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—¡Que Jad cuezca al bastardo en su propia salsa! —gruñó Rasic mientras restregaba una sartén requemada—. ¡Ojalá hubiésemos ingresado en la orden de los Insomnes! ¡Estaríamos despiertos toda la jodida noche, pero por lo menos nos considerarían unos santos!

Kyros, removiendo la sopa en el fuego con una larga cuchara de madera, hizo como si no estuviera escuchando. Después de todo, no se cocía nada en salsa de pescado. Strumosus tenía fama de poseer un oído excepcional, y corría el rumor de que en una ocasión, años atrás, el excéntrico cocinero había arrojado dentro de un enorme caldero de hierro a un ayudante de cocina que estaba echando una siesta en el preciso instante en que el caldo empezaba a hervir.

Kyros estaba seguro de que no era cierto, pero había visto al rechoncho maestro de cocina descargando con todas sus fuerzas un cuchillo de carnicero a un suspiro de distancia de la mano de uno de sus pinches porque limpiaba unos puerros sin el debido cuidado. La tremenda hoja se clavó en la mesa. El pinche miró el cuchillo, luego sus dedos y se desmayó. «Echadlo en el abrevadero de los caballos», ordenó Strumosus. La deformidad que Kyros padecía en un pie le excusó de aquella obligación, pero otros cuatro no tuvieron más remedio que hacerlo. Llevaron al muchacho inconsciente fuera del local y bajaron por la escalera de la galería. Era invierno, hacía un frío terrible y la tarde amenazaba lluvia. La superficie del abrevadero, al fondo del patio, se había helado. Al arrojarlo al agua, el pinche volvió en sí de inmediato.

Desde luego, trabajar para un cocinero tan temperamental no era, ni mucho menos, el empleo más relajado de la Ciudad.

Aun así y para su propia sorpresa, después de un año y medio Kyros había descubierto que le encantaba cocinar. La preparación de la comida estaba envuelta en un halo de misterio al que no paraba de darle vueltas, intentando descifrarlo. Por otro lado, también había que tener en cuenta que aquélla no era una cocina cualquiera, ni aquél un cocinero corriente. El bajito y malhumorado hombrecillo de voluminosa panza que supervisaba la comida en aquel restaurante era una leyenda viva en Sarantium. Había quienes estaban convencidos de que era demasiado consciente de ello, pero si un cocinero podía ser un artista, Strumosus sin duda lo era. Y su local era ni más ni menos que el salón de banquetes de los Azules, donde algunas noches se organizaban festines para doscientas personas.

Ésa era una de aquellas noches. Strumosus, en medio de una lluvia de juramentos, había coordinado la preparación de ocho elaborados platos con un asombroso desfile de cincuenta sirvientes, reclutados entre los mozos de cuadra, que llevaban enormes fuentes de plata de pescado blanco relleno de camarones en su célebre salsa entre el júbilo de los presentes en el salón, el sonido de las trompetas y el ondear de los estandartes azules. Clarus, el bailarín principal de los Azules, exultante de entusiasmo, se había levantado del asiento que ocupaba en la mesa alta y había propinado un sonoro beso en los labios del cocinero en el umbral de la puerta que conducía a las cocinas. Strumosus intentó atrapar al minúsculo bailarín, que consiguió librarse con agilidad, provocando el griterío y la risa procaz de los comensales, y agradeciendo con ademanes exagerados y burlones los aplausos y silbidos de la concurrencia.

Era la última noche de Dykania, el final de otra temporada de carreras, y una vez más, los Gloriosos Azules de Gran Renombre habían dado una buena paliza a los desventurados Verdes, tanto a lo largo de la temporada como hoy. La increíble victoria de Scortius en la primera carrera de la tarde parecía destinada a convenirse en uno de esos triunfos de los que siempre se hablaría, por muchos años que pudieran transcurrir.

El vino había corrido a mares aquella noche, al igual que las tostadas que lo acompañaban. Khardelos, el poeta de la facción, que se levantó medio tambaleándose y que sólo consiguió mantener el equilibrio apoyando una mano en la mesa, improvisó un poema sin soltar la jarra:

Entre las atronadoras voces de la multitud

Scortius vuela como un águila por la arena,

bajo el nido de águilas de la kathisma

¡Toda la gloria al glorioso emperador!

¡Gloria al ágil soriyano y a sus corceles!

¡Toda la gloria a los Azules de Gran Renombre!

Kyros sintió una punzada de incontenible placer recorriéndole la columna vertebral. Como un águila por la arena. ¡Qué maravilla! Sus ojos se empañaron de emoción. Strumosus, a su lado en la puerta de la cocina en un momento de inactividad, había resoplado discretamente.

—Un pobre herrero de las palabras —murmuró lo bastante alto como para que Kyros pudiera oírle. Solía hacerlo a menudo—. Una verdadera carnicería de frases hechas. Tendré que hablar con Astorgus. Los aurigas son espléndidos, la cocina es inigualable, como todos sabemos, los bailarines no están mal, pero al vate hay que echarlo.

Kyros le miró y se sonrojó al advertir que Strumosus le observaba.

—Forma parte de tu educación, muchacho. No te dejes seducir por las sensiblerías baratas más de lo que lo harías por un bocadillo sin pan y sin nada. Existe una gran diferencia entre el elogio de las masas y la aprobación de los auténticos eruditos. —Se volvió y se sumergió de nuevo en el asfixiante calor de la cocina. Kyros se apresuró a seguirle.

Más tarde, Astorgus, con el rostro curtido y repleto de cicatrices, el que en su día fuera el auriga más famoso de la Ciudad y ahora el factionarius de los Azules, pronunció un discurso anunciando la erección de una nueva estatua a Scortius en la spina del Hipódromo. Ya había dos, pero ambas habían sido erigidas por los pustulentos Verdes. Ésta, declaró Astorgus, no sería de bronce sino de plata, para mayor gloria de los Azules y de su auriga. La ovación fue ensordecedora. Uno de los sirvientes más jóvenes de la cocina, sobresaltado por el ruido, dejó caer el plato de fruta azucarada que llevaba. Strumosus le sacudió en la cabeza y los hombros con un cucharón de madera, y lo partió. Estos utensilios se rompían con facilidad. Con el tiempo, Kyros se había dado cuenta de que el cocinero casi nunca hacía demasiado daño a pesar de la aparente fuerza de sus golpes.

Cuando tuvo un momento, Kyros se apostó de nuevo en el umbral de la puerta, contemplando a Astorgus. El factionarius bebía ávidamente, pero no parecía causarle el menor efecto. Siempre tenía una sonrisa y una palabra amable para todos cuantos se detenían junto a él en la mesa. Era un hombre extremadamente tranquilo y seguro de sí mismo. Strumosus consideró la razón principal del dominio actual de los Azules en las carreras y en otras muchas cuestiones. Había conseguido reclutar a Scortius y al propio Strumosus, y se rumoreaba que siempre estaba trabajando en nuevos y audaces proyectos. Kyros se preguntaba cómo debería sentirse al ser conocido como un administrador competente después de haber sido el objeto de todos los vítores, estatuas, discursos y poemas arrebatados comparándole con águilas y leones, o con las grandes figuras del Hipódromo de todos los tiempos. ¿Sería duro? Seguro que sí, pensó, aunque por el aspecto de Astorgus le resultaba imposible saberlo.

El festín siguió desarrollándose con normalidad hasta desembocar en un ambiguo final, como de costumbre en aquella clase de celebraciones. Alguna que otra pelea, alguna que otra repentina indisposición que terminaba en vómito en un habitáculo contiguo destinado especialmente a tal efecto, y Columella, el veterinario, desplomado en su asiento, entonando monótonos versos de la antigua Trakesia. Siempre hacía lo mismo a aquellas alturas de la noche. Sabía más poesía antigua que Khardelos. Quienes estaban a su lado se dormían enseguida con la cabeza entre los platos y las fuentes de la mesa. Una de las bailarinas más jóvenes repetía una y otra vez la misma secuencia de movimientos con expresión abstraída, levantando las manos y haciéndolas revolotear como un par de pajarillos y, luego, dejándolas caer a los costados mientras daba vueltas de puntillas. Kyros parecía ser el único que la observaba. Es bonita, pensó. Poco después, se marchó con dos de sus compañeras. Más tarde, fue Astorgus quien abandonó el salón, ayudando a Columella a hacer lo propio, y muy pronto no quedó nadie.

En su opinión, el banquete había sido todo un éxito, aunque por supuesto Scortius no había asistido, pues le habían convocado al Recinto Imperial. Una invitación del emperador era un honor para los Azules.

Por otra parte, el simpar auriga también era la razón por la que Strumosus, agotado y peligrosamente irritable, y un puñado de desdichados muchachos y pinches todavía estaban despiertos en la cocina, a altas horas de una noche de otoño, incluso después de que los partidarios más entusiastas se hubiesen ido a la cama. El personal de los Azules ya estaba descansando en el dormitorio situado al otro lado del patio, o en sus aposentos privados si el rango se lo permitía. Las calles y plazas estaban tranquilas. Los esclavos, bajo la supervisión del despacho del prefecto urbano, ya debían de estar limpiando las calles. Hacía frío. Soplaba un viento del norte que helaba hasta los huesos. Un presagio del invierno que se aproximaba a pasos agigantados.

Al salir el sol, la vida en la Ciudad volvería a la normalidad. Las fiestas habían llegado a su fin.

Al parecer, sin embargo, Scortius había prometido a Strumosus que pasaría por las cocinas, una vez terminado el banquete del emperador, para degustar el menú ofrecido aquella noche y compararlo con el del Recinto Imperial. Se estaba retrasando. Ya era muy tarde, y no se oían ecos de pisadas en el exterior.

Todos habían esperado con ansia la posibilidad de poder compartir aquel día glorioso con el auriga, pero fue en vano. Kyros bostezó y echó un vistazo al fuego, removiendo con cuidado la sopa de pescado para que no hirviera. La probó y decidió añadirle un poco más de sal marina. Para cualquiera de los muchachos del servicio habría sido un gran honor tener la responsabilidad de supervisar la preparación de un plato, pero después de casi un año en la cocina, Kyros se había sentido indignado de que le asignaran aquella tarea. No podía creerlo. Y además Strumosus ni siquiera parecía tener consciencia de su presencia.

De niño, había soñado con ser auriga, aunque era normal; todos querían serlo. Más tarde, pensó en seguir el oficio de su padre como domador de animales para los Azules, pero la dura realidad se encargó muy pronto de quitarle la idea de la cabeza, siendo aún muy joven. Un entrenador arrastrando un pie deforme no tenía la menor posibilidad de sobrevivir una sola temporada entre grandes felinos y osos. Al cumplir Kyros la mayoría de edad, su padre acudió a la administración de la facción en solicitud de otro puesto de trabajo para su hijo. Los Azules siempre cuidaban de los suyos. Y entonces le asignaron como aprendiz con el nuevo maestro de cocina que acababan de contratar. Por lo menos, allí no tenía que enfrentarse a bestias salvajes.

Exceptuando el propio cocinero, claro está.

Strumosus reapareció en la puerta de la galería. Rasic, con su asombroso instinto de conservación, había dejado de refunfuñar, sin volverse. El maestro de cocina parecía exaltado, aunque era bastante habitual en él y no había que darle demasiada importancia. A la madre de Kyros le habría dado un síncope si hubiese visto a Strumosus entrando y saliendo de las cocinas calientes al frío del patio a aquellas horas. Tenía la firme convicción de que si no le afectaban los vapores nocivos, lo hacían los espíritus de ultratumba que vagaban por la oscuridad de la noche.

Strumosus de Amoria había sido contratado por los Azules —a un coste insultante, según se rumoreaba— cuando trabajaba en las cocinas del exiliado Lysippus, que por aquel entonces era cuestor de la Hacienda Imperial y sería destituido más tarde, durante la Revuelta de la Victoria. Las dos facciones competían en los hipódromos con sus carros, en los teatros del Imperio con las declamaciones de sus poetas y corales, y en las calles y callejones con garrotes y cuchillos, lo cual, por cierto, solía ser relativamente frecuente, hasta que el astuto Astorgus decidió hacer extensiva la competencia a las cocinas de sus respectivos salones de banquetes. En este sentido, la incorporación de Strumosus, pese a ser tan espinoso como las plantas del desierto soriyano, había sido una jugada maestra. En la Ciudad no se había hablado de otra cosa durante varios meses, y numerosos patricios, que de pronto —¡vaya casualidad!— descubrieron su pasión por los Azules, aprovecharon la ocasión para atiborrarse en el salón de banquetes de la facción, al tiempo que realizaban contribuciones que engordaban continuamente la bolsa que Astorgus tenía destinada a las subastas de caballos o la búsqueda de bailarines y aurigas. Todo parecía indicar que los Azules habían encontrado una forma más de competir y derrotar a los Verdes.

Dos años antes, Azules y Verdes habían luchado codo a codo en la Revuelta de la Victoria, aunque este hecho increíble y sin precedentes no les salvó de la muerte cuando los soldados penetraron en el Hipódromo. Kyros recordaba perfectamente aquellos sucesos. Uno de sus tíos había sido asesinado en el Foro del Hipódromo, a raíz de lo cual su madre permaneció en cama durante dos semanas. El nombre de Lysippus el calisiano había sido aborrecido en casa de Kyros, así como el de otros muchos de todos los rangos y clases sociales.

El encargado de la recaudación de impuestos del emperador había sido implacable y despiadado, pero eso no fue todo, pues al fin y al cabo, quienes ocupaban aquel cargo siempre lo eran. Las historias acerca de lo que acontecía en su palacio después del anochecer eran de lo más inquietantes. A los jóvenes de ambos sexos sorprendidos vagabundeando se les arrancaban los ojos detrás de aquellas murallas de piedra sin ventanas. Tal era su crueldad que a los niños díscolos se les amenazaba con el obeso calisiano para asustarles y obligarles a obedecer.

Strumosus jamás había participado de aquellos rumores, y siempre se había mostrado curiosamente reticente acerca de las habladurías sobre su anterior patrón. Al incorporarse a su nuevo puesto, pasó un día entero examinando las cocinas y las bodegas hasta el último detalle, tiró la mayoría de los utensilios y una buena parte del vino, despidió a todos los pinches excepto a dos, y a los pocos días empezó a preparar exquisitas comidas que dejaron asombrado y maravillado a todo el mundo.

Nunca estaba contento, se quejaba a todas horas, abusaba verbal y físicamente del personal que contrataba, presionaba a Astorgus para que ampliara el presupuesto, daba su opinión sobre cualquier cosa, desde los poetas hasta la dieta más adecuada para los caballos, y se lamentaba de tener que cebar a tantos tragones incapaces de apreciar las sutilezas de la buena gastronomía. Con todo, Kyros se había dado cuenta de que, a pesar de la interminable lista de agravios, la variedad de platos que era capaz de elaborar parecía infinita, y que no estaba sujeto a ninguna restricción económica en sus compras matinales en el mercado.

Aquélla era una de las tareas favoritas de Kyros; le encantaba acompañarle al mercado después de la invocación en la capilla, observar cómo evaluaba la calidad de las verduras, del pescado y de la fruta, palpaba, olía y a veces incluso probaba los alimentos, mientras confeccionaba sobre la marcha el menú del día de acuerdo con los productos que más le satisfacían.

De hecho, concluyó más tarde Kyros, era muy probable que la evidente atención que prestaba a todo aquel proceso hubiese decidido al cocinero a asignarle la supervisión de las copas y los caldos, liberándole de fregar los cacharros, que es lo que había estado haciendo desde el principio. Strumosus casi nunca se dirigía directamente a Kyros, aunque aquel hombre bajito, orondo y feroz tenía la costumbre de hablar solo en el mercado, mientras se desplazaba rápidamente de un puesto a otro, y Kyros, ingeniándoselas como podía con su pie, aguzaba el oído y procuraba recordar sus comentarios en voz alta. Jamás hubiera imaginado, por ejemplo, que la diferencia de sabor entre el mismo pescado capturado en la bahía de Deápolis y en los acantilados situados al éste de la Ciudad pudiese ser tan considerable.

