7

¿Era posible olvidar la libertad?

La pregunta le había asaltado en el camino y continuaba dando vueltas y más vueltas en su cabeza, sin respuesta. ¿Acaso un año de esclavitud o el hecho de haber sido vendida podían marcarla a una de por vida? En casa siempre había sido ágil, mordaz, cáustica y de lengua afilada. Erimitsu, demasiado inteligente para casarse, eso tenía muy preocupada a su madre. Ahora tenía un miedo terrible en lo más profundo de sus entrañas. Estaba ansiosa, perdida, le sobresaltaban los ruidos. Había pasado un año dejando que todos los hombres que pagaban a Morax la usaran e hicieran con ella lo que se les antojara. Un año recibiendo palizas a la menor equivocación o sin motivo, sencillamente para que no olvidara quien era y el lugar en que le correspondía estar.

Sólo al final dejaron de pegarle, cuando la eligieron para el sacrificio. Tenía que estar inmaculada, sin moraduras, para morir en el bosque.

Desde su habitación en la posada, Kasia podía oír el estruendo del Hipódromo, un fragor constante, como el de las cataratas al norte de su hogar, aunque en ocasiones se incrementaba, a diferencia de las aguas, hasta alcanzar niveles penetrantes e insoportables, un rugido semejante al de determinadas bestias, cuando se producía un revés de la fortuna, terrible o maravilloso, durante la carrera.

El zubir no había hecho ningún ruido en el bosque. Todo era silencio sobre las hojas y debajo de ellas, un silencio envuelto en una niebla impenetrable. Luego, el mundo empezó a girar vertiginosamente alrededor de la más pequeña de las cosas, como si no hubiera otra. Algo terrible o maravilloso la devolvió a la vida, conduciéndola desde Aldwood hasta Sarantium, algo en lo que ni siquiera se habría atrevido a soñar, y hasta la libertad, en la que sí había soñado cada noche durante todo el año.

Había ochenta mil personas en el Hipódromo, de acuerdo con Carullus, una cifra que su mente era incapaz de imaginar. La población de la Ciudad era de unos quinientos mil habitantes, incluso después de la Revuelta dos años atrás y de la peste. ¿Cómo era posible que no temblara la tierra con su ir y venir cotidiano?

Había pasado la mañana en aquella pequeña habitación, pensando en la posibilidad de encargar algo de comer y reflexionando en el cambio que se había producido, preguntándose qué muchacha, azotada y temerosa, aparecería con una bandeja para la dama.

La dama que había llegado con los soldados y el hombre que iba a ir a palacio, era ella. El tribuno se había asegurado de que todos lo supieran en la planta baja. Allí, como en todas partes, el servicio era una cuestión de posición social, y una invitación para cruzar las Puertas de Bronce era el umbral del mundo en Sarantium.

Martinian lo atravesaría. O quizá Caius Crispus. Les había dicho que podían llamarle Crispin en privado, pues ése era su verdadero nombre. Había estado casado con una mujer llamada Ilandra, que había muerto, al igual que sus dos hijas. Había gritado su nombre en la oscuridad.

No había vuelto a tocar a Kasia desde aquella noche, después de lo sucedido en Aldwood. Y aun así, al principio, le había parecido bien que durmiera en el suelo, envuelta en su capa. Fue ella la que se acercó a la cama al oírle gritar. Sólo entonces la había abrazado. Y sólo aquella vez. Desde aquel día, se aseguró de que tuviese su propia habitación mientras viajaban con los soldados a través de los vientos otoñales y de las hojas secas de los árboles arremolinándose en el aire, los caudalosos ríos de Sauradia y las minas de plata, las planicies cultivadas de Trakesia, hasta divisar por fin la impresionante Triple Muralla de la Ciudad.

¡Quinientas mil almas!

Kasia, cuyo mundo giraba y cambiaba demasiado deprisa a pesar de su inteligencia, no sabía cómo hacer frente a sus emociones. Se sentía excesivamente atrapada por la vorágine. Incluso se ruborizaba sólo con recordar, como en ese momento lo estaba haciendo, lo que había sentido próxima ya el alba al término de aquella noche tan singular.

Se hallaba en su habitación, oyendo el clamor del Hipódromo, remendando su túnica —esta vez sí, la suya— con hilo y aguja. No era muy hábil cosiendo, pero ¡qué remedio! Al mediodía tendría que bajar al salón para comer. Era erimitsu, la inteligente, y sabía que de consentir en encerrarse entre aquellas cuatro paredes, con la llave puesta, no saldría jamás. Le costó horrores, pero finalmente bajó. Le habían servido con una cierta solicitud, aunque sin deferencia. Quizá fuese todo lo que una mujer podía esperar en Sarantium.

Media ave de corral asada con puerros, un pan exquisito y un vaso de vino que aguó más de la mitad. Mientras comía en una mesa situada en un rincón, se dio cuenta de que era la primera vez en toda su vida que comía el menú en una posada, como un cliente más, vino incluido…, y sola.

Nadie la molestó. El salón estaba casi vacío. Todos habían acudido al Hipódromo o festejaban el último día de Dykania en las calles, comiendo y bebiendo en los puestos ambulantes, y agitando carracas y estandartes gremiales o de las facciones de las carreras. Podía oírles fuera, bajo el sol. Se obligó a comer lentamente, a beber el vino e incluso a pedir un segundo vaso. Era una ciudadana libre del Imperio Sarantino en el reinado de Valerius II. Ese día se celebraba una fiesta pública, el Festival de Otoño. Aceptó el melón que le ofreció una sirvienta.

Tenía el pelo del mismo color que el suyo, aunque era mayor y mostraba una cicatriz en la frente. Kasia le sonrió al regresar con la fruta, pero la mujer no le devolvió la sonrisa. Sin embargo, poco después, le trajo una copa de dos asas llena de un vino caliente y especiado.

—No lo he pedido —dijo Kasia.

—Ya lo sé, pero deberíais haberlo hecho. Hace frío. Os reconfortará. Los hombres volverán pronto y estarán excitados. Siempre lo están después de las cuadrigas. Vais a estar muy ocupada, querida.

Se marchó sin sonreír antes de que Kasia pudiera corregirla. Con todo, había sido una gentileza de su parte. «Querida», había dicho. ¡Qué amable! En las ciudades aún era posible algo así.

El vino especiado estaba riquísimo. Kasia se sentó tranquilamente y bebió. Al rato, se abrió la puerta principal y un flujo interminable de gente empezó a entrar y salir. Los había de todas partes. Aquello le hizo pensar en su padre y en su casa, y luego en el lugar en el que se hallaba en aquel preciso momento. Después, pensó también en la noche en que se acostó con Martinian —Crispin—. Se sonrojó, pues se sentía muy extraña.

Tal como Carullus le había indicado, ordenó que cargaran el importe del almuerzo a su cuenta, y acto seguido regresó a su habitación. ¡Tenía una habitación para ella sola! Una puerta con una cerradura nueva. Nadie podía entrar y abusar de ella u ordenarle que hiciera algo. Se trataba de un lujo tan increíble que incluso resultaba aterrador. Se sentó junto a la pequeña ventana, aguja en mano y con la túnica sobre las rodillas, pero el vino especiado después de las dos copas anteriores le habían provocado una profunda somnolencia.

Le despertaron los fuertes golpes en la puerta y su corazón empezó a acelerarse. Se puso en pie a toda prisa, se envolvió en la capa, un gesto involuntario de protección, y se acercó a la puerta, pero no abrió.

—¿Quién es? —preguntó con ligero temblor en la voz.

—¡Vaya! Me dijeron que había traído una puta. —Una voz áspera, educada, oriental—. Quiero ver al occidental, a Martinian. Abre la puerta.

Era la erimitsu, recordó Kasia de repente. Y en efecto lo era. Una mujer libre con sus derechos ante la ley; el posadero y el servicio estaban por debajo de ella. La luz del sol inundaba la habitación. Martinian le había aconsejado que anduviera con los ojos bien abiertos. Más de mil veces había oído a Morax hablando a los mercaderes y patricios. ¡Podía hacerlo!

Tomó aliento.

—¿Puedo saber quién le busca?

Una carcajada breve y seca.

—No suelo hablar con prostitutas a través de una puerta cerrada.

Kasia empezaba a enojarse.

—Y yo no suelo abrir la puerta a desconocidos impertinentes. Al parecer, tenemos un problema, ¿no es cierto?

Silencio. Oyó el crujido de una tabla de madera en el pasillo. El hombre tosió.

—¡Ramera presuntuosa! Soy Siroes, mosaiquista de la Corte Imperial. ¡Abre de una vez!

La muchacha abrió la puerta. Quizá fuese un error, pero a Marti… a Crispin le habían convocado a Sarantium para trabajar como maestro mosaiquista para el emperador, y aquel hombre…

Era bajito, regordete y calvo. Iba ataviado con una túnica de lino azul oscuro que le llegaba hasta los tobillos, bordada en oro, y una capa carmesí con un intrincado diseño que formaba una banda, también de oro. Tenía un rostro redondo y complaciente, los ojos oscuros y los dedos largos, que no casaban con su aspecto general de blandura. Sus manos presentaban la misma red de cortes y cicatrices que Crispin. Le acompañaba un sirviente, situado a corta distancia detrás de él.

—¡Ah! —exclamó Siroes—. Le gustan las mujeres delgadas. Tampoco a mí me desagradan. ¿Cuánto cobras por una tarde?

Debía mantener la calma. Era una ciudadana libre.

—¿Insultáis a todas las mujeres que conocéis o es que acaso os he ofendido? Me habían dicho que el Recinto Imperial era célebre por su cortesía, pero según parece me informaron mal. ¿Aviso al posadero para que os eche o preferís que grite?

El hombre volvió a vacilar, y esta vez, al observarlo con mayor atención, Kasia creyó ver algo. Algo inesperado, pero estaba casi segura.

—¿Echarme? —La misma carcajada breve de antes—. No eres presuntuosa, sino ignorante. ¿Dónde está Martinian?

Cuidado, se dijo la muchacha. Aquel sujeto era importante, y Crispin podía depender de él, trabajar con él o para él. No tenía que exasperarse, pero tampoco demostrar que estaba asustada.

Moderó su voz, bajó los ojos y pensó en Morax, arrodillándose y humillándose ante ciertos mercaderes.

—Lo siento, mi señor. Quizá sea una bárbara y no esté acostumbrada a la Ciudad, pero no soy la prostituta de nadie. Martinian de Varena está en el Hipódromo con el tribuno del Cuarto Sauradí.

Siroes soltó una maldición. De repente, Kasia volvió a percibir un temor inesperado.

Tiene miedo, pensó.

—¿Cuándo volverá?

