.
—Sí —dijo, por fin—. Cuando le visité antes de marcharme de Varena. —Dudó unos instantes, luego acercó más al fuego la silla que Shirin le había indicado con la mano. Cortesía para los invitados en un día frío. Ella se sentó frente a él, juntando las piernas con recato; su impecable postura de bailarina—. De hecho —añadió—, Zoticus, tu padre, es un amigo de Martinian, mi colega de oficio. Si tengo que serte sincero, te diré que jamás le había visto con anterioridad. No puedo contarte demasiado, sólo que parecía estar bien cuando le vi. Es un gran erudito. Pasamos juntos casi toda una tarde y tuvo la amabilidad de hacerme algunas recomendaciones para el viaje.
—Por lo que sé, solía viajar mucho —dijo Shirin en tono nuevamente sarcástico—. De no haber sido así, ahora yo no estaría aquí, supongo.
Crispin vaciló. No tenía ningún derecho a entrometerse en la historia de aquella mujer. Pero allí estaba el pájaro, mudo, tumbado en el tronco. Un pasatiempo, si es que se le puede llamar así, acababa de decir Shirin un pasatiempo, si es que se le puede llamar así.
—¿Tu madre… te dijo eso?
La muchacha asintió, agitando su melena negra. Era realmente atractiva, poseía toda la gracia y la energía de una bailarina, y sus ojos eran cautivadores. Podía imaginarla en el teatro embobando a los espectadores.
—No —respondió—. Que yo recuerde, mi madre nunca me dijo nada malo de él. Me contó que le gustaban las mujeres. Debió de ser un hombre atractivo y seductor. Mamá había decidido retirarse del mundo e ingresar en las Hijas de Jad cuando él pasó por nuestro pueblo.
—¿Y después? —preguntó Crispin, pensando en un alquimista pagano y de barba gris en una granja solitaria, entre sus pergaminos y artefactos mecánicos.
—Hizo realidad su deseo. Se retiró. Aún está allí. Nací y crecí entre mujeres santas. Me enseñaron a rezar y a escribir. Era la hija de todas, supongo.
—Entonces, ¿cómo…?
—Me escapé. —Shirin de los Verdes sonrió. Podía ser joven, pero su sonrisa no tenía nada de inocente. El sirviente de la casa apareció con una bandeja. Vino, agua y un cuenco de fruta. La muchacha le hizo una indicación para que se marchara y mezcló el vino, ofreciéndole una copa. Al acercarse a ella, volvió a percibir su perfume…, el de la emperatriz.
Se sentó de nuevo y la miró con calma.
—¿Quién eres? —preguntó. Estaba en su derecho de hacerlo. Ladeó un poco la cabeza. Sus ojos se desviaron por un segundo de los suyos y luego se clavaron de nuevo en él.
¿Es éste el nuevo reglamento? ¿Me haces callar excepto cuando necesitas mi opinión? ¡Pues vaya gracia! Bueno, sí… ¿quién es en realidad este tipo de aspecto vulgar?
Crispin sintió otra vez un nudo en la garganta. En esta ocasión oía con toda claridad la voz aristocrática del pájaro. Estaban en la misma estancia. Dudó unos segundos, y acto seguido dijo mentalmente:
¿Puedes oír lo que estoy diciendo?
No hubo respuesta. Shirin le miraba, esperando.
Crispin se aclaró la garganta.
—Me llamo Caius Crispus, de Varena, y soy artesano mosaiquista. Me han invitado para colaborar en la construcción de Gran Santuario.
La muchacha se llevó una mano a la boca.
—¡Oh! ¡Eres al que intentaron asesinar anoche!
¿Lo es? ¡Estupendo! Un compañero ideal con quien estar a solas.
Crispin hizo caso omiso del comentario.
—¿Tan deprisa viajan las palabras?
—En Sarantium sí, sobre todo cuando está relacionado con las facciones.
De pronto, Crispin recordó que aquella mujer, como primera bailarina, era tan importante para los Verdes como Scortius lo era para los Azules por ser el primer auriga de éstos. Visto así, no debía extrañarle el que estuviera tan bien informada. Shirin se recostó un poco. Ahora su expresión era de curiosidad.