El día en que Strumosus encontró lubina de Spidania en el mercado fue la primera vez que Kyros vio a un hombre llorar ante la contemplación de un alimento. La acariciaba con tanta ternura que a Kyros le recordó un santón mimando su disco solar. Una vez finalizada la cena de aquella noche, permitió que todos en la cocina saborearan el delicioso plato, cocido ligeramente en sal y aromatizado con hierbas. Al probarlo, Kyros empezó a comprender un cierto modo de vivir la vida, hasta el punto de que, en ocasiones, consideraba aquella noche como el verdadero comienzo de su adultez.

Otras veces, sin embargo, prefería dar por terminada su juventud el último día de Dykania, más adelante aquel mismo año, mientras esperaba a Scortius, el auriga, a altas horas de la madrugada, cuando de pronto oyeron un grito de socorro y ruido de gente que corría en el patio.

Kyros se volvió con dificultad para mirar hacia fuera por la puerta abierta. Strumosus dejó de inmediato la copa y la botella de vino. Tres hombres entraron a toda prisa, haciendo que el espacio pareciera repentinamente pequeño. Entre ellos se encontraba Scortius. Tenía la túnica rasgada y llevaba un cuchillo en la mano. Uno de los otros era muy corpulento; empuñaba una espada ensangrentada y también él estaba cubierto de sangre.

Kyros, boquiabierto, oyó a la Gloria de los Azules, a su queridísimo Scortius, exclamar, sin aliento:

—¡Nos persiguen! Pide ayuda, ¡rápido!

Más tarde, Kyros pensó que si Scortius hubiese sido de otra forma, habría pedido auxilio, pero fue Rasic quien salió como una exhalación por la puerta interior, atravesó el salón de banquetes y se dirigió a la salida más próxima del dormitorio, gritando desesperadamente:

—¡Azules! ¡Azules! ¡Nos atacan! ¡A la cocina! ¡Levantaos, Azules!

Strumosus de Amoria ya había cogido su cuchillo predilecto de carnicero. Sus ojos destilaban una ira irrefrenable, rayana en la locura. Kyros miró alrededor, echó mano de una escoba y apuntó el mango hacia la puerta. Ahora se oían ruidos en el exterior, en la oscuridad. Hombres que corrían. Ladridos de perros.

Scortius y uno de sus compañeros se refugiaron en el salón, mientras el que estaba herido esperaba con serenidad más cerca de la puerta, espada en mano.

Luego, los ruidos cesaron por completo en el patio. Por unos instantes no se vio a nadie. Una pausa agónica y estremecedora después del estallido de la acción. Kyros observó que los dos pinches y los demás muchachos buscaban objetos con que defenderse. Uno había cogido un atizador de hierro de la chimenea. La sangre del hombre herido goteaba en el suelo, a sus pies. Los perros seguían ladrando.

Una sombra se movió en la penumbra de la galería. Otro hombre corpulento. Kyros adivinó la silueta de su espada. La sombra habló con acento del norte:

—Sólo queremos al rhodiano. No tenemos nada contra los Azules ni contra ninguno de los otros dos. Ahorraréis vidas si nos lo entregáis.

—¡Loco! —exclamó Strumosus—. ¿Tienes idea de dónde estás, quienquiera que seas? ¡Patán ignorante! Ni siquiera el emperador envía soldados a este edificio.

—No tenemos el menor deseo de permanecer aquí. Dejad salir al rhodiano y nos marcharemos. Mandaré a mis hombres que retrocedan para que podáis…

El hombre de la galería no terminó aquella frase ni ninguna otra en toda su vida bajo el sol, las dos lunas o las estrellas de Jad.

—¡Venid, Azules! —gritó una voz procedente del interior. Un grito salvaje y exultante que salía de innumerables gargantas—. ¡Adelante, Azules! ¡Nos atacan!

De pronto, se oyó un aullido en el extremo norte del patio. No eran los perros. Eran hombres. Kyros vio la enorme y espectral figura que contenía la espada volverse, tambalearse a un lado y a otro, y desplomarse. Otras sombras aparecieron en la galería. Un pesado garrote se alzaba y caía una y otra vez sobre el hombre tendido en el suelo. Por fin, un espantoso crujido final. Kyros apartó la mirada y tragó saliva con dificultad.

—Unos ignorantes, quienquiera que sean…, o que fuesen —dijo Strumosus con una asombrosa naturalidad, dejando el cuchillo en la mesa.

—Soldados. De permiso en la ciudad. Mercenarios. No deben de haber bebido demasiado con la paga que reciben. —Era el hombre que sangraba. Kyros advirtió que estaba herido en los hombros y los muslos. También él era un soldado. Tenía una mirada severa y airada. Fuera, el tumulto era cada vez mayor. Los demás intrusos luchaban para salir del recinto. Acudieron hombres con antorchas.

—Sólo unos ignorantes —dijo Strumosus— se atreverían a seguiros hasta aquí.

—Dieron muerte a dos de mis hombres, y a vuestro compañero en la verja —repuso el soldado—. Intentó detenerles.

Kyros se acercó con dificultad a un taburete y se dejó caer en él al oír aquellas palabras. Sabía perfectamente quién estaba de guardia. Empezó a sentirse mareado.

Strumosus no se inmutó. Miró a la tercera figura que estaba en la cocina, un hombre bien rasurado, mejor vestido, pelirrojo y de expresión sombría.

—¿Eres tú el rhodiano que andaban buscando?

El hombre asintió con la cabeza.

—Sí, claro que lo eres. Dime una cosa, te lo ruego —dijo el maestro de cocina de los Azules, mientras en el patio los hombres luchaban y morían en la oscuridad—. ¿Has probado alguna vez la lamprea del lago de Baiana?

Se produjo un breve silencio en la estancia. Kyros y los demás estaban relativamente familiarizados con aquella clase de cosas, pero a cualquier otra persona podía parecerle una insensatez mencionar un tema como ése en semejante momento.

—Lo… siento mucho —respondió por fin el hombre pelirrojo, con extraordinaria compostura—, pero me temo que no.

Strumosus meneó la cabeza.

—Una verdadera lástima —murmuró—. Yo tampoco. Como comprenderás, se trata de un plato legendario. Aspalius ya escribió sobre él hace cuatrocientos años. Lo preparaba con una salsa blanca. Yo no, claro. Sería incapaz de alterar el sabor de la lamprea con una salsa.

Otro silencio similar al anterior. El número de antorchas era cada vez mayor a medida que los Azules iban saliendo al patio, semivestidos, semicalzados. Al parecer, los rezagados se habían perdido el combate. Todo había terminado. Alguien hizo callar a los perros. Kyros, escudriñando a través del hueco de la puerta, vio a Astorgus aproximarse y subir los tres peldaños de la galería, donde se detuvo para contemplar durante unos instantes al hombre que yacía en el suelo. Luego, entró en la cocina.

—Hay seis intrusos muertos ahí fuera —anunció sin dirigirse a nadie en particular. Se le veía furioso, pero no fatigado.

—¿Todos muertos? —preguntó el soldado—. Lástima, deseaba interrogarles.

—Entraron en nuestro recinto —dijo lisa y llanamente el factionarius—. Con espadas. Nadie lo hace. Nuestros caballos están aquí. —Miró al herido, intentando hacerse una idea de lo que había sucedido. Después dio una orden a los hombres del patio:

—Arrojad los cadáveres al otro lado de la verja y notificad el incidente a los funcionarios del prefecto urbano. Avisadme cuando lleguen, hablaré con ellos. Llamad a Columella y a un médico. —Se volvió hacia Scortius.

Kyros fue incapaz de descifrar su expresión. Los dos hombres se miraron durante un largo rato. Quince años atrás, Astorgus había sido exactamente lo que en ese momento era Scortius, el auriga de cuadrigas más famoso del Imperio.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el factionarius, rompiendo el silencio—. ¿Otro marido celoso?

En realidad, al principio pensó que sí.

Uno de los rasgos característicos de su éxito en la noche, después de las carreras y de los festines, siempre había residido en el hecho de no ser un hombre que perseguía a las mujeres, lo que no significaba que no las deseara ni que su pulso no se acelerara al encontrar ciertas invitaciones o en las cuadras en su casa, al regresar del Hipódromo.

Aquella noche, la última de Dykania, la clausura de la temporada de carreras, al llegar a casa para cambiarse y asistir al banquete imperial, entre las notas que le estaban esperando sobre la mesa de mármol, en el recibidor, había una muy breve, sin firma ni perfume, aunque a decir verdad…, no necesitaba firma ni perfume. Al leerla, comprendió que en la primera carrera de la tarde había conseguido algo más que derrotar a Crescens de los Verdes.

«Si tienes la misma destreza para evitar otra clase de peligros —rezaba la lacónica nota—, mi sirvienta te estará esperando en el lado este del Palacio Traversite después del festín del emperador. La reconocerás. Confía en ella, ¿de acuerdo?».

Nada más.

Dejó a un lado las misivas restantes. Hacía mucho tiempo que deseaba a esa mujer. Le atraía su inteligencia y su sereno comportamiento, lo inalcanzable que parecía. Estaba casi seguro de que debajo de aquella austeridad se escondía un espíritu ardiente que ni siquiera su extremadamente poderoso marido había sido capaz, quizá, de comprender o había tenido la oportunidad de sondear.

Pensó que tal vez aquella noche podría descubrirlo, o empezar a descubrirlo. La idea le había estimulado durante todo el banquete del emperador con una privada e intensa anticipación.

Claro que la discreción era fundamental, aunque aquello no era un problema. Scortius era el más discreto de los hombres. Una razón más por la que recibía tantas notas secretas; una razón más, tal vez por la que siempre había conseguido salir ileso de sus aventuras amorosas.

No es que no hubiera habido amenazas o incluso tentativas de asesinato. En una ocasión, le habían propinado una buena paliza. Era mucho más joven, carecía de la protección que otorgaban la fama y la riqueza. De hecho, hacía ya tiempo que se había hecho a la idea de que no moriría en su propia cama. Había muchas probabilidades de que lo hiciera en una cama ajena, o de que el Noveno Auriga se lo llevara en cualquier carrera, o de que una espada en la noche penetrara en sus entrañas de regreso a casa, tras haber estado en un dormitorio inapropiado.

Sin saber por qué, mientras cruzaba una pequeña verja habitualmente cerrada con llave del Recinto Imperial y que casi nunca se utilizaba, en la fría oscuridad otoñal, sintió un escalofrío al presentir que la espada vengadora estaba muy cerca de él esa noche.

Tenía una llave de aquella verja, fruto de un encuentro años atrás con la hija de uno de los chiliarchs de los Excubitores. La dama en cuestión ya estaba casada y era madre de tres hijos. Tenía una sonrisa encantadora y una forma muy particular de gritar y de morderse el labio inferior, como sorprendiéndose a sí misma en la oscuridad.

No usaba la llave demasiado a menudo, pero era tardísimo y tenía que tomar más precauciones que de costumbre. Esperó lo que le pareció una eternidad en la estancia hasta la que le había conducido la sirvienta. Después de todo, no era su dormitorio, aunque había un diván, vino y velas aromáticas encendidas. Se preguntó si sería capaz de descubrir una pizca de pasión e intimidad debajo de la máscara de fría cortesía. Cuando por fin apareció —seguía vistiendo como lo había hecho en el banquete y luego en el salón del trono— descubrió ambas cosas, pero más tarde, después de un delicioso intercambio personal en el que las demás imágenes del día se fueron perdiendo en la distancia, se dio cuenta de que estaba empezando a experimentar una necesidad demasiado profunda de aquellas mismas cosas que acababa de descubrir en su amante.

Y eso sí era peligroso. En su vida, la vida que había elegido vivir, la necesidad de hacer el amor, de tocar y percibir la fragancia y la urgencia de una mujer en sus brazos era esencial, inevitable, pero el deseo de cualquier intimidad más prolongada constituía una seria amenaza.

Era muy consciente de que para las damas del Recinto Imperial y de las casas patricias de la Ciudad no era más que un juguete. Le hacían saber sus necesidades y él aliviaba sus deseos, algunos de ellos tan ocultos que ni siquiera había podido imaginarlos. Se trataba de una especie de transacción. Y era así desde hacía ya quince años.

En realidad, la inesperada vulnerabilidad de aquella noche, su renuencia a dejarla y a volver al frío del otoño fue la primera señal de que quizá estuviera envejeciendo. Experimentó una sensación muy desagradable.

Scortius cerró de nuevo la pequeña verja con el máximo sigilo y miró alrededor antes de ponerse en marcha. Era muy peligroso estar vagando por las calles de Sarantium a esas horas. Lo había experimentado en su propia carne en otra ocasión.

El complejo de los Azules, su destino, quedaba bastante lejos. Tenía que atravesar el espacio destinado a la construcción del nuevo Santuario, lleno de escombros y de material de albañilería, a lo largo de la cara norte del Foro del Hipódromo, y luego continuar hasta el fondo, en dirección al obelisco y la estatua del primer Valerius, para llegar a las verjas del edificio, donde esperaba encontrar los fogones encendidos y un maestro cocinero indignado que lo único que quería oír, en un interludio previo al amanecer, era que nada de lo que había degustado en el Palacio Attenine podía compararse a lo que ofrecía la prosaica calidez de la cocina de los Azules.

Y probablemente sería verdad. A su manera, Strumosus era un genio, y el auriga incluso esperaba con ganas aquel ágape tardío con la intención de contrarrestar la fatiga y las inquietantes emociones que había descubierto aquella noche. Al día siguiente podría dormir hasta tarde. Y eso haría, casi con toda seguridad.

Si conseguía sobrevivir, por supuesto. Atendiendo a un hábito muy arraigado, permaneció inmóvil durante un rato, oculto por los arbustos y los árboles bajos próximos al muro, escudriñando centímetro a centímetro los espacios abiertos que tendría que atravesar, mirando a un lado y a otro.

No advirtió demonios, espectros ni el parpadeo de una llama en el enlosado, aunque había un grupo de hombres debajo del alero de mármol del pórtico del Gran Santuario, a punto de terminar.

Era muy extraño. No debía haber nadie allí a aquellas horas, y mucho menos desplegados con una estrategia tan precisa, como si fueran soldados. Aunque por otro lado, tampoco debía sorprenderle encontrar algún que otro juerguista borracho la última noche de Dykania, cuyos pasos tambaleantes le hubiesen conducido hasta la plaza situada frente a las Puertas de Bronce, atestada de materiales de construcción, si bien aquel grupo de desconocidos inmóviles, que parecían estar agazapados detrás del obelisco, la capa y la oscuridad, transmitían un mensaje diferente. Desde su posición en el pórtico, quienesquiera que fuesen, podían ver las Puertas con toda claridad, y si se movía de donde estaba, descubrirían su presencia, aun cuando no tuvieran la más remota idea de la existencia de aquella pequeña vieja.

Se le había pasado el cansancio.

El peligro y el desafío eran como un vino embriagador y tonificante para Scortius de Soriya. Una razón más por la que se había consagrado a la velocidad y la sangre de la pista y por la que no podía evitar aquellas citas ilícitas en el Recinto Imperial o fuera de él. Era consciente de ello. En realidad, hacía muchos años que lo sabía.

Realizó una breve invocación a Heladikos y empezó a considerar sus opciones. Lógicamente, los embozados irían armados y debían de estar allí por algún motivo. Por su parte, sólo llevaba un cuchillo. Podía salir corriendo en dirección al Foro del Hipódromo y pillarles por sorpresa, aunque por el lugar en que se encontraban apostados, y en caso de que estuviesen en condición de correr, le cortarían el paso, y para él las carreras pedestres carecían de la menor dignidad.

A regañadientes, no tuvo más remedio que concluir que la única solución inteligente era regresar al Recinto, donde le sería fácil encontrar una cama en los barracones de los Excubitores, que se sentirían honrados y no le harían preguntas, aunque también podía dirigirse hasta las Puertas de Bronce por el interior, salir con toda la calma del mundo, pese a arriesgarse a despertar un sinfín de desafortunadas especulaciones a aquella hora, decir que tenía un mensaje para Los Azules y que debía entregarlo en su sede. En pocos segundos dispondría de una escolta.