—Imagino que cuando terminen las carreras, mi señor. —Se oyó un clamor procedente de las estrechas callejuelas y de la explanada del foro del Hipódromo. Alguien había ganado, alguien había perdido—. ¿Queréis esperarle o debo transmitirle un mensaje de vuestra parte?

—¿Esperarle? Es asombroso que el rhodiano crea que puede permitirse el lujo de asistir a los juegos cuando ha tardado una eternidad en llegar.

—No creo que sea tan grave, mi señor. Estamos en Dykania. Según nos han dicho el emperador y el canciller también están en el Hipódromo. No hay programado ningún acto en la corte.

—¡Vaya! ¿Y se puede saber quién os ha dado tantos detalles?

—El tribuno del Cuarto Sauradí es un hombre muy bien informado, mi señor.

—¡Ah! ¿Los sauradíes? ¿Un soldado de provincias?

—En efecto, mi señor. Es un oficial y tiene una cita con el estratega supremo. Supongo que eso requería conocer las actividades en el Recinto Imperial. De no ser así, como bien habéis dicho, no sabría demasiado. —Levantó la vista a tiempo para captar una mirada de preocupación en el artesano. Volvió a bajarla enseguida. ¡Podía hacerlo! ¡Después de todo, podía hacerlo!

Siroes soltó un nuevo juramento.

—No puedo esperar a un occidental ignorante. Tiene que asistir a un banquete imperial esta noche, después de las carreras. Le llevarán hasta allí en una litera. —Hizo una pausa—. Dile que…, dile que… vino un colega suyo para saludarle antes de que tuviera que vérselas con la… tensión de la corte.

Kasia continuó con los ojos bajos.

—Sé que será un honor para él, mi señor, y que se sentirá muy disgustado de no haber podido recibiros personalmente.

El artesano cerró la capa sobre el hombro, ajustando el broche de oro para sujetarla.

—No simules buenos modales o facilidad de palabra. No pega con una puta huesuda. Tengo tiempo para follarte. ¿Bastará medio solidus para que te desnudes?

Kasia se mordió los labios para no contestar como se merecía. Era curioso, pero ya no tenía miedo. Él sí.

—No —dijo mirándole a los ojos—. No bastará. No obstante, le diré a Martinian de Varena que estuvisteis aquí y que me lo ofrecisteis. —Se dispuso a cerrar la puerta.

—¡Espera! —El artesano parpadeaba nerviosamente—. Estaba bromeando, sólo eso. La gente del campo nunca comprende el ingenio cortesano. ¿Por casualidad tienes…, conoces el trabajo de Martinian, o… sus puntos de vista sobre…, digamos… el método de transferencia de las tesserae enlechadas?

El pobre hombre estaba aterrorizado. A veces, resultaban peligrosos los hombres aterrorizados.

—Ni soy su prostituta ni su aprendiz, mi señor. Cuando vuelva, le diré que ése era el motivo de vuestra visita.

—¡No! Bueno…, quiero decir que no hace falta que te molestes. Ya lo discutiré con él, como es natural. Tengo que… asegurarme de su competencia, por supuesto.

—Por supuesto —dijo Kasia, y cerró la puerta al maestro mosaiquista de la Corte Imperial.

La cerró con llave, se apoyó en ella y, luego, incapaz de resistir un segundo más, empezó a reír en silencio, y después a llorar. Reía y lloraba al mismo tiempo.

De haber regresado a la posada al finalizar las carreras, como tenía previsto hacer, habría hablado con Kasia y se habría enterado de la visita de aquel artesano, cuyos detalles habrían sido más significativos para él de lo que habían sido para ella, y casi con toda seguridad Crispin se habría comportado de otro modo en algunas de las situaciones que acontecieron más tarde.

Lo que a su vez habría ocasionado un cambio importante en diversos asuntos, tanto personales como de un ámbito mucho más amplio, hasta el punto de modificar no sólo su vida, sino también la de otros, e incluso, por qué no, el curso de los acontecimientos en el Imperio.

Eso es algo que suele ocurrir más a menudo de lo que en ocasiones uno es capaz de sospechar. Los amantes se citan por primera vez para cenar y uno de ellos, a causa de un contratiempo, no consigue acudir; un barril de vino se suelta de un carro y rompe la pierna a alguien que impulsivamente había elegido aquella ruta para dirigirse a los baños públicos; la daga que había lanzado un asesino no consigue su objetivo mortal porque la supuesta víctima se volvió en aquel preciso instante, por casualidad, a tiempo de esquivarla. Las mareas de la fortuna y la vida de los hombres y las mujeres que habitan en el mundo creado por dios se conforman y alteran sobre la base de patrones inescrutables.

Pero no, Crispin no regresó a la posada.

En realidad, cuando Carullus, Vargos y el artesano ya casi habían llegado, al atardecer, entre las tumultuosas y estridentes calles en las que la gente seguía celebrando el último día del Festival de Otoño, una media docena de hombres apostados delante de la posada se aproximaron a ellos. Vestían túnicas verde oscuro, hasta las rodillas, con un sutil estampado y una franja vertical de color marrón a ambos lados, pantalones marrones y cinturón marrón oscuro. Los seis llevaban el mismo collar con un medallón, signo de su rango. Tenían un aspecto grave, sereno, por completo distinto del caos que les rodeaba.

Carullus se detuvo al verlos, observándolos con precaución, pero sin alarmarse. Crispin, siguiendo su ejemplo, permaneció inmutable cuando el líder se acercó a él, admirando el gusto y la hechura de su atuendo. Justo antes de que el desconocido hablara, se dio cuenta de que era un eunuco.

—¿Sois el artesano mosaiquista? ¿Martinian de Varena?

Crispin asintió.

—¿Puedo saber quién lo pregunta? —dijo.

Kasia observaba la escena desde la ventana de su habitación. Les había estado buscando entre la multitud desde que había cesado el estruendo en el Hipódromo. Pensó en llamarles, pero, por supuesto, no lo hizo.

—Nos envían de los despachos del canciller. Se requiere vuestra presencia en el Recinto Imperial.

—Ya lo sé. Éste es el motivo por el que he viajado hasta Sarantium.

—No, no sabéis nada. Os ha sido concedido un gran honor. Debéis acudir esta noche. Ahora mismo. El emperador dará un banquete y a su término os recibirá en el Palacio Attenine. ¿Comprendéis lo que eso significa? Hombres importantísimos esperan semanas, incluso meses para ser recibidos. A veces, los embajadores abandonan la Ciudad sin haber conseguido una audiencia. Le seréis presentado esta noche. El emperador está muy comprometido con el progreso del Nuevo Santuario. Os conduciremos hasta allí y os prepararemos.

Carullus no pudo reprimir un pequeño silbido de asombro. Uno de los eunucos le miró. Vargos permanecía inmóvil, escuchando. Crispin dijo:

—Será un honor para mí; pero ¿ahora? ¿Debo presentarme ante él con esta traza?

El eunuco sonrió.

—Sería una insensatez —comentó otro de los eunucos con aspecto divertido.

—Tendré que bañarme y cambiarme de ropa. He estado todo el día en el Hipódromo.

—Ya lo sabemos. Es improbable que ninguno de los ropajes que habéis traído resulte adecuado para una recepción formal en la corte. Estáis aquí a requerimiento del canciller. De ahí que Gesius sea responsable de vos ante el emperador. Nos ocuparemos de vuestro aspecto. Vamos.

Se marcharon. Después de todo, había venido para eso.

Kasia miraba desde la ventana, mordiéndose el labio inferior. Sentía un impulso irrefrenable de llamarle, aunque no sabía por qué. Una premonición, quizá. ¿Algo del otro mundo? Sombras… Cuando Vargos y el tribuno subieron la escalera, les refirió todo lo sucedido durante la visita de la tarde, así como la última y curiosamente específica pregunta que le había hecho su interlocutor. Carullus soltó una maldición, lo que no hizo sino aumentar sus temores.

—Bueno…, no importa —dijo enseguida—. Ahora es imposible contárselo. Van a tenderle algún tipo de trampa, aunque no podía ser de otro modo en una corte como ésta. Es muy ingenioso, bien lo sabe Jad. Esperemos que el ingenio no le abandone.

—Debo irme —dijo Vargos—. El sol se pone.

El tribuno le miró, luego miró a Kasia con perspicacia, y les condujo a paso ligero entre la muchedumbre, por las calles que se oscurecían poco a poco, hasta un santuario de considerables dimensiones situado a poca distancia de la Triple Muralla, hacia el oeste. Entre la multitud que había delante del altar y el disco solar en la pared posterior asistieron a los ritos del ocaso cantados por un sacerdote enjuto y de barba negra. Kasia se ponía en pie y se arrodillaba, se ponía en pie y se arrodillaba entre los dos hombres, intentando no pensar en el zubir, ni en Caius Crispus, ni en ninguna de las personas que se apiñaban a su alrededor, tanto en la capilla como en la Ciudad.

Concluidos los oficios, cenaron en una taberna cercana. También estaba atestada. Había muchos soldados. El tribuno saludó y fue correspondido por algunos de ellos al entrar, pero afortunadamente para ella siguió mostrándose muy solícito y eligió un reservado al fondo del local, lejos del ruido, y le sugirió que se sentara de espaldas al tumulto, para que ni siquiera tuviese que mirar a nadie, exceptuando a Vargos o a él. Pidió comida y vino para los tres, bromeando con el sirviente. Kasia se enteró de que aquella tarde había perdido una gran cantidad de dinero en una carrera, aunque no parecía haberle afectado demasiado. No era un hombre al que le afectaran fácilmente las cosas, pensó.

Se sintió ultrajado y humillado, menoscabado en su más profunda dignidad. Gritó de rabia, les cubrió de improperios y arremetió a golpes contra ellos, profundamente airado, provocando una auténtica marejada en la bañera y empapando a más de uno.

Se habían reído con ganas, y a juzgar por la cantidad de pelo que le habían cortado mientras disfrutaba del agua tibia y perfumada, recostado cómodamente y con los ojos cerrados, Crispin no tuvo más remedio que rendirse a la evidencia. Cuando se cansó de gruñir y maldecir, con lo que sólo conseguía, por lo visto, divertirles aún más, se vio obligado a dejarles terminar lo que habían empezado, o de lo contrario su aspecto quizá fuese peor.

¡Le habían rasurado la barba!

Al parecer, la moda masculina en la corte de Valerius y Alixiana eran las mejillas suaves. Sólo los bárbaros, los soldados del interior y los provincianos se dejaban crecer la barba, dijo el eunuco encargado de las tijeras y luego de la cuchilla de afeitar. En su opinión, parecían osos, machos cabríos, bisontes u otras bestias por el estilo.

—¿Qué sabes tú de los bisontes? —había espetado Crispin, con amargura.