¿No lo dirás en serio? ¿Con este cabello y estas manos? Y fíjate en la izquierda, se ha peleado. ¿Atractivo? ¡Bah! ¿Debes de estar a punto de tener el período?
Crispin se ruborizó. Sin querer, bajó la mirada y contempló sus manos, anchas y cubiertas de cicatrices. En efecto, la izquierda presentaba una visible hinchazón. Se sentía muy incómodo. Podía oír al pájaro, pero no las respuestas de Shirin, y ninguno de los dos tenía ni idea de que estaba escuchando la mitad de sus intercambios.
A la muchacha pareció divertirle aquel súbito rubor en sus mejillas.
—¿Te desagrada que hablen de ti? Puede ser muy útil, ¿sabes? Sobre todo si eres nuevo en la Ciudad.
Crispin bebió un poco de vino.
—Depende de lo que diga la gente, supongo.
Ella sonrió. Tenía una sonrisa maravillosa.
—Sí, supongo que sí. Espero que no resultaras herido.
¿Se trata de su acento rhodiano, tal vez? ¿Es eso? Mantén las piernas cerraditas, niña. No sabemos nada de este hombre.
Crispin empezó a desear que Shirin condenara al silencio a aquel animal o encontrar la forma de hacerlo él mismo. Meneó la cabeza, intentando concentrarse.
—No, no me hirieron, gracias, aunque murieron dos de mis compañeros además de un muchacho, en las verjas de la sede de los Azules. No tengo ni idea de quién contrató a aquellos soldados. —Aunque pronto lo sabrían, pensó. Acababa de dejar fuera de combate a un agresor.
—Debes de ser un artesano terriblemente peligroso. —Los ojos negros de Shirin brillaron. Había una ironía coqueta y provocativa en el tono de su voz. El relato de las muertes parecía no haberle perturbado en absoluto. Estaba en Sarantium, recordó.
¡Oh, dioses! ¿Por qué no te desnudas aquí mismo y te acuestas con él? Te ahorrarías el largo pasillo hasta la cama…
Crispin exhaló un suspiro de alivio cuando el pájaro volvió a enmudecer. Miró su copa de vino y apuró su contenido. La muchacha se puso en pie lentamente y cogió la copa. Esta vez añadió menos agua.
—Nunca me he considerado un hombre peligroso —dijo mientras ella le ofrecía el vino y volvía a sentarse.
—¿Tu esposa comparte tu opinión? —preguntó la muchacha, de nuevo con aquella sonrisa tan seductora.
Afortunadamente, el pájaro ya se había callado.
—Mi esposa falleció hace dos veranos, al igual que mis hijas.
El semblante de la muchacha se ensombreció.
—¿La peste?
Crispin asintió.
—Lo lamento. —Le miró por un instante—. ¿Es ése el motivo de tu viaje?
¡Por los huesos de Jad! Otra mujer sarantina demasiado inteligente.
—Casi. La invitación era para mi socio, Martinian, pero me rogó que fuera en su lugar.
Shirin enarcó las cejas.
—¿Te presentaste en la Corte Imperial bajo un nombre falso y conseguiste sobrevivir? Pues sí que eres peligroso, rhodiano.
Crispin tomó un sorbo de vino.
—No exactamente. Di mi verdadero nombre. —De repente, tuvo una idea—. En realidad, es muy probable que el heraldo que me anunció también haya perdido su puesto a causa de ello.
—¿También?
La cosa se complicaba por momentos. Después del vino en los baños públicos y ahora ése, no tenía la mente muy despejada.
—Anoche, el emperador despidió al… anterior mosaiquista que trabajaba en el Santuario.
Shirin de los Verdes le miraba con mucha atención. Se produjo un breve silencio. Un leño crujió en el hogar. Luego, dijo, pensativa:
—En tal caso, son muchos los que podrían haber contratado a los soldados. No es difícil, ¿sabes?
Crispin suspiró.
—Eso he oído.