Sea como fuere, más gente de la estrictamente necesaria descubriría que había estado allí tan tarde. No es que deseara mantener en secreto sus costumbres nocturnas, pero siempre se las había ingeniado para que sus encuentros llamaran la menor atención posible. Se trataba, de nuevo, de una cuestión de dignidad, y también de respeto hacia las mujeres que habían confiado en él. Todo el mundo lo conocía, y prefería guardar para sí determinados episodios, evitando que fuesen a parar a oídos de gente envidiosa o ávida de divulgar cualquier rumor en los baños públicos, los barracones y las cauponae de la metrópoli.

Así pues, sus opciones consistían en echar a correr por la calle como un aprendiz que huye del garrote de su maestro o volver a entrar en el Recinto y afrontar la situación con ironía ante los Excubitores o en las Puertas.

Y evidentemente, no pensaba echarse a correr.

Ya había sacado la llave del monedero de piel cuando distinguió el destello de una luz en el pórtico del Santuario, al tiempo que se abría una de las enormes puertas macizas. Salieron tres hombres, cuya silueta se perfilaba a la perfección sobre el brillo de fondo. ¡Qué extraño era todo aquello a altas horas de la madrugada! El Gran Santuario aún no estaba abierto al público y sólo tenían acceso a su interior los obreros y los arquitectos. Observando sin ser visto, Scortius advirtió que los hombres que esperaban en el pórtico reaccionaron de inmediato y empezaron a desplegarse en silencio. Estaba demasiado lejos como para oír nada o reconocer a nadie, pero advirtió que dos de los hombres se volvían y se inclinaban ante un tercero, que entró de nuevo en el Santuario, haciéndole algún tipo de advertencia.

El haz luminoso se estrechó y desapareció al cerrarse la puerta. Quedaron solos en la penumbra, delante del pórtico, entre un montón de desechos y cascotes. Uno de ellos dijo algo a su compañero. Era evidente que no tenían ni idea de la presencia del grupo de hombres armados que les rodeaban.

Por la noche, siempre moría alguien en la Ciudad.

La gente acudía a las tumbas de los que habían muerto de forma violenta con lápidas malditas, haciendo caso omiso de las imprecaciones del clero, e invocaban la muerte o la descuartización de los aurigas y sus caballos, la pasión enardecida de la mujer deseada, la enfermedad para el hijo o la mula de algún vecino al que odiaban, o una pavorosa galerna para un navío mercante rival. Sangre y magia, llamas revoloteando por las callejuelas nocturnas. Los fuegos de Heladikos. Los había visto en más de una ocasión.

Pero por muchas cosas que se pudieran decir acerca de los espíritus del más allá, lo cierto es que en ese momento había en la plaza espadas y hombres que las empuñaban, no criaturas espectrales de las tinieblas. Scortius permaneció agazapado en la oscuridad —las lunas ya se habían puesto y sólo alguna estrella furtiva asomaba por detrás de las nubes—. Soplaba un viento helado del norte, donde moraba la Parca, según los antiguos relatos de Soriya, que ya se contaban incluso antes de que Jad llegara hasta los pueblos meridionales junto con la leyenda de su amado hijo.

Lo que estaba sucediendo en aquel pórtico no era de su incumbencia y, por lo demás, el largo camino que tenía por delante si pretendía llegar al complejo de los Azules, ya era lo bastante peligroso para meterse en más líos. Exceptuando el simple cuchillo, iba desarmado, y poco podría hacer por aquellos dos desdichados frente a un grupo de atacantes armados con espadas.

Algunas situaciones exigían aguzar el instinto de supervivencia, del cual, por desgracia, andaba escaso.

—¡Cuidado! —gritó con todas sus fuerzas, y salió a la carrera desde detrás de los árboles.

Mientras lo hacía, sacó su pequeño cuchillo. Al fin y al cabo, la serena conclusión de no correr a la que había llegado instantes antes, se había desvanecido en un santiamén y de la peor de las maneras. En efecto, un levísimo aunque tardío destello de inteligencia le estaba advirtiendo de la insensatez de su proceder.

—¡Asesinos! —gritó—. ¡Entrad en el Santuario!

Los dos hombres del pórtico se volvieron hacia él mientras cruzaba la plaza a toda velocidad. Distinguió un pequeño montón de ladrillos justo a tiempo y consiguió dar un salto, golpeándose un tobillo y casi perdiendo el equilibrio al aterrizar. Se maldijo a sí mismo y maldijo también su lentitud. Mirando alrededor mientras corría, en busca de enemigos, de algún movimiento, de más condenados ladrillos, observó que en el lado oeste del pórtico un soldado se volvía y desenfundaba la espada. Estaba lo bastante cerca como para percibir el sonido de la hoja deslizándose por la vaina.

Tenía la ferviente esperanza —completamente infundada, por cierto— de que el tercer hombre no hubiese corrido el pestillo de la puerta del Santuario para que pudieran entrar antes de que los asesinos llegaran hasta ella. Se le ocurrió, también demasiado tarde, que habría podido gritar la misma advertencia sin necesidad de lanzarse a la carrera como lo había hecho. Era uno de los hombres más célebres de Sarantium, el compañero de cenas del emperador, la Gloria de los Azules y más rico de lo que había soñado jamás en su adolescencia.

Pero al parecer, seguía siendo casi el mismo de hacía quince años. Por desgracia para él.

Subió por los escalones del pórtico a toda prisa, a pesar de que le dolía el tobillo al apoyar el pie, pasó como una exhalación por delante de los dos hombres y asió con fuerza el tirador de la puerta, haciéndolo girar a un lado y a otro.

¡Cerrada! Sacudió y golpeó furiosamente el tirador, pero fue en vano. Luego dio un golpe en la propia puerta y acto seguido giró sobre sus talones y vio por primera vez a los dos hombres con claridad. Los conocía. Ni siquiera se habían movido. Estaban paralizados de miedo. Scortius soltó otra maldición.

Como era de esperar, los soldados les habían rodeado. El líder, un hombre alto y fornido, se colocó frente a las escaleras del pórtico, entre rimeros cubiertos de lonas, y les miró a los tres. Sus ojos eran oscuros. Sostenía la pesada espada como si fuese de papel.

—¡Scortius de los Azules! —exclamó con asombro.

Se hizo el silencio. El auriga no respondió. Su mente trabajaba a marchas forzadas.

El soldado prosiguió sin perder el tono de perplejidad:

—Me has costado una fortuna esta tarde, ¿sabes? —El acento era trakesiano. Debería haberlo adivinado. Soldados de permiso en la Ciudad, contratados como mercenarios en una caupona para asesinar y esfumarse sin dejar rastro.

—Estos hombres se hallan bajo la protección del emperador —replicó Scortius con frialdad—. Tócales o tócame a mí y lo pagarás con la vida. Nadie te protegerá. Aunque te escondas en el último rincón del Imperio, darán contigo, ¿me comprendes?

—¿Cómo? —El tono de su voz denotaba sorpresa—. ¿Acaso crees que estamos aquí para asesinarles?

Scortius tragó saliva. Dejó caer a un costado del cuerpo la mano con que empuñaba el cuchillo. Los otros dos hombres del pórtico le miraban con curiosidad, al igual que los demás. El viento sopló con más fuerza, agitando las lonas que cubrían ladrillos y herramientas. Un montón de hojas secas barrió por la plaza. Scortius abrió la boca y volvió a cerrarla, sin saber qué decir.

Había hecho varias suposiciones desde que había salido del Recinto Imperial y descubierto a aquellos hombres en la oscuridad, pero ninguna de ellas parecía ser correcta.

—Eh…, auriga, te presento a Carullus, tribuno del Cuarto Sauradí de caballería —anunció el artesano mosaiquista pelirrojo que estaba de pie en el pórtico—. Ha sido mi escolta durante la última parte del viaje hasta aquí y es mi guardián en la Ciudad. Como ya sabes, esta tarde perdió un montón de dinero en la primera carrera.

—Lo siento de veras —respondió Scortius, acongojado. Miró a Caius Crispus de Varena y luego al famoso arquitecto Artibasos, el constructor de aquel nuevo Santuario, que se hallaba a su lado.

Ya sabía casi con toda seguridad quién era la persona ante la que se habían inclinado mientras observaba desde los arbustos, aunque por lo visto su capacidad de comprensión estaba un tanto adormecida esa noche. Los basánidas tenían un proverbio acerca de ello; lo había oído con frecuencia a los comerciantes soriyanos en los períodos de entreguerras. Aunque lo cierto era que en ese momento no estaba para filosofías.

Se produjo otro silencio. El viento silbaba a través de los pilares, haciendo ondular las lonas que cubrían el material de construcción. Ningún movimiento en las Puertas de Bronce. Debían de haberle oído gritar, pero no se molestaron en hacer nada al respecto. Los sucesos que tenían lugar fuera del Recinto Imperial casi nunca perturbaban a la guardia; su única misión era mantenerlos ahí…, fuera. Había cruzado la plaza como alma que lleva el diablo, gritando como un loco, blandiendo una daga, golpeándose un tobillo…, y nada de eso había producido el menor efecto. De pie en la oscuridad ante el pórtico a medio terminar del Gran Santuario de la Sagrada Sabiduría de Jad, la imagen de la elegante dama a la que hacía un rato había dejado en el Recinto cruzó por su mente como una estrella fugaz. Su perfume, su tacto…

La imaginó observando su conducta hasta ese preciso instante, y se estremeció ante la idea de sus cejas enarcadas, de su boca expresiva y, luego, incapaz de encontrar una buena alternativa, se echó a reír.

Horas antes, esa misma noche, mientras se dirigía con una escolta desde el Palacio Attenine al Traversite, donde la emperatriz de Sarantium tenía sus aposentos otoñales e invernales favoritos, Crispin pensó en su esposa.

Siempre le sucedía lo mismo, aunque la diferencia, y era muy consciente de ella, estribaba en que ahora, en su mente, la imagen de Ilandra aparecía como una especie de escudo, de defensa, a pesar de que continuaba sin saber cuál era el origen de su temor. En los jardines soplaba el viento y hacía frío; se envolvió en la capa que le habían prestado.

Protegido por la muerte que se escondía detrás del recuerdo del amor, le condujeron hasta el más pequeño de los dos palacios principales, mientras las nubes correteaban en el cielo y las lunas se habían puesto ya por el oeste, atravesando corredores de mármol con faroles encendidos en las paredes y deteniéndose ante los soldados que montaban la guardia en la puerta de las estancias privadas de la emperatriz, que le había hecho llamar a esas altas horas de la noche.

Le esperaban. Uno de los soldados asintió, inexpresivo, y abrió la puerta. Crispin penetró en un espacio iluminado por la luz del hogar y de las velas, que producía mil reflejos dorados. Los eunucos y los soldados se quedaron. La puerta se cerró. La imagen de Ilandra fue palideciendo poco a poco cuando una dama de honor se acercó a él, vestida de seda, con paso silencioso, casi deslizando los pies, y le ofreció una copa de plata llena de vino.

La aceptó con verdadera gratitud. Le quitó la capa y la dejó en un banco apoyado contra la pared, junto al fuego. Luego le sonrió y se retiró a través de una puerta interior. Crispin se quedó solo, mirando alrededor a la luz de una miríada de velas. Era una estancia de un suntuoso buen gusto; quizá demasiado recargada para un ojo occidental, pero los sarantinos solían ser así. De pronto, contuvo el aliento.

Junto a la pared de la izquierda, sobre una mesa larga, había una rosa de oro tan delicada como una de verdad, con cuatro capullos y espinas entre las hojas pequeñas y perfectas. Todo en ella era de oro, menos los cuatro capullos que representaban distintas fases de floración, y un quinto, en lo alto, completamente abierto. Constituía una auténtica obra maestra, con un rubí en el centro, rojo como el fuego bajo la luz de las velas.

Su belleza y su fragilidad le helaron el corazón. Habría bastado con coger aquel largo tallo entre dos dedos para que se doblara y se deformara. La flor parecía balancearse a merced de una brisa inexistente. Tan perfecta, tan efímera, tan vulnerable era. Crispin se lamentó por la maestría con que el artista la había realizado, el tiempo y el cuidado invertidos en su ejecución, y por la percepción simultánea de que aquel artificio, aquella maravillosa obra de arte, que era tan precaria como… como cualquier dicha en la vida mortal.

Como una rosa, quizá, que moría barrida por el viento o al término del verano.

De repente, en la joven reina de los antae y en el mensaje que traía, sintió lástima y miedo en su interior, tan lejos como estaba de su hogar.

En la mesa, junto a la rosa, las velas de un candelabro de plata parpadearon. No oyó nada, pero la súbita agitación de las llamas le hizo volverse.

De joven había sido la reina del escenario, sabía moverse en silencio y con la gracia de una bailarina. Era menuda, esbelta, de pelo negro y ojos oscuros, exquisita como la rosa. Aquel símil evocó un sinfín de espinas en su mente, el goteo de la sangre y el peligro en lo más recóndito de la belleza.

Se había puesto una túnica de noche de color rojo y había ordenado a sus sirvientas que le quitaran el tocado y las joyas de la muñeca y el cuello. Llevaba suelta la larga y tupida melena, dispuesta ya para el descanso nocturno. Su único armamento eran unos pendientes de diamantes que atrapaban la luz. Olía a ella. Crispin podía percibirlo a través del espacio que les separaba, envolviéndola como un aura de poder, de profunda inteligencia y de algo más que era incapaz de definir con palabras, pero que conocía y que temía.

—Rhodiano, ¿hasta qué punto estás familiarizado con los aposentos privados de la realeza? —Hablaba en voz baja, con ironía, en un tono muy íntimo.

Cuidado, cuidado, se dijo Crispin, dejando la copa de vino, haciendo una gran reverencia y ocultando su ansiedad con la lentitud de los movimientos. Se irguió de nuevo y se aclaró la garganta.

—En absoluto, mi señora. Es un verdadero honor para mí, pero me siento fuera de mi elemento.

—¿Como un batiarano lejos de su península? ¿Como un pez fuera del agua? ¿A qué sabes, Caius Crispus de Varena? —La emperatriz no se movió. La luz de la chimenea se reflejaba en sus ojos y en los diamantes que los flanqueaban, cuyos destellos absorbía ávidamente su mirada. Sonrió.

Estaba jugando con él. Crispin lo sabía, pero aun así tenía la garganta seca. Volvió a toser y dijo:

—No tengo ni idea, mi señora. Estoy a vuestro servicio para lo que deseéis mandar, tres veces ensalzada.

—Sí, lo sé, ya lo dijiste antes. Por lo que veo te han afeitado la barba. Pobrecito mío. —Rio, echó a andar directamente hacia él y… pasó de largo, mientras Crispin contenía el aliento. Se detuvo junto a la mesa larga, contemplando la rosa—. ¿Estabas admirando mi flor? —Su voz era como la miel, como la seda.

—Sí, mi señora. Es una obra de una extraordinaria belleza y tristeza al mismo tiempo.

—¿Tristeza? —Alixiana volvió la mirada hacia él.

Crispin vaciló.

—Las rosas se marchitan y mueren. Un artificio tan delicado como éste nos recuerda lo efímero de todas las cosas…, de todas las cosas hermosas.

Alixiana permaneció en silencio durante un rato. Ya no era una mujer joven. Sus ojos negros permanecieron fijos en los de Crispin hasta que éste bajó la vista. Su perfume era embriagador, oriental, le hacía pensar en colores y en muchas de las cosas que había hecho. Su vestido no era rojo, en realidad, sino de un color más intenso, más oscuro, pórfido. El pórfido de la realeza. Miró al suelo y se preguntó si sería aquella conversión de fragancia, sonido y sabor en color sería intencionada. En Sarantium había artes ocultas que desconocía. Se hallaba en la Ciudad de las Ciudades, el ornamento del mundo, el ojo del universo. Los misterios eran muchos.

—Lo efímero de la belleza. Bien dicho —murmuró la emperatriz, contemplando la rosa—. Éste es el motivo por el que está aquí, por supuesto. Eres un hombre inteligente, rhodiano, ¿podrías hacer para mí algo en mosaico que sugiriera todo lo contrario, una sutil expresión de lo que perdura más allá de lo transitorio?