—¡Absolutamente nada, gracias al sagrado Jad! —respondió el eunuco con fervor, haciendo el signo del disco solar con la hoja y provocando la risa de sus compañeros.

En la corte, los hombres tenían la obligación de mostrarse ante dios y el emperador de la forma más civilizada posible, le había explicado con paciencia mientras manipulaba la navaja con precisión. Que un pelirrojo llevase barba, añadió con firmeza, constituía una provocación, un signo de mala educación, como… como tirarse un pedo durante la invocación del amanecer en la Capilla Imperial.

Poco después, mientras esperaba en una antecámara del Palacio Attenine, vestido de seda por segunda vez en su vida, con un suave calzado de cuero muy ceñido y una capa corta, verde oscuro, abrochada al hombro sobre la larga túnica gris perla orillada en negro texturado, Crispin no podía parar de tocarse la cara —su mano no respondía a los dictados del cerebro—. En el baño le habían dado un espejo, una pieza espléndida, con el mango de marfil y un diseño de uvas y hojas en relieve en el dorso de plata; el cristal era perfecto, casi sin distorsión.

Uno de los desconocidos volvió a mirarle, empapado, pálido, enojado y con las suaves mejillas de un recién nacido. Había llevado barba desde antes de conocer a Ilandra, hacía ya más de una década, y apenas conocía o recordaba a la vulnerable y truculenta persona de mentón cuadrado cuya imagen le devolvía el espejo. Sus ojos se veían muy azules y la boca —todo su rostro en realidad— daba la sensación de estar desprotegida, indefensa. Había ensayado una breve sonrisa, pero dejó de hacerlo de inmediato. No parecía su rostro. Lo habían… ¡cambiado! ¡No era él! Mala cosa abrigar un sentimiento de inseguridad precisamente cuando se estaba preparando para ser presentado en la corte más peligrosa del mundo, con una falsa identidad y portando un mensaje secreto.

Seguía muy enfadado y eso compensaba la ansiedad que oprimía su pecho. Era consciente de que los funcionarios del canciller habían actuado con una innegable buena voluntad, eso sin contar la tolerancia y el buen humor con los que habían afrontado su rabieta y el consiguiente empapamiento general que había ocasionado. Los eunucos sólo querían que diera una buena impresión, pensó. La firma de Gesius le había convocado a Sarantium y simplificado el viaje hasta allí. Ahora se hallaba en aquella suntuosa antecámara iluminada con velas, oyendo el rumor de los cortesanos que empezaban a acceder al salón del trono a través de unas puertas situadas en el otro extremo, y él, de una u otra forma, era un representante del canciller, a pesar de que nunca le había visto.

Llegabas al Recinto Imperial, reflexionó Crispin, más tieso que un clavo incluso antes de decir las primeras palabras o de hacer las genuflexiones de rigor. En efecto, le habían hablado de las genuflexiones, dándole instrucciones precisas y conminándole a ensayarlas. En contra su voluntad, su corazón había empezado a latir con fuerza al hacerlo, y aquella sensación se estaba repitiendo de nuevo al oír a los dignatarios de la corte de Valerius II al otro lado de las majestuosas puertas de plata. Un leve murmullo, de vez en cuando, alguna risa. Debían de estar de buen humor después de disfrutar de un banquete.

Se frotó la lisa barbilla. Su suavidad era espantosa, inquietante como si un cortesano sarantino bien afeitado, vestido de seda y perfumado se hubiese infiltrado en su cuerpo a medio mundo de distancia de su hogar. Se sentía desplazado de la idea que se había hecho de sí mismo a lo largo de los años.

Y aquella tensión, aquel cambio forzado de apariencia e identidad, probablemente tenía mucho que ver con lo que vino a continuación, decidió más tarde.

Bien sabía que nada de todo aquello había sido planeado. No era más que un imprudente, un espíritu de contradicción. Su madre siempre lo había dicho, al igual que su esposa y sus amigos. Hacía ya mucho tiempo que había tomado la determinación de cejar en su empeño de negarlo. Solían reírse cuando lo hacía, de manera que dio por zanjado el asunto.

Tras la prolongada espera, durante la cual contempló la luna azul elevarse a través de la ventana de un patio interior, los acontecimientos se sucedieron con rapidez. Se abrieron las puertas de plata. Crispin y los representantes del canciller se volvieron. Dos guardias altísimos, con brillantes túnicas plateadas, se dirigieron hacia él desde el salón del trono. Crispin captó una instantánea de movimiento y color en el ambiente, presidido por un abrumador olor a incienso. Se oía música, aunque luego, cesó, al igual que el movimiento. Un hombre apareció detrás de los guardias, vestido de blanco y carmesí, y llevando un báculo ceremonial. Uno de los eunucos le hizo un gesto con la cabeza y acto seguido miró a Crispin, sonriéndole —algo muy reconfortante en un momento como aquél— y murmurando:

—Estáis impecable. Os han aguardado con benevolencia. Que Jad esté con vos.

Crispin avanzó hasta situarse junto al heraldo de la puerta, que le dirigió una mirada indiferente y le preguntó:

—Sois Martinian de Varena, ¿no es cierto?

En efecto, no estaba planeado.

La idea seguía dando vueltas en su mente incluso cuando dijo aquello por lo que podía ser ajusticiado. Se frotó el mentón.

—No —respondió con calma—. Mi nombre es Caius Crispus. De Varena, eso sí.

La expresión de asombro del heraldo habría resultado cómica si la situación hubiese sido otra. Uno de los guardias se colocó junto a Crispin, pero no hizo ningún otro movimiento, ni siquiera volvió la cabeza.

—¡Que te jodan con un sable! —susurró el heraldo con el elegante acento de la aristocracia oriental—. ¿Crees que voy a anunciar a alguien que no figura en la lista? ¡Una vez dentro, haz lo que quieras! —Y dando un paso adelante, dio un golpe en el pavimento con el báculo. La charla de los cortesanos había cesado. Se habían puesto en fila, esperando, formando un pasillo en el salón.

—¡Martinian de Varena! —declaró el heraldo, cuya potente voz resonó en toda la estancia abovedada.

Crispin avanzó. Le daba vueltas la cabeza, percibía nuevos perfumes y una miríada de colores, pero no veía con claridad. Dio los tres pasos prescritos y se prosternó. Esperó, contando hasta diez. Se puso en pie, dio otros tres pasos hacia el hombre sentado en medio de un increíble esplendor de oro iluminado con velas —el trono—. Se prosternó de nuevo. Contó, intentando apaciguar su alocado corazón. Se puso en pie. Otros tres pasos, se prosternó por tercera vez.

En esta ocasión permaneció en esa posición, tal y como le habían indicado, a unos diez pasos del trono imperial y del segundo trono, a su lado, en el que estaba sentada una mujer cubierta de joyas. No levantó los ojos. Oyó un suave murmullo de curiosidad entre los cortesanos que se habían congregado para ver al nuevo rhodiano. Los rhodianos seguían despertando interés. Alguien bromeó, un cascabeleo de azogue y una risa femenina. Luego, silencio.

Por fin, una voz clara y aguda dijo:

—Sed bienvenido a la Corte Imperial de Sarantium, artesano. En nombre del glorioso emperador y de la emperatriz Alixiana, te autorizo a levantarte, Martinian de Varena.

Debía de ser Gesius, pensó Crispin, el canciller, su patrón, en el caso de que tuviera alguno. Cerró los ojos y respiró hondo, pero permaneció inmóvil, con la frente apoyada en el pavimento.

Tras una pausa. Alguien rio con nerviosismo.

—Os han concedido el permiso de levantaros —repitió la voz aguda.

Crispin pensó en el zubir del bosque, y luego en Linón, el gorrión —el alma—, que le había hablado en su interior aunque sólo durante un corto período de tiempo. Al morir Ilandra, había sentido deseos de marcharse con ella, recordó.

Sin alzar la mirada, pero con la máxima claridad de la que fue capaz, dijo:

—No me atrevo, mi señor.

Un susurro de voces, de vestidos, como de hojarasca en el suelo. Era consciente de los perfumes entremezclados, de la frialdad del suelo y de que la música había dejado de sonar. Tenía la boca seca.

—¿Acaso os proponéis permanecer postrado para siempre? —Las palabras de Gesius denotaban cierta aspereza.

—No, mi buen señor. Sólo hasta que me sea concedido el privilegio de ponerme en pie ante el emperador en mi propio nombre, pues soy un estafador y merezco la muerte.

Todo el mundo lo miró azorado.

El canciller parecía confuso. La voz que habló a continuación era experta, exquisita y de mujer. Más tarde, Crispin recordó haberse estremecido al oírla por primera vez.

—Si todos los que lo merecen entre los que están en este salón, realmente murieran, me temo que no quedaría nadie para aconsejarnos o divertirnos.

Era extraordinario constatar lo diferente que podía ser un silencio de otro. Tras una pausa calculada, la mujer, que sabía que era Alixiana y cuya voz permanecería grabada para siempre en su mente, prosiguió:

—Creo que preferiríais ser llamado Caius Crispus, ¿me equivoco? ¿El artesano lo bastante joven como para viajar cuando su colega, el que fue convocado, era demasiado anciano para hacerlo?

Crispin se quedó sin aliento, como si le hubieran propinado una patada en el estómago. ¡Lo sabían! ¡Se habían enterado! Pero ¿cómo? No tenía ni idea. Aquello iba a tener consecuencias y en cantidad, pero no tenía ninguna alternativa. La suerte estaba echada. Luchó para controlarse, sin separar la frente del pavimento.

—El emperador y la emperatriz conocen los corazones y las almas de los hombres —balbuceó por fin—. Así es, he venido en lugar de mi compañero para poner a la disposición del emperador mis humildes conocimientos. Me quedaré bajo mi propio nombre, con el que la emperatriz me ha honrado al pronunciarlo, o aceptaré el castigo que merezco por mi presunción.

—Seamos claros. ¿No eres Martinian de Varena? —Una nueva voz, patricia y poderosa, desde las inmediaciones de los tronos.

Carullus había pasado una buena parte del tiempo durante las últimas etapas del viaje contándole lo que sabía de la corte. Crispin estaba seguro de que aquél era Faustinus, el maestro de ceremonias, probablemente el rival de Gesius más poderoso del Recinto Imperial…, después de quien se sentaba en el trono, claro.

Y quien se sentaba en el trono todavía no había abierto la boca.

—Según parece, uno de vuestros correos no entregó a su debido tiempo la convocatoria imperial, Faustinus —dijo Gesius.

—Lo que parece —replicó el otro hombre— es que los eunucos del canciller no se han asegurado de que un hombre que iba a ser presentado formalmente en la corte fuese quien realmente se suponía que era. Esto es peligroso. ¿Por qué os habéis hecho anunciar como Martinian, artesano? Ha sido un engaño.