Había más, por supuesto, pero prefirió no mencionar a Styliane Daleina o la daga oculta en la sala de vapor. Echó un vistazo a la estancia y volvió a fijar los ojos en el pájaro mecánico. La voz de Linón, el mismo acento patricio de todos los artefactos del alquimista, pero con un carácter completamente distinto. No le sorprendía. Conocía muy bien esos ingenios… Estaba casi seguro de que Shirin no tenía ni idea. No sabía qué hacer.
—Y bien —dijo la muchacha—, antes de que alguien se presente en mi casa con la intención de asesinarte por una u otra razón, ¿qué mensaje te transmitió el amoroso padre para su hija?
Crispin meneó la cabeza.
—Me temo que ninguno. Se limitó a darme tu nombre por si necesitaba ayuda.
Shirin intentó disimularlo, pero él adivinó un evidente desengaño en su rostro. Hijos, padres ausentes, una serie de fatigosas cargas interiores que arrastraban durante toda la vida.
—¿Dijo algo de mí, por lo menos?
«Es una ramera». Crispin recordó al alquimista murmurar aquella frase con una expresión severa antes de corregir ligeramente esa descripción. Una vez más, se aclaró la garganta.
—Dijo que eras bailarina, pero que no sabía nada más.
Ella se sonrojó de ira.
—¡Por supuesto que sí! Sabe que soy la primera bailarina de los Verdes. Cuando me contrataron le escribí una carta contándoselo. Nunca respondió. —Hizo una pausa y añadió—: Pero, claro, tiene tantos hijos dispersos por el mundo, fruto de sus viajes, que es de suponer que todos le escriben cartas y que sólo responde a sus preferidos.
—A decir verdad, me confesó que ninguno de sus hijos le escribía, aunque no podría asegurar si hablaba en serio.
—Nunca contesta —sentenció la muchacha con aspereza—. Dos cartas y un pájaro, eso es todo lo que he tenido de mi padre. —Cogió su copa de vino—. Supongo que a todos nos mandó pájaros.
De repente, Crispin recordó algo.
—No… lo creo.
—¡Vaya! ¿Y cómo podrías saberlo? —Estaba muy enojada.
—Porque también me dijo que sólo había regalado uno.
—¿Eso dijo?
Crispin asintió.
—Pero ¿por qué…?
Crispin tuvo otra idea.
—¿Alguno de tus hermanos vive en la Ciudad?
—No que yo sepa.
—Ese podría ser el motivo. Dijo que siempre había proyectado viajar a Sarantium y que no tuvo la oportunidad de hacerlo, que fue una gran desilusión. Quizá al estar tú aquí…
Shirin miró al pájaro y luego otra vez a Crispin. Daba la sensación de que acababa de ocurrírsele algo. Se encogió de hombros con gesto de indiferencia, y dijo:
—Bueno, ¿y por qué tendría que ser tan importante para él enviar un juguete mecánico? Dímelo, porque yo no lo sé.
Crispin desvió la mirada. La muchacha parecía estar disimulando, aunque no tenía más remedio que hacerlo. En lo concerniente a esa cuestión, él también. Necesitaría tiempo, pensó, para abordar aquel asunto. Cada encuentro en aquella ciudad parecía plantearle nuevos desafíos. Recordó que estaba allí porque tenía un trabajo que hacer. En una cúpula. Una cúpula que era obsequio del emperador y del dios. No estaba dispuesto a implicarse en las intrigas de la metrópoli.
Se puso en pie con determinación. Iría al Santuario esa misma tarde. Su visita a Shirin no debía de ser sino un breve interludio, el cumplimiento de una promesa.
—No querría abusar de tu hospitalidad.
Ella también se levantó con extraordinaria agilidad, lo que hizo que pareciese incluso más joven de lo que era en realidad.
Crispin se acercó a ella, consciente por tercera vez de su perfume, y a pesar de lo que le dictaba su buen juicio, dijo:
—Tenía entendido que sólo la emperatriz Alixiana podía usar este perfume. ¿Es una indiscreción si te pregunto…?
Shirin sonrió, visiblemente satisfecha.
—¿Lo has advertido? La primavera pasada me vio bailar y me envió un mensaje privado con una nota y un frasco. Luego, la corte hizo público que en reconocimiento a mis cualidades artísticas la emperatriz me había autorizado a usar su perfume exclusivo. Y eso que, como es bien sabido, prefiere a los Azules.