Después de todo, tenía un motivo para haberle hecho llamar. Crispin alzó la mirada.

—¿Qué es lo que os lo sugeriría a vos, emperatriz?

—Delfines —respondió ella con serenidad.

Crispin palideció.

Alixiana se volvió hacia él y le observó, apoyándose en la mesa de marfil con una mano a cada lado, las palmas abiertas y los dedos extendidos. Su expresión pensativa, evaluadora, le desconcertó más de lo que lo hubiese hecho una ironía.

—Bebe el vino —dijo la emperatriz—. Es excelente.

Crispin así lo hizo. En efecto, lo era, pero no le ayudó demasiado. No en aquella situación.

Los delfines eran letales en aquel momento de la historia del mundo. Mucho más que las simples criaturas marinas saltando entre las olas y el aire, gráciles y decorativas, que a cualquier mujer le encantaría tener en las paredes de su dormitorio. Los delfines, atrapados en las redes de las herejías heladikianas, estaban vinculados con el paganismo. Eran los encargados de conducir las almas del reino mortal de los vivos a través de las resonantes estancias del océano hasta el reino de la Muerte y del juicio. Por lo menos, así se había creído en Trakesia en la Antigüedad y también en Rhodias antes de la llegada de la doctrina de Jad. Los delfines habían servido al dios del Más Allá, al que se designaba con innumerables nombres, y eran el conducto de los espíritus de los muertos, atravesando el espacio borroso que separa la vida de la postrera dimensión.

Una parte de aquel antiguo y duradero paganismo había penetrado, a través de un espacio diferente, aunque igualmente borroso, en la fe de Jad y de su hijo Heladikos, que murió trayendo el fuego a los hombres. Según la leyenda de la oscuridad, cuando su carro se precipitó en el mar, ardiendo como una antorcha, fueron los delfines quienes acudieron y llevaron a lomos su maltrecha belleza. Tras convertirse en féretros vivientes, lo transportaron hasta los confines del gran océano del mundo para que se reuniera con su padre. Jad se hizo cargo del cuerpo de su hijo, lo llevó hasta su propio carro y cabalgaron en la oscuridad, como cada noche, aunque ésa fue más profunda y más tenebrosa, pues Heladikos había muerto.

Así pues, se decía que los delfines habían sido los últimos seres del mundo de los vivos que vieron y tocaron al amadísimo Heladikos, y por el servicio prestado se convirtieron en criaturas sagradas en las enseñanzas de quienes creían en el hijo mortal de Jad.

Cada cual podía elegir entre dos sacrilegios mortales. Los delfines conducían las almas hasta el dios de la Muerte en el panteón pagano ancestral o llevaban el cuerpo del único hijo del dios, lo que constituía una herejía igualmente prohibida.

De un modo u otro, cualquiera que fuese su significado, un artesano que representara delfines en un techo o una pared estaba desafiando a un clero cada vez más vigilante, lo que podía tener consecuencias funestas. En el pasado había habido delfines en el Hipódromo, que se sumergían para contar las vueltas completadas, pero los habían fundido y reemplazado por caballitos de mar.

Fue el emperador Valerius II quien propició el Pronunciamiento de Athan entre el Alto Patriarca de Rhodias y Zakarios, el de Oriente, en la Ciudad. Había trabajado muy duro para conseguir aquel extraño pacto. Doscientos años de amargas y letales disputas en la fe cismática de Jad se zanjaron de un plumazo con aquel documento, pero el precio que el ambicioso emperador y un clero sólo superficialmente unido tuvieron que pagar por cualesquiera beneficios que esperaran obtener fue la declaración de herejes a todos los heladikianos; riesgo de denuncia, hechizos rituales en capillas y santuarios, y la hoguera. Durante el imperio de Valerius eran contadísimas las ejecuciones por infringir las leyes del hombre, pero los acusados de herejía morían en la hoguera.

Y en ese momento era la mismísima emperatriz de Valerius, perfumada, con una reluciente túnica roja bordada en oro, bajo la luz de las velas a altas horas de la madrugada, quien le estaba pidiendo delfines en sus estancias.

Crispin se sentía demasiado agotado por todo lo que había sucedido aquella noche para analizar la situación con la frialdad que merecía, y trató de ganar tiempo:

—Unas criaturas encantadoras, sobre todo cuando brincan sobre el oleaje.

—Por supuesto que sí —dijo Alixiana con una sonrisa—, y también las que transportaron a Heladikos hasta ese lugar en el que el océano y el cielo se abrazan en el crepúsculo.

¿Ganar tiempo con una frase tan directa? ¡Imposible! Por lo menos, ahora ya sabía cuál iba a ser el pecado por el que le condenarían a morir en la hoguera.

Con todo, le estaba simplificando mucho las cosas. Alzó los ojos. La emperatriz no había dejado de mirarle un solo instante.

—Ambos patriarcas han prohibido estas enseñanzas, mi señora, y el emperador juró en el viejo Santuario de la Sabiduría de Jad defender dicha prohibición.

—¿Oíste hablar de eso incluso en Batiara, bajo el dominio de los antae?

—Naturalmente que sí. El Alto Patriarca está en Rhodias, tres veces ensalzada.

—¿Y el rey de los antae, o su hija, más tarde, también hicieron un juramento similar?

Era una mujer increíblemente peligrosa.

—No, mi emperatriz. Los antae descubrieron a Jad a través de la doctrina heladikiana.

—Y lamentablemente no cambiaron su doctrina.

Crispin se volvió.

Alixiana se limitó a girar la cabeza y a sonreír al hombre que acababa de entrar con el mismo sigilo que ella y que había hablado desde la puerta más alejada de la habitación.

Por segunda vez, con el corazón palpitando con fuerza, Crispin dejó la copa de vino y se inclinó para disimular su incomodidad. Valerius no se había cambiado de ropa ni de modales. Se dirigió hacia la mesa y apuró su propia copa. Estaban los tres solos, no había ningún sirviente en la estancia.

Luego, miró a Crispin, como esperando una respuesta.

Era muy tarde; un extraño e imprevisto sentido del humor se adueñó del artesano, aunque tanto su madre como sus amigos habrían asegurado que conocían muy bien esa reacción, y murmuró:

—Uno de los sacerdotes más venerados de los antae ha escrito que las herejías no son como las modas en el vestir, mi señor, que quedan obsoletas con cada estación o cada año.

Alixiana soltó una carcajada y Valerius esbozó una sonrisa, aunque sus ojos grises permanecían alerta.

—En efecto, lo leí —dijo—. Sybard de Varena. Una Respuesta a un Pronunciamiento. Un hombre inteligente ese Sybard. Le escribí diciéndoselo y le invité a la corte.

Crispin no lo sabía. Claro, ¿cómo habría podido saberlo? Pero lo que sí sabía, como todo el mundo al parecer, era que la manifiesta ambición de Valerius por la península batiarana derivaba en buena parte de la existencia de los cismas religiosos y de la necesidad declarada de rescatarla del «error». Era curioso y a la vez exacto lo que había oído decir de aquel hombre, que sería capaz de justificar una posible reconquista de Rhodias y de la religión occidental en aquel documento y, al mismo tiempo, valorar al clérigo de los antae cuyo trabajo rebatía punto por punto.

—Declinó la invitación —terció Alixiana— con cierta grosería. Martinian, tu compañero, también. Dime, rhodiano, ¿a qué se debe que ninguno de vosotros quiera venir al Recinto Imperial?

—Eres injusta, cariño. Caius Crispus sí lo ha hecho —dijo Valerius—, a pesar de los fríos caminos otoñales, de que le han rasurado la barba y de que lo único que le ha ofrecido nuestra corte hasta el momento es… una picara emperatriz con una impía solicitud.

—Es preferible mi picardía que la malicia de Styliane —replicó Alixiana, que continuaba apoyada en la mesa. Su tono había cambiado. Ahora era astuto, taimado. ¡Qué interesante! ¡A esas alturas, Crispin ya conocía todos los matices de su voz! ¡Como si estuviese familiarizado con ellos desde siempre!— Si las herejías cambian con la estación —añadió—, ¿acaso no puede cambiar también la decoración de mis paredes, mi señor emperador? En cualquier caso, ya sois dueño de Trakesia; no tenéis que conquistarla. —Sonrió con dulzura a ambos.

Se produjo un breve silencio.

—Aún no ha nacido el hombre lo bastante ingenioso —dijo por fin el emperador, meneando la cabeza y con expresión divertida— para llevaros la contraria y oponerse a vuestros caprichos.

—Bien, eso significa que puedo hacerlo —convino la emperatriz—. Quiero los delfines aquí. Haré los preparativos necesarios para que nuestro rhodiano… —Se interrumpió. Una mano imperial se había alzado al otro lado de la estancia, recta como la de un juez, deteniendo su discurso.

—Después del Santuario —dijo Valerius con severidad—, y siempre que él esté de acuerdo. Momentánea o no, es una herejía, y las consecuencias, en el caso de descubrirse, recaerían sobre el artesano, no sobre la emperatriz. Tenlo en cuenta y decídelo cuando llegue el momento.

—Es muy probable que ese «después» —replicó Alixiana— se demore mucho tiempo. Has construido un Santuario muy grande, mi señor, y mis aposentos son ridículamente pequeños. —Hizo una mueca de desagrado.

Crispin intuyó que aquel diálogo formaba parte de una especie de acción secundaria habitual entre los dos con la que, por otro lado, pretendían divertirle un poco. Pero ¿por qué? No lo sabía, pero lo cierto era que la idea provocó el efecto opuesto. En efecto, seguía sintiéndose incómodo y se mantenía alerta.

Alguien llamó a la puerta.

El emperador de Sarantium se volvió al instante y luego sonrió. Al hacerlo, dio la impresión de ser más joven, casi un muchacho.

—¡Ah! Quizá sea lo bastante ingenioso después de todo. Eso me reconforta —dijo—. Me temo que estoy a punto de ganar una apuesta. Confío en que me pagaréis lo prometido, mi señora.

Alixiana parecía desconcertada.

—No puedo creer que se atreva a hacerlo. Debe de ser otra cosa, algo… —Dio unos pasos, mordiéndose el labio inferior.

La dama de honor apareció en el umbral de la puerta, enarcando las cejas con expresión interrogativa. El emperador dejó su copa, pasó por delante de ella con el máximo sigilo y se escondió en la estancia interior. Crispin advirtió que sonreía.

Alixiana asintió con la cabeza a su doncella, que dudó unos instantes, hizo un gesto hacia la emperatriz y luego señaló su propio cabello.

—Mi señora…

Alixiana se encogió de hombros con expresión de impaciencia.

—La gente ha visto mucho más que mi cabello suelto, Crysomallo. Déjalo.

Al abrirse la puerta, Crispin retrocedió unos pasos en dirección a la mesa en que reposaba la rosa, mientras la emperatriz permanecía cerca de él, en actitud imperiosa. Se le ocurrió que, quienquiera que fuese, no podía tratarse de un intruso, ya que no hubiese logrado acceder al interior del palacio y mucho menos a aquellos aposentos privados.

La mujer retrocedió un par de pasos y un hombre entró en la estancia. Llevaba una cajita de marfil en las manos. La entregó a Crysomallo y luego, volviéndose hacia la emperatriz, hizo una reverencia completa, tocando tres veces el suelo con la frente. Crispin tenía la sensación de que aquella ceremonia era excesiva, exagerada, dadas las circunstancias. Cuando por fin el visitante se puso de pie a una indicación de Alixiana, el artesano le reconoció. Era el hombre enjuto y de rostro alargado que había estado detrás de Leontes en el salón de audiencias.

—Un poco tarde para una visita, ¿no te parece, secretario? ¿Se trata de un regalo tuyo personal o hay algo que Leontes quiera decirme en privado? —El tono de la emperatriz era difícil de interpretar. Exquisitamente cortés, pero nada más que eso.

—No se trata de Leontes, tres veces ensalzada, sino de su esposa. Traigo un pequeño obsequio de Styliane Daleina para vos, amadísima emperatriz. Se sentiría muy honrada de que os dignarais aceptarlo. —El hombre miró nerviosamente a su alrededor al terminar de hablar, y Crispin tuvo la sensación de que el secretario estaba memorizando la estancia. No pudo ignorar la melena suelta de Alixiana ni la privacidad de aquella situación, aunque a ella no le preocupaba en absoluto. Crispin se preguntó una vez más qué papel había representado en aquella comedia, cuál era el que estaba representando en ese preciso instante y con qué fin.

La emperatriz asintió en dirección a Crysomallo, que desabrochó el cierre de oro de la caja y la abrió. La dama de honor fue incapaz de reprimir su asombro. Cogió el pequeño objeto que contenía. Se hizo el silencio.

—Vaya por dios, querida —murmuró al fin la emperatriz de Sarantium—. Acabo de perder una apuesta.

—¿Mi señora…? —El secretario frunció el entrecejo. No era lo que esperaba oír.

—No importa. Dile a Styliane que estamos encantados con su gesto y por la… celeridad con la que ha decidido enviárnoslo, manteniendo despierto hasta tan tarde a un ajetreado escriba y utilizándolo de mensajero. Puedes retirarte.

Aquello fue todo. Una frase de despedida tan cortés como escueta. Crispin seguía intentando comprender la razón por la que Styliane Daleina, a quien había despertado una indeseada atención en el salón de recepciones, acababa de regalar a la emperatriz el opulento collar de oro con la perla. Pero iba más allá de su capacidad e incluso de su imaginación, aunque de lo que sí estaba seguro —una convicción absoluta— era que de no haber dicho lo que dijo en aquella ocasión, esto no habría sucedido.

—Gracias, graciosísima señora. Me apresuraré a comunicarle vuestras amables palabras. De haber sabido que iba a interrumpiros…

—Vamos, Pertennius. Ella sabía que me interrumpirías y tú también. Ambos me oísteis en el salón del trono convocar al rhodiano.

El hombre enmudeció y bajó la mirada. Tragó saliva. Era curiosamente agradable, pensó Crispin, ver a alguien más desconcertado que él por Alixiana de Sarantium.

—Pensé…, mi señora pensó… que quizá vos…

—Pertennius, eres un pobre hombre. Ve con Leontes a los campos de batalla y narra las cargas de la caballería. Sabes hacerlo mucho mejor. Vete a la cama. Dile a Styliane que me siento muy feliz de aceptar su presente y que sí, en efecto, el rhodiano aún estaba conmigo, como deseaba saber, para que viera que su obsequio superaba al que él le ofreció. Dile también —añadió la emperatriz— que cuando está suelto, mi pelo todavía llega hasta la parte inferior de la espalda —Se volvió deliberadamente para que el secretario pudiera apreciarlo, se dirigió hacia la mesa en que estaba la botella de vino y cogió la que había dejado Valerius.

Crysomallo abrió la puerta. Un instante antes de que aquel hombre llamado Pertennius —¿dónde diablos había oído ese nombre ese mismo día?— se diera la vuelta para marcharse, Crispin adivinó un brillo especial en sus ojos, que desapareció tan deprisa como fugaz fue la repetición de la triple reverencia y su salida de la estancia.

Alixiana no se volvió hasta que la puerta estuvo cerrada.

—¡Que Jad te maldiga con calvicie y cataratas! —exclamó airada, aunque sin perder su majestuosidad.

El emperador de Sarantium, que era precisamente a quien se estaba refiriendo su esposa, entró de nuevo en la estancia, riendo con innegable deleite.

—Ya estoy calvo —dijo—, de modo que se trata de una maldición inútil. Y si contraigo cataratas, tendrás que ponerme en manos de los médicos para que las traten o guiarme durante el resto de la vida con la boca pegada a mi oreja.

La expresión de Alixiana, vista de perfil, llamó la atención de Crispin. Tenía la casi seguridad de que era una mirada sin reservas, fruto de un indeseado descuido, algo muy íntimo, inquietantemente íntimo. Sintió una súbita opresión en el corazón; el pasado se confundía con el presente.

—Sois muy sagaz, amor mío —murmuró Alixiana—, al haberlo anticipado.

Valerius se encogió de hombros.

—En realidad, no. Nuestro rhodiano la avergonzó con una generosa ofrenda tras haber incurrido públicamente en un error de presunción. No debería haber llevado joyas más ostentosas que las de la emperatriz, y lo sabía.