Resultaba difícil mantener aquella conversación en semejante postura, con la frente apoyada contra el suelo.

—No lo hice —respondió—. Lamentablemente, el heraldo debe de haber… entendido mal mi nombre cuando se lo dije. Le hice saber quién era. Me llamo Caius Crispus, hijo de Horius Crispus. Soy un artesano mosaiquista y lo he sido durante toda la vida. Martinian de Varena es mi colega y compañero desde hace doce años.

—De nada sirven los heraldos —intervino la emperatriz sin perder la serenidad y en aquella increíble voz sedosa— si cometen semejantes errores. ¿No estáis de acuerdo, Faustinus?

Ahí está la clave de quién nombra a los heraldos en la corte, pensó Crispin. Su mente volaba. Tenía la sensación de estar haciendo nuevos enemigos con cada palabra que pronunciaba. Sin embargo, seguía desconociendo cómo había sabido su nombre la emperatriz, y por lógica el emperador, según era de suponer.

—Como es natural, realizaré las investigaciones oportunas, tres veces ensalzada. —El tono severo de Faustinus desapareció de inmediato.

—En realidad —terció una nueva voz, categórica—, no veo dónde está el problema. Llamamos a un artesano de Rhodias y un artesano de Rhodias ha respondido a nuestra llamada. Es un colega del convocado. Si resulta apropiado para las tareas que le han sido asignadas, ¿qué mas da? Sería lamentable empañar un ambiente festivo, mi señor emperador, con una trivialidad como ésta. ¿No estamos aquí para divertirnos?

Crispin no sabía quién podía ser aquel hombre, el primero que se dirigía a Valerius. Pero oyó dos cosas. La primera, después de un latido de su corazón, un murmullo de agradecimiento y alivio, la restauración de la tranquilidad en la estancia. Quienquiera que fuese, tenía un poder más que considerable en la corte.

La segunda, instantes más tarde, un ligero y casi imperceptible crujido delante de él.

Un crujido que no habría tenido el menor significado para otro que estuviera en la incómoda postura de Crispin, con la frente apoyada contra el suelo, pero que sí la tenía para un artesano mosaiquista. Aguzó el oído. Algunas risas contenidas a derecha e izquierda, rápidos susurros conminándoles a guardar silencio y… el suave y continuado crujido.

La corte se lo había estado pasando en grande aquella noche, pensó. Buenas viandas, vino, amoríos, charlas ocurrentes. Sí, no había duda. Era de noche, una noche del Festival de Otoño. Imaginó un sinfín de manos femeninas apoyadas en otros tantos antebrazos masculinos, cuerpos perfumados y envueltos en sedas inclinándose para observar lo que estaba sucediendo. Un rhodiano merecedor de un buen escarmiento constituía un maravilloso pasatiempo.

Pero Crispin no tenía la sensación de que estuviese distrayéndoles.

Estaba allí, en la corte sarantina, en el nombre de su propia familia, como hijo de un padre que se habría sentido muy orgulloso en aquel momento y, por otro lado, le disgustaba profundamente que se burlaran de él.

Ya no era un espíritu de contradicción, aunque admitía haberlo sido años atrás, en ocasiones incluso autodestructivo. En efecto, sería absurdo negarlo. También era el descendiente directo de un pueblo que gobernó un Imperio más poderoso que éste, en una época en la que esta ciudad no era más que un puñado de cabañas barridas por el viento en lo alto de un acantilado.

—Muy bien, pues —dijo el canciller Gesius, con una voz casi tan seca como antes, quizá un poco menos—. Tenéis permiso para poneros en pie, Caius Crispus, rhodiano. Levantaos ahora ante el Todopoderoso y Amado de Jad, el alto y ensalzado emperador de Sarantium.

Alguien rio.

Crispin se incorporó lentamente ante los dos tronos.

Pero sólo la emperatriz estaba sentada frente a él. El emperador se había marchado.

¡Qué agudeza la suya!, pensó Crispin.

Sabía que todo el mundo estaba esperando una reacción de azoramiento, de confusión, incluso de pánico, tal vez dando vueltas como un oso de circo buscando al emperador, con una expresión de desconcierto al no encontrarlo.

Pero no les dio ese placer, sino que se limitó a levantar la mirada y a responder con una sonrisa a quien le sonreía. Al parecer, en ocasiones Jad era generoso incluso con el más pequeño e indigno de los mortales.

—Soy vuestro más humilde servidor —dijo con gravedad, dirigiéndose a la figura que parecía flotar sobre el trono de oro, a media altura respecto a la pequeña y exquisita cúpula—. Tres veces ensalzado emperador, me sentiré muy honrado de colaborar en cualquier trabajo de mosaico que vos o vuestros leales sirvientes crean oportuno encomendarme. Asimismo, creo estar en disposición de proponer algunas medidas para mejorar el efecto de vuestra elevación en el glorioso trono imperial.

—¿Mejorar el efecto? —de nuevo Faustinus, en tono de preocupación. En el salón se oyó una repentina oleada de murmullos. Acababa de arruinarles la broma. Por alguna razón, el rhodiano no había perdido los estribos.

Crispin se preguntaba cuál habría sido el efecto de aquella jugarreta a lo largo de los años. Jefes y reyes bárbaros, emisarios mercantiles, basánidas con largas túnicas o embajadores karchitas vestidos de piel debieron de quedarse de piedra al ver al emperador suspendido en el aire sobre su trono, sujeto por algo invisible, tan por encima de ellos en persona como lo estaba en poder, pues aquél era el mensaje que subyacía debajo de tan sofisticada diversión.

Sin desviar la mirada del emperador, y sin mirar al maestro de ceremonias, por supuesto, dijo:

—Un artesano mosaiquista pasa una buena parte del tiempo subiendo y bajando de una diversidad de plataformas y grúas. Puedo sugerir algunos artilugios con los que los ingenieros imperiales podrían silenciar el mecanismo…

Mientras hablaba era consciente de que la emperatriz le estaba observando desde su trono. Resultaba imposible ignorar su presencia. Alixiana llevaba el tocado más ornamentado con joyería que había visto en toda su vida.

Mantuvo la mirada fija en lo alto.

—Asimismo —prosiguió—, sería más eficaz para situar al tres veces ensalzado emperador bajo la luz directa de la luna que penetra por las ventanas del sur y el oeste de la cúpula. Observad que la luz sólo alcanza los gloriosos pies imperiales. Imaginad el efecto que causaría ver suspendido en este momento al Amado de Jad bajo el luminoso fulgor de la luna azul casi llena. Bastaría un giro y medio más en los cables para conseguirlo, mi señor.

El murmullo adquirió un tono más sombrío, pero Crispin lo ignoró por completo.

—Cualquier artesano mosaiquista competente —añadió— dispone de cartas que indican la salida y la puesta de ambas lunas y los ingenieros pueden consultarlas para hacer los reajustes necesarios. Siempre que hemos trabajado con tesserae en las cúpulas de algunos santuarios y palacios de Batiara, Martinian y yo hemos logrado maravillosos efectos tomando en consideración cuándo y dónde las lunas dirigirán su luz en cada estación. Sería un auténtico placer para mí ayudar a los ingenieros imperiales en esta cuestión.

Dicho esto, y sin dejar de mirar hacia arriba, dio por terminado su parlamento. El murmullo también cesó. Se produjo un silencio absoluto en el salón del trono del Palacio Attenine, bajo la luz de las velas, entre los pájaros de pedrería, los árboles de oro y plata, los incensarios ardiendo, las exquisitas obras de marfil, seda, sándalo y piedras semipreciosas.

Al final, sonó una carcajada.

Crispin también recordaría aquello mientras viviera: el primer sonido que oyó de Petrus de Trakesia, quien había puesto a su tío en el trono imperial y al que más tarde sustituyó como Valerius II, fue aquella risa rica, desinhibida, procedente de un hombre suspendido en lo alto como un dios, unos metros por encima de su corte, aunque no bajo la luz de la luna azul.

El emperador hizo una señal y le descendieron hasta que el trono se posó con suavidad junto al de la emperatriz. Nadie habló durante el descenso. Crispin permanecía impávido, sin demostrar ninguna emoción, con las manos a los lados y el corazón acelerado. Miró al emperador de Sarantium. El Amado de Jad.

Valerius II tenía unos rasgos poco agraciados, unos enormes ojos grises que parecían estar a punto de salirse de las cuencas y las mismas mejillas rasuradas que habían dejado a Crispin después de deshonrarle privándole de su querida barba pelirroja. Estaba perdiendo el pelo, y el que quedaba aparecía salpicado de canas. Pasaba de los cuarenta y cinco años. No era pues un hombre joven, pero aún estaba lejos de su declive. Llevaba una túnica de seda violeta, en relieve, anudada con un cinturón y rematada en el cuello y en la base con bandas de oro con un diseño muy elaborado. Rico, pero sin ornamentos ni extravagancias. La única pieza de joyería que lucía era un enorme sello en la mano izquierda.

El enfoque de las vestiduras y adornos de la mujer sentada a su lado era diferente. A decir verdad, Crispin había evitado mirar directamente a los ojos de la emperatriz hasta aquel instante. No habría sabido decir por qué. En ese momento lo hizo, consciente de que seguía siendo la diana de sus ojos negros y su expresión de curiosidad. Otras imágenes y otras auras se adueñaron de su mente al cruzarse fugazmente con ellos y luego bajar la mirada. Se sentía mareado. Había visto mujeres hermosas aquel día y mucho más jóvenes. También había mujeres extraordinarias en aquella estancia.

Sin embargo, la emperatriz le cautivó, y no sólo por su rango o su historia. Alixiana, la que en otro tiempo fuera simplemente Aliana de los Azules, una actriz y bailarina, vestía de seda dorada y carmesí, con el pórfido del vestido debajo de la túnica a modo de acento, pero presente, inevitablemente presente, definiendo su rango. El tocado que enmarcaba su pelo negro azabache y el collar que lucía en el cuello valían más, sospechó Crispin, que todas las joyas que cubrían a la reina de los antae en su lejana Varena. En aquel momento sintió lástima de Gisel. Tan joven y asediada por innumerables amenazas, luchando por su vida.

Con la cabeza erguida a pesar del peso del ornamento, la emperatriz de Sarantium estaba resplandeciente, y la ingeniosa y observadora curiosidad de sus ojos le hicieron comprender que no había nada más peligroso en la Tierra que aquella mujer sentada junto al emperador.

Advirtió cómo abría la boca para hablar, y cuando alguien —¡impensable!— se lo impidió, anticipándose a ella, entrevió que apretaba brevemente los labios en un casi imperceptible gesto de contrariedad.