Crispin miró a aquella mujer joven, bella y de ojos negros.
—Un gran honor. —Vaciló—. Te sienta tan bien como a ella.
Shirin le dirigió una mirada irónica. Estaría acostumbrada a los cumplidos, pensó.
—La asociación con el poder es atractiva, ¿verdad? —murmuró con sequedad.
Crispin soltó una risotada.
—¡Por la sangre de Jad! Si todas las mujeres en Sarantium son tan ingeniosas como las que he conocido…
—¿Qué…? —preguntó ella, alzando los ojos y mirándole un poco de soslayo—. Sigue, Caius Crispus. —De nuevo, su tono adquirió un matiz deliberadamente malicioso y provocativo. Muy eficaz, tenía que reconocerlo.
Crispin no atinó a dar una respuesta. Ella rio.
—Tendrás que contarme lo de las demás, claro. Una mujer tiene que conocer a sus rivales.
Crispin podía imaginar lo que habría dicho su pájaro, pero por suerte estaba mudo. De lo contrario…
¡Oh, dioses! ¡Eres un desastre! ¡Traes la vergüenza a… todo!
Crispin hizo una mueca de dolor, que intentó disimular llevándose rápidamente la mano a la boca. Era evidente que la hija de Zoticus tenía sus propios métodos para controlar a su pájaro. Había estado jugando con ambos, concluyó. Shirin se volvió, sonriendo para sí, y echó a andar por el corredor en dirección a la puerta principal.
—Te visitaré en otra ocasión —murmuró Crispin—, si me autorizas a hacerlo, por supuesto.
—Naturalmente que sí. Estás obligado. Prepararé una pequeña cena para ti. ¿Dónde te alojas?
Le dio el nombre de la posada.
—Pero buscaré una casa —aclaró—. Creo que los funcionarios del canciller encontrarán una para mí que resulte adecuada.
—¿Gesius? ¿De veras? ¿Y dices que Leontes se ha reunido contigo en los baños? Tienes amigos poderosos, rhodiano. Mi padre estaba equivocado. No podrías necesitarme para nada. —Volvió a sonreír, enfatizando sus palabras con una expresión de picardía—. Ven a verme bailar. Las carreras han terminado. Ahora empieza la temporada teatral.
Él asintió. Shirin abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarle pasar.
—Gracias otra vez por el recibimiento. No sabía por qué había dicho eso. Para provocarla, quizá.
—¡Vaya! —murmuró ella—. Ya veo que nunca podré olvidarlo, ¿verdad? Mi querido padre se avergonzaría de mí. No fue así cómo me crio, como supondrás. Que tengas un buen día, Caius Crispus —añadió, manteniendo una pequeña aunque considerable distancia esta vez. Con todo, después de que ella se hubiese burlado a su costa, Crispin se sentía muy satisfecho de que hubiera reaccionado un poco.
¡No le beses! ¡No lo hagas! ¿La puerta está abierta?
Una breve pausa y luego:
¡No, no lo sé, Shirin! Contigo nunca puedo estar seguro de nada. Otro silencio, mientras la muchacha respondía a su observación. Luego en un tono muy diferente, Crispin oyó decir al pájaro:
Muy bien. Sí, querida. Sí, lo sé. Lo sé muy bien.
Había tal ternura en sus palabras que por un instante se sintió transportado a Aldwood. Linón. Acuérdate de mí, había dicho.
Crispin se inclinó, desolado por el recuerdo. La hija de Zoticus sonrió y cerró la puerta. Permaneció en el pórtico, pensando, aunque sin demasiada coherencia. Los soldados de Carullus le esperaban, vigilando la calle… que en ese momento estaba desierta. Se había levantado viento. Hacía frío, el sol se ocultaba ya detrás de los tejados de las casas que se alzaban al éste.
Crispin inspiró profundamente y volvió a llamar a la puerta.
Poco después, se abrió. Shirin tenía los ojos muy abiertos. Iba a decir algo, pero al ver su expresión, prefirió guardar silencio. Crispin entró y cerró la puerta.
La muchacha le miró.