—Claro que lo sabía, pero ¿quién iba a tener el valor de decírselo ante toda la corte?

Ambos se volvieron al mismo tiempo hacia Crispin y sonrieron.

Crispin carraspeó.

—Al parecer, un ignorante artesano mosaiquista de Varena que ahora desearía preguntar si es probable que muera por sus transgresiones —dijo.

—¡Oh!, ¡por supuesto que sí! Uno de estos días —dijo Alixiana, sin dejar de sonreír—. Todos lo haremos. Pero gracias. Sólo a ti te debo este inesperado regalo, y te aseguro que me encanta esta clase de perlas. Es una debilidad. Toma, Crysomallo.

La dama de honor, sonriendo encantada, se acercó a la emperatriz con la cajita, abrió el cierre, sacó de nuevo el collar y se situó detrás de ella para ponérselo.

—Todavía no —indicó Valerius, tocando el hombro de la mujer—. Me gustaría que Gesius lo viera antes de que te lo pongas.

Alixiana pareció sorprendida.

—¿Qué? ¿De veras? Petrus, no irás a creer que…

—No, pero dejemos que lo examine. Una simple formalidad.

—Un veneno no es una simple formalidad, querido.

Crysomallo se sobresaltó al oír aquellas palabras y volvió a guardar el collar en la caja, frotándose los dedos en la tela de tu túnica con evidente nerviosismo. Por lo que pudo observar Crispin, la emperatriz daba la impresión de estar más intrigada que otra cosa, sin mostrar el menor signo de alarma.

—Estamos acostumbrados a este tipo de cosas —dijo Alixiana de Sarantium con tranquilidad—. No te preocupes, rhodiano. Y por lo que se refiere a tu seguridad, esta noche has frustrado a varias personas. Creo que no estaría de más asignarle una escolta, ¿no te parece, Petrus?

Mientras hablaba, se había vuelto hacia el emperador, que se limitó a responder:

—Ya le ha sido asignada. Se lo he comentado a Gesius antes de venir.

Crispin carraspeó de nuevo. Empezaba a darse cuenta de que todo sucedía a una velocidad de vértigo alrededor de la pareja imperial.

—Me sentiría… incómodo con un guardia siguiéndome a todas partes. ¿Me autorizáis a hacer una sugerencia?

El emperador inclinó la cabeza. Crispin prosiguió:

—Antes mencioné al soldado que me había traído hasta aquí. Se llama…

—Carullus, del Cuarto Sauradí, el que ha venido para hablar con Leontes. Probablemente de la paga de los soldados. Sí, le mencionaste. A él y a sus hombres los he nombrado tus guardias personales.

Crispin tragó saliva. En realidad, el emperador ni siquiera hubiese tenido que recordar la existencia, y mucho menos el nombre, de un oficial al que se había citado de pasada. Pero según los rumores, no olvidaba nada, nunca dormía, conversaba y recibía el consejo de los espíritus del otro mundo, de sus difuntos predecesores, mientras recorría los interminables corredores del palacio.

—Os estoy muy agradecido, mi señor —dijo Crispin, inclinándose—. Carullus es un buen amigo y su compañía es muy reconfortante aquí en la Ciudad. Me sentiré mucho más a gusto con él.

—Lo que a su vez es bueno para mí —repuso el emperador esbozando una sonrisa—. Quiero que te concentres en tu trabajo. ¿Te apetecería ver el nuevo Santuario?

—Estoy ansioso por hacerlo, mi señor. Si mañana por la mañana fuese posible…

—¿Por qué esperar? Iremos ahora.

Era pasada la medianoche. Las festividades de Dykania ya habían concluido. Los únicos que estarían despiertos a esas horas serían los panaderos, los Insomnes en sus vigilias, los barrenderos y vigilantes de la Ciudad, las prostitutas y sus clientes. Pero ése era un emperador que nunca dormía.

—Debería haberlo imaginado —terció Alixiana en tono de afrenta—. Traigo a un hombre inteligente a mis habitaciones por la… destreza que puede ofrecerme, y tú le ahuyentas. —Fingió un profundo sollozo—. En tal caso, tendré que refugiarme en el baño y en la cama, mi señor.

Valerius sonrió burlonamente, recuperando su expresión infantil.

—Perdiste una apuesta, amor mío. Espérame despierta.

Con verdadero asombro, Crispin vio ruborizarse a la emperatriz de Sarantium, aunque simulando un breve y socarrón homenaje.

—Mi señor el emperador manda sobre todas las cosas.

—Por supuesto que sí —dijo Valerius.

—Os dejo —anunció la emperatriz, volviéndose y encaminándose hacia la puerta interior, precedida de Crysomallo. Al abrirse, Crispin entrevió fugazmente el fulgor de otro hogar y una gran cama al fondo, así como gran número de frescos y tapices en las paredes. De pronto, cayó en la cuenta de que estaba a punto de quedarse a solas con el emperador. ¡Menudas implicaciones tenía aquella situación! Se le secó la boca.

Al llegar a la puerta, Alixiana se volvió y se detuvo unos instantes, reflexionando. Luego se llevó un dedo a la mejilla y meneó la cabeza.

—Casi lo olvidaba —dijo—. ¡Qué tonta soy! Me he distraído con la perla y los delfines. Dinos, rhodiano, ¿cuál es el mensaje de la reina de los antae que traes para nosotros? ¿Qué nos dice Gisel?

La sensación que experimentó Crispin al oír aquellas palabras, tras la aprensión inicial de quedarse en privado con Valerius y de disponer de la primera oportunidad para hacérselo saber, fue como si de repente se abriera un pozo bajo sus pies. El corazón parecía a punto de salírsele del pecho.

—¿Mensaje? —dijo.

—Cariño —murmuró el emperador—, eres caprichosa, cruel y tan injusta como de costumbre. En el caso de que Gisel haya entregado a Caius Crispus un mensaje, sería exclusivamente para mis oídos.

¡Por el Sagrado Jad!, pensó Crispin, impotente. Iban demasiado deprisa. Sabían demasiado. Era abrumador.

—Naturalmente que le dio un mensaje. —El tono de Alixiana era afable, pero sus ojos clavados en el rostro del artesano, atentos y meditabundos, sin la menor pizca de diversión ahora.

Crispin tomó aliento para serenarse. Había visto un zubir en Aldwood. Había caminado por el bosque esperando morir y aun así había conseguido salvar el pellejo después de su encuentro con aquella criatura de la otra dimensión. Cada uno de los instantes siguientes de su vida había sido un regalo. Recordó que había sido capaz de controlar el miedo.

—¿Es éste el motivo por el que me habéis hecho llamar, mi señora?

—Éste y los delfines, no lo olvides —repuso la emperatriz en tono irónico—. Quiero delfines en mis aposentos.

—Como comprenderás —intervino Valerius—, tenemos gente en Varena. Una noche de este otoño varios miembros de la guardia personal de la reina fueron asesinados mientras dormían. Un hecho realmente extraordinario. Algo así sólo sucede cuando necesitas guardar un secreto. Nuestros hombres investigaron lo ocurrido y no les fue difícil enterarse de la llegada del correo con nuestra invitación. Al parecer, habló de más en la taberna, y por razones que en aquel momento no estaban demasiado claras, tú ocupaste el puesto de Martinian. ¡Interesante! Desplegamos todos nuestros efectivos. Como es lógico, te vieron regresar a tu casa aquella misma noche, muy tarde y con una escolta real. ¿Una reunión en palacio? Luego, los asesinatos. Fue fácil extraer conclusiones plausibles de todo ello. Nos enviaron una carta.

Su relato había sido tan sosegado y preciso como un informe militar. Crispin pensó en la reina Gisel, acosada por todas partes, debatiéndose por encontrar un resquicio, luchando con todas sus fuerzas por la supervivencia.

Si tenía una alternativa, habría dado media vida por saber cuál era. Miró al emperador y luego a la emperatriz, cuya mirada se había tranquilizado considerablemente, y no dijo nada.

No era necesario decir nada. Sin inmutarse, Alixiana anunció:

—Te pidió que le dijeras a Valerius que le sería mucho más fácil conseguir Batiara con un enlace nupcial que con una invasión; menos sangre vertida en ambos bandos.

En realidad, ya no tenía ningún sentido resistirse, pero aun así Crispin permaneció en silencio. Bajó la cabeza, no sin antes advertir la súbita y radiante sonrisa de Alixiana. Acto seguido, oyó a Valerius exclamar:

—¡Estoy maldito! ¡La única noche que gano una apuesta, ella gana otra mayor!

—Era un mensaje privado para el emperador, ¿no es cierto? —dijo la emperatriz.

Crispin levantó la cabeza, pero no respondió.

Era consciente de que podía morir allí mismo.

—Claro que sí. ¿Qué otra cosa podía desear? —El tono de Alixiana era natural, desenfadado, sin la menor emoción—. Querría evitar una invasión a toda costa.

—Supongo que sí, mi señora, al igual que yo —señaló Crispin con toda la calma de que era capaz—. ¿Acaso no desearía cualquier hombre o cualquier mujer que así fuera? —Tomó aliento—. Sólo diré una cosa, algo que creo que es verdad; Batiara puede conquistarse, pero jamás conservarse. Los días de un único Imperio, de Oriente y Occidente, han llegado a su fin. El mundo ya no es como era.

—Estoy de acuerdo —admitió Alixiana, sorprendiéndole una vez más.

—Pero yo no —intervino el emperador—. Algún día estaré muerto y moraré en una tumba, y me gustaría que el nombre de Valerius II pasara a la historia por haber hecho dos cosas durante su periplo bajo el sol de Jad. Traer paz y esplendor a los cismas y santuarios enfrentados de la fe divina, y devolver Rhodias al Imperio y a la gloria. Si consigo las dos, me será más fácil vivir a la diestra de Jad.

—¿Y si no? —preguntó la emperatriz, volviéndose hacia él. Crispin tenía la sensación de intervenir en una larga conversación que se había repetido muy a menudo.

—Nunca pienso en términos de fracaso —respondió Valerius—. Lo sabes muy bien, querida.

—Entonces, casaos con ella —repuso la emperatriz en voz muy baja.

—Ya estoy casado —replicó el emperador— y aun así no pienso en términos de fracaso.

—¿Ni siquiera para que os sea más fácil vivir a la diestra de Jad cuando muráis? —Sus ojos negros mantenían impertérritos la mirada de los fríos ojos grises de Valerius en una estancia repleta de velas y oro.

Crispin tragó saliva y deseó estar en cualquier otra parte menos allí. No había dicho una palabra del mensaje de Gisel, pero parecían conocerlo al pie de la letra, como si su silencio no tuviese ningún significado. Excepto para él.

—Ni siquiera para eso —respondió el emperador—. ¿Acaso lo dudas?

Tras una larga pausa, meneó la cabeza.

—No —repuso la emperatriz Alixiana. Tras una pausa, prosiguió—: Sin embargo, a la vista de cómo están las cosas, deberíamos considerar la posibilidad de invitarla a venir. Si logra sobrevivir y salir de Varena, su realeza se convertiría en un arma en contra de quienquiera que usurpara el trono de los antae. Porque seguro que alguien lo haría.

Valerius sonrió, y Crispin, por motivos que no consiguió comprender en aquel momento, sintió un frío terrible recorriéndole el cuerpo, como si el fuego del hogar se hubiera extinguido. En ese momento, la expresión del emperador no era la de un chiquillo.

—Esa invitación le fue cursada hace tiempo, cariño. Gesius se la envió.

Alixiana quedó inmóvil y luego empezó a asentir lentamente con la cabeza. Tenía una expresión un tanto extraña en su rostro.

—Estaríamos locos si intentáramos mantenernos a vuestro nivel, ¿verdad, mi señor? Por mucho que os gusten las bromas y las apuestas. ¿Sois consciente de que vuestra sagacidad supera a la de cualquier otro mortal?

Crispin, consternado por lo que acababa de oír, no pudo reprimirse y estalló:

—¡No puede venir! ¡Le darán muerte sólo con mencionarlo!

—O dejarán que se vaya al oeste y la acusarán de traidora, una buena excusa para hacerse con el trono sin verter sangre real. Muy útil para mantener a los rhodianos inactivos, ¿no? —La mirada de Valerius era fría, distante, como si estuviese enfrascado en un problema de algún juego de mesa a altas horas de la noche—. Me pregunto si los nobles antae son lo bastante inteligentes para proceder de ese modo. A decir verdad, lo dudo.

¡Pero se trata de vidas humanas!, pensó Crispin horrorizado. Una joven reina, un pueblo asolado por la guerra y la peste. Su hogar.

—¿Acaso se trata sólo de piezas sobre un tablero, mi señor emperador? ¿Sólo eso son todos cuantos viven en Batiara, vuestro ejército, vuestros propios ciudadanos expuestos en Oriente mientras los soldados marchan hacia Occidente? ¿Qué creéis que hará el Rey de Reyes en Bassania cuando vea que vuestros ejércitos abandonan la frontera? —A Crispin le hervía la sangre.

Sin inmutarse, Valerius respondió:

—Shirvan y los basánidas reciben cuatrocientos cuarenta mil solidi de oro al año procedentes de nuestras arcas. Necesita dinero. Está presionado por el norte y por el sur, y además también está construyendo edificios en Kabadh. Quizá le envíe un artesano mosaiquista.

—¿Siroes? —murmuró la emperatriz con aspereza.

—Podría ser —repuso Valerius con una sonrisa.

—Mucho me temo que no tendréis ocasión de hacerlo —dijo Alixiana.

El emperador la miró por un instante. Luego, volvió a mirar a Crispin.

—Antes, en el salón del trono, al resolver el enigma de Scortius, tuve la impresión de que tenías la misma agudeza intelectual que yo. ¿Acaso no serán tus tesserae las piezas de un rompecabezas que vas colocando una a una?

Crispin meneó la cabeza.

—No son almas, mi señor, sino sólo cristal y piedra.

—Muy cierto —convino Valerius—, pero tú no eres un emperador. Cuando gobiernas las piezas cambian. Date por satisfecho si tu oficio te permite tomar ciertas decisiones.

Desde hacía años se comentaba que aquel hombre había urdido la ejecución de Flavius Daleinus en la hoguera el día en que su tío fue elevado al Pórfido. En aquel momento, Crispin lo creyó firmemente.

Miró a la mujer. Sabía que aquella noche habían estado pulsándole como a un instrumento musical, pero también intuía que no había malicia en ello. Incluso parecía una diversión casual, una muestra de franqueza que podría reflejar confianza o respeto hacia el legado rhodiano…, o tal vez simplemente una indiferencia arrogante hacia lo que pensaba o decía.

—Voy a bañarme y a acostarme —anunció Alixiana, resuelta—. Las apuestas parecen habernos compensado a ambos, mi buen señor. Si regresáis muy tarde, preguntadle a Crysomallo o a cualquiera que esté despierto para aseguraros de mi… estado. —Sonrió, ronroneando como un gatito, de nuevo bajo control, y se volvió hacia Crispin—. Nada debes temer de mí, rhodiano. Te debo un collar y un poco de diversión. Es posible que algún día puedas darnos algo más.

—¿Delfines, mi señora? —preguntó Crispin.

La emperatriz no respondió, desapareciendo por la puerta interior abierta. Crysomallo la cerró.

—Bebe el vino —dijo el emperador, poco después—. Creo que te hace falta. Luego te mostraré una auténtica maravilla del mundo.

Ya he visto una, pensó Crispin. Su perfume aún flotaba en el aire.

Se le ocurrió que podía haberlo dicho en voz alta, pero no lo hizo. Ambos bebieron. Carullus le había dicho en algún momento del día que había un edicto imperial en la Ciudad prohibiendo a las mujeres llevar el perfume de la emperatriz Alixiana.