—Este rhodiano —dijo una elegante dama rubia situada a sus espaldas— tiene toda la presunción que era de suponer y ninguno de los modales que era de esperar. Por lo menos, le han cortado el follaje. Una barba roja y unas maneras zafias habrían resultado demasiado ofensivas.

Crispin no dijo nada, y adivinó una leve sonrisa en la emperatriz, que sin volverse replicó:

—¿Sabéis que llevaba barba? ¿Acaso habéis estado indagando, Styliane? ¿Incluso siendo una recién casada? Muy característico de los Daleinoi.

Alguien rio nerviosamente, aunque enseguida recuperó la debida compostura. El corpulento y afable hombretón de mirada franca que estaba junto a la dama le dirigió una breve e incómoda mirada. Pero por el nombre con el que se habían referido a ella, Crispin supo quiénes eran aquellos dos personajes. Las piezas empezaban a encajar. Como siempre, tenía un rompecabezas mental a medio resolver y ahora lo necesitaba más que nunca.

Miró al estratega, el bienamado de Carullus, el hombre a quien el tribuno había venido a ver desde Sauradia, el soldado más grande de la época. Aquel hombre alto era Leontes el Dorado, y detrás de él se hallaba su esposa, hija de la familia más aposentada de Sarantium, todo un premio para un general triunfante, tuvo que admitir Crispin. En efecto, una recompensa más que sustancial. Styliane Daleina era una mujer espléndida, y la única perla, realmente espectacular, que relucía en su collar de oro incluso podía ser…

En ese momento, impulsado por la ira, le vino una idea a la cabeza. Le hizo estremecer, y a punto estuvo de…, pero permaneció en silencio. La temeridad tenía un límite.

Styliane Daleina no se inmutó ante la observación de la emperatriz. Y a fe que habría podido hacerlo, recapacitó Crispin. Después de todo, había revelado públicamente que le conocía, además de insultarla. Debería haber estado preparada para replicar. De repente, tuvo la sensación de ser otra piececita más en un complicado juego de estrategia entre dos mujeres.

O tres. No debía olvidar que llevaba un mensaje.

—Si tiene los conocimientos indispensables para ayudarnos con los mosaicos del Santuario —terció el emperador de Sarantium con cordialidad—, por mí puede dejarse crecer la barba hasta los pies, si lo desea. —La voz de Valerius era sosegada, pero sobresalió por encima de todos los demás rumores. ¡Claro!, pensó Crispin. En aquel salón todo el mundo debía estar modulado a sus cadencias.

Miró al emperador, apartando de su mente a la mujer.

—Has hablado con persuasión de ingeniería y de luz lunar —añadió Valerius—. ¿Te parece que charlemos un rato de mosaicos?

Hablaba como un erudito, como un académico. Y también lo parecía. Se rumoreaba que aquel hombre no dormía jamás; que paseaba toda la noche por alguno de sus palacios dictando correspondencia o se sentaba a leer despachos a la luz de un farol; que era capaz de enzarzarse en discusiones con filósofos y tácticos militares que rebasaban los límites de su propia sabiduría; que se había reunido con los candidatos a arquitectos de su nuevo Gran Santuario y habían revisado juntos todos los dibujos presentados; que uno de ellos se suicidó después de que el emperador rechazara su proyecto, explicándole con detalle por qué lo hacía. La noticia había llegado incluso a Varena. En Sarantium había un emperador que no sólo se sentía atraído por el poder, sino también por la belleza.

—Es el único motivo por el que estoy aquí, tres veces ensalzado —respondió Crispin, lo cual se aproximaba bastante a la verdad.

—¡Ah! —exclamó Styliane Daleina—. Otro rasgo típicamente rhodiano. Sólo hablan. Nunca hay nada por escrito. No me extraña que los antae los conquistaran con tanta facilidad. Es todo tan familiar.

De nuevo se oyeron risas en el salón, aunque aquella segunda interrupción era muy reveladora. Debía de sentirse muy segura tanto de sí misma como de su marido, amigo de toda la vida del emperador, para interferir en un coloquio como aquél. Lo que no estaba claro era la razón por la que lo hacía. Crispin continuó mirando al emperador.

—Las causas de la caída de Rhodias son diversas —puntualizó Valerius II—; pero ahora estamos hablando de mosaicos, Caius Crispus. ¿Qué opinas del nuevo método de transferencia invertida de colocación de tesserae en placas, en el taller?

Aun teniendo en cuenta todo lo que ya había oído de aquel hombre, la precisión técnica de aquella pregunta, viniendo como venía de un emperador después de un ágape con sus cortesanos, lo cogió totalmente desprevenido. Crispin tragó saliva y se aclaró la garganta.

—Mi señor, es adecuado y útil tanto para mosaicos en grandes murales como en el pavimento. Permite un asentamiento más uniforme del cristal o de las piezas de piedra, según se trate, y evita la necesidad de acelerar la colocación directa de las tesserae antes de que se seque la lechada. Puedo explicarlo, si el emperador así lo desea.

—No hace falta. Eso ya lo entiendo. ¿Se podría usar en una cúpula?

Crispin se habría podido preguntar cómo se hubiesen desarrollado los acontecimientos de haber optado por la diplomacia en aquel momento. Pero ni siquiera lo intentó. Las cosas se sucedieron por su propia inercia.

—¿En una cúpula? —repitió, elevando el tono de voz—. Tres veces ensalzado señor, ¡sólo un loco se atrevería a sugerir este método en una cúpula! Ningún artesano del mosaico merece ese nombre si cree lo contrario.

A sus espaldas, alguien soltó una especie de resoplido.

Styliane Daleina dijo con frialdad:

—Estás en presencia del emperador de Sarantium. A los extranjeros que presumen tanto como tú los azotamos o les arrancamos los ojos.

—Y también honramos —terció la emperatriz Alixiana, siempre con su exquisita voz— a quienes nos honran con su sinceridad. ¿Podrías decirnos a qué se debe este… punto de vista tan contundente, rhodiano?

Crispin vaciló por un instante.

—Estamos en la corte del glorioso emperador —dijo al fin—, en una noche de Dykania… ¿realmente deseáis proseguir esta discusión?

—El emperador así lo desea —respondió Valerius.

Crispin volvió a tragar saliva. Martinian, pensó, hubiese afrontado esta situación con mucho más tacto.

Pero él no era Martinian, así que sin más rodeos reveló a Valerius II de Sarantium uno de los principios de su alma:

—El mosaico —dijo, ahora ya más relajado— es un sueño de luz y de color. Es el juego de la luz sobre el color. Es un oficio (en ocasiones incluso me he atrevido a denominarlo arte, mi señor) en el que todo consiste en dejar que la luz de una vela, de un farol, del sol o de las dos lunas dance a través de los colores del cristal, de las gemas o de las piedras que usamos… para hacer algo que comparta, aunque sólo sea de una forma muy sutil, las cualidades del movimiento que Jad concedió a sus hijos mortales y al mundo. En un santuario, mi señor, es un oficio que aspira a evocar la santidad del dios y de su creación. —Tomó aliento. Le parecía increíble poder estar diciendo aquellas cosas en voz alta y allí. Miró al emperador.

—Continúa —pidió Valerius. Sus ojos grises denotaban concentración y una fría inteligencia.

—Y en una cúpula —prosiguió Crispin—, en el arco de una cúpula, tanto si se trata de un santuario como de un palacio, el artesano mosaiquista tiene la oportunidad de trabajar así con la luz y el color, de infundir una sombra de vida en su visión. Una pared es plana, un suelo es plano…

—O por lo menos debería serlo —exclamó la emperatriz—. ¡He vivido en algunas habitaciones…!

Valerius soltó una carcajada. Crispin, a medio vuelo, hizo una pausa y se vio obligado a reír.

—En efecto, tres veces ensalzada señora. Estoy hablando en teoría, por supuesto, pues son ideales que raras veces se consiguen.

—Una pared o un suelo es plano en su concepción —señaló el emperador, retomando el hilo del discurso—. ¿Una cúpula…?

—La curvatura y la altura de una cúpula nos permiten gozar de la ilusión del movimiento mediante los cambios de la luz, mi señor. Se trata de algo extraordinario. La cúpula es el espacio natural del artesano mosaiquista, su… cielo. Un fresco pintado en una pared plana puede conseguir lo mismo que un mosaico, y a veces, aunque muchos en mi gremio lo calificarían de herejía, incluso más. Pero nada en la Tierra de Jad es capaz de emular lo que puede hacer un artesano del mosaico en una cúpula si inserta las tesserae directamente en la superficie.

A sus espaldas, una voz refinada y quejumbrosa, dijo:

—Supongo que me será concedido el permiso de hablar acerca de esta burda estupidez occidental, tres veces ensalzado señor.

—Cuando haya terminado, Siroes. Si es que se trata de una estupidez. Por el momento, limítate a escuchar. Te formularé algunas preguntas. Prepárate para responderlas.

Siroes. No conocía aquel nombre, aunque probablemente debería. No se había preparado lo suficiente…, pero lo cierto es que no esperaba estar en la corte el día siguiente de su llegada a la Ciudad.

Estaba enfadado. Demasiados insultos. Intentó contener su temperamento, pero era allí donde moraba su alma.

—Que sea oriental u occidental no tiene nada que ver con esto, mi señor —dijo—. Habéis descrito la transferencia invertida como algo nuevo. Me temo que alguien os ha informado mal. Hace quinientos años, los mosaiquistas ya colocaban placas invertidas de tesserae en las paredes y pavimentos de Rhodias, Mylasia y Baiana. Todavía se conservan algunos ejemplos; allí están para quien quiera verlos. Pero no hay ninguno en ninguna cúpula en Batiara. ¿Sabéis por qué?

—Dímelo —respondió Valerius.

—Porque hace quinientos años, los mosaiquistas ya habían aprendido que colocar piedra, gemas y cristal plano sobre placas pegajosas y luego transferirlas acababa con todo el poder que les otorgaba las curvas de la cúpula. Cuando colocas una tessera a mano sobre una superficie, la pones en la posición que deseas. La angulas, la giras, la ajustas en relación a la pieza inmediata inferior e inmediata lateral, aproximándola o alejándola de la luz que penetra por las ventanas o que se eleva desde abajo en el caso de las velas. Puedes dar relieve o profundidad a la lechada de mortero según el efecto que quieras conseguir. Si eres un verdadero artesano del mosaico y no alguien que se limita a pegar cristales en una superficie pastosa, puedes tomar en consideración todos los datos que posees sobre el emplazamiento propuesto y el número de velas de la estancia, así como la posición de las ventanas alrededor de la base de la cúpula y… seguir subiendo, hasta llegar a la orientación de la estancia en la Tierra del Sagrado Jad y la salida y el ocaso de sus lunas y su sol…, la luz se convierte en tu herramienta, en tu sirviente, en tu… don divino a la hora de interpretar lo sagrado.