—Shirin, lo siento…, pero puedo oír a tu pájaro —confesó—. Creo que tenemos algunas cosas de que hablar.
En el reinado del emperador Valerius II la Prefectura urbana estaba bajo la tutela de Faustinus, el maestro de ceremonias, al igual que todos los servicios civiles, y funcionaba de acuerdo con su famosa eficacia y atención a los detalles.
Estas características se evidenciaron por completo cuando el ex correo y sospechoso de asesinato, Pronobius Tilliticus, fue llevado al singular edificio sin ventanas, cerca del Foro Mezaros, para ser interrogado. Los nuevos protocolos legales establecidos por el cuestor judicial del Imperio, Marcellinus, se siguieron al pie de la letra, estando presentes un escriba y un notario mientras el interrogador preparaba su extensa colección de instrumentos. No obstante, en este caso no fue necesario ninguno de estos últimos ni otros artilugios más sofisticados. Tilliticus lo confesó todo con lujo de detalles tan pronto como el interrogador, clavando su terrible y experta mirada en el sospechoso, empuñó una hoja curvada y dentada y le cortó un mechón de pelo. Al caer al suelo, Tilliticus soltó un alarido como si acabaran de rebanarle la tapa de los sesos. Luego, empezó a barbotar un sinfín de datos, muchos más de los necesarios. El secretario tomó nota de sus palabras y el notario dio fe de las mismas, y una vez terminada la sesión estampó su sello en el acta. El interrogador, sin mostrar el menor signo de desánimo, se retiró. Le esperaban otros sospechosos en otras estancias.
Las revelaciones hicieron innecesario interrogar formalmente al soldado de Amoria que había sido descubierto y detenido por el estratega supremo personalmente cuando, al parecer, pretendía atentar de nuevo contra la vida del mosaiquista rhodiano en unos baños públicos.
Según los nuevos protocolos, se requirió la inmediata presencia de un juez en la Prefectura Urbana, que a su llegada fue puesto al corriente de la confesión del ex correo y de todos los detalles relativos a los hechos ocurridos la noche anterior y esa misma tarde.
El magistrado tenía una opinión un tanto laxa del nuevo Código de Leyes de Marcellinus. La pena de muerte había sido prácticamente derogada por considerarla contraria al espíritu de la creación de Jad y como un gesto de benevolencia imperial después de la Revuelta de la Victoria, aunque existía una amplia variedad de castigos, como multas, descuartizamientos, mutilaciones, exilio o encarcelamiento.
Esa tarde el juez de guardia resultó ser un fanático de los Verdes. La muerte de dos soldados y de un partidario Azul era un asunto grave, pero el rhodiano implicado, que al parecer era la única figura importante en toda aquella historia, había salido indemne, y por su parte el Correo había confesado motu propio sus crímenes. Habían muerto seis agresores. El magistrado apenas tuvo tiempo de despojarse de su pesada túnica y dar un par de sorbos a la copa de vino que le ofrecieron antes de dictar que la pérdida de un ojo y la fractura de la nariz, que señalarían de por vida a Tilliticus como un criminal sentenciado, sería una respuesta judicial apropiada y suficiente, además de su exilio permanente, desde luego. Un sujeto de semejante calaña no podía quedarse un día más en la Ciudad, pues podría corromper a sus piadosos habitantes.
Con el soldado amorianita se hizo lo de costumbre, es decir marcarle en la frente con un hierro candente como asesino en potencia, expulsarlo del ejército y dejarle sin pensión. También fue exiliado.
Todo se desarrolló con satisfactoria eficacia, y el juez incluso tuvo tiempo de apurar el vino e intercambiar unos cuantos chismorreos obscenos con el notario acerca de un joven actor y un más que prominente senador. Llegó a su casa para cenar a la hora habitual.
Esa misma tarde, avisaron a un cirujano de la Prefectura Urbana, que procedió a arrancar el ojo izquierdo a Pronobius Tilliticus y a abrirle la nariz con un cuchillo al rojo. Esa noche y la siguiente permanecería en la enfermería de la Prefectura y luego sería conducido hasta el puerto de Deápolis, debidamente encadenado, donde se le soltaría para que con aquellas imperecederas marcas físicas emprendiera el exilio por el mundo del dios y el Imperio, o a cualquier lugar más allá del mismo al que decidiera ir.