«¿Y dice algo de los hombres?», recordó haber preguntado inadvertidamente, provocando la tremenda risotada del tribuno. Era como si hubiera transcurrido una eternidad desde aquel episodio. Ahora, tan enredado en un maraña de complejidades que incluso le impedía saber lo que estaba sucediendo, Crispin cogió la capa y siguió a Valerius II de Sarantium, abandonando las estancias privadas de la emperatriz y recorriendo un sinfín de intrincados pasillos en los que pronto se hubiera perdido de no haber estado acompañado. Al rato, salieron al exterior, aunque no por la entrada principal, y los guardias imperiales, iluminando el camino con antorchas, les condujeron a través de una zona ajardinada y un sendero enlosado flanqueado de estatuas que parecían echárseles encima para disiparse poco después en la nublada y ventosa noche. Se oía el mar.

Llegaron a la muralla del Recinto Imperial y siguieron caminando por el sendero hasta una capilla. Entraron.

Entre las velas encendidas había un sacerdote. Un Insomne.

Sus vestiduras blancas lo delataban. No se mostró sorprendido al ver al emperador a aquellas horas de la madrugada. Le hizo una reverencia y sin decir una palabra sacó una llave del cinturón y les llevó hasta una puerta pequeña y oscura, situada detrás del altar del dios y del áureo disco solar.

La puerta daba a un corto corredor de piedra. Crispin se inclinó para no golpearse la cabeza. Estaban atravesando la muralla. Al fondo del pasadizo había otra puerta pequeña. El clérigo la abrió con la misma llave y se hizo a un lado.

Los soldados también se detuvieron, dejando que el emperador y Crispin penetraran solos en el Santuario de la Sagrada Sabiduría de Jad.

Crispin miró alrededor. Había velas y antorchas encendidas en todas partes, miles de ellas, aun cuando las obras aún no habían terminado y el espacio no había sido consagrado. Alzó los ojos, más y más y más, hasta que poco a poco fue adivinando la fabulosa e ilimitada majestuosidad de la cúpula. Allí, de pie e inmóvil, Crispin comprendió que aquél era el lugar en el que podría hacer realidad los deseos más profundos de su corazón, y que ésa era la razón por la que estaba en Sarantium.

En la pequeña capilla de Sauradia, junto al camino, había perdido el sentido, sus fuerzas le abandonaron ante el poder del dios representado en las alturas, severo, enjuiciador y con todo el peso de la guerra en su mirada. Pero ahora no se desmayó, ni siquiera experimentó el menor asomo de mareo. Quería elevarse, que le fuera concedido el don de volar, el don fatal que Heladikos había obtenido de su padre, para remontarse sobre todas aquellas luces ardientes y posar delicadamente sus dedos en la vasta y sagrada superficie de aquella cúpula.

Dominado por un sinfín de ideas, nociones y conceptos —pasado, presente, imágenes fugaces de lo que podría ser en el futuro—, Crispin permaneció mirando hacia arriba mientras la pequeña puerta se cerraba detrás de ellos. Se sentía como un bote en una tormenta, zarandeado por las olas del deseo y el sobrecogimiento. El emperador guardaba silencio a su lado, observando su rostro bajo la susurrante luz de una constelación de velas encendidas, debajo de la mayor cúpula jamás construida en todo el mundo.

Por fin, transcurrido un largo rato, Crispin dijo lo primero que le vino a los labios entre los innumerables pensamientos que se arremolinaban en su mente, y lo dijo en un susurro, para no perturbar la pureza de aquel lugar:

—No necesitáis reconquistar Batiara, mi señor. Vos y quienquiera que haya construido esto para vos tenéis asegurada la inmortalidad.

Tan altos eran los cuatro arcos en los que descansaba la espléndida cúpula, tan extenso el espacio delimitado debajo de ella y de las semicúpulas que la soportaban, tan lejanas las naves y las crujías que se disipaban lentamente en la oscuridad y el parpadeo de la luz, que el Santuario parecía infinito. Crispin adivinó un mármol verde como el mar en una dirección, definiendo una capilla, mientras que el resto del recinto era de mármol blanco con vetas azules, gris pálido, carmesí, negro…, de mil tonalidades. Lo habían traído hasta aquí desde las canteras de todo el orbe conocido. Habría sido incapaz de calcular su precio. Dos de aquellos altísimos arcos se apoyaban en un doble trazado de pilares de mármol con balcones que dividían ambos tramos. Sintió deseos de llorar ante la complejidad del trabajo de los albañiles en aquellas balaustradas de piedra, aun a primera vista, recordando a su padre y su oficio.

Sobre el segundo nivel de pilares, los dos arcos, uno al éste y otro al oeste, estaban salpicados de ventanas, y Crispin no tardó en imaginar, allí, de pie, por la noche y bajo la luz de las velas, el efecto del sol naciente y poniente en aquel Santuario, penetrando como un sable por aquellas aberturas, así como por las ventanas de la propia cúpula, de forma más suave y difusa. Suspendido, remedando el cielo de Jad, la cúpula disponía de un anillo ininterrumpido de pequeñas ventanas arqueadas alrededor de la base, además de cadenas que descendían desde la cúpula hasta el espacio inferior y de las que colgaban candelabros de hierro.

Habría luz durante el día y por la noche, una luz cambiante y gloriosa. Cualesquiera que fuesen los diseños que los mosaiquistas pudieran concebir para la cúpula, las semicúpulas, los arcos y las paredes, estarían más iluminados que cualquier otra superficie del mundo. El esplendor de aquel edificio no podía expresarse con palabras. Una ligereza y una definición del espacio que saturaban de proporción y armonía los colosales pilares y los no menos imponentes arcos de soporte. El Santuario se ramificaba en todas direcciones desde el hueco central, debajo de la cúpula, un círculo sobre un cuadrado, según descubrió Crispin —su corazón palpitó con más fuerza al intentar comprender cómo lo habían conseguido, pero fue en vano—, con nichos y capillas en la penumbra, que proporcionaban una extraordinaria sensación de intimidad, misterio, fe y serenidad.

Aquí, pensó, cualquiera podía creer en la santidad de Jad y en las criaturas mortales que creó.

El emperador no había respondido a su comentario. Crispin ni siquiera le miraba. Seguía concentrado en las alturas, más allá de los candelabros suspendidos y del anillo de ventanas circulares, con la noche y el viento al otro lado, en el centelleo, el brillo y la promesa de la cúpula que le estaba esperando.

—Hay mucho más en juego que un nombre imperecedero, rhodiano —dijo al fin Valerius—, pero creo entender lo que dices. Sí, lo comprendo perfectamente. Así pues, ¿es atractiva la oferta para un mosaiquista? ¿No te arrepientes de haber venido?

Crispin se frotó el mentón.

—Es extraordinario —dijo—. No hay nada en Rhodias ni en cualquier otra parte de la Tierra que pueda… No tengo ni idea de cómo se levantó la cúpula. ¿Cómo se las han arreglado para que una bóveda tan ancha se sostenga…? ¿Quién hizo esto, mi señor? —Continuaban de pie cerca del pequeño umbral que conducía, a través de la pared, hasta la tosca capilla y el Recinto Imperial.

—Imagino que él mismo debe de estar preguntándoselo al oír nuestra voz. Pasa aquí muchas noches, por eso las velas permanecen encendidas desde el verano. Dicen que no duermo, ¿sabes? Pero no es verdad, aunque me resulta útil que lo hagan. En realidad, el que no duerme es Artibasos. Estoy convencido de que deambula de un lado a otro examinando el más pequeño de los detalles, o revisando sus diseños, o haciendo otros nuevos durante toda la noche. —La expresión del emperador era inescrutable—. Supongo que no te sentirás… abrumado por todo esto, ¿verdad, rhodiano? ¿No será demasiado para ti?

Crispin vaciló un instante, mirando a Valerius.

—Sólo un ido no tendría miedo de una cúpula como ésta. Cuando venga vuestro arquitecto, preguntadle si le asusta su propio diseño.

—Ya lo hice, y respondió que estaba aterrorizado y que sigue estándolo, y que venía aquí por las noches porque si dormía en su casa tenía pesadillas. Se precipitaba a un abismo sin fondo. —Valerius hizo una pausa y añadió—: ¿Qué tienes pensado hacer en la cúpula de mi Santuario, Caius Crispus?

Crispin notó que se le aceleraba el pulso. Hacía largo rato que esperaba esa pregunta. Meneó la cabeza.

—Tendréis que perdonarme, pero aún es demasiado pronto, mi señor.

Era mentira.

Sabía que iba hacer incluso antes de haber estado allí. Un sueño, un don, algo le inspiró en Aldwood el Día del Muerto. También hoy, sin ir más lejos, en medio del griterío del Hipódromo había concebido una incomparable imagen, también del otro mundo, sin duda alguna.

—Demasiado pronto, diría yo. —Era una nueva voz la que se oyó, en tono quejoso—. ¿Quién es este hombre y qué pasa con Siroes…, mi señor?

El tratamiento honorífico llegó con cierto retraso y fue superficial, como de pasada. Un hombre bajito, arrugado, de mediana edad, vestido con una túnica igualmente arrugada, salió desde detrás de la montaña de velas de la izquierda. Su pelo, del color de la paja, era un caótico amasijo de volutas que se elevaban en el aire. Iba descalzo, a pesar de que el mármol del suelo era frío como el hielo. Llevaba las sandalias en la mano.

—Artibasos —dijo el emperador con una sonrisa—, debo confesar que tienes todo el aspecto de ser el maestro arquitecto del Imperio. Tu cabello emula tu cúpula en su deseo de llegar a los cielos.

El otro hombre se pasó una mano por la melena, desordenándosela aún más.

—Estaba medio dormido —dijo—. Luego me desperté y tuve una buena idea. —Alzó sus sandalias a modo de explicación—. He dado un paseo.

—¿De veras? —preguntó Valerius en tono paciente.

—Sí —respondió Artibasos—. Es evidente, ¿no? Por eso voy descalzo.

—Muy evidente —convino el emperador tras un breve silencio, en tono de reprobación. Crispin sabía que a aquel hombre no le gustaba estar solo en la oscuridad.

—¿Rastreando posibles asperezas en las losas de mármol? —aventuró Crispin—. Es una forma de hacerlo, supongo, aunque siempre había pensado que resultaba más fácil en una estación algo más cálida.

—Me desperté con esa idea —dijo Artibasos, mirando a Crispin con severidad—. Quería saber si funcionaba. ¡Y funciona! He señalado varias losas para que las pulan los albañiles.

—¿Esperas que la gente venga descalza al Santuario? —preguntó el emperador con expresión divertida.

—Quizá. No todos los que deseen orar estarán calzados. Aunque ésa no es la cuestión… Espero que el mármol sea perfecto, tanto si los fieles lo saben como si no, mi señor. —El pequeño arquitecto miró de nuevo a Crispin. Su expresión destilaba sabiduría—. ¿Quién es este hombre?

—Un mosaiquista —respondió el emperador, con una tolerancia que sorprendió a Crispin.

—Eso ya lo sé —dijo el arquitecto—. No se habla de otra cosa.

—De Rhodias —añadió Valerius.

—Cualquiera se daría cuenta de ello. Basta oírlo —replicó Artibasos, sin dejar de mirar a Crispin.

El emperador soltó una carcajada.

—Caius Crispus de Varena, éste es Artibasos de Sarantium, un hombre de talento sin excesiva importancia y toda la educación de quienes han nacido en la Ciudad. Nunca sabré por qué soy tan indulgente contigo, arquitecto.

—Porque os gustan las cosas bien hechas, es evidente, ¿no? —Parecía ser su frase predilecta—. ¿Trabajará con Siroes?

—Trabaja en lugar de Siroes, que según parece nos engañó respecto a sus ideas sobre la transferencia invertida para la cúpula. ¿Te lo comentó en alguna ocasión, Artibasos?

A pesar de lo afable de la frase, el arquitecto miró al emperador antes de responder y, por primera vez, dudó.

—Soy arquitecto y constructor, mi señor. Estoy levantando este Santuario para vos. Su ornamentación es responsabilidad de los artesanos del emperador. No me interesa el tema, y además no tengo tiempo de pensar en él. Si os sirve de algo, os diré que no me gusta Siroes ni sus diseños, aunque tampoco creo que eso tenga importancia, ¿no es así? —Miró de nuevo a Crispin—. Y dudo que me guste éste. Es demasiado alto y pelirrojo.

—Y eso no es todo —apuntó Crispin, que se lo estaba pasando en grande—. Esta tarde me han afeitado la barba. Si me hubieses visto antes, me temo que no habrías tenido la menor duda. Dime una cosa: ¿discutisteis cómo ibais a preparar las superficies para el mosaico?

—¿Discutiría un detalle de la construcción con un decorador? —replicó el pequeño arquitecto.

La sonrisa de Crispin se ensombreció un poco.

—Tal vez deberíamos compartir una botella de vino un día de éstos —dijo en tono cordial— y considerar otras alternativas. Estaría encantado de que aceptaras mi invitación.

Artibasos hizo una mueca de asco.

—Supongo que debería ser cortés. Sí, ya sé, eres un recién llegado y bla, bla, bla… Me harás preguntas sobre el yeso, ¿verdad? Es evidente, ¿no? ¿Eres de esa clase de pesados que tienen opiniones sin conocimientos?

Crispin ya había trabajado con personajes como ése.

—Tengo una opinión muy formada acerca del vino —respondió—, pero ignoro dónde encontrar el mejor en Sarantium. Eso lo dejaré en tus manos si me permites aportar algunas ideas sobre el yeso.

El arquitecto permaneció inmóvil por unos instantes y luego asintió con una levísima sonrisa.

—Eres ingenioso —dijo mientras desplazaba el peso de su cuerpo de un pie a otro sobre el frío suelo de mármol, esforzándose por reprimir un bostezo.

Con su tono irónico y tolerante de siempre, Valerius dijo:

—Artibasos, voy a ordenarte algo, de modo que presta atención. Ponte las sandalias, pues de poco me servirás si te mueres de un resfriado, coge tu capa y vete a casa a dormir. He dicho a casa. Tampoco me servirás de nada fatigado y medio dormido. Pronto amanecerá. En las puertas hay una escolta esperando a Caius Crispus, o por lo menos ya debería estar allí. También te acompañarán hasta tu casa. Duerme. La cúpula no se caerá.

El pequeño arquitecto hizo un breve signo contra el mal. Parecía estar a punto de protestar, pero luego dio la impresión de reconducir su actitud y acatar las palabras de su emperador, pasando de nuevo una mano por el pelo, con un efecto tan desafortunado como antes.

—Es una orden —repitió Valerius con dulzura.

—Es evidente, ¿no? —dijo Artibasos de Sarantium.

No obstante, permaneció inmóvil mientras el emperador se aproximaba a él y con todo el cariño del mundo intentaba poner un poco de orden en aquella vorágine de rizos rebeldes, tal y como lo hubiera hecho una madre recomponiendo el aspecto desaliñado de su hijo.

Valerius les condujo hasta las puertas principales, de plata y de una altura que doblaba la de un hombre, como apreció Crispin, y acto seguido hasta el pórtico. Se había levantado viento. Ambos se volvieron y se inclinaron; Crispin observó que el arquitecto lo hacía con la misma formalidad que él. El emperador entró de nuevo y cerró el portón. Oyeron que se deslizaba un pesado pestillo en el interior.

Los dos se volvieron y contemplaron la oscura plaza que se extendía frente al Santuario. El emperador había dado por sentado que Carullus estaría allí, pero Crispin no veía a nadie. De pronto, advirtió que se sentía agotado. Vio luces al otro lado de la plaza, cerca de las Puertas de Bronce, donde debía estar la Guardia Imperial. Grandes nubarrones cubrían el firmamento. La calma era absoluta.

Hasta que un grito de advertencia rasgó el silencio de la noche y distinguieron una figura corriendo por la plaza cubierta de escombros y de material de construcción, dirigiéndose directamente hacia el pórtico. Quienquiera que fuese, subió de un salto los tres escalones, aterrizó con ciertas dificultades y pasó como una exhalación por delante de Artibasos, precipitándose hacia el tirador de la puerta y haciéndolo girar como un poseso.

A continuación, se volvió, maldiciendo como un salvaje y cuchillo en mano. Fue entonces cuando le reconoció, mientras se esforzaba por comprender las razones de su proceder.

Estaba boquiabierto. Demasiadas sorpresas para una sola noche. Percibió movimientos y sonidos a su alrededor. Se volvió de nuevo y suspiró con alivio al descubrir la figura familiar de Carullus aproximarse a los escalones a grandes zancadas y empuñando la espada.