—¿Y haciéndolo del otro modo? —Esta vez era Gesius, el canciller. El anciano eunuco, de rasgos cenceños y descarnados, estaba muy pensativo, como si intentara encontrar los tres pies al gato en aquella conversación. No era el tema lo que le atraía, sospechó Crispin, sino el interés que demostraba Valerius. Aquel hombre habría conseguido vivir lo suficiente para servir a tres emperadores.

—Haciéndolo del otro modo —repuso Caius Crispus tras un profundo suspiro— transformas ese don, esa superficie alta y curvada, en… una pared. Una pared mal construida que se comba. Acabas con el juego de la luz que habita en el corazón del mosaico, en el corazón de mis obras… o de las que siempre he intentado hacer, mi señor.

Aquélla era una corte cínica y bromista. Estaba hablando desde el alma, con mucha pasión…, demasiada. Sus palabras sonaban ridiculas. Él mismo se sentía ridículo y desconocía la razón por la que estaba dando rienda suelta de aquel modo a sus sentimientos más profundos. Se frotó la barbilla.

—¿Consideras un… juego la representación de imágenes sagradas en un santuario? —inquirió Leontes, el fornido estratega, y por el tono directo y categórico Crispin se dio cuenta de que ya había intervenido con anterioridad. «Todos los artesanos occidentales son iguales», había dicho en aquella ocasión. «¿Qué importa cuál de ellos haya venido?».

Crispin tomó aliento.

—Considero la presencia de la luz como algo glorioso en sí mismo. Una fuente de alegría y gratitud. ¿Qué es si no, mi señor, la invocación del alba? La pérdida del sol es una pérdida grave, en verdad. La oscuridad no es amiga de ninguno de los hijos de Jad, y esto es aún más cierto si cabe para quien ha entregado su vida a los mosaicos.

Leontes le miró. Tenía un ligero surco en la frente y su pelo era dorado como el trigo.

—En ocasiones, la oscuridad es un aliado para el soldado —dijo.

—Los soldados matan —murmuró Crispin—. Quizá sea necesario hacerlo, pero no constituye una exaltación del dios. Supongo que estaréis de acuerdo conmigo, mi señor.

—No, por supuesto que no. Al conquistar y reducir a los bárbaros o heréticos, a quienes niegan y desprecian a Jad del Sol, ¿no lo estamos exaltando?

Crispin se fijó en un hombre enjuto y de rostro cetrino que parecía estar escuchando con muchísima atención aquel intercambio verbal.

—En tal caso, ¿es lo mismo imponer la oración que exaltar a nuestro dios? —¡Cuán útil había sido más de una década de debate con Martinian sobre aquellas cuestiones! Casi estaba olvidando dónde se hallaba.

Casi.

—Esto se está haciendo extremadamente aburrido —terció la emperatriz; el tono de su voz denotaba un tedio caprichoso—. Incluso más que hablar de la forma en la que hay que colocar una pieza de cristal en un lecho pegajoso, y no creo que los «lechos pegajosos» sean un tema demasiado apropiado en este momento. Al fin y al cabo, Styliane es una recién casada.

Fue el estratega el que se ruborizó, no la elegante esposa que estaba junto a él, cuando la expresión meditabunda del propio emperador se tornó en una amplia sonrisa, y una carcajada con un innegable punto de malicia se extendió por todo el salón.

Crispin esperó a que se extinguieran las risas y añadió, sin saber por qué lo hacía:

—Fue la tres veces ensalzada emperatriz quien me pidió que defendiera mis puntos de vista tan contundentes, como ella misma los calificó. Fue otra persona quien los tildó de estupidez. Ante tan majestuosa presencia no me he atrevido a elegir el tema de conversación, sino que me he limitado a responder lo mejor que he sido capaz cuando se me ha preguntado, intentando precisamente evitar los abismos de la estupidez.

Alixiana hizo una mueca singular —su boca era muy expresiva—, pero sus ojos negros resultaban impenetrables. Era una mujer menuda, de formas exquisitas.

—Tienes buena memoria, rhodiano. En verdad te lo pedí.

Crispin inclinó la cabeza.

—La emperatriz es generosa al recordarlo. Claro que… son pocos los mortales que no recuerden todas y cada una de las palabras que pronuncia. —¡Era increíble lo que estaba diciendo aquella noche! ¡Apenas se reconocía a sí mismo!

Valerius, echándose hacia atrás en el trono, aplaudió:

—Bien dicho, aunque un tanto desvergonzado. El occidental es capaz de enseñar algunas cosas a nuestros cortesanos, además de ingeniería y técnicas del mosaico.

—¡Mi señor emperador! Confío en que no hayáis aceptado su cháchara sobre la técnica invertida…

Su porte relajado se esfumó. Los ojos grises se convirtieron en dos cuchillos afilados que pasaron junto a Crispin como un vendaval.

—Siroes, cuando presentaste tus dibujos y tus planos a nuestros arquitectos y a mí mismo, afirmaste que se trataba de un método nuevo, ¿es o no es así?

El ambiente de la estancia experimentó un cambio radical. La voz del emperador era fría como el hielo. Continuaba apoyado en el trono, pero la expresión de su mirada era muy diferente.

Crispin quería volverse para ver quién era aquel artesano, pero no se atrevió a hacerlo.

—Mi señor… —tartamudeó su desconocido colega—, tres veces ensalzado señor…, nunca se ha utilizado en Sarantium ni en ninguna otra cúpula. Sugerí que…

—¿Qué acabamos de oír acerca de Rhodias hace quinientos años y de los motivos por los que nunca se ha empleado en una cúpula? ¿Acaso lo tuviste en cuenta?

—Mi señor, los asuntos del desmoronado Imperio de Occidente no…

—¿Cómo? —Valerius II se incorporó de nuevo y se inclinó hacia adelante blandiendo un dedo en el aire mientras exclamaba:

—¡Era Rhodias, artesano! ¡No te atrevas a referirte a Rhodias como el desmoronado Imperio de Occidente! ¡Era el Imperio Rhodiano en todo su esplendor! ¡Por el nombre del dios! ¿Cómo bautizó Saranios a la Ciudad al trazar con su espada la línea de las primeras murallas desde el canal hasta el océano? ¡Dímelo!

El miedo era palpable en el salón. Crispin observó a los elegantes hombres y mujeres con los ojos clavados en el suelo como niños durante una reprimenda.

—La… la… Sarantium, tres veces ensalzado.

—¿Y qué más? ¿Qué más, te estoy preguntando? ¡Dilo, Siroes!

—La… la bautizó como la Nueva Rhodias, tres veces ensalzado señor —la voz patricia había enronquecido—. Glorioso emperador, todos sabemos que nunca ha existido un solo santuario en el norte que pueda equipararse al que habéis proyectado y que estáis construyendo. Será la gloria del mundo de Jad. La cúpula…, no tiene parangón en dimensiones, en majestuosidad…

—Sólo podremos construirlo si nuestros sirvientes son competentes. ¿Estás diciendo ahora que la cúpula que ha diseñado Artibasos es demasiado grande para usar la técnica de mosaico adecuada? ¿Es eso lo que estás diciendo, Siroes?

—¡No, mi señor!

—¿Son insuficientes los recursos del tesoro imperial que te han sido asignados? ¿Te faltan aprendices y artesanos? ¿Es inapropiada tu recompensa, Siroes? —La voz del emperador era gélida y dura como una piedra en invierno.

Crispin sentía temor y lástima. Ni siquiera podía ver al hombre que estaba siendo brutalmente aniquilado, pero oyó que alguien se postraba de rodillas.

—La generosidad del emperador sobrepasa mi valía al igual que sobrepasa en esplendor a todos los congregados en este salón, mi tres veces ensalzado señor.

—Nos gustaría creer que es así —dijo Valerius II con severidad—. Tenemos que reconsiderar ciertos aspectos de nuestros planes de construcción. Puedes marcharte, Siroes. Estamos agradecidos a Styliane Daleina por habernos hablado con tanta insistencia de tus talentos, pero empiezo a creer que el alcance de nuestro Santuario excede tu capacidad. No temas, se te recompensará como es debido por lo que has hecho hasta la fecha.

Otra pieza del rompecabezas. La aristocrática esposa del estratega había patrocinado a aquel artesano del mosaico ante el emperador. La aparición de Crispin esa noche, su rápida convocatoria a la corte, había supuesto una seria amenaza para aquel hombre y, por extensión, también para ella.

Lo que antes había sido una mera conjetura, ahora era una diáfana realidad. Había llegado allí con aliados y enemigos incluso antes de tener la oportunidad de decir esta boca es mía —o de levantar la frente del suelo—. Podrían asesinarme, pensó de pronto.

Oyó que las puertas se abrían a sus espaldas. La corriente de aire hizo parpadear las velas. La luz tembló; poco después, recuperó la estabilidad. En el salón del trono reinaba un silencio absoluto, los cortesanos estaban escarmentados y asustados. Quienquiera que fuese, Siroes había abandonado la estancia. Crispin acababa de arruinar a un hombre respondiendo honradamente a una pregunta, sin el menor tacto o sentido de la diplomacia. En aquella corte, la honradez era peligrosa tanto para los demás como para uno mismo. Volvió a bajar la mirada. En el centro del suelo un mosaico representaba una escena de caza en la cual un emperador de la Antigüedad, en el bosque, disparaba una flecha contra un ciervo que saltaba. Si la escena hubiese continuado, la muerte habría sido inevitable.

Continuaba.

—Mi bienamado —dijo Alexia—, si este desagradable hábito de estropear una velada festiva persiste, me uniré al bravo Leontes y lamentaré la construcción del nuevo Santuario. Por lo que veo, pagar a tiempo a los soldados provoca mucha menos agitación.

—Se pagará a los soldados —dijo el emperador sin inmutarse—. El Santuario está destinado a ser uno de nuestros legados, una de las cosas que perpetuará nuestro nombre a través de los siglos.

—Una altiva ambición que ahora recae sobre los hombros de un occidental maleducado al que ni siquiera hemos visto trabajar —dijo Styliane Daleina, con voz áspera.

El emperador le dirigió una mirada inexpresiva. Tenía coraje aquella mujer, hubo de admitir Crispin, para desafiarle como lo había hecho.

—Es posible que recaiga sobre sus hombros —replicó Valerius—. No obstante, el Santuario ya está edificado. Nuestro espléndido Artibasos, que lo diseñó y construyó para nosotros, es quien carga con este peso y con el de su heroica cúpula, como un semidiós del panteón trakesiano. Por lo que respecta al rhodiano, si es capaz de hacerlo, se encargará de decorar el Santuario de un modo que plazca a Jad y a nosotros.