De hecho, un día, después de vagar por una buena parte del mundo del dios, se dirigiría al sur hasta Soriva, a través de Amoria, donde, tras agotar la mísera cantidad de dinero que su desconsolado padre había sido capaz de reunir en tan corto período de tiempo, acabó mendigando en las puertas de las capillas junto a los demás mutilados, huérfanos y mujeres demasiado ancianas para vender su cuerpo.
Según cuenta la historia, el otoño siguiente fue rescatado de aquellas escabrosas profundidades por un clérigo virtuoso de una localidad próxima a los páramos desérticos de Ammuz. Extrañamente iluminado por la divinidad, al llegar la primavera Pronobius Tilliticus se retiró a la soledad del desierto, provisto únicamente de un disco solar, y escaló hasta la cumbre de un escarpado risco.
Vivió allí durante cuarenta años, sustentándose al principio gracias a los víveres que le proporcionaba el humilde clérigo que le había conducido hasta Jad, y más tarde por los peregrinos, que empezaron a buscar su peñasco en forma de aguja en medio de las arenas y le llevaban cestas de comida y vino que izaban con una especie de polea, y que poco después el ermitaño tuerto de larga y roñosa barba, y andrajosas vestiduras, devolvía vacías.
Posteriormente, innumerables personas minusválidas o gravemente enfermas que fueron llevadas hasta allí en literas, así como otras tantas mujeres estériles, aseguraron que sus dolencias se habían curado tras comer trozos medio masticados de la comida que el santón poseído por Jad escupía desde su precaria atalaya. En muchos casos, estos extraordinarios sucesos fueron corroborados por numerosos testigos presenciales. Cuando los congregados le suplicaban profecías e instrucciones sagradas, Pronobius Tilliticus respondía declamando lacónicas parábolas y desalentadoras y estridentes advertencias sobre un futuro atroz.
Una buena parte de sus presagios fueron acertados, y alcanzó la inmortalidad al convertirse en el primer santón asesinado por los fanáticos paganos del desierto que, procedentes del sur, asolaron Soriya, siguiendo ciegamente a su propio visionario embelesado por las estrellas y sus nuevas enseñanzas ascéticas.
Cuando la vanguardia de aquel ejército de las arenas llegó a la aguja rocosa en cuya cúspide seguía morando el ermitaño, un anciano de convicciones incoherentes y retórica arrebatadora, se divirtieron un rato escuchando sus pláticas. Pero cuando empezó a escupir comida sobre ellos, la diversión dio paso a la ira, los arqueros lo acribillaron a flechazos convirtiéndolo en una especie de grotesco puercoespín, y no tardó en precipitarse desde lo alto. Después de cortarle los genitales como era habitual, lo dejaron tirado en la arena para que los carroñeros dieran cuenta de él.
Dos generaciones más tarde, el gran Patriarca Eumedius le declaró formalmente santo y miembro de las Víctimas Benditas reunidas bajo la Luz Inmortal, obrador de milagros y sabio.
En la Vida oficial encargada por el Patriarca, se relataba cómo Tilliticus había consagrado varios años al Correo Imperial, sirviendo al emperador con coraje y lealtad, antes de oír la llamada de un poder muy superior al de éste. Curiosamente, la historia narraba que el santón había perdido el ojo izquierdo luchando con un león del desierto para salvar a un niño extraviado.
«Al Sagrado Jad que habita en nuestro interior no se le puede ver con los ojos de este mundo», se suponía que había dicho al niño, que lloriqueaba, y a su madre, cuya túnica manchada por la sangre que manaba de las heridas del santón fue incluida entre los tesoros del Gran Santuario en Sarantium.
Durante la redacción de la Vida del Bendito Tilliticus, los clérigos escribas se olvidaron o consideraron intrascendente el papel que pudo haber desempeñado un humilde artesano rhodiano en el viaje del santón hacia la Luz eterna del dios. La jerga militar cambia y evoluciona, aunque por aquel entonces no circuló ninguna asociación ordinaria o procaz relacionada con el nombre de Pronobius, el amadísimo de Jad.