—¡Scortius de los Azules! —exclamó momentos después—. Me has costado una fortuna esta tarde, ¿sabes?

El auriga, con expresión fiera y amenazadora, farfulló algo sobre la protección del emperador aplicable a aquellos dos hombres y también a él. Carullus parpadeó con asombro.

—¿Acaso crees que estamos aquí para asesinarles? —dijo, con la espada apuntando al suelo.

La daga del auriga también empezó a descender, aunque más lentamente. Por fin, Crispin comprendió el motivo de aquel malentendido. Miró la ágil figura que estaba a su lado y luego a su amigo, el hombretón que se hallaba al pie de los escalones, e hizo las presentaciones de rigor.

Poco después, Scortius de Soriva se echó a reír.

Carullus se unió a él. Incluso Artibasos se permitió el lujo de hacer una pequeña mueca. Cuando el estallido de hilaridad empezó a remitir, Scortius hizo extensiva una invitación a sus compañeros ocasionales. Al parecer, y a pesar de lo desacostumbrado de la hora, al campeón de los Azules le esperaban en la sede de la facción para disfrutar de un pequeño ágape en la cocina. Según explicó, era demasiado cobarde para no presentarse y contrariar a Strumosus, el maestro cocinero. Por lo demás, si bien no existía ninguna buena razón que lo justificara, se sentía hambriento.

Artibasos señaló que el emperador le había ordenado que se fuera a casa, se acostara y descansara. El tribuno le miró atónito, aunque enseguida cayó en la cuenta de quién era aquel hombrecillo al que habían visto en el pórtico mientras él y sus soldados estaban apostados en las sombras. Scortius protestó y Crispin se volvió hacia el arquitecto.

—¿De veras lo consideras una orden en toda regla? —preguntó—. ¿Acaso le crees capaz de encarcelarte por eso?

—No te diría que no —contestó Artibasos—. Valerius es el más impredecible de los hombres y este edificio es su legado.

Uno de ellos, pensó Crispin.

Entonces, recordó su propio hogar y la joven reina cuyo mensaje había sido objeto de discusión aquella noche, pese a no haber salido una sola palabra de su boca. Sin embargo, a solas con Valerius y Alixiana, habían demostrado hallarse a tanta distancia de cualquier otro mortal en el juego de las intrigas cortesanas que… en realidad no se trataba en absoluto de un juego. Y eso le llevó a preguntarse cuál era su lugar allí y el papel que desempeñaba. ¿Podía confiar en la posibilidad de refugiarse en sus tesserae y en aquella gloriosa cúpula? ¿Le permitirían que lo hiciera? Había demasiados elementos enmarañados en el relato de aquella noche y no sabía a ciencia cierta si alguna vez sería capaz de desenrollar la madeja y desvelar todos los enigmas.

Tres hombres de Carullus fueron destinados a escoltar al arquitecto hasta su casa, mientras él y otros dos soldados permanecían con Crispin y Scortius. Cruzaron la ventosa plaza en diagonal, alejándose de las Puertas de Bronce y de la estatua ecuestre, atravesaron el foro del Hipódromo y embocaron la calle que conducía hasta el complejo de los Azules. Mientras caminaban, Crispin descubrió que se sentía agotado y excitado aproximadamente en igual medida. Necesitaba dormir, pero era consciente de que no podía hacerlo.

Recordó de pronto que la emperatriz quería delfines. Inspiró una profunda bocanada de aire, rememorando la figura del secretario entregando el collar, la expresión de su rostro al descubrir la presencia de Crispin en los aposentos privados de Alixiana, convencido de que estaba a solas con ella, y al observar el aspecto de ésta, con su larga melena negra suelta. Aquella expresión, rápidamente velada, tenía innumerables aspectos, concluyó Crispin, que por el momento era incapaz de descifrar.

Volvió a pensar en el Santuario y en el hombre que le había conducido hasta allí a través de un túnel de piedra y de una puerta que daba acceso a la Gloria. Aún podía visualizar la cúpula y las semicúpulas que la rodeaban, y los arcos que sostenían a éstas, mármol sobre mármol, y también admiró su propia creación. El Santuario, que de hecho era el legado de Artibasos, reflexionó, podía acabar siendo la obra por la que se recordara al emperador Valerius II de Sarantium, y también, por qué no, la obra por la que algún día quedara inmortalizado el nombre de Caius Crispus, un mosaiquista de Rhodias, hijo único de Horius Crispus de Varena y de su esposa Avita, que vivió en aquella época y realizó tan honorable trabajo bajo el sol y las dos lunas de Jad.

Les atacaron precisamente cuando estaba sumido en tales reflexiones.

Momentos antes se había preguntado si podría refugiarse en sus tesserae, cristal y mármol, oro y nácar, piedra y gemas, la materialización de una visión en el aire desde unos altísimos andamiajes, por encima de las intrigas, las guerras y los deseos de los hombres y las mujeres.

Pero cuando la noche se convirtió en acero y sangre, la respuesta parecía evidente: ¡no!

Una vez Strumosus le dijo —a decir verdad se lo había dicho a un pescadero del mercado; él estaba a su lado— que se podían saber muchas cosas de un hombre viéndole degustar por primera vez una comida exquisita o de pésima calidad, y siempre que tenía la ocasión Kyros se dedicaba a observar a los invitados ocasionales de Strumosus.

Así lo hizo aquella noche. Era tan tarde y los sucesos acontecidos tan extraordinarios, que en la cocina se respiraba un ambiente de inesperada intimidad después de tan graves incidentes.

Fuera, los cadáveres de los atacantes habían sido arrojados más allá de las verjas, en tanto que los de los dos soldados del Cuarto Sauradí de caballería que habían caído defendiendo a Scortius y al artesano en el primer asalto se colocaron en el patio, junto con el del vigilante nocturno, en espera del funeral. Nueve cuerpos en total. Los adivinos de la Ciudad iban a estar ocupadísimos ese día y el siguiente fabricando lápidas malditas para depositar en las sepulturas. Los recién fallecidos eran emisarios del otro mundo. Astorgus pagaba a dos adivinos para preparar hechizos capaces de contrarrestar los poderes de quienes ansiaban la muerte o la desgracia a los aurigas de la facción Azul y proteger a los caballos del influjo de los espíritus malignos de las tinieblas.

Kyros estaba muy afectado por la suerte que había corrido el vigilante.

Aquella misma tarde, después de las carreras, Niester había estado jugando con él al caballo y el zorro en uno de los tableros del salón. Ahora no era más que un cuerpo cubierto por una sábana en el frío de la noche. Tenía dos hijos pequeños. Astorgus había ordenado a un empleado que comunicara el fatal desenlace a su esposa, indicándole que esperara hasta que hubiesen finalizado las oraciones de la mañana. De nada serviría despertarla de madrugada. Tendría tiempo más que suficiente para llorar su pérdida. El puño negro de la Parca era implacable.

El propio Astorgus, con una mezcla de cólera y abatimiento, había partido para reunirse con los funcionarios del prefecto urbano. Kyros no habría deseado por nada del mundo ser el encargado de atender Afactionarius de los Azules en aquellas circunstancias.

El primer cirujano de la facción, un kindath barbudo y enérgico, estaba curando al soldado herido, cuyo nombre era Carullus, del Cuarto Sauradí. Al final, sus lesiones no resultaron ser fatales a pesar de su espectacularidad. El tribuno había resistido la limpieza y el vendaje con el rostro impertérrito, bebiendo vino con la mano libre mientras el médico le curaba el hombro. Había librado un singular combate él solo contra seis hombres en el oscuro callejón, lo que había permitido a Scortius y al rhodiano llegar hasta las verjas del complejo. Kyros advirtió que Carullus seguía malhumorado por el hecho de que todos los atacantes hubiesen perecido. No sería nada fácil descubrir quién les había pagado.

Finalizada la cura, el cirujano acompañó al tribuno hasta la mesa, que curiosamente no dio muestras de haber perdido el apetito. Ni las heridas ni el enojo consiguieron desviar su atención de los cuencos y los platos que tenía ante sí. Había perdido a dos de sus soldados y había dado muerte a dos atacantes, pero Kyros imaginó que un militar tenía que estar acostumbrado a todo aquello y a soportarlo con entereza, o de lo contrario corría el riesgo de enloquecer. Eran quienes se quedaban en casa los que en ocasiones perdían el seso, como la hermana de su madre tres años antes, cuando su hijo pereció a manos de los basánidas en el asedio de Asen, cerca de Eubulus. La madre de Kyros siempre tuvo la seguridad de que había sido el dolor lo que le hizo vulnerable a la epidemia de peste que se desencadenó al año siguiente. Su tía fue una de las primeras en morir. La primavera anterior, los basánidas habían devuelto Asen al Imperio tras la firma de un tratado que trajo la paz a las fronteras orientales, haciendo aún más inútiles el asedio y las muertes. Las ciudades emplazadas a ambos lados de aquella frontera estaban condenadas a sufrir una secuencia permanente de conquistas y devoluciones. Un triste sino el suyo.

Pero los difuntos no resucitaban cuando se devolvía una metrópoli. No había más remedio que mirar al frente y seguir adelante, como aquel oficial, que absorbía la sopa de pescado con un grueso mendrugo como si de una esponja se tratara. ¿Qué otra cosa se podía hacer? ¿Maldecir al dios, rasgarse las vestiduras, aislarse como un santón en alguna capilla, en el desierto, en las montañas? Esto último era posible, supuso Kyros, aunque personalmente, desde que había aterrizado en aquella cocina, había descubierto un insospechado y voraz apetito por los dones y los peligros mundanos. Nunca sería un auriga, un domador de animales ni un soldado —arrastraría aquel pie deforme durante el resto de sus días—, pero aun así había una vida para vivir.

Scortius, el primero de los Azules, en cuya gloria se había prometido aquella misma noche erigir una estatua de plata en la spina del Hipódromo, levantó la mirada, cuchara en mano, y dijo a Strumosus:

—¿Qué puedo decir, amigo mío? Esta sopa es digna del salón de banquetes del dios.

—En efecto —convino el rhodiano que se sentaba a su lado, con una expresión arrebatada, tal y como le habían comentado que le gustaba al maestro de cocina en estas ocasiones—. Es exquisita.

Strumosus, ya completamente relajado, se hallaba sentado a la cabecera de la mesa, sirviendo vino a los tres invitados. Meneó la cabeza y dijo:

—Es el joven Kyros, aquél de allí, quien se ha encargado de ella. Tiene todas las trazas de ser un excelente cocinero.

¡Dos frases! ¡Unas simples palabras! Kyros temió echarse a llorar de alegría y orgullo, pero se contuvo, por supuesto. Al fin y a la postre, ya no era un niño. Pero por desgracia no pudo evitar ruborizarse, y bajó la mirada ante las sonrisas de aprobación de los presentes. Luego, comenzó a esperar con ansias que llegara el momento de gozar de la intimidad de su cama en la habitación de los aprendices, con el fin de rememorar una y mil veces aquellas milagrosas palabras y las posteriores expresiones de aprobación. Scortius había dicho…, el rhodiano había añadido…, y por fin Strumosus anunció…

El maestro cocinero dio el día libre a Kyros y Rasic; una recompensa inesperada por haber trabajado toda la noche. Rasic no se lo pensó dos veces y salió rápidamente en dirección al puerto con la intención de alquilar los favores de una mujer en una caupona, y Kyros decidió visitar a sus padres, que vivían en un apartamento en las atestadas madrigueras del Hipódromo, donde se había criado, relatándoles con timidez lo que habían dicho de él la noche anterior. Su padre, un hombre de pocas palabras, le puso una mano cubierta de cicatrices en el hombro antes de salir para dar de comer a sus animales, y su madre, bastante menos reservada, no pudo contener una exclamación de felicidad.

Le faltó tiempo para ir a contárselo a sus amigas y, más tarde, compró y encendió una hilera entera de velas de acción de gracias en la capilla del Hipódromo. Por una vez, Kyros no pensó que se estaba excediendo.

Las trazas de un excelente cocinero.

¡Aquello era lo que había dicho Strumosus!

Al final, no se acostaron. En la bendita calidez de aquella cocina iluminada por la luz del hogar había comida que parecía especialmente preparada para los palacios del dios que moraba detrás del sol, y el vino no le andaba a la zaga. Terminaron con una infusión de hierbas, justo antes del amanecer, que a Crispin le recordó el que le había servido Zoticus antes de emprender el viaje. Eso le hizo pensar en Linón y luego en su casa, y eso a su vez en lo lejos que estaba de ésta, entre extraños, aunque presentía que ya no tanto después de aquella noche. Sorbió la infusión caliente y dejó que un tenue vahído de extrema fatiga se apoderara de él, un sentimiento de distancia, de palabras y movimientos dirigiéndose hacia su consciencia desde una remota lejanía.

Scortius había ido a las cuadras para comprobar el estado de su mejor caballo. Volvió a entrar, frotándose las manos —hacía mucho frío— y se sentó de nuevo junto a Crispin. A pesar de su riqueza y su fama, era un hombre tranquilo, atento y sin pretensiones. Un espíritu generoso. Había corrido como un enajenado en la oscuridad para advertirles de un supuesto peligro. Aquello lo decía todo.

Crispin miró a Carullus, sentado al otro lado de la mesa de piedra. A esas alturas era imposible calificarle de extraño. Entre otras cosas, le conocía lo suficiente para advertir que disimulaba cierto malestar. Las heridas no eran graves, había asegurado el cirujano, pero debían de dolerle —nuevas cicatrices en su cuerpo—. Además, había perdido a dos hombres a los que conocía desde hacía mucho tiempo. Quizá se culpara de ello; Crispin no lo sabía con certeza.

No tenía ni idea de quién había pagado a sus atacantes. Al parecer, no resultaba especialmente caro contratar soldados de permiso en la Ciudad. Bastaba tener cierta determinación para planificar un secuestro o incluso un asesinato. Se había enviado un mensajero para poner en antecedentes a los soldados supervivientes de Carullus, quienes habían escoltado al arquitecto hasta su casa y estarían esperándoles en la posada. Un mensaje muy duro de oír, sin duda alguna, pensó Crispin. El tribuno, un comandante, había perdido a dos de los hombres que tenía a su cargo, pero los soldados habían perdido a otros tantos compañeros. En ello residía la diferencia.

El funcionario del prefecto urbano estuvo cortés y formal con Crispin cuanto lo vio llegar acompañado del factionarius. Hablaron en privado en el gran salón donde se había celebrado el banquete. Lo cierto era que no quiso indagar muy a fondo, y Crispin se dio cuenta de que el funcionario en cuestión no estaba seguro de si quería saber demasiadas cosas acerca de aquel intento de asesinato. Guiado por su intuición no dijo nada del mosaiquista a quien el emperador había despedido ni de la aristocrática dama que podría haberse sentido humillada por dicho suceso o tal vez por la referencia a su collar. Ambas cosas habían sucedido en público; el funcionario podía enterarse enseguida si lo deseaba.

Pero ¿quién iba a matar por semejantes naderías?

El mismo emperador había impedido a su esposa ponerse el collar después de que el secretario de Styliane Daleina se lo hubiese entregado.

Había muchos aspectos que analizar en aquella situación, pero desde luego, sería imposible hacerlo con el cerebro obnubilado por el vino y después de una noche tan agitada como aquélla.

Cuando el brillo grisáceo del alba asomó por el éste, salieron de la cocina y cruzaron el patio para reunirse con todos los empleados de los Azules en una capilla de la facción y cumplir con las invocaciones matutinas, las primeras. Crispin descubrió una genuina gratitud, casi un sentimiento de piedad en su interior mientras entonaba las respuestas antifonales; gratitud y piedad por haber vuelto a salvar la vida, por la cúpula que le había sido concedida, por sus nuevos amigos Carullus y Scortius, por haber sobrevivido a su entrada en la corte, a las preguntas de la emperatriz en sus aposentos y al intento de asesinarle.

Por último, habida cuenta de que las pequeñas alegrías de la vida también eran muy importantes para él, por el sabroso pescado blanco relleno de boquerones y adobado con una salsa de ensueño.