—En tal caso, tres veces ensalzado, esperemos que también sea capaz de encontrar en su interior unos modales que nos plazcan —repuso la mujer.

—Muy ingenioso —dijo Valerius con una sonrisa. Crispin empezaba a darse cuenta de que aquel emperador valoraba muchísimo la inteligencia—. Caius Crispus, me temo que te has ganado la antipatía de uno de los ornamentos de nuestra corte. Te conmino a que te corrijas en lo necesario durante tu estancia entre nosotros.

Desde luego, Crispin no tenía la menor intención de hacerlo. La dama había introducido a un incompetente —razones tendría para haberlo hecho— y ahora intentaba que Crispin sufriera las consecuencias.

—Me aflige oírlo —murmuró—. No dudo que mi señora Styliane es una joya entre las mujeres. Sin ir más lejos, la perla que luce en el cuello, más grande que cualquier otro adorno femenino de los que tengo ante mis ojos, así lo refleja.

Sí, esta vez sabía muy bien lo que estaba haciendo.

Quizá estuviese pecando de una peligrosa imprudencia, pero le traía sin cuidado. No le gustaba aquella dama alta y arrogante, de rasgos perfectos, pelo rubio, ojos fríos y lengua viperina.

Casi todos los presentes contuvieron el aliento. Una repentina oleada de ira invadió la mirada de Styliane, pero la reacción que realmente estaba esperando era la de la otra mujer, la emperatriz de Sarantium. Crispin se volvió hacia ella y encontró lo que buscaba: una breve chispa de asombrada e irónica comprensión en sus ojos.

En los embarazosos instantes que siguieron a su explícita revelación de algo que Styliane Daleina jamás hubiese tenido que propiciar, la emperatriz dijo, con engañosa afabilidad:

—Disponemos de innumerables adornos entre nosotros, lo que me hace recordar que otro de ellos nos ha prometido resolver una adivinanza planteada durante el banquete. Scortius, antes de que me retire a descansar, si es que puedo conciliar el sueño, quiero saber la respuesta a la pregunta del emperador. Hasta ahora, nadie parece estar dispuesto a ganar la piedra preciosa ofrecida como recompensa. ¿Nos lo dirás, auriga?

Esta vez, Crispin se volvió, mientras los cortesanos de su derecha se apartaban entre un relucir de sedas y un hombre pequeño y delgado, de botas limpias y debidamente aseado, avanzaba hasta situarse junto a un candelabro. Crispin se hizo a un lado para dejar solo a Scortius de los Azules ante los tronos.

El auriga soriyano al que había visto obrar prodigios aquel día tenía los ojos muy hundidos en un rostro moreno y levemente salpicado de cicatrices, exceptuando un par de ellas, que resultaban mucho más evidentes. Su tranquilidad daba a entender que no era un extraño en palacio. Llevaba una túnica de lino que le llegaba a las rodillas, de un color crudo natural, con franjas azules desde los hombros hasta las rodillas, bordadas en hilo de oro. Una gorra azul celeste le cubría el pelo negro. El cinturón era de oro, sencillo, extremadamente caro. Una cadena en el cuello, de la que colgaba un caballo de oro con joyas en los ojos a la altura del pecho.

—Todos nos esforzamos por complacer a la emperatriz en cuanto hacemos —dijo el auriga con gravedad. Hizo una pausa deliberada y con un destello en su blanquísima dentadura, añadió—: Y también al emperador, por supuesto.

Valerius rio.

—Envaina ese encanto letal, auriga, o resérvalo para quien vayas a seducir esta noche.

Se oyeron unas risitas femeninas. A algunos hombres, según advirtió Crispin, no les había hecho demasiada gracia.

—Me gusta que lo desenvaine, mi señor emperador —dijo Alixiana, con un destello en los ojos.

Crispin, pillado por sorpresa, fue incapaz de reprimir una sonora carcajada. Pero no importaba. Valerius y quienes le rodeaban se echaron a reír cuando el auriga se inclinó ante la emperatriz, sonriendo sin el menor reparo. Aquélla era una corte, comprendió Crispin, con una naturaleza definida en parte por sus mujeres.

Por la mujer que ocupaba el trono, desde luego. El buen humor del emperador era genuino. De pronto, mientras observaba ambos tronos, Crispin pensó en Ilandra, en su forma de ser tan extraña cuando hacía un comentario de aquel tipo. De haber sido su esposa la que hubiese realizado una observación tan abiertamente provocativa, también él se habría relajado lo suficiente para considerarla divertida, pues confiaba ciegamente en ella. Valerius era así con su emperatriz. Crispin se preguntó, no por primera vez, cómo sería eso de estar casado con una mujer en la que no se podía confiar. Miró al estratega, Leontes. No reía. Ni tampoco su noble esposa. Supuso que habría varios motivos para ello.

—La oferta de la joya —dijo el emperador— seguirá en pie hasta que Scortius revele su secreto. Es una lástima que nuestro rhodiano no haya presenciado el incidente; parece tener muchas respuestas que darnos.

—¿Las carreras de hoy, mi señor? Estuve allí. Un espectáculo fantástico. —Quizá estaba metiendo la pata una vez más, pensó Crispin, aunque ya era demasiado tarde.

—¡Vaya! —exclamó Valerius con sarcasmo—. ¿Eres un aficionado a la pista? Pues estamos rodeados de ellos.

—Casi un aficionado, mi señor. Hoy he estado en un hipódromo por primera vez. Mi escolta, Carullus del Cuarto Sauradí, que ha venido a la Ciudad para ver al estratega supremo, fue muy amable al instruirme en las cuadrigas. —No perjudicaría a Carullus el hecho de haber mencionado su nombre, pensó.

—Muy bien. En cualquier caso, tratándose de tu primera experiencia, sería imposible que pudieras responder a la pregunta. Adelante, Scortius. Necesitamos que nos saques de dudas.

—¡Oh, no, mi señor! Vamos a preguntárselo también a él —intervino Styliane Daleina, cuya fría belleza no ocultaba su malicia—. Como bien ha dicho nuestro tres veces ensalzado emperador, el artesano parece saber mucho. No hay nada que pueda inducirnos a pensar que las cuadrigas están fuera de su alcance.

—Son múltiples las cosas que están fuera de mi alcance, mi señora —repuso Crispin, tan humildemente como pudo—. Sin embargo, intentaré… satisfacer vuestro deseo. —Esbozó una sonrisa. Estaba pagando el precio estipulado por lo que inadvertidamente le había hecho a su artesano y por su referencia intencionada a la perla. Sólo esperaba que dicho precio se limitara a las insinuaciones sobre su barba.

Desde el trono, Alixiana dijo:

—La cuestión que hemos debatido en la cena, rhodiano, es la siguiente: ¿cómo sabía Scortius que debía ceder a su rival la calle interior en la primera carrera de la tarde? Dejó que el carro Verde cogiera la cuerda y condujo directamente al desastre al pobre Crescens.

—Lo recuerdo, mi señora. También condujo al desastre económico al pobre tribuno del Cuarto Sauradí.

Un comentario poco ingenioso. La emperatriz no sonrió.

—Cuán lamentable para él. Pero ninguno de nosotros ha sido capaz de dar una explicación que iguale la respuesta que guarda en su reserva nuestro magnífico auriga. Ha prometido contárnosla. ¿Por casualidad quieres probar suerte antes de que lo haga?

—No hay nada vergonzoso en la ignorancia —apuntó Valerius—. Y más teniendo en cuenta que era tu primera visita al Hipódromo.

No responder era una alternativa que ni siquiera se le había pasado por la cabeza, aunque tal vez fuese más apropiado mantener la boca cerrada. Es probable que un hombre más cauteloso así lo hubiera hecho tras sopesar los pros y los contras. Como Martinian, por ejemplo.

—Creo tener una remotísima idea, mi señor, mi señora —dijo Crispin—, aunque, por supuesto, puedo estar equivocado… y probablemente lo esté.

El auriga le miró, enarcando un poco las cejas, pero sus ojos sólo denotaban intriga y una exquisita cortesía.

Crispin le devolvió la mirada y sonrió.

—Una cosa es estar sentado a varios metros sobre la arena y ponderar lo que hizo, y otra muy diferente es hacerlo a esa impresionante velocidad. Esté o no en lo cierto, permitidme que os salude. No esperaba emocionarme hoy, pero así fue.

—Me hacéis un honor excesivo —murmuró Scortius.

—¿De qué se trata, pues? —preguntó el emperador—. Tu idea, rhodiano. Un rubí ispahani está en juego.

Crispin le miró y tragó saliva. No tenía ni idea de la recompensa. No era un premio cualquiera; había riqueza en abundancia en Oriente. Se volvió de nuevo hacia Scortius y, aclarándose la garganta, inquirió:

—¿Podría estar relacionado con la luz y la oscuridad de los espectadores?

Por la sonrisa del auriga, supo que había dado en el clavo. En efecto, desde niño había tenido una mente predestinada a solucionar rompecabezas.

En el silencio que siguió, Crispin añadió, con confianza creciente:

—Diría que el muy experto Scortius supo enseguida lo que tenía que hacer gracias a la oscuridad de la muchedumbre al llegar al viraje situado debajo del Palco Imperial, mi señor emperador. Evidentemente, debe de haber otras cosas que él sabía y que yo ni siquiera soy capaz de imaginar, pero me atrevería a asegurar que eso fue lo más importante.

—¿La oscuridad de la muchedumbre? —dijo el maestro de ceremonias. A Faustinus le brillaban los ojos—. ¿Qué tontería es ésta?

—Espero que no sea una tontería, mi señor. Me refiero a su rostro, claro está. —Crispin guardó silencio y miró al auriga que estaba a su lado. Todos le imitaron.

—Según parece —anunció por fin el soriyano—, tenemos a un genuino auriga entre nosotros. —Soltó una carcajada, mostrando de nuevo su blanca dentadura—. Me temo que el rhodiano no tiene nada de artesano mosaiquista por mucho de peligroso estafador, mi señor.

—¿Es correcto? —preguntó de repente el emperador.

—Completamente, tres veces ensalzado señor.

—¡Explícate! —La orden sonó como un latigazo.

—Es un honor que así me lo pidáis —dijo el campeón de los Azules sin perder la calma.

—Nadie te ha pedido nada, Scortius. Explica lo que has querido decir, Caius Crispus.

El auriga pareció avergonzado. Crispin advirtió que el emperador se sentía realmente humillado, e inquirió por qué: era evidente que en aquel salón había otra mente avezada a resolver rompecabezas.

Crispin dijo con prudencia:

—En ocasiones, un hombre que ve algo por primera vez puede fijarse en detalles que otros, más familiarizados, son incapaces de descubrir. Confieso que por la tarde empezaba a sentirme un poco harto de las carreras y me dediqué a mirar alrededor…, ¡incluyendo las gradas del otro lado de la spina!