El auriga no se molestó en irse a su casa. A la salida de la capilla les deseó los buenos días y se fue a dormir a un dormitorio reservado para él en el complejo. El sol empezaba a despuntar. Un pequeño grupo de Azules escoltó a Crispin y Carullus hasta la posada, mientras las campanas que convocaban a los sarantinos a las segundas invocaciones de la mañana en otras capillas no dejaban de sonar a su alrededor.

El cielo se había despejado, las nubes se habían desplazado hacia el sur y el día prometía ser frío y soleado. La Ciudad iba recuperando su ajetreo cotidiano una vez terminado el Festival de Otoño. Las calles estaban sucias, pero menos de lo esperado; los barrenderos habían estado trabajando toda la noche. Crispin vio hombres y mujeres dirigiéndose a las capillas; aprendices que corrían a hacer recados; un mercado que abría ruidosamente sus puertas; comercios y paradas que exponían sus artículos bajo las columnatas; esclavos y niños que llevaban tinajas llenas de agua y hogazas de pan; ya había colas frente a los puestos de comida, dispuestos a saborear el primer bocado del día; un santón de barba gris vestido con una túnica amarilla, manchada y hecha jirones, se encaminaba con los pies descalzos hacia el lugar donde arengaría a quienes no estaban orando.

Llegaron al hostal. La escolta dio media vuelta y regresó a la sede de los Azules. Crispin y Carullus entraron. El salón ya estaba abierto, un buen fuego ardía en el hogar y varios hombres comían y bebían. Subieron por la escalera con paso cansino.

—¿Hablamos más tarde? —musitó el tribuno.

—De acuerdo. ¿Estás bien? —preguntó Crispin.

El soldado gruñó, hizo una mueca de disgusto y abrió la puerta de su habitación.

Crispin meneó la cabeza, pensativo, sacó su llave y se dirigió hacia su habitación, siguiendo el pasillo. Le pareció que tardaba una eternidad en llegar. Los ruidos de la calle llegaban hasta él. Las campanas continuaban tañendo. Ya era de día. Probó a abrir la puerta, pero no atinaba a meter la llave en el ojo de la cerradura. Tuvo que concentrarse un poco para conseguir abrir la puerta. Afortunadamente, los postigos estaban cerrados, aunque no impedían que se filtrasen rayos de luz que atravesaban la oscuridad.

Dejó la llave sobre la mesita situada junto a la puerta y se encaminó hacia la cama, medio dormido. De pronto descubrió que había alguien más en la estancia, acostado en la cama, observándole. Entonces, en la tenue luz, vio la afilada hoja ascender directamente hacia él.

Un poco antes, aún de noche, un soldado que monta guardia entrega al emperador de Sarantium una capa forrada de piel al salir de la pequeña capilla y del túnel de piedra que atraviesa las murallas del Recinto Imperial. Hace frío y sopla el viento.

Valerius, que todavía recuerda, aunque ahora ya con algún esfuerzo, la primera vez que viajó al sur de Trakesia, en invierno, a instancias de su tío, con una simple túnica corta y destrozada, y las botas embarradas, agradece la calidez de aquella prenda. El camino de regreso al palacio Traversite es corto, pero no es el frío sino el cansancio lo que le otorga inmunidad.

Estoy envejeciendo, piensa, una idea siempre presente. No tiene herederos, aunque no por falta de perseverancia, de consejo médico o de invocaciones de ayuda tanto al dios como a los espíritus del más allá. Sería estupendo tener un hijo, sigue pensando, aunque desde hace ya algún tiempo se ha resignado a no tenerlo. Al fin y al cabo, su tío le cedió el trono a él. Así pues, ya existen precedentes familiares. Por desgracia, los hijos de su hermana son insignificantes e irresponsables; en su día ordenó que no salieran de Trakesia bajo ningún concepto.

En realidad, no teme que organicen una insurrección, pues eso requiere coraje e iniciativa, dos cualidades de las que carecen, aunque alguien podría utilizarlos a modo de mascarones de proa para satisfacer sus ambiciones, y bien sabe el dios que el ansia de poder no es escasa en Sarantium. Habría podido ejecutarlos, pero lo consideró innecesario.

El emperador tiembla al cruzar los jardines. Es a causa del frío y la humedad, ya que no tiene miedo de nada. Que recuerde, sólo lo tuvo una vez en su vida adulta, durante la Revuelta, dos años atrás, cuando se enteró de que los Azules y los Verdes se habían unido en el Hipódromo y en las calles que ardían. Un hecho demasiado inesperado, excesivamente impredecible e irracional. Era y sigue siendo un hombre que confía en una conducta ordenada como fundamento de su existencia y de su intelecto. Algo tan improbable como la unión de ambas facciones le hizo vulnerable como un navío sin ancla en una tempestad.

Ese día estaba dispuesto a seguir las recomendaciones de sus consejeros más veteranos, a subir a bordo de una pequeña embarcación en la cueva situada debajo del Recinto y escapar del saqueo de su Ciudad. Los alocados e ilógicos disturbios provocados por una leve subida en los impuestos y algunas privatizaciones realizadas por el cuestor de la Hacienda Imperial estaban a punto de echar a perder toda una vida de planificaciones y logros. Sintió miedo e ira. Este recuerdo es mucho más intenso que aquel otro, hace ya mucho tiempo, cuando caminaba por la Ciudad.

Llega al más pequeño de los dos palacios principales y sube por las amplias escaleras. Los soldados de guardia le han abierto las puertas. Se detiene en el umbral, levanta la vista al cielo y observa las nubes de un negro grisáceo al oeste, sobre el mar. Luego, entra en el palacio para comprobar si la mujer cuyas palabras salvaron a todos aquel funesto día, hace dos años, sigue despierta o si ya se ha acostado, tal y como dijo que haría.

Se decía que Gisel, hija de Hildric y reina de los antae, era joven y hermosa a pesar de la dureza de la situación que se había visto obligada a afrontar los últimos años. Quizá pudiera darle un heredero, pero no por ello le proporcionaría una alternativa a la invasión de Batiara. Si viajaba a Oriente para desposarse con el emperador de Sarantium, los antae lo considerarían un acto de traición. Nombrarían un sucesor o alguien se apoderaría del trono por la fuerza.

En cualquier caso, entre los antae los sucesores tienden a destronarse con extraordinaria rapidez, piensa, y también son afectos a la espada y los venenos. Es cierto que Gisel constituiría una excusa para la intervención sarantina, otorgando autoridad a sus ejércitos, que no era poco. Por otro lado, el Alto Patriarca no se opondría al enlace, y eso pesaría sensiblemente entre los rhodianos y muchos de los antae, que podrían desequilibrar la balanza de estallar una guerra. En otras palabras, la joven reina no se equivoca en su interpretación de lo que podría representar para él. Ningún hombre que se preciara de su capacidad de lógica, de análisis y de anticipación se atrevería a negarlo.

Casarse con ella, en el hipotético caso de que lograra salir de Varena con vida, le allanaría un sinfín de caminos y le abriría innumerables puertas. Por lo demás, es lo bastante joven para dar a luz varias veces. Y él tampoco es tan mayor, aunque de vez en cuando sienta lo contrario.

El emperador de Sarantium llega a los aposentos de su esposa por el pasillo interior que siempre utiliza. Se quita la capa. Un soldado la recoge. Llama a la puerta. Alberga serias dudas de que Aliana aún esté despierta. Aprecia el descanso nocturno muchísimo más que él… y que la mayoría de la gente. Confía en que le haya esperado. Esta noche ha sido insospechadamente interesante y Valerius no se siente fatigado en lo más mínimo, sino que tiene unas ganas terribles de conversar.

Crysomallo abre la puerta, franqueándole el paso a las estancias más privadas de la emperatriz. Hay cuatro puertas. Los arquitectos han convertido esta ala del palacio en un laberinto de habitaciones femeninas. Ni siquiera él sabe adonde conducen todos los corredores. La puerta se cierra. Los soldados se quedan fuera. Hay velas ardiendo, un indicio. Se vuelve hacia la que ha sido la dama de honor de su esposa durante mucho tiempo, con gesto de interrogación, pero antes de que Crysomallo pueda hablar, se abre la puerta del dormitorio y aparece Aliana, la emperatriz Alixiana, su vida.

—Me complace que estés despierta.

Ella murmura:

—Al parecer tenéis frío. Acercaos al fuego. He estado meditando sobre el equipaje que me llevaré al exilio al que vais a enviarme.

Crysomallo sonríe, bajando la cabeza rápidamente en un vano intento por ocultarlo. Se vuelve sin que se lo hayan ordenado y se retira a otra parte de la telaraña de estancias. El emperador espera a que se cierre la puerta.

—¿Y por qué supones que podrás llevarte algo al marcharte? —pregunta Valerius, austero y tranquilo.

—¡Vaya! —exclama ella, simulando alivio y dándose suaves golpecitos en el pecho con una mano—. Eso significa que no tenéis pensado asesinarme.

El menea la cabeza.

—No será necesario. Puedo encomendárselo a Styliane cuando hayas sido desposeída de la condición de emperatriz y ya no tengas ningún poder.

El rostro de Alixiana se ensombrece al considerar esta nueva posibilidad.

—¿Otro collar?

—O cadenas —responde Valerius—. Grilletes envenenados en tu celda de exilio.

—Por lo menos, la indignidad será más breve —dice con un suspiro—. ¿Hace frío esta noche?

—Mucho —responde él—. Demasiado viento para los huesos de un anciano. Aunque despejará por la mañana. Disfrutaremos de un tibio sol.

—Los trakesianos siempre saben el tiempo que va a hacer, aunque no comprenden a las mujeres. Supongo que no se puede tener todo en esta vida. ¿Quién era el viejecito que os acompañaba? —Sonríe; él también—. ¿Tomaréis una copa de vino, mi señor?

El emperador asiente.

—Estoy casi seguro de que al collar no le pasa nada —dice.

—Ya lo sé. Sólo pretendías poner en guardia al artesano respecto a ella.

Valerius vuelve a sonreír.

—Me conoces demasiado bien.

Ella menea la cabeza mientras camina con la copa en la mano.

—Nadie os conoce demasiado bien. Sólo sé algunas de las cosas que os gustan. Era una presa después de lo sucedido esta noche, y deseabais advertirle de algún modo para que actuase con cautela.

—Creo que es un hombre precavido.

—Éste es un lugar muy seductor.

De repente, Valerius esboza una sonrisita nerviosa y burlona. En ocasiones, sigue siendo capaz de adoptar una expresión infantil.

—Mucho.

Ella ríe y le entrega la copa.

—¿Le costó decíroslo? —pregunta, mientras se encamina hacia un asiento acolchado—. Me refiero a lo de Gisel. ¿Es débil en este sentido?

El emperador también cruza la estancia y se sienta en el suelo, a los pies de Aliana, entre los cojines. Lo ha hecho con una extraordinaria agilidad, sin mostrar el menor signo de senilidad en sus movimientos. Crysomallo no ha descuidado un solo instante el fuego que hay junto a la silla de respaldo bajo en la que está sentada. El ambiente es muy cálido en la estancia, y el vino es exquisito, aguado a su gusto. El viento y el mundo han quedado fuera.

Valerius, que era Petrus cuando la conoció y que sigue siéndolo en la intimidad, sacude la cabeza.

—Es un tipo inteligente —dice—. Muy inteligente, en realidad. No lo esperaba. Si haces memoria te darás cuenta de que en realidad no nos informó de nada. Guardó silencio. Fuiste demasiado precisa en tus preguntas y comentarios para pretender provocar a un invitado. Extrajo esa conclusión y actuó en consecuencia. Yo no le llamaría débil, sino observador. Además, es probable que a estas horas ya esté enamorado de ti. —Levanta la mirada, sonríe y bebe un poco de vino.

—Un autodidacta —murmura la emperatriz—. Aun así, estoy convencida de que hubiese odiado la barba pelirroja con la que dicen que llegó. —Se estremece con delicadeza—. Lamentablemente, me gustan los hombres mucho más jóvenes que él.

Valerius suelta una carcajada.

—¿Por qué le mandaste llamar?

—Quería delfines, ya lo oísteis.

—Sí, lo oí. Los tendrás cuando terminemos el Santuario. Pero tendrías otras razones, imagino.

La emperatriz levanta un hombro, un gesto que a Valerius siempre le había encantado. Sus rizos negros atrapan la luz.

—Como vos mismo habéis dicho, tras discrepar con Siroes y resolver el enigma del auriga se transformó en una presa.

—No te olvides del obsequio a Styliane. A Leontes no le gustó demasiado.

—No fue eso lo que le desagradó, Petrus, sino verse obligado a igualar su generosidad.

—Dispondrá de una escolta. Al menos por un tiempo. Al fin y al cabo, Styliane patrocinó al otro artesano.

—Os he dicho más de una vez que este matrimonio era una equivocación.

Valerius frunce el ceño y bebe un poco de vino. La mujer le observa con atención, aunque con una expresión relajada.

—Se lo ganó, Aliana. Contra los basánidas y en el Majriti.

—Por supuesto que se ganó… los oportunos honores militares. Pero Styliane Daleina no era el modo más adecuado de recompensarle, amor mío. Los Daleinoi os detestan.

—E imagino por qué —dice Valerius con sarcasmo, y añade—: Leontes era el sueño dorado de todas las mujeres del Imperio.

—De todas excepto de dos —replica ella—. La que está aquí con vos y la que obligasteis a casarse con él.

—En tal caso, dejemos que sea el propio Leontes quien cambie de idea.

—A menos que sea ella la que le cambie a él.

El emperador meneó la cabeza.

—Supongo que Leontes también sabe cómo poner sitio a este tipo de «ciudades». Por lo demás, ha demostrado ser un hombre a prueba de traiciones. Se siente seguro de sí mismo y de su imagen de Jad.

Aliana separa los labios para decir algo, pero se lo piensa mejor. Valerius se da cuenta y sonríe.

—Ya lo sé —murmura—. Paga a los soldados, demora el Santuario.

—Entre otras cosas —dice ella—. Aunque bien mirado…, ¿qué puede saber una mujer de los grandes asuntos de estado?

—Exacto —señala el emperador enfáticamente—. Dedícate a tus obras benéficas y a las oraciones del amanecer.

Ambos ríen. La emperatriz tiene fama de dormir hasta tarde. Guardan silencio. Valerius apura el vino, Aliana se pone en pie, coge la copa, la llena de nuevo, vuelve a sentarse y se la entrega a su esposo, igual que antes. El acaricia el pie desnudo de su mujer, que reposa sobre un cojín, a su lado. Contemplan el fuego durante un rato.

—Gisel de los antae podría daros hijos —dijo Aliana casi al oído.

Valerius sigue mirando las llamas. Asiente con la cabeza.

—Y menos problemas, seamos sinceros.

—Así pues, ¿empiezo a seleccionar las prendas que me llevaré a mi exilio? ¿Puedo quedarme con el collar?

El emperador no aparta los ojos de las lenguas de fuego. El don de Heladikos, según los cismáticos que han tomado la decisión de erradicar en pro de la armonía en la fe de Jad. Los adivinos aseguran que son capaces de leer el futuro en las llamas, de ver el destino en sus formas. También ellos serán erradicados. Todos los paganos. Incluso ha cerrado las antiguas escuelas paganas, aunque eso sí, con una renuencia que pocos serían capaces de imaginar. Mil años de sabiduría. Por supuesto, los delfines de Aliana también constituyen una grave infracción. Habría quienes no dudarían un instante en quemar al artesano por representarlos, si es que llega a hacerlo alguna vez.

Valerius es incapaz de vislumbrar la menor certeza mística en aquel fuego, sentado a los pies de su amada esposa, con una mano apoyada en el arco de uno de sus pies y la zapatilla de fina pedrería.

—No me dejes nunca —dice.

—¿Adonde queréis que vaya? —murmura ella, poco después, procurando mantener la ligereza en el tono de su voz.

Valerius levanta la mirada.

—No me dejes nunca —repite, clavando esta vez sus ojos grises en los ojos negros de Aliana.

Después de todos estos años aún es capaz de dejarla sin aliento con unas palabras y una mirada.

—Ni en un millón de vidas —susurra ella.