—¿Y eso te enseñó a ganar una carrera de cuadrigas? —El breve resentimiento de Valerius había pasado. Volvía a estar concentrado. A su lado, la profunda mirada de Alixiana seguía siendo indescifrable.

—Me enseñó cómo un hombre podía hacerlo muchísimo mejor que yo. Como os dije antes, mi señor, los artesanos del mosaico están acostumbrados a percibir las alteraciones de la luz y el color del mundo de Jad con una… cierta precisión. De lo contrario, fracasarían en sus trabajos. Bien, durante una buena parte de la tarde estuve observando lo que acontecía cuando los carros pasaban por delante de las gradas opuestas y advertí que la gente se volvía para contemplarlas.

Valerius se inclinó con el ceño fruncido. De repente, alzó una mano.

—¡Espera! ¡Déjame adivinarlo! Espera…, sí…, ¿el rostro es más claro cuando miran al frente, hacia ti, y más oscuro cuando se vuelven, es decir, cuando sólo ves pelo y gorros?

Crispin guardó silencio. Sólo se inclinó. Junto a él, Scortius de los Azules hizo lo mismo.

—Habéis ganado vuestro propio rubí, mi señor —dijo el auriga.

—No, todavía no… ¡Explícamelo, Scortius!

—Al llegar al viraje de la kathisma, mi señor emperador —dijo el soriyano—, al adelantar a Crescens por el interior, las gradas de mi derecha estaban bastante oscuras. Y no hubiesen tenido que estarlo teniendo en cuenta que los primeros aurigas de los Verdes y los Azules estaban justo frente a ellos. Los rostros deberían haber estado vueltos directamente hacia nosotros, reflejando la luz del sol. En realidad, en plena carrera no hay tiempo de ver los rostros, sino sólo una impresión de luz u oscuridad, como dijo el rhodiano. Antes del viraje, las gradas estaban oscuras, lo que significaba que los espectadores no nos estaban mirando. ¿Por qué?

—Una colisión a tus espaldas —apuntó el emperador de Sarantium, meneando lentamente la cabeza, con los dedos entrelazados y los codos apoyados en los apoyabrazos del trono—. Algo más urgente, incluso más espectacular que los dos campeones batiéndose en duelo singular.

—Una violenta colisión, mi señor. Sólo eso podía distraerles y hacerles girar la cabeza. Como bien recordaréis, el accidente se produjo antes de que Crescens y yo nos distanciáramos. Al parecer, fue poca cosa, ambos lo vimos y lo esquivamos. El público también debería haber pensado que se trataba de un incidente sin mayores consecuencias; pero todo el Hipódromo dejó de mirarnos. Tendría que haber ocurrido algo más grave después del primer choque. Y si un tercer carro, o un cuarto, se habían estrellado con los dos primeros, en tal caso al personal del Hipódromo le resultaría imposible despejar la pista.

—Y el accidente original tuvo lugar junto a la cuerda —intervino el emperador, asintiendo de nuevo con una sonrisa de satisfacción—. Rhodiano, ¿fuiste capaz de comprender todo esto?

—No todo, mi señor —se apresuró a responder Crispin—. Sólo supuse la parte más simple. Soy demasiado… modesto para hacerlo. Lo que Scortius dice haber deducido en el fragor de la carrera, mientras conducía cuatro caballos a una extraordinaria velocidad y luchaba con su rival, va un poco más allá de mi capacidad de comprensión.

—A decir verdad, me di cuenta demasiado tarde —admitió Scortius, compungido—. De haber estado realmente alerta, no hubiese perseguido a Crescens por el interior, sino que habría continuado por el exterior al tomar la curva y durante la recta. Esta habría sido la forma más apropiada de hacerlo. En ocasiones —murmuró—, triunfamos por pura buena suerte, por la gracia del dios.

Nadie hizo ningún comentario al respecto, pero Crispin vio que Leontes, el estratega supremo, hacía el signo del disco solar. Poco después, Valerius miró a Gesius, su canciller, y le hizo un gesto de asentimiento, el cual a su vez indicó a otro hombre que avanzara desde la puerta situada detrás del trono. Llevaba un cojín de seda negra con un rubí en el centro, montado en un aro de oro. Se dirigió hacia Crispin, quien advirtió que aquella rutilante recompensa ofrecida a cambio de la diversión del emperador en un banquete valía más dinero del que había tenido en toda su vida. El sirviente se detuvo frente a él. Scortius, a la derecha de Crispin, sonreía. Por pura buena suerte, por la gracia del dios, pensó.

—Nadie merece menos que yo este obsequio —dijo Crispin—, aunque confío en complacer al emperador de otras formas como su servidor.

—No es un obsequio, rhodiano, sino un premio. Cualquiera de los que están aquí, hombre o mujer, habría podido ganarlo. Todos han tenido su oportunidad antes que tú esta noche.

Crispin inclinó la cabeza. De pronto se le ocurrió una idea y antes de resistir la tentación, se oyó a sí mismo hablando de nuevo.

—En tal caso, ¿podríais autorizarme a regalarlo, mi señor? —balbuceó. Era un artesano competente, pero no un hombre rico, ni tampoco lo era su madre, a su edad, ni Martinian y su esposa.

—Estás autorizado —respondió el emperador, tras un breve y contenido silencio—. Lo que se tiene se puede dar.

Sin duda era cierto, pero ¿qué podía tener uno si la vida y el amor emprendían la senda de la oscuridad con tanta facilidad? ¿Acaso no era todo… un préstamo, un arrendamiento tan transitorio como el fulgor de las velas?

No era el momento ni el lugar para semejantes meditaciones.

Crispin tomó aliento, y, aun sabiendo que aquél podía ser su enésimo error, dijo:

—Pues bien, me sentiría muy honrado si mi señora Styliane quisiera aceptarlo en ni nombre. Ni siquiera hubiese tenido la oportunidad de participar en este acertijo de no haber sido porque ella habló tan amablemente de mi valía. Por otro lado, temo que mis anteriores palabras poco meditadas hayan disgustado a un artesano al que tanto aprecia. ¿Serviría esto para corregir mi pésima conducta? —Era consciente de que el auriga le miraba boquiabierto, y tampoco se le escapó el murmullo de incredulidad entre los cortesanos.

—¡Has hablado con nobleza! —exclamó Faustinus.

Crispin pensó que el maestro de ceremonias, con el poder que atesoraba como jefe del servicio civil, no era un hombre especialmente sutil, aunque un instante después, al advertir el aspecto pensativo de Gesius y la repentina expresión irónica y sagaz del emperador, llegó a la conclusión de que quizá no había sido accidental.

Hizo una señal al sirviente, que vestía una túnica plateada, y éste se encaminó con el cojín hacia la dama rubia que estaba de pie cerca de los tronos. El estratega, junto a ella, sonreía, pero Styliane Daleina había palidecido. En efecto, podía haber sido una equivocación; al parecer, su instinto en la corte le jugaba malas pasadas.

Con todo, ella avanzó, cogió el anillo con el rubí y lo sostuvo en la palma de la mano. Se trataba de una piedra exquisita, pero comparada con la espectacular perla que lucía en el cuello, era casi una nimiedad. Styliane era la hija de la familia más pudiente del imperio. Incluso él lo sabía. Necesitaba tanto aquel rubí como Crispin… una copa de vino.

Desafortunada analogía, pensó. ¡En efecto necesitaba una y con urgencia!

La dama le miró largamente, y luego dijo, con perfecta aunque glacial compostura:

—Me honráis, y honráis también la memoria del imperio en Rhodias. Os doy las gracias. —Sin sonreír, cubrió el rubí con sus largos dedos.

Crispin le hizo una reverencia.

—No puedo sino expresar mi extremada desolación —intervino la emperatriz de Sarantium en tono lastimero—. ¿Acaso no urgí yo también a hablar al rhodiano? ¿No es cierto que interrumpí a nuestro querido Scortius para darte una oportunidad de demostrar tu ingenio? Así pues, ¿con qué piensas obsequiarme a mí?

—Una crueldad por tu parte, amor mío —dijo el emperador, al que parecía divertirle aquella situación.

—He sido cruelmente desdeñada e ignorada —replicó su esposa.

Crispin sentía un nudo en la garganta.

—Estoy al servicio de la emperatriz en todo lo que pueda hacer por ella.

—¡Bien! —exclamó Alixiana de Sarantium. Su expresión había experimentado un cambio radical, como si fuese eso exactamente lo que deseaba oír—. ¡Muy bien! Gesius, haced que conduzcan al rhodiano a mis habitaciones. Antes de retirarme quiero… hablar con él de un mosaico.

Los faroles parpadearon. Crispin advirtió que el hombre de piel cetrina que se hallaba cerca del estratega apretaba los labios. El emperador, sin abandonar su tono divertido, se limitó a decir:

—Le hice llamar para el Santuario, querida. Todas las demás diversiones son secundarias.

—No soy una diversión —replicó la emperatriz, con una sonrisa, enarcando sus majestuosas cejas.

Al instante, el salón del trono se inundó de risas —los perritos, obedientes, seguían siempre a su dueña.

Valerius se puso en pie.

—Sé bienvenido a Sarantium, rhodiano —dijo—. Como ya habrás advertido, no has aterrizado de incógnito entre nosotros. —Alzó una mano. Alixiana apoyó las suyas en ella, atestadas de anillos, y se levantó. Juntos esperaron a que su corte les rindiera pleitesía. Acto seguido, se dieron la vuelta y abandonaron el salón por la puerta que Crispin había distinguido detrás de los tronos.

Estirando el cuerpo, cerró los ojos por un instante, turbado por la rapidez con que se sucedían los acontecimientos. Se sentía como si estuviera en una cuadriga en plena carrera sin saber qué hacer para controlar a los caballos.

Al volver a abrir los ojos vio que Scortius, el auriga de verdad, le observaba.

—Ten mucho cuidado con todos ellos —murmuró en voz baja.

—¿A qué te refieres? —preguntó Crispin, justo antes de que el adusto y anciano canciller cayera sobre él como si de un codiciado tesoro se tratara. Gesius le puso una mano en el hombro y le condujo a través de la estancia, por las tesserae de la cacería imperial, más allá de los árboles plateados y los pájaros de pedrería en sus ramas, bajo la ávida mirada de los miembros ataviados de seda de la corte sarantina.

Mientras cruzaban las puertas de plata para acceder de nuevo a la antecámara, alguien a sus espaldas dio tres sonoras palmadas. Luego, entre la charla y las lánguidas risas que acababan de reanudarse, Crispin oyó que los pájaros mecánicos del emperador empezaban a cantar.